Diecisiete de abril», ¿estás? —Víctor.
—Un, momento. Sí, ya —contesta el juez pasando las páginas a toda velocidad.
—Tras, «he ahorrado dos duros más», verás una anotación que me llama la atención. «El poder de esa mujer sobre don Reinaldo es inmenso. Hoy mismo, su hermano ha sido sorprendido por el guarda cazando en los terrenos del señor, junto al arroyo. Lo ha traído detenido a casa y cuando el señor ha salido, una sola mirada de Cristina —yo me he dado cuenta— ha bastado para que don Reinaldo dijera que no pasaba nada, que él le había enviado a hacerlo y que se olvidara el asunto, no sin antes darle una generosa paga al guarda por las molestias.» ¿Qué te parece?
—Significativo. Creo que estás en lo cierto sobre el asunto que llevaban entre manos esa mujer y su jefe. Estaban liados, no hay duda.
—Ahora ve al 29 de abril.
—Hecho.
—«Ese papanatas del hermano de la niñera, Emilio, ha venido a la cocina y ha puesto los pies sobre la mesa. Es un tipo desagradable y su aliento olía a aguardiente. Sin pedir permiso se ha puesto a comer chorizos y beber vino. La cocinera ha acudido a avisar al señor y cuando éste ha llegado a la cocina bien parecía que iba a echarlo de la casa. Entonces, Emilio, con mucha caradura y poca educación, se ha permitido el lujo de decir al señor: “¿Qué, Reinaldo, te molesta que me dé una vuelta por aquí?”. El señor parecía visiblemente molesto. Yo me temía uno de sus violentos ataques de ira, pero no, ha bajado la vista como un perro sumiso y le ha pedido al otro por favor que saliera de allí y que dejara a la servidumbre trabajar. Nos ha ordenado que llevemos a la caseta del río todo lo que aquel miserable nos pida para que esté bien abastecido.»
—Está muy claro —apunta Casamajó—. Este tipo extorsionaba a Férez.
—¿Y por qué?
—Porque tenía una aventura con su hermana, es la explicación más lógica, amigo.
—Bien dicho, Agustín. Ve ahora al día 15 de mayo, nos vamos acercando a la fecha del crimen. «Hoy he hablado con el señorito Ramón. Estaba yo tendiendo y venía de dar un paseo por el campo con su amigo el afinador de pianos. No me importa lo que se diga en la casa sobre él, es un joven educado y sensible y trata muy bien al servicio, no como el miserable de su padre. Ha ocurrido algo curioso, me ha preguntado: “¿Cómo va todo?”. Yo le he dicho que bien. Entonces me ha insistido: “El hermano de la niñera, ¿os importuna mucho?», me ha preguntado. Yo, para no echar más leña al fuego, he dicho que no, que apenas nada. Pero él no me ha creído. Me temo que el día que esa mujer entró en esta casa entró el mismísimo diablo. Yo he pensado que al menos desde que ella está aquí el señor no nos molesta a las demás, ni a mí ni a Faustina, y eso es de agradecer.»
—Vaya, vamos avanzando. Menudo sátiro ese Férez.
—Sigue, 23 de mayo. Ojo que ésta es importante. «Hoy he visto algo curioso. Doña Cristina venía de dar un paseo por el campo y el señorito Ramón, también. Llegaban de direcciones contrarias y se han encontrado en la misma puerta de entrada. Entonces, he visto que él le decía algo muy sonriente y la cara de esa mujer ha cambiado. Normalmente parece un ángel, nunca le he escuchado una mala palabra para con nadie ni la he visto alzar la voz, es la personificación de la dulzura. Pues bien, he podido comprobar cómo su cara cambiaba, se convertía en otra, un rostro horrible y maligno, embrutecido, como el de un hombre y con unos ojos que echaban fuego. ¡Ha llegado a lanzar una bofetada al señorito! Pero éste, más rápido, le ha cogido el brazo y han quedado forcejeando por unos segundos. Luego ella ha salido disparada hacia la casa. Su cara estaba roja de ira.»
—Esto va poniéndose muy pero que muy interesante. Una bronca entre la víctima y la niñera desaparecida. Vamos avanzando —apunta el juez.
