32

Cuando llegan a la posada, Víctor indica al joven la entrada con la mano derecha.

—No, no —responde el otro visiblemente nervioso—. Creo que sería mejor caminar, no quiero que nadie nos oiga.

—Sí, es buena idea, paseemos por el campo, será mejor.

Víctor espera a haberse alejado unos metros del bullicio que siempre rodea al lugar donde se hospeda y entonces pregunta:

—Perdone, pero ¿se encuentra más tranquilo ya?

Víctor mira a su interlocutor. El joven Fernando es un hombre imponente, alto y de anchas espaldas. Su pelo moreno es abundante y tras el forcejeo el largo flequillo cae sobre una frente amplia y de noble aspecto. Los ojos son oscuros, casi negros, y tiene una boca grande, bien perfilada, con unos dientes blancos, sanos, de hermosa sonrisa.

—Pues no, no me he calmado. Me va usted a aclarar…

—Lo que usted me diga —le interrumpe Víctor.

—¿Cómo acude usted a importunar a mi Enriqueta de esa forma? ¿Con ese asunto soez y vulgar?

—Ah, está usted al tanto de lo de la liga.

—Por supuesto, ¿no iba a estarlo?

Víctor se queda parado por un instante. Él pensaba que la joven ocultaría el asunto a su prometido.

—Verá usted, don Fernando, encontré una liga azul oscuro en el cuarto del caballerizo y supe que en la casa se había perdido una liga similar y que pertenecía a su prometida, no podía sino preguntar y lo hice con la máxima discreción.

—¡Dudar de un ángel como ella!

—No, no, perdone, joven. No dudé —miente Víctor—, pero póngase en mi lugar.

—¡Ella es inocente! ¿Cómo iba siquiera a fijarse en ese tipo? Ella me quiere. Además, esa liga que encontró en el cuarto del caballerizo no era de mi Enriqueta.

Víctor, pese a que comprueba que el joven se ha parado y aprieta los puños, se arriesga a decir:

—No se ofenda, don Fernando, pero… ¿cómo puede usted saberlo?

—Hay cosas que un caballero no puede contar.

—Éste es un caso de asesinato, ¿comprende? Cuando el juez, el fiscal y no digo la prensa, se enteren del asunto, la honra de Enriqueta podría quedar en entredicho. Si sabe algo, dígamelo. Sólo quiero ayudarles, créame.

—Porque la liga…

—¿Sí?

—¡No puedo!

—Don Fernando, por favor, soy un detective profesional, todo queda entre nosotros.

El joven Medina lucha contra sí mismo. Es evidente que sopesa, de un lado, la defensa de la honra de su dama y, de otro, su obligación a comportarse con discreción. Víctor comienza a intuir lo que ocurre.

—Usted sabe dónde está la liga auténtica. La que ella perdió.

Fernando Medina se gira y Víctor se coloca, discretamente, en guardia, teme que aquel bigardo le lance un directo de un momento a otro.

Entonces el detective mira el puño cerrado del joven y percibe algo. Ve un anillo, discreto, de oro blanco. Un momento. Ella llevaba uno igual. Sí, claro, es eso.

—¡Usted tiene la liga!

—¡Yo siempre la he respetado!

—¡Y tanto, como que es su mujer! —exclama Víctor sonriente.

El otro da un paso atrás, parece encajar un golpe.

—¿Cómo? ¡Qué dice! Usted está loco.

—Claro, claro —dice Víctor lanzado—, por eso dice usted tener la liga de Enriqueta y defiende su virtud, por eso llevan ustedes esas alianzas. ¡Ustedes dos se han casado en secreto!

Fernando Medina se queda mirando a Víctor como si éste le leyera el pensamiento.

—¡Se han casado! —insiste Ros.

—Chisss —chista ruidosamente el joven.

—Sí, es eso, se han casado.

—Parece cosa de brujas, ¿cómo puede usted adivinar así las cosas?

—¡Enhorabuena, amigo, a mis brazos! —exclama el detective lanzándose a abrazar al otro, que no sabe qué hacer.

—No… No puede usted decir nada.

—Descuide, descuide, me quita usted un peso de encima. Tendré que mirar en otra dirección, pero ¡enhorabuena! Han hecho ustedes lo que tenían que hacer. ¿Cuándo fue?

—Hace cosa más o menos de un mes y medio. Cuando nuestros padres estaban tan enfrentados… Yo la convencí, fuimos a Contrueces, el cura de allí es amigo mío y nos casamos.

