40

Víctor se pasa la mano por la cabeza con desesperación alborotándose el pelo. Parece a punto de perder los nervios.

—Tengo que repasarlo todo, desde el principio. Telegrafiaré a Clara para que no venga —dice mirando a Casamajó.

—¿Y si el pendiente no es de la niñera?

—Cabe esa posibilidad, Agustín, lo sé. ¿Te das cuenta de que estamos como al principio?

—Sí, o peor.

—Después de un caso largo, una investigación compleja, después de desbrozar el trigo de la paja, de aclarar tantos y tantos malentendidos, de descartar sospechosos; llegamos a una conclusión que parece clara —dice Víctor repasando mentalmente.

—Y entonces nuestros principales sospechosos aparecen muertos y carbonizados.

Los dos amigos vuelven a quedar en silencio.

Casamajó arquea las cejas y apunta:

—Nosotros hicimos público que los culpables eran la niñera y el hermano, ¿no?

—Sí, claro, y liberamos al afinador.

—Pues entonces don Reinaldo, que por algún motivo sabe dónde están, manda matarlos para vengar la muerte de su hijo y quemar sus restos en el horno. Por desgracia, no ha dado tiempo a que la combustión de los restos fuera total y la cosa ha quedado al descubierto.

Víctor mira a su amigo y contesta:

—Sí, tiene lógica. Pero ¿viste su reacción? ¿Te fijaste en lo que hizo cuando vio el pendiente? Ese hombre quería a Cristina, no me cabe duda. ¿No has observado sus lágrimas? Estaba ido, hundido, roto.

—Es un mal bicho, Víctor, fingía.

—No sé qué decirte. Para mí que era sincero, he visto en su cara la sorpresa, el horror y luego, la más absoluta de las tristezas.

—¿Cómo podría un hombre amar a la mujer que ha asesinado a su hijo?

—Algo debía de tener la dama, ya te dije que debía de tratarse de una mujer de una capacidad intelectual notable; si encima era bella, podría conseguir cualquier cosa de un hombre.

—Sí, es cierto, he tenido casos en el juzgado en que he visto cómo auténticos caballeros lo perdían todo por una mujer.

Los dos vuelven a quedar en silencio.

Habla Casamajó:

—Y ahora, ¿qué hacemos?

—Pues eso es, amigo, que no lo sé.

El juez Casamajó llega a la posada La Gran Vía a media mañana. Víctor, sentado en el porche, hojea tranquilamente el periódico.

—¿Cómo estamos? —pregunta don Agustín—. ¿Has dormido bien?

—No he pegado ojo, hasta las seis no he conciliado el sueño.

—Repasando tus notas.

—Cómo me conoces. He empezado y vuelto a empezar mil veces, he repasado todas mis anotaciones y analizado de nuevo cada paso, y ¿sabes?

—Tú dirás.

—No sé en qué punto me equivoqué. Creo que esos dos eran los culpables y ahora, fíjate, aparecen sus cuerpos carbonizados.

—¿Y si no son ellos? Los cuerpos, digo, podrían ser de otras personas.

—No creas, también lo he pensado. Pero me parece una hipótesis muy peregrina, de novela de intriga.

—Ya.

—Y encima, mira —dice agitando una pequeña esquela—. He recibido un telegrama de Clara, insiste en venir. Yo le dije que se había complicado la cosa, pero cuando se empeña, se empeña.

—Quizá te venga bien su compañía, ya sabes, enseñarle esto, llevarla a cenar o ir al teatro… Necesitas expansionarte. Por cierto, ¿y el crío?

—¿Eduardo? Por ahí andará, con esa niña. Creo que se ha enamorado.

—Qué buen chaval estás criando.

—Es todo mérito suyo, es listo como ninguno y obediente, muy obediente. Estoy orgulloso de él. Por cierto…

—¿Sí?

—No sé, por si nos hubiéramos equivocado, ¿has averiguado algo de Navarro?

—Me temo que el afinador se ha querido quitar de en medio, no hay rastro de él. En otras ocasiones dicto una orden para que el tipo en cuestión se presente en el juzgado o esté localizado, pero teníamos tan claro que esos dos, Navarro y Granado, no eran los culpables…

—No te calientes la cabeza, la culpa es mía. Di por hecho que teníamos a los asesinos. ¿Y de José Granado? ¿Sabemos algo?