—Ahora ve más abajo, en el mismo día, donde dice: «Tras la cena y cuando ya habíamos cerrado los postigos, he subido a mi cuarto a leer. Tenía el estómago algo revuelto así que he bajado a la cocina. Me he preparado una manzanilla y me he sentado en la mesa a beberla despacio. Entonces me ha parecido escuchar voces, he acudido al salón y allí estaba ella, en camisón, hablando con alguien a través de la ventana. Era el hermano. “Creo que el maricón lo sabe, nos ha descubierto”, la he oído decir. “No pasa nada”, ha contestado el hermano, “yo haré que no pueda contarlo”. Entonces ha añadido: “Hace tiempo que no vienes a verme, yo tengo mis necesidades”. Y entonces ella le ha sujetado la cabeza y ¡le ha besado lentamente! No como se besa a un hermano, no, sino como se hace con un amante. “Ten paciencia, José Antonio”, le ha dicho. Entonces se me ha caído la taza al suelo y el ruido les ha hecho girarse, yo creo que me amparaba la oscuridad y he volado escaleras arriba. Espero que no me hayan visto, comienzo a tener miedo».
—¡Madre mía! No es su hermano y se llama José Antonio.
—Está claro que estos dos actuaban conchabados desde el principio, es posible que conociendo el carácter mujeriego de don Reinaldo llegaran a la casa con el propósito de que ella tuviera una aventura con él y dominarlo.
—¿Cómo?
—Con el chantaje —señala Víctor.
—¿Y no habrá mandado él quitarlos de en medio?
—No; recuerda: ella salió de su casa por propia voluntad y avisó al hermano. Escaparon con prisas, creían que iban a ser descubiertos.
—¿Y cómo puede una mujer dominar tanto a un tipo como don Reinaldo? Es un mujeriego, no parece de los que pierdan el norte por una sola mujer.
—Algo le dará que las otras no, ¿verdad?
—Sí, Víctor, la dama debe de ser algo… especial en las artes amatorias.
—Por ahí iba yo. Vamos al 1 de junio, después justo del crimen. Leo textualmente: «Tengo miedo, no sé si irme al pueblo. Han matado al señorito Ramón. Yo estoy segura de que han sido ellos. ¿Sabrán que fui yo quien les escuchó aquella noche en el salón? Me paso las noches en vela, llevo dos días sin dormir, apenas pego ojo y atranco mi puerta. He confesado con don Celemín, me aconseja que vaya donde la policía».
—¡Madre mía! Son ellos, ¡son ellos!
—Ahora vamos al día 7 de junio. Leo: «Han detenido al afinador, el amigo del señorito Ramón. Dicen que tenía una nota que demuestra que se había citado con él aquí mismo en la noche en que le asesinaron. No sé pero no me lo creo, es demasiada casualidad. Ya sé que es difícil de entender pero yo sé que el señorito y don Carlos Navarro se querían. Me temo que la mano de esta hija de Caín llega muy lejos. Cuando me cruzo con ella por la casa me mira y me sonríe con malicia. Creo que sabe que la vi besarse con ese desgraciado que no es su hermano». Y ahora, Agustín, definitivamente, la página del día 9, no te lo pierdas, ojo: «Ella lo sabe, ha venido a mí y me ha dicho al oído: “¿Acaso eres sonámbula? Micaela, cuando uno sueña ve cosas que no son reales, no te confundas o puede pasarte lo que al señorito”. ¡Lo saben, lo saben! Saben que yo los vi y ahora está claro, ellos lo mataron. ¿Qué debo hacer? Al señor no puedo acudir, a doña Mariana, tampoco, traga con todo y se quitaría de en medio, hace oídos sordos a los líos de faldas de su marido y no tengo aquí quien me proteja. Han detenido al caballerizo, un buen hombre, que quizá habría podido protegerme. ¿Qué hago Señor, qué hago?».
—Pobre jovencita.
—Y ahora, el remate final, 10 de junio: «Se rumorea que quieren hablar con don Reinaldo para avisar a no sé qué detective de Madrid que lee los pensamientos. Esto se está complicando y tengo miedo. No duermo desde hace muchas jornadas y quizá la falta de sueño me hace ver lo que no es, pero esa arpía me sigue por toda la casa, no me dice nada, sólo me mira y me sonríe con aire maligno. Debo irme al pueblo». Un par de días después fue encontrada en su cuarto, ahorcada.
—Me temo, Víctor, que tenemos el caso resuelto.
—Sí, más o menos, me faltan algunos flecos que aclarar pero el negocio es claro: el joven don Ramón descubrió el asunto de la niñera y de alguna manera se lo hizo saber, estos dos picaban alto, quizá querían sacar una buena cantidad a don Reinaldo y el hijo podía dar al traste con ese plan. Lo quitaron de en medio y también a la criada. Hay que capturarlos cuanto antes, sí, pero ¿dónde se han metido?
En ese momento la sirvienta de la posada entra en la estancia.
—Don Víctor, han traído una carta para usted.