—Y son ustedes marido y mujer.

—Sí, mi padre amenazó con desheredarme si continuaba con ella pero me da igual, está consumado y cuando se lo comunique no podrá hacer nada para oponerse. Además, le conozco. Tengo unos valores en Chile que están al alza y no descarto que nos vayamos para allá.

—Su padre le apoyará, se lo aseguro.

—La liga la tengo yo. Tiene mi palabra de caballero, pero nunca le falté, todo ocurrió cuando ya éramos marido y mujer.

—No tiene usted que darme explicación alguna. Sólo un consejo.

—¿Sí?

—Bueno, dos: primero, aguarden un tiempo a decirlo. Déjenme unos días, en cuanto resuelva el caso hablamos y lo cuentan, ¿de acuerdo?

—Me parece razonable.

—Segundo.

—Le escucho.

—Trátela bien y hágamela muy feliz. Esa criatura ha nacido en una mala casa, se merece ser dichosa el resto de su vida.

—Descuide, don Víctor, que así se hará. Es usted un buen hombre.

El joven Medina estrecha entre sus brazos al detective, algo más menudo, y sale a paso vivo por el camino a Oviedo. Parece feliz. «Es usted un buen hombre», musita Víctor. Qué pena que no todos piensen igual, aunque sólo fuera Esther Parra.

Eduardo se entretiene lanzando piedras con su tirachinas a unas latas que ha dispuesto en hilera sobre un tronco en el Campo Militar a apenas unos metros del Hospital y el Manicomio. Sueña con el día en que le dejen empuñar un arma, ser un verdadero policía; así que mientras tanto se conforma con afinar su puntería con todo aquello que tiene a mano.

—¡Eh, tú, listillo! —dice una voz que le hace girar la cabeza.

Al momento comprende que está en una situación complicada. Cinco críos se dirigen hacia él. Van encabezados por Tomás, el hijo del cordelero, y está en clara desventaja.

Rápidamente su mente toma una decisión, tiene que lanzar dos, quizá tres proyectiles, confiar en su suerte de cara a hacer blanco y salir corriendo a todo lo que den sus piernas. Están en campo abierto y si tiene suerte no le alcanzarán. Intenta mantener la calma. Tira de la goma y lanza una piedra que impacta en el hombro de uno de los agresores, que cae de lado. Los otros siguen avanzando. «Dale al jefe, dale al jefe», le ordena su mente recordando las instrucciones de Víctor Ros, que le ha enseñado que al meterse en una pelea hay que ir siempre a por el más fuerte de los rivales. Eso puede amedrentar a los demás. El niño que ha sufrido el impacto ya se ha levantado y camina hacia delante apenas un par de pasos detrás de los demás.

Rápidamente Eduardo lanza el segundo proyectil. Tomás se aparta y la piedra zumba rozándole la oreja derecha. Están encima. Hay que salir corriendo, ya. Es entonces cuando Eduardo, acostumbrado a sobrevivir en las calles de Barcelona, percibe que dos sombras aparecen tras los árboles que quedan a su espalda, uno más hacia la derecha y otro hacia la izquierda. Es una emboscada en toda regla, lo han preparado bien y no tiene escapatoria.

—¡Vas a llevarte una buena! —exclama el jefe de aquellos desalmados, que lleva un tablón en las manos.

—Eso lo vamos a ver, tú vas a ser el primero en caer —contesta Eduardo, que se ha visto rodeado, cinco al frente y dos a sus espaldas. Lo tiene mal y lo sabe. Intenta ganar un tiempo precioso y otea alrededor buscando algo, un palo, una botella rota, pero no hay nada.

Los matones no le han atacado directamente, quizá tenga una oportunidad, eso demuestra que le tienen miedo y que esperan a que el jefe dé el primer paso. Si cae al suelo y queda inerme, entonces sí que se cebarán con él. Eduardo es consciente de que se va a llevar una buena tunda pero tiene que conseguir que los rivales queden mal parados, es la única garantía de que aquello no acabe demasiado mal.

—Te vas tú a reír… —dice Tomás descargando un golpe con el tablón a la altura de la cabeza de Eduardo. Éste se agacha e incrusta el hombro en el estómago del matón, que bufa de forma sonora por el golpe. El tirachinas ha caído al suelo, no importa, a esa distancia no le es útil. Entonces Eduardo hace lo que los otros no esperan; aprovechando que el líder está doblado por el impacto, salta sobre el más pequeño de los cinco que cubren el flanco frontal y lanza un puñetazo que impacta en su cara haciéndole levantarse medio palmo del suelo. Una vez conseguido un pequeño hueco en las filas rivales, corre a todo lo que dan sus piernas. Es obvio que sus rivales no esperaban que huyera en aquella dirección.

