El alguacil Castillo toma entonces la palabra:
—Bueno, don Víctor, y suponiendo que ésa es la mujer que usted dice, está muerta, ¿no? Hemos hallado sus restos y los de su cómplice calcinados en el horno de la casa de los Férez.
—¿Bárbara Miranda? No, en absoluto, ahora no me cabe duda de que colocó el pendiente a propósito en esa oreja y dejó ese fragmento de cráneo a la entrada del horno, lejos de las llamas para que lo encontráramos. Ha querido borrar pistas, escapar. Ella quiere que la creamos muerta, la conozco.
—Me parece un poco exagerado, Víctor —rebate don Agustín.
—Créeme, sé cómo actúa —insiste el detective.
Los tres quedan en silencio, pensando en el asunto.
—¿Y qué se hace, entonces? —Castillo.
—Veamos —contesta Ros—. Si ese cuerpo no es el de ella y el otro no es el del cómplice, al que, dicho sea de paso, necesitó para quemar dos cuerpos y llevarlos al horno, tenemos que partir de la base de que tuvo que conseguir dos cadáveres. No sabemos de ningún asesinato más, ¿verdad?
—¡Lo que nos faltaba! ¡Otro asesinato más! —exclama el juez—. Pues no, gracias a Dios.
—Habrán conseguido los cuerpos en el cementerio —dice el detective mirando hacia la ventana muy pensativo—. Tengo que ir allí y examinar los registros, tengo que ver quién ha fallecido en los últimos días y…
—¿Y qué? —preguntan los otros dos al unísono.
—No adelantemos acontecimientos —responde Víctor—. Os dejo, no hay tiempo que perder.
—Como responsable del cementerio municipal quiero expresar mi más enérgica protesta —dice Remigio Martínez.
—Lo entiendo, lo entiendo —contesta el juez Casamajó.
—Mire, señoría, he venido a hablar con usted personalmente porque me parece una locura. Ese detective…
—Ros, Víctor Ros.
—… se ha presentado en mi cementerio…
Remigio percibe que el juez le mira con mala cara y cambia el tercio:
—En el cementerio municipal, quería decir.
—Mejor así. Continúe, señor.
—Bueno, pues ha llegado allí y ha insistido en mirar el registro. Ha estado hojeando los enterramientos de las últimas semanas. «Necesito cuerpos de fallecimiento reciente», ha dicho. A mí, si le doy mi opinión personal, me parece un loco.
—No le he pedido su opinión al respecto y le pongo en conocimiento de que habla usted de un amigo personal muy querido por mí desde hace años.
Remigio encaja el golpe cambiando la cara e intenta suavizar su discurso:
—El caso es que, después de enredarlo todo, se ha levantado y me ha dicho: «Probaremos con Micaela y don Celemín, si no son ellos habrá que ir a Luanca, a ver la tumba de Nicolás». Y yo le he contestado: «Perdone, señor, pero no le sigo, ¿a qué se refiere?». Y él: «¿Pues a que había de referirme si no? A exhumar sus restos». «Pero, hombre de Dios», le he contestado yo, «¿cómo se va a hacer eso? ¡Sería un escándalo! ¿Cómo vamos a exhumar los restos de dos cristianos de esa forma? ¡Y uno de ellos cura!» Entonces me ha dicho: «Sí, sí, tiene usted razón, se requiere una orden judicial». Y no crea, su señoría, que me he mantenido en mis trece y por eso estoy aquí. No me parece ni por asomo normal que se vaya por ahí molestando a los muertos, es indigno y poco cristiano. ¿Adónde vamos a llegar? Nunca se ha visto en Oviedo cosa así, aunque ya se comenta por la calle que este mismo individuo la lió buena aquí mismo cuando era joven.
—No estamos aquí para analizar eso. No siga por ahí que me está usted poniendo a prueba y no soy hombre paciente —amenaza el juez cuyo rostro comienza a adoptar una peligrosa tonalidad encarnada.
—Ya, ya, es su amigo, me lo ha dicho. Perdone usted, su señoría, no quería ofender. Pero hágase cargo, el cementerio es mi responsabilidad y ésta es una ciudad tranquila, no puedo permitir que algo así ocurra, ¿se da cuenta? Es inmoral. ¿Qué pensará la gente de mí si se permite en mi cementerio que se profane de esa forma el sagrado descanso al que todos tenemos derecho?
—No hay de qué preocuparse, Remigio. Además, no he recibido petición alguna para exhumar esos cuerpos, esté usted tranquilo.
En ese instante se abre la puerta y asoma la cara del secretario del juez. Parece preocupado.
—Es don Víctor, quiere verle. ¿Le hago pasar?
El juez pone cara de pocos amigos y parece quedar como traspuesto.
—¿Don Agustín? —insiste el secretario.
En ese momento, don Agustín Casamajó sabe que tiene un problema.
