Bueno, hijo. Supongo que habrás aprendido la lección —dice Víctor mientras Eduardo apura unos picatostes acompañados con un buen vaso de leche, ya en su mullida cama de la pensión—. No hay que enfrentarse abiertamente a una fuerza mayor, nunca, y si se da el caso, hay que tener los ojos permanentemente abiertos.
—Descuida, padre, he tomado nota. Pero ellos han salido peor parados que yo.
—Me consta —responde Víctor sonriendo—, pero de no mediar la actuación de aquí el Julián, ahora mismo llevarías la frente marcada para siempre.
—Es un as con el tirachinas —añade el crío mirando al cochero con admiración.
—Lo sé —apunta Víctor—. Y un tipo de fiar. Un ovetense que se cuenta ya entre nuestros amigos.
—¡De Gijón! ¿Eh? ¡Que soy de Gijón! —protesta el cochero al instante—. ¿Cómo que ovetense? ¡Soy de Gijón, de Gi-jón!
—De Gijón, de Gijón —rectifica Víctor inmediatamente—. Por supuesto. Parece ser que esa doña Angustias les había pagado, ¿no?
—Eso escuché decir —contesta el crío.
—Y yo —apunta el Julián.
—Bien, pues mañana mismo hablaré con ella y al padre de ese Tomás le enviaré a los alguaciles, vamos a darles un pequeño susto.
—Bien, bien —contesta Eduardo, más animado.
—Pero con esto descubrimos tu identidad como pilluelo. Ya no va a ser necesario que vayas por ahí con ropa de mendigo. Además, de Nicolás Miñano, el tipo del pendiente, no hay ni rastro.
—Sí, es como si se lo hubiera tragado la tierra —responde el chaval.
—Los hombres de Castillo están sobre aviso y se vigila el barco, las casas de la novia y la madre; supongo que tarde o temprano aparecerá —interviene el Julián.
—Me temo que no —dice Víctor, rotundo.
—¿Cómo? —preguntan los otros dos al unísono.
—Me lo jugaría todo a que el marinero que colocó la nota en el bolsillo de Navarro es hombre muerto, y desde hace días quizá.
Entonces se abre la puerta y entran en tropel el alguacil Castillo y dos de sus hombres.
—¡Don Víctor, don Víctor!
—¿Qué ocurre, ha aparecido Nicolás?
—No, no. Me dijo usted que vigilara a don Celemín, el cura.
—Sí, claro.
—Le puse a dos hombres de escolta, de paisano. Le seguían a cierta distancia para prevenir un atentado contra su vida. No quería arriesgarme.
—¿Y?
—Esta misma tarde ha celebrado misa, ha pasado por la sacristía, se ha colocado los hábitos de confesar y se ha metido en su confesionario como todas las tardes. Mis dos hombres vigilaban, uno sentado en un banco y otro en un altar lateral. Ha confesado a un par de viejas con normalidad, luego han pasado unos diez minutos sin que acudiera nadie y cuando ha llegado una nueva penitente se ha arrodillado y tras unos segundos ha comenzado a gritar.
—¿Ella?
—Sí, mis hombres han acudido al instante y han mirado dentro: don Celemín ha muerto.
—¿Muerto? —Víctor.
—Sí, no hay signos de violencia.
—Tenemos que ir allí; no se le ha movido, ¿no?
—Conozco su forma de trabajar, don Víctor, nadie va a tocar el cuerpo.
—¿Lo sabe don Agustín?
—Le he mandado aviso, va para allá.
—Tú quédate aquí y descansa, Eduardo; lee un rato, que siempre viene bien. Los demás, conmigo, no tenemos ni un segundo que perder.
Cuando llegan a la parroquia de San Isidoro comprueban que, en efecto, ya es tarde. Pese a la vigilancia prevista, los desalmados que asesinaron vilmente a Ramón Férez y que simularon el suicidio de Micaela, la doméstica, han conseguido quitar de en medio a don Celemín. El cura, que parece dormido, permanece sentado en su confesionario y con la cabeza ligeramente ladeada. El confesor de la criada ya no podrá contar nada.
Allí aguarda Agustín Casamajó y un médico, un tal Miguel Gil, que tiene aspecto de pisaverde.
—Debe de haber sido un ataque cardíaco —dice el galeno emitiendo el diagnóstico con solemnidad.
—¿No cree que sería mejor esperar a la autopsia? —apunta Víctor introduciéndose en el confesionario—. Era un joven sano y vigoroso. ¿Un ataque al corazón? No creo. A ver, observen: tiene retraídas las comisuras de los labios, miren las orejas, como levantadas. Está cianótico, la musculatura respiratoria dejó de funcionar y se asfixió sin poder evitarlo. Observen otro detalle, ¡ya hay síntomas de rígor mortis!
—¿Y? —señala el médico, que no sabe muy bien hacia dónde apunta el detective.
—Que hay una sustancia que se caracteriza porque su intoxicación instaura el rígor mortis con gran celeridad y por todos estos síntomas que les apunto: la estricnina.
—Ha sido envenenado —Castillo.
—Con estricnina, claro —Casamajó.
—Bueno, bueno, habrá que esperar a la autopsia —aclara Víctor— pero no creo equivocarme, sí, parece estricnina.
—Lo han quitado de en medio —sentencia el alguacil Castillo.
—Esta gente es muy peligrosa, no sé cuándo va a acabar esto —señala el juez ladeando la cabeza con gesto de cansancio.
—Yo los cazaré, tranquilos. Está claro que puse en peligro a don Celemín al venir a verle. Debieron enterarse de que era el confesor de la criada y no han dudado en eliminarlo pese a que contaba con protección policial. Esta gente no se anda con tonterías y operan por aquí cerca.