—Muchas gracias —dice el detective tomando la esquela con la mano.
En cuanto sale la fámula, Casamajó pregunta:
—¿De dónde es?
—De Logroño, pedí informes a un antiguo compañero que ahora vive allí, Ginés. Quería saber si las referencias de la niñera eran correctas y si había forma de localizarla, ya que se supone que tanto ella como el hermano eran de allí. Pero veamos —añade Víctor leyendo en voz alta—. «Logroño, bla, bla, bla, bla… querido Víctor… bla, bla… espero que estés bien…», y aquí empieza lo bueno: «No hay rastro alguno de la existencia en el registro ni en el censo de un mujer llamada Cristina Pizarro. Tampoco he hallado nada referente a un probable hermano llamado Emilio Pizarro. Acudí a las dos viviendas donde se supone vivían las familias que habían emitido los informes y toma nota: en una de ellas hay una pasantía y nunca ha sido habitada por familia alguna; la otra dirección es, en realidad, una tienda de comestibles. Tras hacer las averiguaciones pertinentes no he hallado en Logroño a ninguna de las dos familias en cuestión, por lo que podemos afirmar que las referencias que presentó tu sospechosa no eran sino una burda falsificación. Preguntando aquí y allá, a mis confidentes, a mis amigos, a algún que otro sacerdote e incluso a los dueños de todas las tabernas que conozco, no di con los dos hermanos. Hasta que un cura muy amigo mío me habló de una tal Cristina Pizarro que confesaba con él. Me dio muy amablemente su dirección y allí que me presenté por si averiguaba algo y, agárrate, es una dama de sesenta años. Pensé, será la madre, pero no, ha sido soltera toda la vida y no conoce ni a tu sospechosa ni al tal Emilio Pizarro. Es evidente que esos dos no han estado nunca en Logroño, pues se habrían inventado referencias de familias reales. Si el propietario de la casa que los contrató se hubiera molestado en telegrafiar a esas supuestas familias habría comprobado que todo era una treta. Cabe la posibilidad de que hayan pasado por aquí, pero si lo han hecho, tendrían otros nombres, claro. Si pudieras enviarme alguna fotografía estoy seguro de que serán conocidos míos. Ya sabes que en el mundo del delito y en una ciudad tan pequeña como ésta todos nos conocemos. En fin, que espero noticias tuyas por si me puedes enviar una fotografía de la joven o del hermano, y te pido disculpas por la demora pero me ha llevado bastante tiempo hacer las gestiones pertinentes. Me temo que esos dos son pájaros de cuidado. Siempre afectísimo, Ginés Cros».
Los dos amigos se quedan en silencio, pensativos.
—Feo asunto —sentencia el juez.
—Así es, pero me temo que la cosa queda aclarada, ¿no?
—En efecto, los susodichos Cristina Pizarro y su supuesto hermano Emilio son dos tunantes de cuidado que llegaron a la casa con la clara intención de sacar un buen provecho de su estancia allí. Es evidente que no son hermanos sino amantes y no me extrañaría que hubieran hecho esto otras veces.
—Estoy seguro de ello —dice Víctor—. Pero el caso es que sabes que dispongo ya de un nutrido archivo criminal y aquí, en España, no tengo registrado ningún caso similar, de ser así tendríamos algo, un nombre, un alias… Y los cazaríamos.
—Sí, es cierto, de momento sabemos que hasta sus nombres son falsos, tendrán otros documentos y la orden de búsqueda que hemos cursado va a nombre de los hermanos Pizarro, incluso aunque hayan sido preguntados por algún policía se habrán ido de rositas.
—Y con la descripción no nos basta. Es una pena que no tengamos fotografías.
—Desde luego.
Víctor continúa hablando:
—Esta pájara, que seguramente sabría ya de la afición del patriarca de los Férez por el mujerío, se lió con él de inmediato y al parecer le sorbió el seso.
—Como lo demuestran las licencias que se permitía el hermano.
—Es probable también que le hicieran chantaje. Tanto por el asunto de la infidelidad como por su historial médico: el asunto de la sífilis y la muerte de la primera esposa absolutamente demente.
—Sí, sí, por ahí deben de ir los tiros.
—Me parece evidente que el chaval, Ramón Férez, que no debía de ser tonto, al venir por vacaciones descubrió el affaire entre su padre y la joven niñera y de alguna manera se lo hizo saber a ésta.
—Probablemente con la idea de hacerla abandonar la casa.
—Exacto, y ésta, en lugar de ceder, preparó el asesinato del joven con su supuesto hermano; ojo, nos las vemos con alguien sin un atisbo de remordimientos, expeditivo y violento.