Víctor Ros se presenta en el cementerio acompañado por el juez Casamajó, el alguacil Castillo y dos de sus hombres. Es perfectamente consciente de que vive en un país de ignorantes donde todavía hay quien teme profanar el descanso de los muertos. Ya le ocurrió en Córdoba cuando investigaba el sumario que fue conocido por el vulgo como «El caso de la Viuda Negra» y quiso exhumar el cuerpo del marqués de la Entrada para comprobar un posible envenenamiento.
Agustín Casamajó está nervioso, siente que hace tiempo ya que aquello se le fue de las manos y empieza a pensar que Víctor ha perdido el norte. Ha ido siguiendo uno a uno todos los pasos de su amigo durante la investigación, pero cuando parecían tener dos culpables, éstos aparecen asesinados. ¿No se habrían equivocado? Ahora Víctor, por una tontería de una niña orinando de forma extraña, piensa que se las ve con una rival que, de alguna manera, le obsesiona. ¿No habrá perdido el norte? ¿Acaso no dejó la policía por evidenciar cierta fatiga mental?
Cuando entrega las órdenes de exhumación, el detective mira de reojo a su amigo el juez y percibe sus dudas. Le está apoyando, sí, pero es evidente que no ve claro el asunto, ni mucho menos.
El encargado les acompaña con dos sepultureros, tiene cara de pocos amigos y es evidente que todo Oviedo va a conocer en detalle lo que ocurra allí aquella mañana. Víctor cruza los dedos para no haberse equivocado.
Llega a la tumba de don Celemín. El ambiente podría cortarse con un cuchillo y la mañana ha amanecido fría y nubosa. Amenaza lluvia.
Los dos sepultureros comienzan a dar paletadas. La lápida no ha sido colocada aún, el marmolista debe de estar trabajando en ella todavía.
Poco a poco los dos hombres van profundizando. Víctor y Agustín apenas se miran, ambos están nerviosos, es evidente. Remigio permanece mirando fijamente a la oquedad con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Incluso el alguacil Castillo parece algo nervioso.
Al fin, una de las palas contacta con algo duro.
—Ya estamos —dice uno de los paisanos.
Apartan con cuidado la tierra que falta y se acercan al ataúd.
Todos dan un paso al frente para mirar. Cuando tiran de la tapa, ésta parece atascada, así que uno de los operarios toma una palanqueta y la introduce por el lateral. Se escucha un chasquido y aquello cede. El otro sepulturero tira hacia arriba y descubre la caja.
La cara de sorpresa de don Agustín y Castillo es evidente.
—¡Don Celemín!
Una oleada de olor a putrefacción y humedad inunda el ambiente. Allí yace el cuerpo del cura en total estado de putrefacción, con su sotana y las manos al pecho. Es pasto de una legión de gusanos.
—¿Ven? —dice Remigio con retintín.
—¡Tápenlo de nuevo! —ordena el juez, que se cubre la boca con un pañuelo.
Víctor Ros mira fijamente al ataúd y murmura:
—No puede ser… no puede ser…
El juez Casamajó tira del brazo de Víctor y se lo lleva aparte.
—¡Es don Celemín! —le recrimina intentando no levantar la voz para evitar ser escuchados.
—Ya, lo he visto —conviene Víctor bajando la mirada.
—¿Y bien? ¡Decías que no estaría! ¡Dijiste que esa mujer y su cómplice habían robado dos cuerpos del cementerio para probar su muerte y tener la huida franca! Y don Celemín está ahí, pudriéndose. ¿Te das cuenta del lío en que estamos metidos? ¡Yo he firmado la orden de exhumación! Ahora me las tendré que ver con el obispo, con el regente y con media ciudad que me van a poner verde. ¡Don Celemín está en su tumba, por Dios! ¿Qué pensabas?
—Ya, pues me equivoqué, habrán cogido el cuerpo de otro varón, quizá Nicolás Miñano u otro tipo fallecido recientemente —insiste el detective.
Casamajó mira a su amigo como si éste hubiera perdido el norte.
—Víctor, ¿te das cuenta de lo que dices? ¿Te escuchas a ti mismo por unos instantes? Esto es una locura. Eres el tipo más terco que he conocido en mi vida. ¿Cómo que otro cuerpo? Esos dos del horno son la niñera y su hermano. El caso está cerrado, muerto.
—¿Bárbara Miranda y su cómplice? De eso nada —responde Víctor muy serio.
—Dirás Cristina Pizarro. Te recuerdo que es así como se llamaba la niñera.
—Es esa mujer, la conozco.
—Estás obsesionado con ella, si tan lista es no habría vuelto a España. Piénsalo bien, es lo más lógico.
Víctor ladea la cabeza como negando la realidad.
—Nos hemos equivocado y punto —dice el juez muy resuelto—. Nos vamos de aquí. Esto me va a costar caro.
—Un momento.
Don Agustín se gira porque siente que le agarran por el brazo. Es Víctor que le retiene.