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Socorro, socorro! —grita una voz de mujer que hace que Víctor corra en su dirección. Tras pasar por la Quinta de Ríos se encamina hacia el lugar de donde vienen los gritos, está a unos metros de la Fuente de Rogez y se desvía ligeramente a una zona arbolada.

Allí, en un pequeño vado junto al arroyo, encuentra a una joven rubia, con aspecto de sirvienta.

—¿Dónde están? —pregunta sin siquiera presentarse.

—Allí abajo —dice la criada—. Mi señora, mi señora, ¡se ha desmayado! Corra que lo matan.

Víctor corre a todo lo que dan sus piernas, gira tras un repecho y ve a una dama vestida de oscuro que yace en el suelo, parece sin sentido. Al lado casi del arroyo, Vicente Hernández Gil yace a cuatro patas frente a sus agresores. Uno de ellos lleva una enorme tranca en la mano y el otro le propina un puntapié en la cara que le hace rodar por el suelo. El periodista tiene sangre en la cara y los ojos tumefactos. Víctor, sin pensarlo dos veces, se lanza a por el agresor, que se gira al oírle llegar. Antes de que el esbirro pueda reaccionar, el detective le da un golpe con la cachiporra en la barbilla que le hace caer hacia atrás mientras que varias piezas blancas vuelan en el aire. «Ahí van sus dientes», llega a pensar Víctor, que ve cómo el otro se lanza hacia él intentando darle un trancazo. Ágilmente, se agacha y esquiva el envite lanzando un puñetazo al estómago de aquel rufián. El agresor, doblado por el ataque de Víctor, levanta la vista y recibe un puñetazo con la zurda del detective que alza la cachiporra para rematar el trabajo. Entonces siente un enorme golpe en la cabeza y comprende, por unos segundos, que había un tercer asaltante y que debía estar oculto tras los árboles. Demasiado tarde. Todo se pone negro.

Cuando consigue volver en sí, su vista está borrosa. No sabe muy bien dónde está ni qué ha pasado desde que perdió el conocimiento. Entonces enfoca como puede la mirada, abre y cierra los ojos boqueando como un pez y acierta a ver cómo esos rufianes golpean en el estómago a Vicente Hernández Gil mientras que uno de ellos lo sujeta fuertemente por la espalda. La criada, valiente, lucha por que los hombres dejen de apalear al periodista, pero apenas si les causa molestias.

Víctor se levanta tambaleante.

Un disparo hace que todos se paren y vuelvan sus cabezas.

Víctor Ros ha tirado al aire.

—Se ha terminado —ordena el detective—. Apartaos de él u os dejo tiesos.

Los tres matones se miran entre sí, dudan.

El que sujetaba a Hernández Gil lo deja caer y la joven criada se acerca a atender al herido.

Entonces, el jefe de los asaltantes dice:

—No tiene huevos a usar eso, tranquilos.

—Ponedme a prueba —les advierte Víctor.

Parece que los tres tienen agallas porque comienzan a acercarse a él peligrosamente. Decididamente don Reinaldo ha enviado a gente de cuidado.

El jefe queda a la izquierda, a apenas dos metros de Víctor, y los otros dos vienen por la derecha.

La cosa se pone fea.

—¡Cuidado! —grita la criada.

Víctor no lo duda, apunta con el arma hacia abajo y hace fuego. La rodilla de uno de los agresores vuela en mil astillas. Aprovechando la confusión, lanza el revólver al aire, lo coge por el cañón, da un paso lateral a la izquierda y descarga un culatazo en pleno rostro al jefe de la banda, que se desploma. Nota que le falta el resuello y se le empieza a nublar la vista, sin duda el golpe que le han dado en la cabeza hace su efecto. «Ahora no, Víctor, no te me desmayes», acierta a pensar.

—¡Alto a la Guardia Civil! —se escucha gritar a alguien.

Hay ruido de cascos de caballo.

Todo se funde en negro de nuevo.

Cuando Víctor vuelve en sí, cree haber muerto y estar en el Cielo: una dama de rostro angelical y hermosos ojos le atiende mojándole la frente con un pañuelo. Lleva el pelo recogido en una redecilla y le habla, aunque él, de momento, no escucha nada. Está conmocionado. Recuerda la pelea y a Vicente Hernández Gil.

—¿Está usted bien? —pregunta la joven señora.

—Sí, sí —balbucea—. ¿Y el periodista?

—Está bien —dice ella apartándose para que Víctor vea cómo Vicente Hernández Gil es atendido por la criada. Está sentado a la orilla del río y ella le lava la cara con agua fría.

—Gracias, don Víctor, no tema. Ni mil como ésos podrían conmigo —apunta el intrépido socialista, que tiene la cara tumefacta. Vicente Hernández Gil es un hombre valeroso, no hay duda.

—Se han escapado —dice una voz de hombre que queda algo a la izquierda. Es un guardia civil que ha bajado de su montura—. Deben de haberse escondido en el bosque. Menos mal que hemos llegado a tiempo, iban en serio. ¿Está usted bien, señora? ¿Mando avisar a su marido?

