Y ahora, ¿qué? —don Agustín, con cara de cansancio.
—Exhumemos a Micaela, la criada.
—Pero ¿estás loco?
—No perdemos nada.
—Estás loco —repite Casamajó afirmando con la cabeza.
—Tú mismo lo has dicho, esto te va a costar caro, lo sé. Tenemos aquí la otra orden firmada por ti para exhumar a la criada, no podemos perder más.
—Sí, eso es cierto.
—Mira, si la pobre criada está en su ataúd será la prueba definitiva de que me he equivocado, lo reconoceré, asumiré toda la culpa y me iré a Madrid. No volveréis a tener noticias mías, lo juro.
Casamajó suspira y mira al infinito.
—Es lo último que te pido, lo prometo, amigo —dice Víctor.
El juez vuelve a pensárselo por un segundo, entonces murmura:
—¡Qué coño! De perdidos, al río.
Víctor le mira con gratitud y escucha a su amigo ordenar con voz alta y severa:
—¡Vamos, tenemos trabajo! ¡A la tumba de la criada!
Los allí presentes no pueden creer lo que acaban de escuchar, pero nadie se atreve a rebatir a todo un juez con mando en plaza.
Remigio les lleva a una zona donde abundan los nichos, allí yace Micaela. «Al menos será más fácil de exhumar», piensa Víctor intentando animarse.
Mientras que los operarios se suben a una escalera para quitar la placa del nicho, que está situado a una tercera altura, se escucha al juez murmurar:
—Hasta para morirse hay clases. Perra vida. —Es evidente que está de muy mal humor. La sonrisa del encargado, Remigio, le llega de oreja a oreja. Se hace evidente que un don nadie como aquél va a disfrutar con aquello de su minuto de gloria.
Los dos sepultureros bajan la lápida con ciertas dificultades y la depositan en el suelo. Ahora uno sube a la escalera y el otro permanece abajo para ir cogiendo el ataúd.
—Mi compañero necesitará ayuda ahí abajo —dice, y los dos agentes de Castillo se suman para echarle una mano.
El de la escalera comienza a tirar del ataúd, huele a humedad y moho. Los de abajo lo van recibiendo y Víctor siente que le da un vuelco el corazón cuando escucha decir al operario de abajo:
—¡Qué poco pesa!
A Víctor le parece que han dejado la caja en el suelo con excesiva soltura, quizá parece demasiado liviano, pero son tres hombres fuertes y la criada una mujer. No quiere hacerse muchas ilusiones.
Todos se acercan al ataúd. Los que pueden se colocan un pañuelo tapando la boca y la nariz. La sonrisa de satisfacción de Remigio es descomunal. El operario introduce la palanqueta y el encargado da un paso al frente.
—Déjame a mí —ordena—. Quiero darme ese gusto.
Remigio hace palanca y la caja se abre con facilidad.
—¡Está vacío! —exclama Casamajó.
Víctor Ros suspira aliviado mientras que los hombres exclaman asombrados. Aquello es increíble. ¡El ataúd de la criada está vacío! Remigio se queda descompuesto y su cara, pálida como la cera. No esperaba aquel golpe.
Víctor se aparta unos pasos, siente que le falta el aire.
—Pero ¡se la han llevado! ¡Se la han llevado! —exclama el encargado del cementerio—. No puede ser. ¡En mi cementerio! ¡En mi cementerio!
El detective se apoya en los nichos de enfrente. Siente que necesita un trago. Daría lo que fuera por una buena copa de coñac. Detrás de él se escuchan unos pasos.
—Eres un tipo afortunado. De verdad, no sé cómo lo haces, pero doy gracias a tu tozudez, si nos hubiéramos ido exhumando sólo a don Celemín, yo habría quedado como un imbécil. —Es Casamajó, que sonríe abiertamente a su amigo.
—Yo mismo tenía mis dudas —dice Víctor—. Mírame, estoy temblando como un colegial.
Don Agustín y su amigo se funden en un abrazo. Víctor Ros tenía razón, una vez más, y sus ojos parecen humedecerse.
—Hemos estado muy cerca de la catástrofe, Agustín —murmura al oído de su amigo.
—Lo has conseguido, Víctor, lo has conseguido. Tenías razón, han robado los cuerpos que hallamos en el horno. Bárbara Miranda está tras este asunto y está viva.
Entonces ambos se separan y el juez se palmea el pecho.
—Siento haber dudado de ti.
—¿Cómo no ibas a hacerlo? ¿No lo has visto? Me equivoqué con don Celemín.
