El coche de caballos vuela por la carretera de Castilla y atraviesa a toda prisa las cuatro casas que constituyen Los Arenales antes de llegar al cementerio. El Julián, Castillo, Casamajó y Víctor se apean del mismo y vadean la tapia del camposanto. El alguacil les guía con seguridad pues ya ha estado allí y sabe perfectamente adónde se dirigen.
Al fondo, tras doblar la primera esquina del muro, se adivinan unas luces. Hay varias lámparas de gas encendidas y allí aguardan dos policías y un médico.
Cuando Víctor llega al lugar ordena que todos se aparten. Como siempre hace, echa un vistazo a los alrededores sin mirar aún el cadáver. Intenta leer el terreno, ver huellas. Se comporta como un sabueso que olisquea los alrededores en busca de cualquier pequeña pista.
—Veo que han pisoteado ustedes esto a placer —dice vivamente molesto. De pronto se agacha y toma una colilla del suelo.
—Julián, si eres tan amable, ¿me traes mi maletín de tu coche?
Deja la colilla sobre una piedra y se acerca a unos arbustos donde apenas se adivina un cuerpo.
—Lo descubrieron unos guajes que jugaban a la pelota, de casualidad —aclara uno de los hombres de Castillo.
En cuanto se acerca al finado, Víctor tiene que colocarse un pañuelo en la boca. El hedor es insoportable.
—¡Luz! ¡Aquí! —ordena.
Mira el cuerpo, lo remira y lo empuja para observar la espalda, las piernas y se fija obsesivamente en las suelas de sus zapatos. Hace que le ayuden a quitarle una casaca fina que llevaba el finado y observa en detalle las heridas.
—Es obra del mismo tipo que mató a Ramón Férez, no hay duda, y fue también asesinado en otro lugar antes de ser trasladado aquí.
—Sí —concluye el médico—. Las heridas que sufrió son de mucho sangrar y no hay rastro alguno de sangre.
—¿No necesitarías otra vez a Minucias? —pregunta el juez.
—No, lo mataron lejos de aquí; ahí, en la arena, hay huellas de ruedas de un coche. Lleva muerto varios días.
—En efecto —corrobora el galeno.
—Puede que muriera antes incluso que don Celemín. En cuanto fue a pedirles más dinero lo quitaron de en medio. No se andan con chiquitas.
—¿Quién crees que lo hizo? ¿Los matones de don Reinaldo? —pregunta Casamajó.
—No, estos trabajos son, me temo, obra del hermanito de la niñera. Todo apunta a ellos. Este Nicolás era un desgraciado del que se sirvieron para inculpar a Carlos Navarro. De no haber venido yo y gracias a mi amiga Clara Tahoces, el afinador habría ido al garrote y ellos se hubieran ido de rositas. Las cosas no les han salido tan bien como ellos pensaban y han tenido que cometer tres crímenes más obligados por las circunstancias de la investigación.
—¿Y ahora? —pregunta el alguacil Castillo.
—Pues ahora, queridos amigos, estamos totalmente perdidos. Las únicas pistas que nos llevaban a los asesinos se han ido esfumando con estos últimos sucesos. Mañana iré a casa de los Férez, quiero hacer un registro del cuarto de Micaela, la criada. Necesitaré una orden, Agustín. Te advierto que es posible que tengamos incluso que reventar algún tabique, pero el dinero y el diario de la joven no aparecieron. Es mi única esperanza en estos momentos.
—No es mucho, que digamos —apunta el juez.
—No, que digamos —continúa Víctor—. Castillo, necesito que usted y sus hombres vigilen a don Reinaldo, con discreción, espero que si tiene alguna relación con los «hermanitos», nos lleve a ellos. Necesitaré también, Agustín, una relación de fincas y propiedades de Férez, no sea que los tenga escondidos en alguna de ellas.
—Cuenta con ello, amigo.
—Bien, pues aquí poco más nos queda por hacer. Esperemos al informe del forense. Que alguien avise a la pobre madre de este desgraciado.
A la mañana siguiente Víctor se presenta en casa de los Férez acompañado por el juez Casamajó, llevan una orden de registro y el detective porta un mazo de enormes dimensiones que alarma a la servidumbre al verles aparecer. Doña Mariana no se atreve a negarles la entrada y su marido se encuentra en Mieres por negocios, así que los dos amigos suben a la habitación de la criada suicida y se encierran en ella con entera libertad.
—Veamos, primero el colchón —dice Víctor sacando una navaja cabritera del bolsillo del chaleco—. Sujeta de ese extremo, Agustín, rápido.
En unos minutos el suelo del cuarto está totalmente cubierto de borra. Nada más. Los dos amigos se miran con perplejidad durante unos segundos y reanudan la tarea al momento.
Hacen otro tanto con los demás almohadones, sin éxito, e inspeccionan las paredes.
—Igual su arcón tenía algún compartimento secreto y está en su casa.
