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Cuando Víctor Ros llega a la casa de los Férez, se encuentra con que doña Mariana Carave sale con los dos niños pequeños de paseo. Parece que ha abandonado el luto, pues viste un fino vestido beige y porta una sombrilla del mismo color. Su pelo color trigo va recogido en un elegante moño tocado con una cinta de tul a juego con el conjunto. Está realmente hermosa.

—Buenos días, don Víctor, ¿qué le trae por aquí?

—Buenos días —dice él quitándose el sombrero—. Venía a hacer unas preguntas a los habitantes de la casa, ya sabe, sobre el pendiente hallado en los restos que encontramos en el horno. Quiero estar seguro de que pertenecía a esa mujer.

Mariana lo mira con una sonrisa en los labios y Víctor no termina de comprender cómo la dama soporta a un tipo como don Reinaldo. Así es la vida.

Ella entonces toma la palabra:

—Me dispongo a dar un paseo con los niños y soy habitante de la casa, ¿nos acompaña? Puede preguntarme a mí.

Víctor se lo piensa un momento y contesta tendiendo el brazo a la dama:

—Por supuesto.

Comienzan a caminar mientras juntos los críos corretean por delante de ellos. Poco a poco dejan a un lado la casa de Antonio Medina y doblan hacia la izquierda acercándose al arroyo.

—El acceso que hay desde nuestra casa es demasiado abrupto para los niños, hay mucha vegetación y aquí hay un pradito muy mono —dice la mujer a modo de explicación.

—¿Y su marido?

—En la mina.

—¿Cómo está?

—Hundido.

Los dos quedan en silencio. La situación es embarazosa.

—Sí —apunta ella—, sé lo que está pensando. Resulta muy esclarecedor comprobar que un hombre casado se desmorona por la muerte de otra mujer, ¿verdad? No pensé que le hubiera dado tan fuerte. No es la primera vez, ¿sabe?

—Pero usted… consiente.

—Éste es un mundo de hombres. ¿Qué iba a hacer? Esto no es Inglaterra ni Estados Unidos, donde la gente se puede divorciar sin más. No puedo irme con mis hijos, ¿adónde iba a ir? ¿De qué viviría? Usted sabe que una mujer sola y con hijos no tiene ni una mínima oportunidad de salir adelante.

—Ya.

—Por eso, durante todos estos años he hecho lo que hacemos todas, mirar hacia otro lado. —Entonces sonríe al detective con aire malicioso y añade—: Y usted, ¿nunca echa una cana al aire como todos? ¿No tendrá usted una mantenida en Madrid como hacen todos los caballeros de posibles? ¿Alguna corista quizá?

Víctor recuerda lo que acaba de sucederle con Esther Parra y contesta:

—No, no es mi estilo.

Ella lo mira sonriendo. Han llegado al pequeño prado y se sientan en una enorme roca mientras que los niños corren de acá para allá, se acercan al arroyo, se mojan las manos y ríen bajo la atenta supervisión de la madre.

—Es usted una mujer muy bella, doña Mariana —se escucha decir Víctor a sí mismo—. Me parece cabal y con la cabeza bien amueblada, es una buena madre. Quiero que sepa que lamento mucho que tenga que soportar esa carga que lleva. De veras.

Ella lo mira de nuevo. Sus ojos color miel ejercen un extraño influjo sobre él. Se siente como hipnotizado.

—¡Mami, mami, me hago pipí! —exclama la niña pequeña.

Ella mira hacia arriba y arquea las cejas como con desesperación.

—Acaba de hacerlo en casa. ¡Niños! Ven, cariño, ponte detrás de este arbusto, don Víctor no te ve, tranquila. —Mira al detective y aclara—: Disculpe usted esta inconveniencia, pero es muy pequeña y estamos en el campo, le faltan muchos años aún para ser una señorita.

—Descuide, descuide, yo también tengo hijos y estamos en plena naturaleza. No se apure.

—Venga, cariño, hazlo tú solita que ya eres mayor —dice doña Mariana ayudando a la niña a bajarse los patucos y subir la falda.

La pequeña se coloca detrás del inmenso lentisco y Víctor escucha el inconfundible sonido de alguien orinando. De pronto, doña Mariana exclama indignada:

—Pero hija, ¿qué haces así?

Víctor se asoma disimuladamente y ve a la niña a apenas un metro y medio de la madre.

—¡Así no lo hacen las señoritas! ¿Puede saberse qué haces?

El detective comprueba divertido que la niña está orinando de pie, subiéndose la falda y echando el cuerpo hacia atrás para poder orinar hacia delante.