—Sí, Víctor, pero has acertado con lo de la criada. Robaron su cuerpo. No tengo duda de que eran sus restos los que aparecieron en el horno. Pero esa mujer ¡es maquiavélica! Vinieron al cementerio y robaron un cuerpo para quemarlo, dejar el pendiente en la oreja y colocarlo en la boca del horno para hacernos creer que había escapado a la combustión y que la diéramos por muerta.
—Bárbara Miranda es capaz de cosas más retorcidas aún, créeme.
El encargado va ya camino abajo maldiciendo. Parece preocupado por que alguien le pueda robar los cuerpos de su cementerio. Ahora es él quien tiene un problema. Teme que su labor quede en entredicho para todo Oviedo.
—Perdonen usías —dice uno de los operarios—. ¿Qué hacemos con esto?
—Déjenlo así —ordena Víctor—. Luego traerán los restos que quedan en el depósito. Así podrá descansar en paz.
—¿Y qué hacemos ahora?
Víctor está mirando el nicho como hipnotizado.
—Claro, es más fácil —dice.
—¿Qué? —pregunta el juez.
—Sí, que es más fácil sacar un cuerpo de un nicho que extraerlo de la tierra como con don Celemín. El ataúd de Micaela fue trasladado hace poco, cuando se comprobó que no era una suicida y se la podía enterrar en sagrado. Seguro que la noche que vinieron a robar los cuerpos irían con prisa para no ser descubiertos. Un nicho es más fácil de asaltar que una tumba excavada en el suelo.
—Ya —contesta don Agustín.
En ese momento, Víctor mira a los operarios y dice:
—Ramón Férez…
—¿Sí? —contesta uno de ellos.
—¿Está enterrado en el piso o quizá en algún panteón?
—¡En un panteón! ¡Y bien hermoso! Lo encargó el propio don Reinaldo.
Víctor mira a su amigo y le dice:
—¿Te das cuenta? ¡Un panteón! Ahí no hay que cavar para sacar el ataúd.
—¿Y?
—¿No te das cuenta?
—Pues no, más bien, no.
—Tienes que redactar otra orden. Miremos el ataúd de Ramón Férez. Conozco a esa mujer, Agustín, es maquiavélica. Quiso vengarse de Micaela hasta el final y habrá hecho otro tanto con el pobre Ramón.
Don Agustín mira a su amigo, pero no se ve atisbo de duda en él.
—¡Rápido! —ordena a uno de los hombres de Castillo—. Avisad a mi secretario.
Una vez redactado el correspondiente documento y entregada la orden a Remigio, todo resulta sencillo. Entran en el panteón usando la llave que les ha dado el encargado, se dirigen directamente a la única lápida del mismo y la levantan. Dentro, en una oquedad bien tapizada de ladrillos, se encuentra el ataúd. Abren la tapa y comprueban que, en efecto, los restos de Ramón Férez no se encuentran allí. Ya saben a quién pertenecía el cuerpo del varón hallado en el horno. Bárbara Miranda ha usado para ello a su propia víctima, al pobre desgraciado a quien asesinó para ocultar toda la verdad o quizá para vengarse de don Reinaldo.
—¿Cómo puede alguien ser tan retorcido? —exclama Castillo—. En mi vida he visto una mente criminal como ésa.
Remigio y sus operarios se santiguan.
—Ha intentado borrar su rastro por cuatro veces y las cuatro las ha resuelto Víctor —apunta Casamajó—. Primero quiso inculpar a Carlos Navarro con la nota falsa y Víctor lo descubrió. Luego eliminó a Micaela haciendo que pareciera un suicidio, y mi buen amigo hizo otro tanto. Más tarde eliminó a don Celemín y a Nicolás Miñano de un plumazo para no dejar pistas. Y ahora exhumó dos cuerpos y los llevó al horno para que la creyéramos muerta, y aquí estamos.
—Sí, pero no sé por dónde seguir —reconoce el detective.
—Tengo que formular una disculpa —dice Remigio, que ha aparecido en la puerta y se acerca al detective.
—¿A mí? ¿Por qué? —pregunta Víctor.
—No le creí, pensé que estaba loco.
—Y era una locura, Remigio, y era una locura. Pero esa mujer está loca y es mi obligación, por duro que me resulte, hacer funcionar mi mente como si fuera la suya propia. Usted sólo hizo lo que creía conveniente, no se culpe. Y ahora, Agustín, vámonos a comer, tenemos ganado un buen merecido descanso.