—O violentos.
—Sí, sí, claro, los dos. Pero me da, por los apuntes del diario de la criada, que el cerebro es la niñera y que él quizá sea la mano violenta que ejecuta.
—Sí, puede ser —apunta el juez.
—El caso es que eliminan a Ramón pero, eso sí, con inteligencia. Supongo que ella llevaba tiempo dedicándose a copiar la escritura del señorito para falsificar, y ojo, muy bien (esto nos hace pensar en personas que llevan ya su tiempo en el mundo del delito), la nota que inculpa al pobre afinador. Asunto resuelto: eliminan al testigo incómodo y las autoridades cazan al culpable. Pero no contaban con una contingencia, uno de esos imprevistos que dan al traste con el mejor de los planes: se descubre que el caballerizo se ocultaba con un nombre falso y la cosa se complica. Ya ves, una nadería les estropea el golpe perfecto.
—Claro, hay dos sospechosos y la ciudad comienza a agitarse. Entonces, debido al clima de histeria que se va desatando en la ciudad, decidimos llamarte.
—Deben de conocerme y saben que si interrogo a Micaela, la criada, caeremos sobre ellos, así que deciden que deben eliminarla también.
—Y montan el numerito del anillo de Ramón en su mano cuando se ahorca.
—Exacto, una excelente maniobra de distracción. Entonces llego yo y, fíjate qué casualidad, no logro ver físicamente a la niñera y además, cuando me hago cargo del caso, desaparece. Todo encaja. Y observa, se va precipitadamente, sólo se lleva su diario y poco más, pasa a avisar a su amante, que también se va con lo puesto, y escapan. ¿Qué te demuestra eso?
—¿Que te tienen miedo?
—No. Que yo los conozco. Seguro.
—¡Cómo! ¿Estás seguro? ¿No podría ser que estuvieran al tanto de tus logros y te tuvieran miedo?
—Sí, podría ser, pero cuando llegué la niñera estaba fuera, con los críos y desaparece justo el día en que yo había avisado que iba a ir a la casa para iniciar mis entrevistas con los miembros de la misma.
—Piensas que los conoces…
—Sí, probablemente me las haya visto con ellos en algún otro caso, pero ahora no recuerdo a ninguna pareja que hiciera algo similar. Debió de ser en otro tipo de delito: algún chantaje o un robo, no sé. Estoy en blanco al respecto.
El juez y el detective se vuelven a quedar pensativos.
—Bueno —dice Casamajó—. Al menos el caso está resuelto.
—¿Cómo dices, amigo?
—Sí, hombre, sabemos quién lo hizo y por qué, ¿qué más quieres?
—Cazar a los culpables.
—Eso parece difícil, ahora sí que deben de haber volado.
—Ya. Bueno, ha oscurecido ya, ¿te quedas a cenar?
—No, no, iré a casa. Al menos me quedo tranquilo, este caso me estaba complicando la vida. Pongo en libertad a Carlos Navarro, ¿no?
—Mañana mismo, ya no tiene sentido que siga en prisión.
—Aparte de la orden de búsqueda emitiré una de captura contra los dos hermanitos como sospechosos del asesinato de Ramón Férez.
—La prensa va a disfrutar con esto. Les encantan los detalles morbosos. Me imagino que todo saldrá en los papeles.
—Intentaré que no, pero ya sabes cómo es Oviedo, todo termina sabiéndose. Lo siento por la familia y por doña Mariana, pero ese don Reinaldo es un miserable. Su conducta inmoral, su lujuria desenfrenada, metió, como dice Micaela en su diario, al mismísimo diablo en casa.
—Vaya par de pájaros.
—No los vamos a encontrar.
—Bueno, nunca hay que darse por vencido. Yo mañana por la mañana telegrafiaré a Madrid, espero a Clara para pasar unos días con ella por aquí y remataré algún asunto que otro.
—¿Lo de la niña esa? ¿La amiguita de Eduardo?
—Sí, creo que sé dónde podría buscarle acomodo. También hay otro negocio que no te pude contar y que de momento no comentaré, relacionado con el joven Fernando Medina y Enriqueta.
El juez arquea las cejas como preguntando y Víctor alza la mano como indicando que sea paciente.
—A su debido tiempo lo sabrás, no es nada malo. Y ya de paso, haré alguna que otra gestión para ver si puedo identificar a Cristina Pizarro o a su hermano. No desisto aunque doy por hecho que nada conseguiré. Al menos que no se diga que no he puesto de mi parte todo lo que he podido.
—Bien hecho, amigo.
Los dos se levantan y se funden en un abrazo satisfechos por el deber cumplido.