29

Víctor y Casamajó llegan rendidos a la posada La Gran Vía. La casa duerme y todo está a oscuras, pero el patrón les habilita una mesita con una pequeña lámpara de gas y los deja a solas junto a una botella de brandy y dos copas.

—Ese tipo se ha esfumado —dice el detective.

—No desesperes —contesta el juez—, Castillo y su gente no cejan en la búsqueda, terminarán encontrándolo.

—No, amigo, no. Esto no tiene buena pinta. Oviedo es una ciudad muy pequeña y nadie ha visto a un tipo de sus características. El pobre Eduardo, que duerme rendido como un bendito, se ha pateado toda la ciudad una y mil veces; los alguaciles, alcaldes de barrio de poblaciones cercanas e incluso la policía de Gijón está sobre aviso. Y nada. Se lo ha tragado la tierra. No se ha inscrito como tripulante en el barco en el que pensaba escapar.

—¿Y?

—Que creo que Nicolás Miñano está muerto. Y no suelo equivocarme en este tipo de cosas.

—No puedes afirmar eso con tanta rotundidad, Víctor. A veces eres demasiado pesimista.

—Un pesimista no es sino un optimista bien informado.

—Aguarda, aguarda, ten paciencia. Ya verás como aparece, algún golpe de suerte debemos tener.

Víctor Ros paladea el coñac y lo hace girar en la copa, lo mira a través de la luz de la tenue lámpara que los ilumina y dice:

—¿No te parece curioso?

—¿El qué?

—Que después de un asesinato, un supuesto suicidio, una niñera desaparecida, cerdos, margaritas, un marido mujeriego y ex sifilítico que dejó morir a su mujer en un manicomio, una historia de Romeo y Julieta entre los hijos de dos propietarios, la liga azul y movimientos obreristas, sólo dependemos de un marino pendenciero que, por lo que veo, es el único que puede llevarnos a los verdaderos culpables. Y eso me parece muy triste.

—Bueno, bueno, no lo des todo por perdido.

—Quizá tengas razón, Agustín, pero este maldito caso no me deja avanzar. Todo forma una maraña, una especie de bosque que no me deja ver el camino.

—Sí, te entiendo, es como si fueras por un barranco, en plena guerra y no supieras de dónde te pueden venir los tiros.

—Más o menos, sí. ¿Y sabes? Entre tanta mentira, intereses creados e influencias, sólo sé una cosa segura: Nicolás Miñano cobró un dinero de una hermosa mujer por meter la nota en el bolsillo de Carlos Navarro, el afinador. Y esa mujer y sus amigos no son otros que los verdaderos asesinos. Miñano se ha visto precisado a huir y parece ser que ha entendido el porqué de la misión que le encomendaron. Es evidente que va a pedirles más dinero y todos los que han tenido relación directa con esos tunantes han muerto. Mira el pobre Ramón Férez, para empezar por alguien.

—Sí, una lástima. Pobre chaval. Una persona desgraciada de principio a fin y con una vida corta.

—Y ni siquiera sabemos cuál fue el móvil. Después de tantas vueltas y revueltas, de tantos testimonios y entrevistas, ¿qué sabemos sobre el motivo de su muerte?

Agustín pone cara de pocos amigos y cae en la cuenta:

—Pues ahora que lo dices, nada. Es cierto.

—¡Nada! Eso es. ¿Lo mandó matar ese padre miserable que tenía porque había descubierto su «secreto familiar»? ¿Fue un asunto de amoríos? Navarro parece descartado, pero ¿y si había otro? ¿Fue el caballerizo? ¿Está implicada la niñera y su hermano? No tenemos ni idea de por qué le mataron.

—Ya.

—Sólo tenemos a Nicolás Miñano. Punto. Y ahora, para rematar, aparece el asunto de la liga. Por un lado podría exculpar al caballerizo, aunque por otro podría pertenecer a la niñera, que, dicho sea de paso, ha desaparecido de forma harto sospechosa.

—¿Y si es de la hija, