36

Al momento, Víctor ha vuelto y ayuda a su amigo que ha colocado a la señora en un diván con los pies en alto y la abanica usando su pañuelo. Casamajó ha abierto la ventana de par en par para que corra el aire.

—¡Tú y tu falta de tacto! —recrimina el juez a su amigo—. ¿A quién se le ocurre? ¿No te han enseñado modales?

Ella tiene los ojos abiertos. Parece volver en sí aunque da la sensación de no saber muy bien dónde se encuentra.

—¿Está usted bien? —dice Víctor.

Ella sonríe.

—Sí, creo —responde.

—Tome, beba un poco de agua. Sólo un sorbito —ordena el detective.

La mujer hace lo que se le dice y señala un aparador.

—Coñac —solicita ella.

Al momento le sirven una copa y da dos pequeños sorbos. Poco a poco el color va volviendo a su rostro. Es evidente que la pobre se ha llevado una tremenda impresión.

Finalmente, la incorporan y queda sentada en el diván con Víctor a su lado. Casamajó acerca una butaca y se sienta justo enfrente.

No quieren que pueda caerse.

—Luego, es suya —dice Víctor señalando la liga con la cabeza.

Ella mira al suelo algo avergonzada.

Se hace un silencio embarazoso; parece obvio que la dama no sabe muy bien qué decir.

—Mire, Isabel —continúa el detective—. Éste es un asunto muy serio. Me he permitido la villanía de jugar esta baza, de sacar la liga de esta manera (si se quiere, a traición) para poder testar su reacción. Le pido disculpas pero me movían a hacerlo causas de fuerza mayor. Esto no es ningún juego. Necesitaba saber si era suya y si se lo hubiera dicho poco a poco, si la hubiera preparado, usted habría podido a su vez preparar las respuestas, reaccionar, engañarme. Y se trata de la vida de un hombre. Hay alguien que sigue detenido y aunque hemos hecho creer al vulgo que el acusado es el afinador, debería usted saber que José Granado puede verse seriamente implicado en este caso.

Víctor percibe que la mujer se ruboriza enormemente al escuchar el nombre del caballerizo. Temiendo que se prive de nuevo, le sujeta la mano con fuerza.

—¿Está usted bien? —pregunta solícito.

—Sí, sí, continúe.

Casamajó insiste en que Isabel beba de nuevo un trago de agua.

Víctor retoma la palabra.

—Esa liga fue encontrada bajo la cama de José Granado. Él dice que no escuchó cómo asesinaban a su señorito y sabemos que aquello ocurrió a unos tres metros de su dormitorio. Miente, y por eso continúa detenido. Yo le pregunté si había estado con una dama en aquel momento, aquello me daría una explicación a su mentira porque es del todo imposible que si se hallaba en el cuarto no escuchara nada. Si mentía era uno de los cómplices, eso está claro, porque sabemos que para trasladar el cadáver hacían falta al menos dos personas, ¿me sigue?

—Sí, perfectamente —contesta ella con entereza.

—Él, cuando vio la liga, me dijo que no delataría a la dama en cuestión y eso le honra, Isabel. Me parece loable que José quiera mantener su reputación sin mácula, pero usted verá; si él se hallaba con usted esa noche, tendría coartada y quedaría clara su inocencia. José Granado sería libre, quedaría totalmente exculpado.

Ella toma la palabra muy segura de lo que dice.

—Es un caballero, la gente no le conoce. Ha cargado toda su vida con la culpa de lo que hizo su hermano, al que Dios confunda. Acabó trabajando de caballerizo con un nombre falso, un hombre que merecía mucho más. No es justo lo que le está pasando.

Se hace un silencio, incómodo. Los dos hombres se miran.

Casamajó prefiere adelantarse a su amigo, al que teme en situaciones como aquélla.

—Entonces, doña Isabel, ¿podríamos concluir que don José Granado estaba con usted aquella noche? Y que conste que le pido mil disculpas por hacerle tamaña pregunta.