—¡Así orinan los hombres! —grita doña Mariana.

—No, los hombres no —responde la cría.

—Los varones, ¡sí!

—Y doña Cristina.

—¿Qué? —exclama Víctor, que da un paso al frente sin reparar en que se inmiscuye en una situación demasiado privada—. ¿Cómo dices, niña? ¿Puedes repetir eso que has dicho, criatura?

La cría se baja la falda y contesta muy segura de sí misma:

—Sí, que doña Cristina lo hacía siempre así en el campo. De pie.

Mariana Carave y Víctor se miran con perplejidad.

Él tiene cara de pasmo, está lívido, como la cera. La dama teme que el detective vaya incluso a perder el sentido.

—Don Víctor, ¿está usted bien? —pregunta doña Mariana.

Víctor mira al frente, parece pensar, atar cabos.

—Claro, es ella… es ella. ¡Orina como un hombre! Nadie puede actuar de esta forma, ser tan maquiavélico… Jugar conmigo así… Es ella. Ha vuelto a España. ¡Está aquí! ¡Es ella! ¡Es ella!

—Don Víctor, no le entiendo. Me está usted asustando.

—¿Qué pasa, mami? ¿Por qué está mal orinar así? —pregunta la pequeña.

Víctor Ros sigue a lo suyo, hablando solo. Parece como ido, un loco.

Entonces mira a la dama y balbucea:

—Perdone… me tengo que ir. Es importante, puede que se me haya escapado ya.

Y sale corriendo prado arriba gritando:

—¡Es ella! ¡Es ella! ¡No podemos perder ni un segundo!

Doña Mariana piensa por un momento que, decididamente, es cierto lo que se dice del detective madrileño en Oviedo: está loco.

—¿Bárbara Miranda, dices? ¿Quién es Bárbara Miranda? —pregunta Casamajó a su amigo que parece haberse vuelto loco. Están en el despacho del juez. El magistrado y el alguacil Castillo permanecen sentados, pero Víctor, presa de una gran agitación, camina de un lado para otro.

—Bárbara Miranda es el rival más peligroso que he tenido, no conocí enemigo como ella, ni siquiera Alberto Aldanza.

—¿Y eso lo sabes porque la niñera orinaba de pie, como un hombre? —pregunta Casamajó con cara de incredulidad. Definitivamente, no termina nunca de acostumbrarse a esas reacciones tan extrañas de Víctor.

—Sí.

—¡Qué tontería! Eso son cosas de críos.

—No, no, es ella, lo sé.

—¿Una mujer?

—Sí, bueno, no. No es exactamente una mujer…

—¿Cómo? —pregunta el alguacil Castillo con cara de no entender aquello.

Víctor intenta explicarse:

—Bien, me encontré con ella en Barcelona, en aquel caso que la prensa bautizó como «El enigma de la calle Calabria». Esta mujer, peligrosísima, me tuvo en jaque, llegué a temer por la integridad de mis hijos, de mi familia, de Clara. Es una psicópata, un término definido por Pinel en 1801, una mujer sin atisbo de remordimiento, una criminal despiadada, capaz de los actos más viles, el mal en estado puro. No siente ningún complejo de culpa ante la posibilidad de herir, robar, matar o asesinar. ¿Comprendéis?

—¿Y qué hace aquí? ¿No debería estar en la cárcel? La detuviste, ¿no? —pregunta Casamajó.

—Pues eso es, amigos, que nuestro queridísimo Ministerio de la Gobernación llegó a un acuerdo con una asociación con la que yo colaboré durante un tiempo, el Sello de Brandenburgo, para que pasara a su custodia y que pudiera ser estudiada.

—¿El Sello de qué? —vuelve a preguntar el juez.

Víctor aclara:

—Ya, comprendo, es una historia larga: el Sello es una organización privada dotada de enormes fondos económicos que fue creada para perseguir, prevenir y erradicar el crimen. Está integrada por antiguos policías, psiquiatras, forenses y eminentes científicos que no sólo pretenden eliminar el mal, sino estudiar la mente criminal hasta tal detalle que ello nos permita prevenir el delito antes incluso de que se produzca.

—Una utopía —dice el juez.

—¿Una qué? —pregunta Castillo.

—Algo imposible, muy bonito, pero inalcanzable, Castillo —aclara Víctor—. Como os contaba, esta peligrosa mujer pasó a custodia del Sello de Brandenburgo para que fuera estudiada; no entraré en detalles de cómo se hizo, pero os adelanto que aquello me hizo abandonar la policía.