—¡Rápido, cogedle! —grita Tomás.

Eduardo corre todo lo que puede y escucha los pasos de sus rivales tras él. Hay dos que son bastante rápidos. Varias piedras y proyectiles vuelan sobre su cabeza. Una, que debe de ser de gran tamaño, le impacta en la coronilla y le hace trastabillarse. Queda medio conmocionado y se toca la cabeza; nota que hay líquido, sangre. Cuando acierta a mirarse la mano medio ensangrentada, dos rivales que vienen en carrera se lanzan sobre él arrollándole.

No puede defenderse, está medio mareado y son más; en apenas unos segundos le han inmovilizado. Está en el suelo, boca arriba y cuatro guajes le sujetan brazos y piernas.

Tomás se asoma caminando con parsimonia.

—Así te quería ver yo —dice sacando una navaja del bolsillo.

Los demás miran al jefe con cierta aprensión.

—Pero, Tomás —dice uno menudo y pelirrojo—, ¿qué vas a hacer?

—Grabarle algo en la frente a este hijo de puta, para que sepa cómo las gastamos aquí con los forasteros que se las dan de chulos y se juntan con las hijas de las zorras.

—Tus muertos —dice Eduardo—. Te juro que te cazaré como a una rata.

Uno de los compinches de Tomás le da una patada en la boca y Eduardo nota el sabor dulzón de la sangre.

Tomás clava una rodilla en el pecho de su víctima y le acerca la navaja a su cara.

—¡Sujetadlo, coño! —grita porque Eduardo mueve la cabeza frenéticamente. No puede resistirse, entre seis le sujetan piernas, brazos y tronco. Apenas si puede ya mover la cabeza.

Justo cuando el matón comienza a incidir con su arma en la frente del rival, algo impacta en la cabeza de Tomás salpicando de sangre la cara de Eduardo.

Tomás, que ha rodado por el suelo, se levanta tocándose la coronilla exactamente como había hecho Eduardo unos segundos antes. Dos de los rivales ya han soltado a la víctima y se separan. Otro de los matones cae doblado por una nueva pedrada en el pecho.

Eduardo lanza una patada y consigue zafarse. Antes de que sus rivales puedan reaccionar ya ha cogido el tablón de Tomás y lo descarga en los riñones del jefe de los matones, que mira a lo lejos buscando el lugar de donde vienen las piedras.

Cuando ven a su jefe doblar la rodilla, dos de los pilluelos salen corriendo.

Un tercero sufre otro impacto en la mandíbula y Eduardo golpea con el tablón en pleno rostro de Tomás, que se desploma hacia atrás. Se dirige hacia el que tiene más cerca y le propina una patada en la entrepierna. Con un golpe del madero en pleno cogote termina el trabajo.

—¡Fuera de aquí! ¡Fuera o llamo al alguacil! —grita una voz, fuerte, de adulto. Eduardo intenta levantar la vista nublada por la sangre y acierta a ver a su salvador. Allí, junto a los árboles y armado con el tirachinas que había perdido Eduardo, aparece imponente el Julián, el cochero que ya les ha acompañado varias veces por Oviedo y la comarca.

—¡Largo de aquí, guajes! —ordena muy seguro de sí mismo.

—¡Vámonos, Tomás! —grita uno de los miembros de la banda.

—¡No huyáis, cobardes! —protesta éste medio tambaleándose.

—No quiero el dinero de doña Angustias, quédatelo tú. —murmura otro que sale corriendo a toda carrera.

Eduardo, medio inconsciente por el impacto y la lucha, acierta a ver de reojo cómo sus agresores escapan penosamente corriendo hacia la zona donde cae el Hospital.

—Puedes estar tranquilo. Ya se han ido —dice el cochero que ha llegado a ponerse a su altura.

—Pero ¿usted? —pregunta Eduardo.

—Tu padre, guaje. Tu padre me encargó que cuidara de ti. Sabía que esos pilluelos volverían a por ti.

—¿Y el tirachinas? ¿Cómo tira usted tan bien?

—Yo también fui un crío, como tú ahora. Anda, vamos a la pensión que te limpien esa sangre.