Víctor está de buen humor: ha desayunado con Eduardo y el caso parece aclarado. Bien es cierto que siente una cierta amargura porque los dos asesinos se le han escapado pero ha cumplido con la misión que le trajo a Oviedo. Sólo queda esa espina, quizá una punzada, un golpe para su orgullo, porque esos dos han ido siempre por delante y han volado saliéndose con la suya. La verdad, le han vencido aunque no quiera reconocerlo. No sabe si habrán conseguido sacar un buen dinero a don Reinaldo pero, en cualquier caso, se lo merecía. Ha telegrafiado a Clara ya de buena mañana, espera su respuesta para ver cuándo llega y nada ansía más que pasar con ella unos días de relajo en Asturias. También quiere arreglar algún asuntillo de índole menor.
Piensa, por un momento, que quizá la vida sea eso: la perfección no existe y aunque ha conseguido desenmarañar la trama y exonerar de culpa a Carlos Navarro y José Granado, no ha podido entregar a los culpables a la Justicia. Siente no haber podido evitar dos muertes: la de don Celemín y la de ese desgraciado, Nicolás Miñano. Lamenta también el cruel asesinato de la joven criada, Micaela. Se encargará de que Casamajó haga las gestiones pertinentes para que sea enterrada, al menos, en sagrado. Una vez más lamenta el fanatismo de curas y beatas, si ese don Celemín hubiera hablado a tiempo…
Entonces levanta la vista y remira orgulloso a Eduardo. El crío devora con gusto su chocolate con picatostes. Se ha comportado como un gran detective, ha sido valiente, ha puesto en peligro su propia seguridad por una niña desvalida, la hija de una prostituta a la que todos despreciaban. Sí, Eduardo crece a marchas forzadas y lo hace en la dirección correcta. El año que viene deberá abandonar el internado y cursar estudios en Madrid, se ha puesto al día más que suficientemente.
Es entonces cuando escucha unos pasos y alguien que pregunta por él en voz alta. Mira hacia la puerta y ve aparecer al Julián, el cochero.
—¿Qué pasa, Julián? ¿Quieres desayunar?
—Don Víctor, tiene usted que venir a Casa Férez. ¡Rápido, es muy urgente que vea esto!
Cuando Víctor y Eduardo llegan a Casa Férez, justo en la verja de entrada se encuentran con Casamajó y el alguacil Castillo que, con dos de sus hombres, aguardan al detective. Es evidente que algo ha ocurrido y no bueno precisamente.
—¿Qué pasa? —pregunta Víctor bajando del coche de un salto.
—¡Ya estás aquí, gracias a Dios! —exclama el juez—. Ven, sígueme.
—Pero ¿qué ha ocurrido? —pregunta Ros intrigado—. Decidme.
—Tiene usted que verlo con sus propios ojos —contesta el alguacil, que parece consternado—. Es mejor que el crío se quede aquí.
El grupo rodea la casa por el lado izquierdo, justo entre la puerta de la cocina y las caballerizas, y llegan hasta una pequeña construcción hemisférica que queda detrás de la casa, es un horno de leña bastante grande. Allí aguardan Faustina, don Reinaldo, la cocinera y otro agente de Castillo.
—Buenos días —saluda Víctor tocándose el sombrero—. ¿Qué ha pasado?
Casamajó señala al horno de leña que todos miran como con temor y dice:
—Echa un vistazo.
Víctor se acerca a mirar y Patro comienza a hablar:
—Esta mañana me he levantado a las cinco y media para hacer el pan, como siempre. He preparado la masa, a eso de las seis he venido a encender el fuego y entonces he visto esas cosas horribles.
Lamujer se echa a llorar.
Allí dentro, entre cenizas, se adivinan algunos huesos humanos y dos cráneos incompletos debido a la combustión.
—Esto…¿desde cuándo está aquí?
—Ayer tarde no estaba, se lo aseguro. Yo misma estuve sacando cenizas —declara la cocinera.
Víctor mira alrededor. Don Reinaldo parece visiblemente nervioso.
El detective repara en un fragmento de cráneo que ha escapado a la combustión por hallarse muy cerca de la boca del horno. En él se conserva, parcialmente chamuscado, un fragmento de oreja, afortunadamente el lóbulo no se ha quemado. El detective lo toma con las manos.
—Aún está caliente —dice pensativo.
Con sumo cuidado, extrae un pendiente que cuelga del lóbulo aún intacto.
Es simplemente un gancho alargado, de oro, en cuyo extremo hay una piedra de color azulado.
—¿Alguien reconoce esto? —dice mirando a don Reinaldo y a las dos sirvientas mientras sujeta la joya entre el índice y el pulgar.
El dueño de la casa emite un extraño quejido, se lleva las manos a la cara y maldice.
—¡Eso era de doña Cristina, de la niñera!
Víctor queda parado, no esperaba algo así.
—¿De la niñera? —pregunta muy sorprendido.
—No puede ser. ¡Ahora sí que estamos apañados! —exclama Casamajó.
Todos se quedan paralizados, mirando al detective, que esta vez parece haber quedado como consternado, le han superado los acontecimientos.
—¿Está usted seguro, don Reinaldo, y usted, Faustina? ¿De la niñera?
La criada asiente muy segura y don Reinaldo añade:
—Sí, esos pendientes eran suyos. —Entonces se acerca discretamente a Víctor y sin que los demás le escuchen le dice al oído—: Se los regalé yo.
Y se dirige a toda prisa a la casa. Lleva lágrimas en los ojos. Es evidente que aquello ha supuesto un mazazo para el empresario.
Víctor sigue parado, con la boca abierta.
Entonces, de repente, parece como poseído por uno de sus ataques de actividad y dice a voz en grito:
—¡Rápido, traigan sábanas blancas! Tenemos que sacar los restos y examinarlos. Quiero aquí a Castillo, a sus hombres y el juez; el resto, todos fuera. Avisen al forense. ¡Venga!
Al momento se cumplen las instrucciones del detective.
Eduardo es enviado a la posada con el Julián, y Víctor, en chaleco y con las mangas de camisa arremangadas, comienza a extraer los restos de ceniza y huesos, aún calientes. Se ayuda de una pequeña pala y de unas pinzas y va escudriñando poco a poco cada pequeño fragmento, cada grumo, como si viera algo que los demás no son capaces siquiera de intuir.
Casamajó lo mira con ansiedad.
—¿Quiénes son? ¿Cuántos hay?
Víctor lo mira y le indica con la mano que espere.
—Pero ¿es verdad? ¿Crees que es ella, la niñera?
—Alberto Aldanza, que espero se pudra en el infierno, me enseñó lo que sé sobre huesos y ciencia forense. De momento te puedo decir que ese fémur que queda ahí es de hombre, por el tamaño, creo. Y que este fragmento de mandíbula y cráneo parece de mujer por su talla y el detalle del pendiente. Hay restos de dos personas aquí, dos cuerpos, uno más pequeño y otro más grande.
—La niñera y su cómplice.
—Eso parece, amigo.
—Pues lo que yo decía, estamos apañados —sentencia Casamajó con cara de circunstancias.
Tras una hora y media de concienzudo trabajo han conseguido separar los restos de lo que parecen dos seres humanos sobre dos sábanas. El forense ha llegado y, tras examinar los restos, ha hecho un aparte con Víctor y han hablado largo y tendido. Ambos han tomado sus notas y se ha ordenado el levantamiento de los cadáveres que han sido trasladados al juzgado para ser inspeccionados allí en más detalle.
Víctor y Casamajó se han alejado. Los dos se han quitado la chaqueta y se han sentado en una inmensa piedra, junto al arroyo de Pumarín. Víctor fuma una pipa y el juez un habano. Ambos miran con aire hipnótico el discurrir de las aguas por el pequeño arroyuelo.
—Te confieso que esto me ha dejado pasmado —dice Víctor.
—Sí, y ahora, ¿qué?
—Estaba convencido de que la niñera y el hermano eran culpables, y ahora… esto.
—Sí, ¿quién lo ha hecho? ¿Quién los mató?