—Sí, he hecho los deberes; Castillo lo tiene localizado, está en casa de la viuda, Isabel Sánchez. Lo vigilan con discreción, por si las moscas.

—Bien, bien. Al menos a ése lo tenemos controlado.

—¿Has decidido ya lo que vamos a hacer? —pregunta el juez.

—Pues no, la verdad, no sé por dónde tirar. De momento me acercaré a casa de los Férez, quiero volver a preguntar al servicio y a la gente de la casa si están seguros de que el pendiente era de la niñera.

—Si el propio don Reinaldo te dijo…

—Sé lo que dijo, pero el pendiente es lo único que nos lleva a la conclusión de que ese cuerpo es de la niñera, quiero asegurarme. Total, no tenemos nada a que agarrarnos, ¿qué más da?

—Bien, te dejo entonces, tengo la mesa llena de papeles. ¡Dichosa burocracia!

Cuando Víctor sale de la posada para encaminarse a Casa Férez haciendo un poco de ejercicio, queda parado.

Enfrente, en mitad de la calle, le espera Esther Parra.

—Hola —dice él tocándose con la diestra el sombrero tirolés que usa en sus excursiones campestres.

—¿Vas de caza? —dice ella.

—No, no. No me gusta disparar a nadie, salvo en caso de extremo apuro; voy a casa de los Férez, y así aprovecho y paseo por el campo.

—Quería hablar contigo un momento, ¿puedo?

—Claro, por supuesto, Esther, por supuesto.

—¿Te importa si te acompaño un trecho y así charlamos?

—Sí, muy bien, de acuerdo —dice él comenzando a caminar.

Los dos van juntos, no demasiado lejos el uno del otro. Él, con las manos en la espalda y pensando que Esther está muy guapa con aquel vestido azul claro. Ella, que juguetea con su bolso entre las manos, parece nerviosa por el encuentro.

—Bien —dice ella—. Te preguntarás qué me ha traído aquí.

—Sí, más bien.

—Creo que el otro día fui demasiado dura contigo.

Él se para y la mira.

—No, fuiste justa, lo merecía y lo merezco. No hay noche que no me acueste sin que el recuerdo de tu padre me atormente. Sé que no me vas a creer, pero yo le quería. Me enseñó muchas cosas y me trató como un padre. No pude hacer nada por él, lo intenté, de veras. Desaparecer así no fue la mejor solución.

—Me hago cargo, Víctor —dice ella reemprendiendo la marcha—. Y te creo. Sé que no debió de ser fácil para ti. Nunca lo había visto desde tu punto de vista, lo confieso. Eras un traidor, un tipo que se había llevado mi virtud y que había engañado a mi padre; un policía, un perro de los poderosos infiltrado entre nosotros. Pero ¿sabes?, cuando viniste a verme el otro día me hiciste pensar. Vi, por un momento, las cosas desde tu perspectiva. Ha pasado mucho tiempo, una vida, y ahora veo lo jóvenes que éramos, que eras. Un don nadie abriéndose camino en la vida. Creías que hacías lo correcto infiltrándote en una red de revolucionarios y supongo que, a tu manera, llegaste a sentir algo por mí.

—¿Tienes dudas? ¡Estaba enamorado perdidamente de ti! Nadie te ha querido como lo hice yo, Esther Parra.

—¿Y por qué no viniste a buscarme? ¿Por qué no viniste a por mí?

—No pude. Y luego… no supe. No me atreví. Sabía que me odiabas, que no querías verme. Cuando me enteré de la muerte de tu padre, fui consciente de que nunca podría ponerme delante de ti.

—El otro día lo hiciste.

—Sí, lo hice. Miles de veces pensé en lo que iba a decirte si te veía y luego, no sé lo que dije, si acerté o no, si pude…

—¿Sí?

—Si pude hacerte comprender lo que me pasó. Me superaron los acontecimientos, es cierto. Yo lo preparé concienzudamente, os iba a salvar pero todo se torció, de veras.

—Te creo.