Ella mira al suelo de nuevo. No es poco lo que hay en juego, nada menos que su reputación como viuda y dama intachable.

—¿Me están ustedes preguntando si tenía relaciones íntimas con José Granado?

—Lamentablemente, sí. No nos queda otra, créame que lo siento profundamente —se disculpa Víctor.

Ella hace una pausa y suspira.

Toma aire de nuevo y se llena de valor, entonces habla:

—Él vino recomendado por los Pérez Guindos, una familia muy querida, para herrarme la yegua. Me cobró muy barato y fue muy amable conmigo. Desde el primer momento hablamos mucho, se siente una muy sola cuando se pierde al ser más querido. Alguna tarde, si iba a realizar algún trabajo por aquí cerca, se pasaba a saludar y yo le invitaba a pasar a tomar el té. Tengo que decir que siempre se comportó como un caballero, nunca me faltó al respeto ni me forzó a hacer nada que no quisiera.

—¿Y? —pregunta Casamajó, con los ojos muy abiertos.

La dama tiene las mejillas de color encarnado, casi incandescentes.

—No sé cómo ocurrió, la verdad. Quizá los dos nos sentíamos solos y buscábamos a alguien, pero el amor surge así, cuando menos lo espera uno. Y si lo que quieren es una respuesta, ea, la tendrán. Sí, la noche en que mataron a Ramón Férez, José estaba conmigo, aquí, en mi casa.

Víctor Ros suspira de alivio y el juez se pasa el pañuelo por la frente totalmente perlada de sudor.

Se hace un nuevo silencio.

—De momento, no hay cargos contra él. Oficialmente —dice el juez—. Lo he retenido por su filiación falsa y por un libro sobre revoluciones y socialismos, pero esos aspectos han quedado aclarados ya por mi amigo don Víctor Ros.

—Le dije que no leyera esas cosas, pero está resentido con la sociedad.

—Es lógico —apunta Víctor—. Es usted una dama muy valiente y debo darle las gracias, puede usted estar salvando la vida de un hombre.

—No me lo perdonaría si le ocurriera algo.

Casamajó se pone de pie y se estira la levita, colocándola en su sitio, como cuando quiere ponerse solemne.

—Señora —dice—, yo le doy a usted mi palabra de que esto no va a trascender. Puesto que los cargos no tienen nada que ver con el asesinato y ya que, por la coartada por usted ofrecida, sabemos que es inocente, pondré en libertad a su… a don José Granado, esta misma tarde. No se preocupe, que del asunto de la liga nada se sabrá.

Víctor, que también se ha levantado, agacha la cabeza y añade:

—Quiero pedirle disculpas de nuevo por mi comportamiento, a todas luces indecoroso con usted, aquí y esta tarde, pero así es mi trabajo. La verdad está por encima de todo y quería demostrar lo que ya intuía, que José Granado no participó en el asesinato del hijo de su señor.

—Queda usted disculpado y le estoy agradecida por ello. Aquí tienen su casa para cuando ustedes quieran menester.

—Bien —dice el juez—. Si nos permite, hemos de irnos, tengo papeleo que hacer si queremos que esta misma tarde pueda usted ver a cierto caballero en libertad.

Víctor espera sentado en el salón de La Gran Vía a su amigo Agustín. Hojea la prensa y fuma en pipa. Eduardo, por su parte, duerme arriba, en el cuarto. Pese a que Víctor le indicó que ya no era necesario que siguiera disfrazándose de pilluelo, él lo ha seguido haciendo con la excusa de que quiere ayudar a descubrir el paradero de Nicolás Miñano.

