Entonces ella, como si aquello no le importara lo más mínimo, da un inesperado giro a la conversación y dice:
—Pero supongo que no estarás aquí para hablar de mis fracasos amorosos, no te creo tan valiente como para venir a hablar de ello. Llevas ya bastantes días en Oviedo y al fin te has atrevido a pasar por aquí. Te trae algún asunto oficial, ¿no?
Víctor mira de nuevo hacia el suelo, a sus zapatos. Comienza a hartarse y está a punto de estallar.
—Las cosas no fueron fáciles, Esther. Aunque yo era idiota, joven y ambicioso, lo preparé todo en mi mente. Os iba a avisar a ti y a tu padre unos minutos antes de la redada para que pudierais escapar, pero la cosa se complicó; una semana antes de la operación, uno de los nuestros me vio hablando con el comisario en el patio trasero de una tasca. ¿Te acuerdas de Emilio «el Calvo»?
—Claro.
—Él me vio, se quedó parado y al momento salió corriendo. Iba a dar el chivatazo y tuvimos que actuar esa misma noche. Se telegrafió a Madrid al momento y la orden partió del mismísimo Ministerio de la Gobernación. No tuve tiempo para más, todo se precipitó.
—Ya.
—Sé que con decir que lo siento no arreglo nada, sé que no me vas a perdonar y no espero que lo hagas, pero sólo quiero que sepas que las cosas no son…
—Sí, te escuché antes: ni blancas ni negras.
Víctor suspira un tanto desesperado. Entonces, más para romper el hielo que por otra cosa, apunta:
—No te casaste.
—Pues no. Soy lo que se dice una solterona. Tú, en cambio, sí lo hiciste. Te faltó tiempo.
—Sí.
—Y eres feliz con ella.
—Sí, mucho.
—Y es rica.
—No exactamente, pero si quieres verlo así, es de buena familia y podríamos decir que tenemos un buen pasar. Eso lo hace peor a tus ojos, claro.
Esther abre un cajón y extrae unos papeles que ojea intentando parecer ocupada:
—Bueno, Víctor, estoy hasta arriba de trabajo, ¿qué es eso que querías preguntar sobre tu caso?
El detective abre su pequeño maletín y extrae un libro que deja caer sobre la mesa de la dueña de la imprenta Nortes.
—Esto es vuestro —dice.
Ella toma el libro y sonríe. Lo sopesa, lo gira para examinarlo, abre la primera página y vuelve a cerrarlo.
—¿Por qué?
—Trabajé aquí, no me vengas con ésas. Es una pista fundamental en el asesinato de Ramón Férez. He intentado apurar otras líneas de investigación pero me veo obligado a preguntarte por él.
—No es nuestro.
—Sabes que yo sé fehacientemente que sí.
—Ya.
—Mira, lo encontramos en el cuarto del caballerizo.
—¿Y?
—¿Qué hacía allí?
Ella le mira con cara de malas pulgas.
—¿Y qué importa eso? Ya tenéis a un culpable: el afinador.
Víctor la mira a los ojos y vuelve a señalar el libro con el índice.
—El libro —insiste—, ¿cómo llegó a las manos de José Granado?
—Un momento —dice ella atando cabos—. No tenéis nada, es eso, ¿verdad? Si Navarro fuera el verdadero culpable no estarías aquí preguntándome por el libro. Estáis perdidos, no tenéis ni idea, como siempre.
Y estalla en una carcajada.
Víctor frunce el ceño. Aquello le gusta cada vez menos. Entonces, muy serio, apunta:
—Mira, Esther, lo que yo te hiciera en el pasado no te exime de responsabilidad civil o penal en este proceso. He venido yo personalmente y he evitado que acudiera a verte la policía para evitarte problemas. No voy a dejarme influir por el pasado o por las deudas pendientes que tengo contigo. Vas a decirme lo que quiero saber, este asunto es serio y yo voy a evitar que puedas volver a verte en una celda.
Ella queda en silencio. Es obvio que no se esperaba esa reacción en el detective.