—Vaya —dice don Agustín.

—El caso es que la llevaron a Suiza, a un castillo que, creo, es inexpugnable. Allí pretendían estudiar su mente, diseccionar cada uno de sus pensamientos, de esos comportamientos que la llevan a ser lo que es. No sabían lo que hacían. Es como pretender entender por qué un león hace lo que hace. No te puedes acercar a él, no puedes darle un metro de ventaja. Ellos no entienden que está en su naturaleza, un león es un depredador y a la mínima que tenga una oportunidad te matará. No repara en si está bien o mal, fue creado así.

—¿Y Bárbara Miranda es como un león? —Castillo.

Víctor mira al alguacil, sonríe con cierta amargura y contesta:

—Ojalá, es peor. Como yo predije se les escapó llevándose a sus guardianes por delante. En su huida también eliminó a un pobre vecino de la zona. Es despiadada, y en un momento dado su fuerza y su aspecto pueden ser los de un hombre.

Casamajó se incorpora en su sillón.

—Has dicho que no era exactamente una mujer, me estás volviendo loco, Víctor. Me ayudaría que me aclararas esto, ¿qué es, exactamente?

—Bueno, es difícil de explicar; ella o él, si lo preferís, cree que es una mujer, pero es un hombre.

—¿Cómo? —dice don Agustín.

—Sí, sí, es una mujer encerrada en el cuerpo de un hombre. Se viste como una mujer, es bella, delicada, pero su cuerpo, su envoltura física es la de un hombre.

—Pero ¿tiene…? —comienza a decir Castillo señalándose la zona genital.

—Sí, tiene miembro viril.

—Yo esto no lo entiendo —protesta el juez.

—Veamos —explica el detective—. Bárbara, aparte de otros múltiples delitos, ejercía la prostitución en Barcelona. Hay hombres que buscan cosas, digamos, exóticas, y ella tenía mucho éxito.

—Pero ¿una mujer con…? ¿A quién le puede gustar algo así? —protesta Casamajó.

Víctor intenta aclararlo:

—No te haces una idea, querido amigo, de las cosas que he visto persiguiendo el mal por esos burdeles de Madrid, hay tipos que piden cosas realmente raras.

—Pero, Víctor, sigo sin entender si es un hombre o una mujer.

—Mira, Agustín, Bárbara, cuando era un hombre, tenía una sexualidad ya muy abierta. Igual iba con hombres que con mujeres. Fue tras una sesión de espiritismo cuando comenzó a manifestar que él era en realidad una mujer, Ersebeht Bathory.

—¿Quién? —protesta el juez.

—Una condesa húngara que mató a más de seiscientas doncellas, una auténtica y despiadada asesina.

—¿Está poseída, entonces? —pregunta Castillo.

Víctor suelta una carcajada.

—No, no, no creo en cosas de espíritus. Para que lo entendáis, tiene como una doble personalidad: de un lado, un varón y, de otro, esa condesa que, según manifestó ella misma, fue poco a poco apropiándose de su yo por completo. Hasta creerse una verdadera mujer.

—Pero es un hombre —aclara Castillo.

—Físicamente sí, pero ojo, con el pelo largo y vestida de mujer da el pego, vaya si lo da. Y sabe cómo conquistar a un hombre, eso está claro.

—Entonces ¿don Reinaldo es invertido como su hijo? —apunta el juez.

—No exactamente —responde Víctor—. Podríamos concluir que le gustan las cosas fuera de lo normal.

—Pero, don Víctor, esa mujer está como una cabra —dice el alguacil.

—En efecto, Castillo, como una regadera. Y eso es lo que la hace peligrosa. Suele rodearse de cómplices varones a los que encarga el trabajo sucio, pero, cuidado, cuando se ve acosada o se le sigue la pista, se deshace de ellos con una facilidad pasmosa. No conoce los sentimientos. Luego, cuando lo cree oportuno, se corta el pelo, se pone un traje de varón y escapa.

—¡Menuda elementa! —exclama el juez.

—Debí intuir que su mano estaba tras todo esto, un caso tan enredado, pistas falsas, tipos inocentes inculpados, una auténtica maraña de mentiras… llevaba su marchamo. Pero claro, después de su fuga en Suiza pensé que pasaría a América o se quedaría en algún país europeo. Ni se me pasó por la cabeza la idea de que fuera tan inconsciente como para volver a España.

—Y, según apuntas tú, lo ha hecho —contesta Agustín Casamajó.