Víctor cree que el crío tiene miedo de presentarse ante Julia con sus nuevas ropas de niño rico y que ella se sienta intimidada por la distancia que les separa en una sociedad clasista y cerrada como la que viven. Él mismo sabe de qué habla. Recuerda cuando retornó a Madrid tras lo de Oviedo: un joven policía con una gran hoja de servicios y un brillante futuro por delante. Un joven perdido por la muerte del que fuera su mentor, don Armando. Se recuerda a sí mismo, enamorado como un idiota de una joven de buena familia, Clara Alvear, una locura que, inexplicablemente, llegó a buen puerto.

Quizá su sitio hubiera estado junto a una mujer de su clase, junto a Esther. No puede evitar el recuerdo de aquellos días en la imprenta, cuando por un momento llegó a olvidar su verdadera misión sintiéndose uno más de aquellos que luchaban por hacer la revolución. Recuerda los momentos felices vividos con Esther y cómo creía que iba a poder solucionarlo todo para salirse con la suya como los protagonistas de los folletines: cazar a los malos, obtener un ascenso y quedarse con la protagonista. Aquello no era, ni de lejos, posible. En el mismo momento que había utilizado un subterfugio para colarse en casa de la joven y entablar una gran amistad con su padre, había minado cualquier posibilidad de que su amor terminara en algo bueno. Él lo había viciado todo desde el inicio por obtener el éxito en su misión. Aquello era primordial para él, una idea brillante la de infiltrarse, sí, pero no había reparado en que podía dañar a terceras personas. Era joven y ambicioso, venía del arroyo y quería abrirse paso, ser el mejor detective de España.

Apura otro trago de coñac y piensa en ella, sigue siendo hermosa a pesar del transcurrir de los años y no se le ha vuelto a conocer relación alguna con el sexo opuesto. Víctor no sólo le hizo daño sino que, probablemente, la incapacitó para volver a tener una relación con un hombre: interesarse, flirtear, entablar un noviazgo, casarse y tener hijos. Algo tan sencillo como rehacer su vida, empezar de nuevo y olvidar. Pero no. Ella había quedado anclada en aquella época feliz de su vida que se truncó por la traición de Víctor. Una época breve, intensa y feliz, muy feliz, que quedó en el olvido como si nunca hubiera existido. Una pena.

—Un duro por tus pensamientos, amigo.

Víctor levanta la cabeza y se alegra al ver el rostro de su amigo Casamajó.

Con un gesto de la cabeza le indica la botella de coñac y una copa vacía que le espera. El otro se sirve y se sienta junto a él. Las noches de verano son frescas en Oviedo y la ventana permanece abierta de par en par. Ha llovido algo por la tarde, así que se percibe ese agradable olor a tierra mojada que en el lluvioso y largo invierno termina por resultar molesto y deprimente. Es una ciudad gris y triste en invierno, a veces demasiado aburrida y húmeda, más habitable en el verano. Un lugar cargado de recuerdos que provoca una sensación ambivalente en el detective. No le importaría vivir en un lugar así. Alejarse de Madrid y ver la vida pasar.

—No sabes lo que se agradecen estos momentos de paz —dice el juez—. Mi casa es una locura, conseguir que todos esos rapaces se vayan a la cama no es asunto sencillo. Afortunadamente, me he puesto serio, he tocado retreta y dormían todos antes de salir hacia aquí.

—Me alegra que nos hayamos vuelto a ver, amigo. Ya sabes, estar aquí contigo, de nuevo. Luchando codo con codo, como en los viejos tiempos. Cuando éramos jóvenes y queríamos cambiar el mundo.

—A mí también me alegra que estés aquí, Víctor. ¿No te arrepientes de haber venido?

—Ni un ápice. El caso ha resultado tan estimulante como me prometiste. De hecho, te recuerdo que no lo he resuelto aún.

—¿Alguna idea?

—Todo se reduce para mí a dos sospechosos: o la niñera o don Reinaldo.

—O los dos.

—O los dos.

—¿Sabes? Me consta que en Madrid, en el Heraldo, no ha sentado bien el asunto de la agresión a Vicente Hernández Gil. Castillo y su gente dieron con los tres agresores y fueron detenidos. Por cierto, has dejado cojo a uno de ellos.

