El juez Agustín Casamajó y su buen amigo Víctor acuden a la mercería del Estanco de Atrás, situada a final de la calle Santa Clara, apenas son las diez de la mañana y deben de ser los primeros clientes.
Cuando suena la campanilla de la entrada, una mujer de unos cuarenta años y vestida de negro sale de la trastienda.
—Buenos días, ¿qué desean? —pregunta un tanto extrañada al ver a dos caballeros en su tienda.
Casamajó, que ya la conoce, toma la iniciativa. Ya ha advertido a Víctor que Rosario Isidro es una mujer peculiar, se fugó de casa siendo casi una niña con un trapecista de un circo que pasó por Oviedo. Durante años tuvo un espectáculo en el mismo como domadora de caniches, pero tras la muerte de sus progenitores volvió a Oviedo para hacerse cargo del negocio familiar y sentó la cabeza.
—Buenos días, doña Rosario. Éste es mi amigo Víctor Ros.
—Ah, sí, el detective.
—Exacto. Como ya sabrá usted, está aquí para esclarecer el asesinato de Ramón Férez.
La mujer se santigua y dice:
—Dios confunda a ese invertido.
—¿Cómo? —dice Víctor.
—Sí, el afinador de pianos. Esas cosas no son buenas a los ojos de Dios y claro, tanto vicio, tanto vicio, acaba mal.
—Ya, sí, claro —responde el juez intentando cambiar de tercio—. El caso es que tenemos una pregunta un tanto delicada que hacerle.
—Pero tienen el caso resuelto, ¿no? Carlos Navarro mató a su «amiguito».
—Sí, sí, evidentemente —miente Casamajó—. Pero mi amigo Víctor es muy puntilloso y estamos revisando los últimos detalles, ya sabe usted, esos flecos que a veces quedan por resolver pero que de cara a los procedimientos judiciales tienen su importancia.
—Claro, claro —responde la buena mujer sin entender lo que le están diciendo.
Víctor toma entonces la palabra sacando la famosa liga del bolsillo.
—Verá, doña Rosario, el caso es que esta prenda íntima de señora, guarda cierta relación con el sumario.
—Le hago a usted saber que al hablar conmigo, que soy juez, es como si estuviera usted ante un tribunal, ¿comprende? —miente de nuevo el bueno de Agustín—. Debe decirnos la verdad en todo momento.
—Sí, sí, descuiden.
—Bien —continúa Víctor—. Ya pregunté en la otra mercería, la de Cimadevilla, y no hubo suerte, y es por eso que consulto ahora con usted. Cierta dama ha perdido esta prenda —Víctor parece azorado al tratar temas tan delicados de lencería femenina— y querríamos saber si ha acudido alguien para comprar una liga como ésta y completar de nuevo el par.
—No, se venden a pares.
—Ya, lo imaginábamos —dice Víctor mirando a su amigo el juez.
—Pues no le robamos más tiempo, querida amiga, espero que el día le sea de provecho —contesta el juez.
Ambos se dan la vuelta ya para irse, saludando a la dama y colocándose los sombreros, cuando escuchan que doña Rosario dice:
—Pero puedo decirles quién compró ese par de ligas. Sé reconocer mi género y recuerdo que vendí dos iguales a cierta señora.
—¿Cómo? —dice Víctor girándose con cara de asombro.
—Que digo que recuerdo perfectamente de quién son, una buena clienta mía. Pero comprenderán ustedes que éstos son temas muy íntimos, no puede una ir divulgando cómo se visten en sus interioridades las damas de Oviedo. ¿Cómo quedaría yo ante mis clientas?
—¡Por supuesto! ¡Por supuesto! —exclama Casamajó—. Pero tenga usted en cuenta que al tratarse de una conversación con todo un juez y un detective, el secreto profesional nos obliga a guardar estricta confidencialidad sobre nuestras pesquisas y las declaraciones de los testigos…
—Sí, exactamente como un cura o un médico —abunda Víctor haciendo que la mujer ponga cara de pensárselo.
—Obviamente, insisto en que no puede usted revelar nada de esto a nadie —le recuerda el juez poniendo cara de solemnidad.
—Claro, claro. Me hago cargo.
En ese instante Víctor vuelve a la carga para obtener la información.
—Es más, puede que con esa información usted libere a un posible sospechoso, un inocente.
—¿El afinador? —dice ella con cara de desagrado.
—¡No hombre, no! ¡El pobre caballerizo! —responde Víctor entre aspavientos.