—Hicimos una edición de trescientos.
—Bien, nos entendemos —dice él mirándola a los ojos; sigue pareciéndole bella, un ángel—. Ese José Granado… ¿pertenecía a algún grupo organizado?
—No, en absoluto.
—Nos consta que los grupos socialistas se están asociando con eficacia en Asturias.
—No, ese tipo no es de los nuestros.
—¿Era amigo de ese periodista, Vicente Hernández Gil?
—¡Qué va! Nunca he visto a ese Granado moverse en nuestros círculos y nunca asistió a reunión alguna.
—¿Y cómo es que tenía el libro?
—Yo se lo vendí.
Víctor se incorpora ligeramente.
—Cuéntame más.
—No hay nada que contar, hace un par de meses entró por esa puerta y me dijo: «Quiero leer». Yo le dije: «¿Sobre qué?». Él contestó: «Sobre nuevas ideas, sobre cambiar el mundo». Yo pensé que era un policía y le dije que no tenía nada de eso. Me insistió, me dijo quién era, dónde trabajaba y me pareció un tipo honesto. «Toma, lee esto», le dije y le entregué el libro que me pagó religiosamente. Ésa es su única relación con la revolución o con el socialismo.
—¿Ya está?
—Supongo que no podrás creerme, claro. A tus ojos debo de ser una revolucionaria, una radical, una loca dispuesta a hacer que descarrilen los trenes o muera gente.
—¿No sabes si se había reunido con gente de ideas avanzadas en alguna taberna? Quizá tenía amigos que le inculcaron nuevas ideas.
—Ese tipo vivía allí arriba, en Casa Férez, apenas bajaba al pueblo. Todo el mundo lo sabe. Además, se hacía pasar por otro, por lo del crimen del hermano. No, Víctor, te aseguro que no era de los nuestros. Me temo que tu investigación no va por esos derroteros. Éste no es asunto de movimientos proletarios ni de sociedades secretas ni venganzas al patrón. Puedes creerme.
—¿Puedo creerte?
—Nosotros somos los primeros interesados en que este asunto no levante más porquería. Ahora nos dejan movernos, nos organizamos, se instruye a los obreros, viene gente de Madrid y tenemos con nosotros a personas valiosas de la propia Universidad: profesores, tipos moderados como esos que a ti te gustan pero que quieren cambiar el mundo. No te haces una idea de la represión que sufrimos tras tu marcha. Ahora, después de años de persecución, podemos debatir, crear agrupaciones, foros ciudadanos y tertulias. Nuestras ideas van calando en los más desposeídos. Ésta es una región muy dura para un obrero.
—Lo sé.
—¿Acaso crees que estaríamos dispuestos a perderlo todo por un joven petimetre asesinado? Si tuviéramos algo que decir sobre el asunto ya habríamos ido a la policía.
Él la mira como hipnotizado. No puede evitar los recuerdos. Él amó a aquella mujer y quizá en cierta parte aún la ame. Era apasionada y cuando se amaban todo era maravilloso y perfecto. Tiene a Clara, a sus hijos, pero recuerda aquellos días con Esther y se siente rejuvenecido, lleno de energía. Él la desilusionó, le destrozó la vida y su padre murió en la cárcel por su culpa.
Ella nunca se lo perdonará y siente pena por ello. Por lo que fue, por lo que pudo haber sido, por cómo lo estropeó y por el sufrimiento que ha podido causarle. Se siente como el peor de los hombres del mundo y sabe que, para Esther Parra, lo es. Aún la añora.
Entonces se levanta y guarda el libro en el maletín. Toma el sombrero con la diestra y, sin atreverse a estrecharle la mano, dice:
—Bueno, pues muchas gracias, seguiré investigando.
—Espero que lo resuelvas y así tus amigos volverán a dejarnos tranquilos.
—Descuida, te prometo que lo haré.
—¿Tu palabra sigue valiendo tanto?