—¿Qué?

—Te he dicho que te creo.

Víctor suspira aliviado.

—No sabes lo importante que es eso para mí. Me haces sentir… como liberado. Si no me perdonas, lo entiendo, comprendo que no se puede perdonar algo así, pero al menos, si sólo me entiendes en una mínima parte, yo me doy por satisfecho.

—Sé que eras un crío. No te diré que te perdono, Víctor, pero comprendo que tú no querías que las cosas fueran así.

—Gracias, de verdad, gracias —dice él, que se ha parado y le toma las manos.

Esther Parra se sorprende al ver lágrimas en los ojos del detective.

—¡No sabes lo que he pasado todos estos años! —dice él—. Y sí, me hago una idea de lo mucho que has debido de sufrir, tú eres la víctima y no yo, pero es horrible sentirte consumido por este remordimiento. No te haces una idea.

—Tú siempre tienes que ser perfecto, ¿no?

—¿Cómo?

—Sí, eres el bueno del folletín, el protagonista. Siempre tienes que vencer a los malos, no ser débil, hacer lo correcto.

—Sí, más o menos así. Pero a veces no salen las cosas como uno quisiera.

—Debe de ser cansado.

—No te entiendo.

—Sí, ser tú, vivir en ese papel. En ese personaje que has creado. He seguido en la prensa todos tus casos.

Los dos han vuelto a caminar. Víctor, más sereno, comenta:

—Pues la verdad es que sí, a veces me canso de luchar contra el mal, contra los delincuentes, de no poder dar un paso en falso y tener que comportarme como un caballero andante. Y encima rodeado de corruptos, ladrones, prostitutas y políticos facinerosos, por eso dejé la policía. Descubrí, tras un caso en Barcelona…

—¿El de la calle Calabria?

—El mismo. Bueno, te decía que descubrí que todo estaba podrido, tuve miedo por mis hijos, por mi mujer, y decidí tirar la toalla. Trabajar por mi cuenta y montar mi propio gabinete. Así no tendría que aguantar órdenes de nadie ni participar en subterfugios o asuntos que no me parecieran limpios.

—Como un caballero andante, claro.

—Sí, más o menos. Qué tonto, ¿verdad? Es cierto que creé un personaje, «Víctor Ros, el hombre que lee las mentes», lo hago a propósito, me viene bien y lo reconozco. Así cuando llego a un lugar para una investigación todos se ponen nerviosos, se delatan. Y sí, sí, es muy cansado ser yo. Tan seguro de mí mismo, sí. Y ¿sabes? No soy infalible, me asaltan las dudas y mi mente me tortura cuando yerro. Tenía un caso resuelto después de una laboriosa investigación y me encuentro con que mis dos máximos sospechosos están muertos. A veces te juro que me gustaría haber llevado otra vida.

—¿Conmigo?

—Quizá, Esther, quizá. Lo he pensado muchas veces.

—Has dicho que me querías.

—Sí, es cierto.

—¿Y lo sigues haciendo?

Ella se ha detenido y él hace otro tanto. Se miran a los ojos y Víctor se ve transportado a su juventud, a sus primeros días de policía. La recuerda en la trastienda, tan dulce, tan feliz.

—Supongo que nunca se deja de querer a alguien de quien se ha estado enamorado, ¿no? —dice él.

Ella sonríe.

—Buena respuesta, Víctor Ros, buena respuesta. En fin, te tengo que dejar, hay mucho trabajo en la imprenta.

—Quiero darte las gracias, de corazón. Nunca podré agradecértelo lo suficiente, de veras.

—No hay de qué, supuse que debía decírtelo.

—No sabes lo mucho que acabas de hacer por mí, Esther, de verdad, gracias.

Se despiden cogiéndose las manos y se miran a los ojos.

Cuando echan a andar en direcciones contrarias ella se gira y dice:

—¡Víctor!

—¿Sí? —contesta él volviendo la cabeza.

—Yo sí sé la respuesta a la pregunta que te he hecho: yo aún te quiero. —Y dicho esto, echa a andar hacia la ciudad de Oviedo. Víctor se queda parado, viéndola alejarse y se lamenta por sus errores del pasado. Una vez más.