La campana de entrada suena y el aprendiz de la imprenta Nortes levanta la cabeza. El chaval rebusca en un mar de caracteres tipográficos ataviado con la típica visera, delantal y protectores negros en las mangas.
El recién llegado queda parado, como petrificado, mientras mira a la puerta del despacho donde ha aparecido la dueña de la imprenta, doña Esther.
Ella hace otro tanto. Aquellos dos se miran el uno al otro, de pie, quietos, muy quietos, y sin mediar palabra.
—Hugo —dice finalmente Esther Parra—, que nadie nos moleste. Y tú, Víctor, ¿te vas a quedar ahí todo el rato?
—No, claro —contesta el desconocido, que entra en el despacho con el sombrero en la mano. Esther cierra la puerta tras él y echa las cortinillas de los amplios ventanales que jalonan el lugar en que trabaja la dueña de la imprenta Nortes.
—Toma asiento —dice ella, muy fría.
—Yo, Esther… —contesta él de pie. No sabe si abrazarla, estrecharle la mano o ponerse de rodillas pidiendo perdón. Ella ya ha rodeado su mesa para sentarse en su butaca. No va a darle esa posibilidad.
Víctor se sienta como si fuera una visita más mientras echa un vistazo en derredor. Recuerda sus largas conversaciones, allí mismo, con el padre de la joven, Paco, en torno a una botella de orujo y hablando de proclamas, socialismo y trabajadores.
—Has tardado muchos años en venir a dar la cara —dice ella mirándole con dureza.
Está muy guapa. Es mucho más mayor que cuando la conoció, rondará los cuarenta, pero se conserva bien y sigue teniendo aquellos ojos de mora en los que él acostumbraba a perderse. Sus dientes siguen siendo blancos y perfectos y se mueve con parsimonia, con una tranquilidad extrema, algo que encantaba a Víctor, siempre hiperactivo y tres pasos delante de los demás, de los acontecimientos, de la vida. Llegó a pensar que era la mujer perfecta para él. Pensaba que eran el uno para el otro.
—No me he atrevido a venir, tienes razón. Soy un cobarde.
Ella mira hacia su regazo, se nota que le cuesta hablar, que le odia. Entonces levanta la mirada con dureza, con determinación.
—No sabes la de años que he esperado esta conversación —dice con un deje de amargura en su voz—. Al principio en la cárcel. No sabía lo que estaba pasando, supe que habían detenido a todo el mundo, incluido mi padre y, fíjate que idiota, en el primero que pensé fue en ti. No quería que te torturaran, que te hicieran daño. Te amaba, Víctor. Más que pensar en mí, en mi seguridad, en la de mi padre o en mis compañeros, sólo rezaba para que tú estuvieras bien. Me hubiera dejado matar por ti, por que no sufrieras daño alguno. Así te quería. Luego, poco a poco, fui dándome cuenta de lo que había, un carcelero me contó que eras policía pero no quise creerle. Me pusieron pronto en libertad pero mi padre seguía encarcelado. Yo me decía «vendrá, vendrá». Era vox pópuli que no estabas detenido y eso sólo podía significar que eras un chivato. Luego resultó peor, eras uno de ellos, uno de sus perros, un policía. Aun así no podía dejar de quererte, ¿sabes?
Las lágrimas asoman a los ojos de Esther Parra y Víctor le tiende su propio pañuelo.
—No —dice ella con desprecio sacando el suyo de la manga derecha.
Mientras se seca las lágrimas hay una pausa; él intenta excusarse:
—Yo… Me obligaron a ir a Madrid, no me querían en Oviedo, hice todo lo que pude. Luché por vosotros dos, en mis declaraciones quedó claro que no estabais implicados en los atentados, que la imprenta sólo era el lugar de reunión de un grupo de personas de ideas abiertas que se hizo muy grande y que sólo algunos de ellos terminaron formando una facción armada.
—Pues pagamos justos por pecadores.
—Lo sé —reconoce Víctor, ladeando la mirada, no tiene valor para mirarla a los ojos—. Al menos conseguí que te liberaran.
—¿Y mi padre?
—No pude, lo intenté, hablé hasta con el ministro, no pude… no quisieron.
—Murió en la cárcel.
—¡No pude!