Él, ya de espaldas, encaja el golpe y responde:
—Sólo puedo decirte que lo siento. Cuídate mucho, Esther Parra.
Justo cuando va a cerrar la puerta del despacho le parece escuchar que ella musita:
—Yo te quería.
Víctor sale al exterior cabizbajo y embebido en sus propios pensamientos. Camina por la calle Cimadevilla y llega hasta la calle Nueva por la que ataja para llegar a la de la Picota. En el cruce de ésta con la de San Francisco, justo en la esquina de la Universidad, se para mirando al suelo.
Intenta pensar pero no puede.
Aquello no es asunto de revolucionarios, ¿quién es la mujer que dio la liga al caballerizo? Si diera con ella podría demostrar que el tipo era inocente, que tenía coartada porque estaba con una dama durante el asesinato. Aunque, ¿y si la liga pertenecía a la niñera? Quizá esa mujer lo urdió todo. Se acostaba con don Reinaldo Férez y dicen que era bellísima, bien pudo manipular a todos los hombres que tenía alrededor a su antojo. Y Enriqueta, ¿no sería suya la liga? Todo apunta a que sí. No termina de entender aquello.
De pronto, Víctor siente que una fuerza imponente le levanta dos palmos sobre el suelo y le hace volar por los aires perdiendo el sombrero para rodar con estrépito por el adoquinado.
—¡Maldito hijo de puta! —grita alguien fuera de sí.
Víctor Ros, boca arriba y tumbado en el duro empedrado, apenas si acierta a ver que Fernando Medina, el novio de Enriqueta, se lanza sobre él como una fiera.
Entonces, con habilidad, apoya las palmas de sus manos en el pecho de su agresor que yace ya sobre él y con la rodilla le hace volar por encima de su cabeza. Cuando el otro va a levantarse tras la voltereta, aún a cuatro patas en el suelo, Víctor ya se ha lanzado sobre él clavándole la rodilla en la espalda. El detective ha hecho presa en sus manos y le retuerce los pulgares mientras que su frente presiona la nuca del agresor haciendo que éste muerda el polvo.
—¡Hijo de puta! ¡Suéltame! —grita el joven Medina.
Víctor percibe como muchos viandantes comienzan a pararse y les rodean mirando con curiosidad.
—Don Fernando —dice al oído del agresor—. Estamos dando un espectáculo, cálmese, por favor, hablemos en otro lugar…
—¡Suéltame y te mato, hijo de puta!
Víctor vuelve a acercarse al oído del joven que, inmóvil, lucha por sacudirse de la llave del detective.
—Mire, joven, no se lo voy a decir dos veces: si le suelto y viene a por mí, tendré que defenderme. Esto va a ser un espectáculo. Todo el mundo hablará de ello. Piense en Enriqueta, se lo ruego, piense en el buen nombre de esa joven. Hablemos.
El otro jadea. Apenas si puede respirar por la presión de Víctor, que añade:
—Le diré lo que haremos: le voy a soltar lentamente; nos pondremos de pie y nos daremos la mano como si esto fuera una broma de amigos, y luego, cogidos del brazo, nos iremos juntos. Permítame hablar con usted sosegadamente y si no queda contento con mis aclaraciones, tendrá usted una satisfacción en el momento, con los padrinos y armas que usted desee, ¿me sigue?
Fernando Medina asiente a malas penas, así que el detective se levanta dando un ágil salto y tiende la mano al joven terrateniente que se pone en pie sacudiéndose la ropa.
Entonces Víctor le estrecha la mano y le sacude con un fuerte abrazo. Mira a la concurrencia y dice entre risotadas:
—Son cosas nuestras, ¡cosas de nuestra amistad en Madrid! Hemos boxeado mucho juntos.
Los tres caballeros, la criada y las tres damas que miran el espectáculo sonríen dando por buena la versión. «Estos madrileños», piensan para sí. «El ardor de la juventud», musita una vieja.
Víctor toma al joven del brazo y lo saca a toda prisa. La Gran Vía está a un paso. Allí podrán hablar con calma.