—Para eso disparé a la rodilla. Un recuerdo para toda la vida —dice el detective sin un ápice de remordimiento.

—Iban a por él, de no ser por tu intervención podían haberle matado. En el mismo Ministerio el asunto no ha gustado, me consta.

—Lógico.

—Esta mañana se ha recibido un telegrama desde Madrid, el propio director del periódico dice que envía a su abogado para denunciar a don Reinaldo.

—Vaya, a nuestro hombre se le acumulan los problemas.

—Un mal bicho.

—En efecto. Creo, Agustín, que nuestros buenos y malos actos nos persiguen toda la vida, y don Reinaldo Férez ha cometido más de los segundos que de los primeros.

—Esta tarde ha salido libre José Granado.

—Me alegro. De veras.

—Lógicamente ni ha querido oír hablar de volver a su antiguo puesto, sé que iba directo a casa de Isabel Sánchez.

—Esos dos harían bien si se casaran —dice el detective.

—Estoy de acuerdo contigo.

Los dos amigos quedan en silencio y el juez mira a Víctor.

—Sé lo que piensas —dice Casamajó muy serio.

—¿Sí?

—Sí, no creas que eres el único capaz de leer la mente de los demás. Te conozco demasiado bien.

—¿Y en qué pienso, Agustín? —pregunta Víctor con aire divertido.

—En Esther Parra, en que te sientes como un traidor por todo aquello, y en el caso, en que no lo has resuelto. Estás acostumbrado a hacerte con los asuntos en un par de días, a resolver los sumarios más complejos como si nada, y éste es enrevesado. Pero hemos avanzado mucho más de lo que tú piensas.

—No sé qué decirte, amigo.

—Piensa, piensa: demostraste dónde se produjo el crimen, que fue cosa de gente de dentro. Que la criada no se suicidó.

—Que Carlos Navarro es inocente.

—Has podido descartar a Antonio Medina, a los vejetes de los cerdos y has conseguido saber que José Granado no estaba implicado.

—Eso tampoco son verdades absolutas, cualquiera de ellos podría sorprendernos, no creas.

—Todo apunta a la niñera, ¿no crees?

—Sí, en efecto, eso parece. Esa mujer y su hermano han desarrollado un papel decisivo, no hay duda, pero el asunto es, ¿cuál exactamente?

—Hasta que no demos con ellos no podremos saberlo. Igual a estas horas están ya en América.

Víctor niega con la cabeza.

—¿Recuerdas la muerte de don Celemín? Están por aquí cerca y se encuentran bien informados. Alguien les cobija, quizá el propio Reinaldo Férez.

—Pues tendremos que dar con el marino, Nicolás Miñano. Él podrá confirmarnos si fue ella quien le encargó que metiera la nota falsa en el bolsillo del afinador.

—Ese tipo está muerto, créeme.

—Pero ¿cómo puedes saberlo?

—Otros han muerto en este mismo caso por muchísimo menos, el muy imbécil iba a pedirles más dinero.

Entonces, como dando por buenas las palabras de Víctor, el alguacil Castillo irrumpe en el cuarto.

—Buenas noches —dice inclinando la cabeza con el sombrero en la mano—. Me temo que tengo malas noticias: creo que hemos encontrado a Nicolás Miñano.

—¿Cómo? —pregunta el juez poniéndose de pie de un salto—. ¿Está detenido? ¿Ves, Víctor? ¡Buenas noticias al fin!

Castillo niega con la cabeza.

—Pero ¿dónde está? Vayamos a interrogarlo —insiste Casamajó.

—Perdóneme usted, don Agustín, pero me temo que ese pájaro poco va a cantar ya.

Los tres hombres salen a toda prisa de la posada para subir al coche del Julián, que les espera presto para acudir al lugar en cuestión.