—Pasaba los días aquí mismo, sentada, esperando que esa maldita campana sonara y aparecieras tú para ayudarme, para estar conmigo. No sabía cómo funcionaba el negocio y veía a mi padre consumirse día a día en la cárcel. Era viejo, estaba enfermo, ¿has visto esas celdas? Pero ¿qué digo? ¡Si eres uno de ellos! Contrajo la tuberculosis y era obvio que si seguía en la cárcel se moría. Él, que nunca hizo mal a nadie, un socialista utópico, él que consagró su vida a luchar por los desposeídos.
—Lo sé.
—Él que te acogió en esta casa pensando que eras un don nadie, que te enseñó un oficio, que te trató como se trata a un hijo y que permitió que entablaras relaciones con su única hija. ¿Crees que merecía morir así? ¿En una celda fría y húmeda? Como un perro, solo, tirado y sin asistencia médica.
—Lo siento. —Hay lágrimas en los ojos de Víctor.
—No, no lo sientes. El ascenso te vino muy bien. He seguido tu trayectoria en la prensa: rico, famoso y aceptado en sociedad. Uno de ellos.
—No, Esther, las cosas no fueron así…
—Todos estos años esperé y esperé. Y, ¿sabes?, me despreciaba a mí misma porque a pesar de lo que nos habías hecho, a pesar de lo de mi padre, a pesar de tu traición a la clase trabajadora, yo, Esther Parra, te quería y te seguía creyendo. ¿Habrase visto algo igual? —dice dando un puñetazo en la mesa.
—Yo te quería.
—¡No digas eso! —exclama ella poniéndose de pie a la vez que le señala con el índice.
Los dos permanecen en silencio, el aire se puede cortar y Víctor mira hacia el suelo. Se miran sin medir palabra durante minutos.
Ella continúa:
—Soñaba con que vendrías a contarme que te habían obligado, que tú creías en nuestros ideales y que no habías podido hacer otra cosa y que me pedirías que nos fuéramos de aquí a Cuba, a México, qué se yo. A vivir una vida nueva y feliz lejos de esta locura.
—Y así fue, en cierta medida…
Ella levanta la mirada de nuevo y le fulmina, directamente.
—Mira, Esther —comienza a decir Víctor con el tono más suave que puede—, sé que no es fácil de creer pero las cosas no son blancas o negras. Ahora soy más viejo, sé más cosas y veo en perspectiva lo que ocurrió. Me arrepiento, sí, mucho, me arrepiento todos los días. Y me arrepiento porque no supe, no pude, no fui capaz de ver que mi ambición me cegaba. Te juro que mis intenciones eran buenas, pero…
—¿Intenciones? ¿Introducirse en casa de un hombre ímprobo y deshonrarle a la hija, enamorarla con bonitas palabras, hacerle creer que la querías y luego dejarla tirada?
—Déjame hablar, por favor. No te pido siquiera que consideres lo que voy a decir, yo mismo no me perdono, pero sólo te pido una cosa y es que me dejes hablar. Nada más.
Ella lo mira con odio de nuevo así que Víctor asume que le está dando, al menos, unos minutos más.
—En efecto yo llegué a Oviedo como agente de policía y la situación era confusa, sabíamos que la contratación de matones y pistoleros por parte de la patronal había provocado que los elementos más radicales de la izquierda comenzaran a dar sus propios golpes. En Madrid ya se conocía a la Banda del Rentero.
—Fue ahorcado, por cierto, a unos pasos de aquí. Por tu culpa.
—Lo sé. ¿Puedo seguir?
Ella asiente.
—Bien. Yo era joven y tenía demasiada ambición, ahora lo sé. Siempre me gustó mucho leer cosas sobre Gran Bretaña, la ciencia, la industrialización y supe por cosas que leí en periódicos ingleses, ayudándome a duras penas con un diccionario, que allí habían comenzado a vestir a policías de paisano. Policías de un cuerpo realmente de élite, Scotland Yard. La reacción de la gente de la calle no fue buena. ¿Cómo iba a ser policía un tipo vestido con traje que se sienta a tu lado en el tranvía? Aquello parecía una locura, una violación de los derechos más básicos de los ciudadanos. Pero el caso es que funcionaba. La eficacia de la medida hizo acallar las críticas y yo tomé nota. Una vez aquí y dado que los desmanes del Rentero y su gente iban a más, decidí intentarlo.
—Un traidor.
—¿Hace falta que te recuerde que dejaron morir de hambre al hijo de Jonás Gutiérrez, el armador?