—No sería descabellado darnos el viaje —dice Víctor—. Cualquier esfuerzo me vale con tal de capturar a estos facinerosos.
Entonces, el detective coge el mazo del revés y comienza a golpear las paredes con el lado del mango. Lo hace con cierto tacto, para no romper la pared, pero el ruido resuena en toda la casa.
—¿Puede saberse qué haces, amigo?
—Busco oquedades en el muro, eso hago.
Después de un buen rato, Víctor se para. Vuelve a golpear la pared y se agacha. Entonces dice:
—Aquí.
En ese momento empuña la herramienta correctamente y, tras tomar impulso, la descarga con todas sus fuerzas sobre el tabique haciendo añicos la zona. Al momento, entre los restos de ladrillo y papel de la pared, aparece una oquedad.
—¿Y bien? —pregunta el juez.
Víctor mira dentro, apenas si es una pequeña discontinuidad en el muro, no hay nada.
El detective ladea la cabeza y arroja el mazo al suelo.
—¡Qué mala suerte! —exclama muy enfadado.
La puerta se abre de pronto y aparece doña Mariana.
—Pero ¿puede saberse qué hacen, hombres de Dios? ¿Qué escándalo es éste? ¡Van a tirar media casa! ¿Qué están buscando de esta manera? Me van a obligar ustedes a avisar a mi marido.
Víctor se sienta sobre el viejo somier y mira a su amigo derrotado, éste le entiende y acompaña a la dama afuera con buenas palabras y diciendo no sé qué de no interferir en una investigación.
El detective está harto, comienza a desesperarse. ¿Y si equivocó toda la cadena de razonamientos que le llevaron a ese punto? Todo el caso se desmoronaría. Todas sus deducciones parecen pender de un hilo muy fino. Sí, la criada llevaba un diario que no apareció entre sus cosas, y sus ahorros tampoco, ¿y qué? Bien pudo cansarse de llevar un diario íntimo y lo tiró, igual la otra criada o la cocinera, o sabe Dios quién, se quedó con las pocas posesiones de aquella desgraciada. Igual no había conseguido ahorrar nada para casarse. Todo son castillos en el aire y ahora comienza a darse cuenta.
—Ánimo, amigo —escucha decir a una voz desde la puerta. Es Casamajó.
Víctor tiene la cabeza apoyada en las manos, se echa el flequillo hacia atrás y resopla.
—¿Sabes, Agustín? Hemos conseguido, en efecto, poner un poco de orden en este caos y hemos aclarado algunas cosas para desgracia de los facinerosos que mataron a Ramón Férez. La red de confusión que rodeaba el caso no permitía que los árboles nos dejaran ver el propio bosque, hemos desbrozado la paja, sí, pero ¿y qué? Seguimos igual. No tenemos nada más.
—Tú mismo dices que todo apunta a la niñera.
—Sí, así es.
En ese momento, como un sabueso buscando una presa, el detective levanta la mirada. Sus ojos quedan fijos en un punto y Víctor permanece quieto, inmóvil. Ha visto algo interesante y Casamajó lo percibe.
—¿Ves eso? —dice señalando a un rincón.
—¿El qué?
—Ahí, ese zócalo de madera que sujeta el suelo, justo donde empieza la pared, es de color caoba y en esa esquina parece un poco más oscuro, levemente.
—Yo lo veo igual.
—¿Y mi navaja?
Casamajó rebusca en el suelo, entre la borra, y dice:
—Aquí.
Víctor coge la navaja que el otro le lanza y se arrodilla en el punto en cuestión.
—Hay una pequeña discontinuidad aquí, donde la madera cambia de color. Intentaré meter la navaja.
El detective introduce la hoja con cuidado y el fragmento de madera sale fácilmente.
—¡Estaba suelto! —exclama. Entonces se agacha totalmente y añade—: Hay algo. ¡Aquí dentro hay algo!
Mete la mano y saca una bolsa de tela.
—¿Qué es eso? —pregunta el juez.
Víctor la abre y saca un manojo de billetes de la misma.
—Los ahorros de Micaela y además… su diario.
Ros sonríe ufano con un pequeño librito de repujadas pastas en la mano diestra. Parece un niño.
—Ahora tenemos algo —apunta Casamajó.
—No me hago ilusiones, amigo, pero voy a leerlo. A mi posada.
Y los dos salen de allí a toda prisa sin dar explicación alguna de por qué han dejado la habitación casi destrozada.
Agustín Casamajó llega a la posada La Gran Vía visiblemente excitado. Tras el descubrimiento del diario de Micaela, Víctor ha permanecido encerrado en sus habitaciones con órdenes explícitas de no ser molestado. Al parecer quería examinar el documento a fondo. ¿Contendría aquel pequeño libro las respuestas que buscaban con respecto al suicidio de la joven? ¿Tenía razón Víctor al afirmar que la joven no se había suicidado sino que había sido asesinada?