La dama, que debe de ser alguien bien importante, responde muy humildemente:

—No, no, gracias, estoy bien. No hace falta que lo alarmen. Mi criada, Petra, siempre lleva consigo las sales y me ha hecho volver en mí. Cuando vi cómo atacaban esos bandidos a don Vicente debí de perder el sentido por la impresión.

—Pero ¿qué ha pasado? —acierta a preguntar Víctor.

Ella contesta:

—Pues nada, que Petra y yo estábamos de paseo, disfrutando de la naturaleza, cuando nos encontramos con este caballero que se hallaba coleccionando plantas. Se presentó muy galantemente y nos dijo que era periodista, comenzamos a hablar y nos explicó algunos detalles sobre las muestras que estaba recogiendo. Es un auténtico experto.

—¡Qué va, qué va! —se excusa el periodista a lo lejos.

—El caso es que de pronto aparecieron esos tres animales y se lanzaron a por él. Ni siquiera pidieron la bolsa ni reclamaron el dinero.

—Iban a por mí —dice el periodista—. La bolsa era lo de menos.

—El artículo —responde Víctor poniéndose en pie despacio para no marearse.

—Despacio, despacio, ¿está usted bien? —pregunta la dama.

—Sí, sí, iremos a la Casa de Socorro a que curen a mi amigo y así me echan un vistazo, me han atizado duro en la cabeza —apunta el detective—. Y usted, don Vicente, debería cambiar de aires por una temporada, no vamos a poder protegerle permanentemente y don Reinaldo va a ir a por usted.

—Ah, pero ¿saben quiénes eran? —pregunta la criada.

—Sí, claro, es por un artículo que he publicado en el Heraldo —aclara el periodista.

—Debe de ser usted muy valiente —dice la fámula, que parece mirar con buenos ojos al plumilla.

—¿Les acompaño a la Casa de Socorro? —inquiere el guardia civil—. Mi compañero está inspeccionando los alrededores pero esos pájaros habrán volado.

—No —contesta Víctor—. Mejor acompañe usted a estas señoras a su casa. Don Vicente y un servidor nos llegaremos solos hasta allí. ¿Puede usted caminar?

El periodista contesta:

—Lo que no puedo es respirar, amigo. Me temo que me han roto alguna costilla.

Víctor sonríe y se acerca a tomar por el brazo al periodista. Antes de despedirse mira a la dama y dice:

—Por cierto, no nos han presentado, me llamo Víctor Ros.

—Sí, lo sé —dice ella que, pese a su belleza, parece exageradamente pálida—, y yo soy Ana Ozores, para servirle.

Al día siguiente, poco antes del mediodía, Agustín Casamajó y Víctor Ros se alejan de la ciudad, algo más allá de las fábricas de corchos y de cubiertos, un poco antes de Pumarín.

Allí se detienen frente a una casita hermosa, coqueta y rodeada por una valla de madera pintada de blanco. Atraviesan el pequeño camino jalonado de hermosos geranios rojos que da acceso a la vivienda y tocan a la puerta.

Al momento abre una señora, alta, rubia y hermosa, lleva una cofia blanca y les da los buenos días.

—¿Isabel Sánchez? —pregunta el juez.

—La misma, ustedes dirán.

—Soy el juez Agustín Casamajó y éste es mi amigo el detective Víctor Ros, tenemos que hablar con usted por un asunto oficial.

Ella pone cara de circunstancias y se hace a un lado dejándoles franca la entrada a la casa. Una vez dentro se instalan en el salón. La mujer les deja a solas un momento y se dirige a la cocina. Los dos amigos se miran y observan con detalle la estancia, limpia, pequeña y bien cuidada. Al momento Isabel Sánchez vuelve con un poco de queso y sidra acompañados de algo de pan.

—Lo hago yo misma —comenta sirviendo diligentemente a tan distinguidos caballeros.

El juez y el detective se ven obligados a probar aquello pese a que hace poco que han tomado un tentempié. Al fin, Casamajó se decide a hablar:

—Mire, doña Isabel, queríamos verle por un asunto, digamos… delicado.

Ella asiente. Víctor presiente que ella espera de qué le van a hablar.

—Sabemos que usted es una dama respetada, una mujer decente y viuda de un héroe de Filipinas, el teniente Marín.

Ella mira un daguerrotipo de su marido, un tipo de enormes y fieros bigotes, ataviado con el uniforme de caballería.

—Era un santo —dice con cara de pena.

Víctor observa en detalle a la dama; viste de negro y es atractiva, muy alta para ser una mujer, en torno a los cuarenta. A buen seguro que no le faltan pretendientes y más si el teniente le dejó un buen pasar, cosa muy probable con la paga que percibirá del Estado.

—Se trata del asunto de los Férez —apunta el juez.

—Sí —dice Víctor, que sin ningún miramiento saca la liga de la silla y la coloca sobre la mesita de café.

La dama la mira, pone los ojos en blanco y se desmaya sin llegar a mediar palabra.

—¡Se ha privado! —grita Casamajó cogiéndola en brazos—. Pero ¿estás loco?

—Voy a por agua —contesta Víctor encaminándose a la cocina.