—Eso fue una desgracia. El único tipo que sabía en qué cueva se escondía al crío cayó muerto en una emboscada. No pudieron encontrarlo.
—Pues te recuerdo que nosotros sí. Dos meses después la criatura fue hallada, atado de pies y manos y muerto de hambre, frío y sed en una cueva de los Picos de Europa. ¿Lo recuerdas? ¡Un niño de nueve años!
—¡Su padre era un animal!
—No voy a entrar ahora en cuestiones de justicia social, Esther, sólo te estoy mostrando cuál era el contexto en que nos encontrábamos en los primeros días de mi llegada a Oviedo. Esto era un polvorín. Planteé mi idea a las autoridades y, en principio, no me hicieron mucho caso, pero un joven fiscal…
—Casamajó.
—Casamajó, sí. Me apoyó. Me presenté en la imprenta y tu padre, Paco, me dio trabajo, sí. Me enseñó el oficio. Yo era, y lo sigo siendo, un moderado. Por supuesto que simpatizo con las ideas de los socialistas, por supuesto que quería construir un mundo mejor, pero siempre he pensado que los que creemos en un ideal así tenemos un enemigo: los exaltados. Éste no es un país cualquiera, aquí la Ilustración o la actual Revolución industrial pasan si hacer mella, sin dejar su impronta. ¿Acaso no te das cuenta que seguimos viviendo en el mismo régimen caciquil que hace cuatro siglos? ¿Crees que va a ser fácil cambiar eso? La Iglesia, el capital, el ejército y la oligarquía dominante se apoyan en el daño que causan los más exaltados para aplastarnos como a cucarachas. No. Las cosas hay que hacerlas despacio, con calma, desde dentro. Por eso me hice policía y por eso creía que la banda del Rentero debía ser neutralizada. Luego, y tengo que reconocerlo así, hay muchas cosas que se me fueron de las manos.
—¿Como el qué?
—Primero, me enamoré de ti.
Ella ladea la cabeza, como negando.
—Sí, sí, ya sé, no me crees. Pero piensa, todas esas cosas, esos momentos que vivimos, no podían fingirse.
—¿Y por qué no me dijiste la verdad? Podías haber dejado la policía.
—Pensé hacerlo, pero cada vez me acercaba más a ellos, iba ganando confianza poco a poco. Todo el mundo me conocía. Lo tocaba con la punta de las manos y me sobró ambición, pensé que a ti y a tu padre nada os pasaría.
—Pensaste en ti mismo.
—Sí. Bueno, no. Creía que podría controlar aquello. Iba a conseguir algo grande, un hito histórico en la labor policial en España, pero la cosa se me fue de las manos. Luego, cuando os detuvieron, lo intenté todo. Quise venir a verte, pero mis superiores no me dejaron. Llegué a escaparme pero me cogieron en el mismo Madrid cuando subía al tren. El juez me impuso arresto domiciliario hasta que saliera el juicio.
—Pues bien que te condecoraron.
—Sí, lo sé. Hice lo que pude, era un crío, ahora lo veo. Un don nadie, un hijo de la Latina que había logrado lo que no habían podido conseguir todas las autoridades de Oviedo en años. No pensé en ti, en las consecuencias que aquello podía tener. No estaba en condiciones de poder siquiera hacerme una idea de que mis actos…
—Pues me destrozaste la vida.
—Lo sé.
—Y ni un carta. Se te da muy bien salir huyendo.
—Comencé a escribirte cientos de veces. Pensé en venir incluso, pero siempre me faltaba el valor. En realidad encontraba una u otra excusa, un caso aquí, un delito allá. En fin, que poco a poco llegué a la conclusión de que uno debe intentar enterrar las cosas malas que hizo, es imposible vivir con ellas, tuve que mirar hacia delante.
—Eso es de cobardes.
—En efecto. Pero no podría mirarme al espejo si no lo hiciera así. Yo traicioné a mis compañeros. No lo vas a entender, pero yo, cuando entré por esa puerta —dice señalando la entrada a Nortes— era un policía joven y ambicioso, y unos meses después era uno más de vosotros, un socialista, un convencido. Y luego llegó la realidad, traicioné a tantos y tantos amigos… Y no creas, los de la banda del Rentero me dan igual, pero había otros que no merecían la cárcel.
—No queda nadie, ¿sabes? El que no está muerto huyó a las colonias.
—Lo sé.