—¿No serán la niñera y el hermano? —Castillo.
—Todo apunta a que sí —abunda Víctor—. Si este testarudo me hubiera contado lo que le dijo la joven criada, al menos su muerte no habría sido en vano. Cada vez que nos acercamos a la verdad, ocurre algo horrible. Además, fijaos, se encargan de que las muertes parezcan accidentales.
—Pero ¿cómo lo hicieron? —pregunta el Julián.
—El vino de la consagración —aclara Víctor—, cuadra perfectamente entre el tiempo transcurrido entre la misa y el deceso.
—Estos tipos no se paran ante nada ni ante nadie —dice Casamajó, que parece enfadado.
Entonces Víctor retoma la palabra:
—¿Seguimos sin rastro de la niñera?
—Ni del hermano —Castillo.
—¿Y Nicolás, el marino?
—Ídem de lo mismo.
Víctor chasquea los labios. El caso es complejo, de veras. Hay muchas variables, muchas posibilidades que explorar.
—Vámonos a descansar —ordena—. Aquí poco hacemos ya.
Querida Clara:
Te escribo, una vez más, mientras que Eduardo duerme y yo me encuentro vencido por el más absoluto y atroz de los insomnios. Hoy ha ocurrido algo desmoralizante: don Celemín, el confesor de la criada que aparentemente «se suicidó», ha aparecido muerto en su confesionario. Creo que ha sido envenenado. Es una confirmación más de que nos enfrentamos a rivales de enjundia, siempre van uno o dos pasos por delante nuestro y han desarrollado tal red de mentiras, confusión e infamias que es difícil distinguir el trigo de la paja. Don Reinaldo es un miserable que trataba mal a su hijo, estaba liado con la niñera que, me temo, no era tan angelical como podía parecer. Por si fuera poco, el muy miserable tuvo sífilis, que condenó a su primera mujer y a varios de sus hijos. Su mujer, Mariana Carave, es una gran dama. Soporta de manera estoica todas estas habladurías.
Al menos he descubierto algo interesante: Enriqueta y Fernando Medina ¡se casaron en secreto! He prometido no decir nada y haré todo lo posible por ayudar a la joven pareja. Gracias a eso he aclarado algo: la liga azul no era de ella. Luego, cada vez me parece más probable que el caballerizo estuviera, en efecto, con una mujer durante la noche de autos. Enriqueta me habló de otra mercería a la que acudiré a preguntar por si suena la flauta.
Mi mente, como siempre, no para de repasar esto y aquello, no me da tregua ni descanso. Te echo de menos y también a los niños. Ven a verme.
¿Por qué mataron a Ramón? ¿Quiénes son? Qué rivales más formidables me he encontrado en este rincón de España. ¡Qué raro! Gente así no abunda entre el mundo criminal. La verdad es que ahora que te escribo veo que en algunas cosas sí he avanzado; aun a riesgo de haberme equivocado, he averiguado las siguientes cosas:
–Carlos Navarro, el afinador, es inocente. La nota hallada en su bolsillo era falsa.
–José Granado, el caballerizo, podría ser culpable si estaba liado con la niñera, pero si se hallaba con otra mujer, probablemente de buena reputación, sería inocente al tener coartada.
–Enriqueta no era la dueña de la prenda y se ha casado con Fernando Medina.
–La criada, Micaela, fue ahorcada y algo vio o sabía porque acudió con mucha prisa a ver a su confesor, don Celemín.
–Éste ha sido asesinado, luego la criada sabía algo de valor.
–Hemos identificado al tipo que deslizó la nota en el chaleco del afinador, un elemento despreciable, Nicolás el marinero, que está siendo buscado por la policía.
–Los abuelos de los cerdos, el periodista y Antonio Medina quedan descartados por mí como posibles sospechosos.
–El libro que se encontró en el cuarto del caballerizo fue adquirido por él y me consta que no pertenecía a ninguna célula revolucionaria.
Ahora, en mitad de esta noche oscura como la boca del lobo comienzo a verlo claro. Tengo que intentar localizar el dinero y el diario desaparecido de la criada, Micaela. No lo enviaron a su casa. He decidido registrar su habitación, es probable que cayera en manos de sus asesinos, pero no pierdo nada por intentarlo.
Si te das cuenta, todo apunta a la niñera.
¿Acaso no es una gran casualidad que se volatilizara justo cuando llegué yo?
El nombre del hermano tampoco aporta nada, no constan registros criminales de tal tipo, igual es un nombre falso.
Estoy esperando que me corroboren que los informes de la joven eran reales, ya telegrafié a Logroño. Mañana lo haré otra vez. Todo apunta a ella, Clara, me parece obvio que extorsionaba a su señor, quizá por su relación ilícita y que el joven Ramón se vio involucrado de alguna manera. Don Reinaldo se comporta como un hombre acosado, tiene problemas con sus mineros, con su vecino, con su propia familia y ha contratado matones a sueldo que le acompañan a todos lados y que vigilan la finca. No descarto su posible implicación en los hechos de alguna manera, pues si el caballerizo es inocente necesito a alguien de dentro metido en el negocio para que me cuadren las cosas. No sé. De momento seguiré paso a paso. La verdad es que ahora que lo pienso he avanzado más de lo que creía en un principio.
¿Ves? Es hablar contigo, incluso así, por carta, y parece que avanzo.
Eres mi mejor consejera. Te necesito.
Por favor, no dejes de venir a verme. Ahora más que nunca te quiero aquí, Clara.
Dime cuándo llegas.
Cuento las horas, los minutos y los segundos.
Siempre tuyo,
VÍCTOR ROS