La mujer mira a un lado y a otro, como si mil oídos invisibles pudieran escucharle, y dice:
—Pues verán ustedes…
Julia y Eduardo juegan a las afueras de la ciudad, a la altura del Cellero, tirando piedras al arroyo. La tarde es agradable y no tardará en oscurecer. Ambos están felices, la visita del alguacil Castillo a la arpía de doña Angustias y al cordelero, el padre de Tomás, les ha liberado definitivamente del yugo de aquella banda de pilluelos que atormentaban a la pobre huérfana.
No es que la vida de Julia sea ahora de ensueño, pero al menos acude a clase por las mañanas y trabaja durante la tarde y parte de la noche. Después de los últimos acontecimientos e impresionada por la visita del alguacil, que dijo ir en nombre nada menos que del juez Casamajó, la dueña de la posada le ha dado incluso una tarde libre a la semana.
De pronto ella sale corriendo y Eduardo, más rápido, la persigue. Al fin la alcanza junto a un enorme enebro y ruedan por el suelo entre risas. Él queda sobre ella jadeando, se miran a los ojos y se besan sin malicia.
Entonces se escuchan unas voces.
—Chisss —le susurra el crío, cuyo instinto de perro callejero le mantiene siempre alerta.
Ella se queda callada y sienten los pasos de varios hombres que caminan a grandes zancadas.
—¿Y decís que está donde la fuente de Rogez?
—Sí, dice don Reinaldo que ha ido coger unas matas, se lo han soplado en la casa donde se hospeda, los tiene sobornados —contesta el que parece ser el jefe.
Son tres tipos mal encarados, visten ropas humildes y uno de ellos lleva un inmenso sombrero chambergo, ya en desuso.
Los críos se miran con cara de susto.
—Ese periodista va a dejar de dar problemas —dice el tercero.
—Sí, el jefe ha encargado que le demos una buena tunda. Quiere que pase al menos un par de semanas en cama. Así se le quitarán las ganas de escribir más articulitos.
Cuando los hombres se pierden camino arriba, Eduardo se levanta de un salto.
—¡Vamos! —dice.
—¿Adónde?
—A avisar a mi padre, es urgente.
Víctor lee el Heraldo con cara de satisfacción sentado en el salón de la posada La Gran Vía. Junto a él Casamajó fuma un habano repasando los pormenores del caso. El silencio flota en el ambiente creando una atmósfera dulce y relajada.
—Este Hernández Gil los tiene bien puestos, menudo artículo ha escrito sobre la mina —dice el detective echando el periódico a un lado.
—Se buscará problemas —sentencia el juez lanzando un anillo de humo que se desvanece en su ascenso.
De pronto, unos pasos a la carrera y dos rostros infantiles aparecen en la puerta. Son Eduardo y su amiga, la niña que trabaja en la posada de esa arpía.
—¡Rápido, padre! Hay que hacer algo.
—¿Qué pasa, hijo? —responde Víctor poniéndose en pie alarmado—. ¿Han vuelto a molestarte esos desgraciados?
—No, no, su padre mandó a Tomás a Vigo a pasar lo que queda de verano. Es ese periodista.
Casamajó y su amigo intercambian miradas cómplices. Precisamente acababan de hablar del tema.
—¿Qué ha pasado? —pregunta don Agustín incorporándose un poco en su cómodo butacón.
—Hemos visto a unos hombres que van a por él.
—Sí, matones —dice la niña.
—Calma, calma, ¿cómo sabéis que iban a por él? —pregunta Víctor intentando quitar hierro al asunto.
—Porque han dicho que iban a buscarlo a la Fuente de Rogez, que estaba allí buscando plantas —dice el crío.
—¿Y de dónde os sacáis que son matones? —insiste el detective.
Julia, muy alarmada contesta:
—Porque lo han dicho: «Vamos a darle una buena», ha comentado el jefe.
—Sí, sí, los envía don Reinaldo.
Casamajó mira a su amigo como diciendo «te lo dije» y éste, a su vez, mira a la mesita donde descansa el Heraldo. Es evidente que el artículo del periodista no debe de haber gustado al dueño de la mina.
—¡Vamos, no hay tiempo que perder! Subo a mi habitación a coger una cosa y tú, Eduardo, ve a avisar a Castillo.Corred.
Casamajó se queda parado, está muy gordo como para salir a la carrera hasta un lugar tan lejano.
—Yo iré a avisar a la Guardia Civil.
—Perfecto —contesta Víctor, que vuela ya escaleras arriba.
Cuando el juez sale de la posada a toda prisa ve a los dos niños que corren a lo lejos. Al poco le adelanta a la carrera Víctor Ros; lleva una porra en la mano y le dice:
—Date prisa, por Dios, espero que no lleguemos tarde.
Agustín nota que le falta el resuello, lamenta haberse comido un plato de fabada y un arroz con leche. Quizá debería pensar ponerse a plan como siempre le recomienda su esposa.