Víctor disfruta del frescor de la noche sentado a una mesa en la calle, en la puerta de la posada La Gran Vía. Eduardo duerme y Agustín se marchó a casa hace rato, así que intenta relajarse leyendo Armadale, de Wilkie Collins. Sigue obsesionado con todo lo referente a Inglaterra, un país que se encuentra a la cabeza del progreso, de la Revolución industrial y a muchos años de ventaja de España. Sin embargo, no logra concentrarse en la lectura.
Los sucesos del día le han agotado y comienza a pensar en subir a dormir. Echa de menos a don Alfredo, su antiguo compañero en la policía. Desde que abrió la agencia de investigación le ha sucedido en varias ocasiones. Él le ayudaba mucho, a veces incluso sin saberlo. Era el contrapunto perfecto a Víctor, de personalidades radicalmente diferentes: el uno joven e impetuoso, el otro un viejo funcionario bragado en mil batallas que proporcionaba a su compañero la tranquilidad, la mesura y la paciencia necesarias en un oficio tan duro.
Se alegra por haber acertado en el asunto de los dos cadáveres. Ese tipo, el encargado del cementerio, Remigio, anda ahora avergonzado porque le han robado dos cuerpos en sus narices. Al menos le consuela que Agustín no ha quedado mal. Víctor repara en que se ha visto, una vez más, al borde del fracaso.
Piensa en la jugada, magistral, de Bárbara Miranda. Es atrevida y osada. ¿A quién se le ocurriría robar dos cuerpos, calcinarlos y colocarlos en el horno para que creyeran que eran ella y su hermano? Resulta brillante la treta del pendiente. Dejar unos restos cerca de la boca, de manera que pareciera que habían escapado casualmente a la combustión y con un pendiente suyo en la oreja, es algo que no queda al alcance de todas las mentes criminales.
Víctor cree muy probable que Bárbara Miranda haya volado ya. Sí, bien es cierto lo que apunta Agustín, Víctor ha descubierto todas sus añagazas; pero a fin de cuentas no la ha capturado. Se siente vencido por aquella mujer que siempre encuentra la forma de escapar. Maldita sea. Siempre se le escapa, siempre tiene la sensación de ir dos pasos por detrás de ella. ¿Dónde se esconde? ¿Quién es su cómplice? Esa mujer es maquiavélica y retorcida. Ni se le pasó por la cabeza que pudiera volver a España tras escapar de la custodia del Sello de Brandenburgo. Piensa en Lewis y en el Sello por unos momentos. ¿Debería avisarles? No, no le gustó la manera de actuar de dicha organización en el pasado, aunque llegó a desarrollar un gran afecto por el inglés. Recuerda que éste le pidió ayuda en Madrid para buscarla y se plantea si avisarle o no. Quizá ponga un telegrama mañana.
Espera la llegada de Clara, así que cuando acuda a recogerla aprovechará para telegrafiar al inglés. Puede que el Sello no sea una organización perfecta, pero sus medios son casi ilimitados y le vendrá bien su ayuda si quiere localizar a Bárbara Miranda. Quizá sea el momento de aparcar viejas rencillas personales y aunar esfuerzos. Ahora el objetivo prioritario es capturarla, cuanto antes. Hay que evitar que siga matando. Avisará a Lewis. Sí, eso hará.
Se levanta, estirando los brazos y haciendo crujir sus rodillas para dirigirse a las habitaciones que ha tomado para él y el crío, cuando escucha una voz:
—¿Don Víctor Ros?
Se gira y ve a un pilluelo con una nota en la mano.
—Sí, soy yo.
—Tengo un recado para usted. —El niño le tiende un papel.
Víctor lo acepta y le da una propina.
El crío parece contento y desaparece corriendo en la oscuridad, haciendo como si fustigara a un caballo imaginario.
El detective se acerca a la lamparita que hay en la mesa y lee la esquela:
Víctor, ven a verme ahora mismo, es urgente. Te espero en la imprenta. Destruye esta nota, no quiero que me comprometas más. Esta noche, rápido.
ESTHER
Víctor acerca el papel a la llama de la lamparita y contempla cómo arde. Tiene que acudir a verla, parece urgente. Luego piensa qué hacer con el libro. No sabe si subirlo a la habitación o dejarlo sobre la mesa. Pondera que si sube perderá mucho tiempo y le da miedo que se extravíe si lo deja allí en medio. Sin darse apenas cuenta comienza a caminar a paso vivo con él en la mano.