—Y lo peor, querido Agustín, ¿cómo? Los restos que han quedado no nos permiten saber nada sobre cómo fueron asesinados, ni dónde ni con qué; ahora sí que se pierde el rastro de toda esta historia, me temo. ¿Quién está detrás de todo esto? Es como si un poder superior jugara con nosotros como si fuéramos marionetas. Ese alguien se ríe de nosotros. Nos lleva de aquí para allá, nos muestra señuelos y nos confunde como si fuéramos niños.
—¿En quién piensas, en don Reinaldo?
—Obviamente, sí. No veo otra posibilidad. Éstos le mataron al hijo, él lo sabía, los ocultó y les ayudó a eliminar a los testigos incómodos.
—¿Por qué iba a hacer algo así?
—Para evitar el escándalo. Que se divulgaran sus secretos. Supongo que al ver que habíamos identificado a los culpables, mandó eliminarlos.
—Pero ¿él solo?
—No, no, tiene hombres suficientes para hacer algo así.
—Pero los tipos que hayan hecho esto… lo saben.
—Es muy rico, los habrá enterrado en dinero y pasaportado a América para empezar una nueva vida, qué sé yo.
—¿Y no pudieran ser otros los culpables?
Víctor queda mirando al infinito, el sol se filtra entre las hayas, y parece pensar.
—Pues eso es, amigo, que a estas alturas puede haber sido cualquiera. Igual me equivoqué, todo apuntaba hacia ellos.
—Sí, ella estaba liada con don Reinaldo.
—Y sabemos que ejercía un gran dominio sobre él. El hermano campaba a sus anchas y el señor de la casa lo consentía. Ese tipo, bronquista, daba el perfil clásico del delincuente. Ella, en cambio, debió de ser de buena familia pues poseía modales e instrucción. Ahora se hace evidente que de hermanos, nada. Los informes eran falsos, no venían de Logroño, y sus nombres también eran falsos.
—Ramón Férez descubrió el affaire.
—Exacto, y tuvo sus más y sus menos con la niñera. El diario de la criada así lo indica, es evidente que se deshicieron también de la pobre Micaela. No sé, amigo, el caso estaba resuelto. Desconozco en qué punto nos equivocamos. Y sólo hacemos dar vueltas y vueltas a lo mismo, ¿te das cuenta?
—Parecían ellos —dice el juez mirando al suelo.
—¿Sabes? El razonamiento deductivo aplicado a la labor policial es una herramienta muy útil, pero en un caso como éste, si uno solo de los eslabones, una sola deducción que forma parte de la cadena, está mal, nos llevará por un camino equivocado. Tengo que ir a la posada, revisar mis notas de nuevo. Desde el principio. Debe de haber alguna falla, algún punto en el que me equivoqué.
—Pero ¿de verdad crees que puedes haberte equivocado? ¡No me digas eso a estas alturas, Víctor! —exclama Casamajó, incrédulo.
—Totalmente. No quiero ni pensarlo.
—Pero ¿entonces?
—Entonces me temo que he perdido el «toque», amigo. Todo puede estar mal. Desde el primer momento descarté a Navarro, exculpé a Granado, a los vejetes de los cerdos…
—No me digas que piensas que Navarro podría ser culpable a estas alturas.
—Te he dicho que cualquiera puede serlo. ¿Y si falsificó él mismo la nota y pagó a Nicolás para que la dejara en su chaleco y dijera que era un encargo de una dama muy bella? Eso nos habría llevado de cabeza a la niñera, ¿no?
—Sí, me temo, pero es muy rebuscado.
—No, no, piensa, él era amante de Ramón Férez, seguro que éste le habría contado su descubrimiento y las amenazas de la niñera. Igual habían discutido, Ramón pensaba abandonarle y Carlos decidió matarlo. Sabía que se descubriría lo de la niñera y maquinó el asunto de la nota para que pareciera que todo había sido una conspiración de Cristina Pizarro contra él.
—No sé, es complicado. Además…
—¿Sí?
—Puse a Navarro en libertad como acordamos.
—Ya.
—Se ha ido de Oviedo. Ha desaparecido.