Agustín sabe que Víctor no suele errar en cuestiones como aquélla. Además, la muerte de don Celemín, confirmada por los forenses como envenenamiento por estricnina, apunta a que el detective estaba en lo cierto.
El vulgo no ha sabido que la muerte del cura estaba relacionada en modo alguno con el caso, ya se ha encargado él de que así fuera. De momento todo el mundo debe pensar que ha sido una muerte súbita, extraña en un tipo joven y de constitución tan atlética como la del cura, pero no imposible. Nadie sabe, salvo ellos y Castillo, que las muertes de la criada y el cura no son lo que parecen.
El Carbayón, no podía ser de otra manera, se ha hecho eco de la aparición de un cuerpo sin vida, el de Nicolás Miñano, vecino de Luanca, muerto por apuñalamiento. Como se señala en el mismo texto de la noticia, era un tipo de mala vida, con antecedentes y que había protagonizado alguna pelea que otra en tabernas de la ciudad recientemente.
El juez no quiere ni imaginarse qué podría ocurrir en la ciudad si la gente supiera la verdad. ¡Un sacerdote asesinado en su propia iglesia! ¡Hallado muerto en el confesionario! Unos facinerosos matando a diestro y siniestro en una ciudad tan pequeña como aquélla.
Siguen manteniendo en prisión al pobre Carlos Navarro. El mismo juez se siente culpable por aquella estratagema y, de hecho, ha procurado que se le dé al preso una celda individual. No le falta de nada, ni tabaco, ni libros ni todo aquello que el afinador puede necesitar; pero aquella situación no debe mantenerse ad aeternum. En cuanto vuelva el abogado del reo, Pedro Menor, éste insistirá en que se ponga en libertad a su defendido. Bien es cierto que el propio Navarro entendió las razones de Víctor, pero ahora se hace evidente que los asesinos sabían que Castillo, Casamajó y Ros les seguían los pasos. La muerte de don Celemín es la prueba. ¿No será ya innecesario mantener a Navarro en la cárcel? Agustín Casamajó se consume en un mar de dudas. Por otra parte, poner en libertad al afinador volvería a agitar a la ciudad entera. Todo el mundo sabría que no tienen al culpable, que un crimen tan execrable ha quedado impune. ¡En Oviedo! Casamajó no quiere ni imaginar las reacciones de la prensa, el alcalde, el gobernador o el regente de la Audiencia. Imagina las reacciones de los otros socios del Casino.
No, no hay duda, no les queda otra que esperar.
El juez ha recibido una nota de Víctor diciendo que quiere verle, así que ha acudido a su encuentro con la máxima celeridad. Cuando llega al salón de la cómoda posada, el detective le aguarda. Las ojeras denotan que se ha pasado la noche entera sin dormir. Es evidente que ha estado examinando el diario a fondo.
Víctor se levanta y estrecha la mano de su amigo.
—¿Quieres un café?, yo ya llevo varios.
—Sí, por favor —contesta don Agustín.
—Fíjate que son las once de la mañana y me parece mucho más tarde, no en vano apenas dormí un par de horas y al alba volví a despertarme.
Tras servir una taza humeante a su amigo, Casamajó vuelve su atención al diario de la difunta criada y a unos pliegos de papel que descansan en la mesita de té que queda a su derecha.
—He tomado mis notas —aclara Víctor.
—¿Hay novedades? —pregunta el juez con ansiedad.
—Sí —Víctor.
—¡Bien!
—Vayamos por partes.
—Estás tardando demasiado en contarme, amigo.
—No te ocultaré que me ha resultado enormemente tedioso empaparme todo el diario de una fámula, no podemos decir que su vida fuera demasiado emocionante y la mayor parte de sus anotaciones son referentes a cosas cotidianas, qué ha hecho, cuánto ha ahorrado, en fin, asuntos de índole doméstica. Ni que decir tiene que me ha producido mucha pena leer aquellas anotaciones referentes a sus anhelos, al futuro, a la idea de volver a su pueblo y casarse con aquel joven que la pretendía, en fin, una pena. Por cierto, ¿hiciste que llegara el dinero a su familia?
—Esta misma mañana ha salido para allá.
—Bien hecho, amigo. Comenzaremos diciendo que la joven padecía, según parece, ciertos desarreglos…
—¿Sí? —responde Casamajó.
—En asuntos femeninos. Se trataba con un médico de Gijón y anotaba hasta cuándo, ya sabes, cuándo…
—Tenía el mes —dice el juez.
—Exacto, eso es, amigo. En suma, que el diario era riguroso pero demasiado práctico quizá, cosa que no ayuda mucho. Pero a pesar de eso hay varias anotaciones que son destacables. Tómalo.
El juez hace lo que le dicen y Víctor lee sobre sus notas mientras que Casamajó busca la página que le indica su amigo en el diario de la infortunada criada. ¿Lograrán salir de dudas al fin gracias al pequeño libro?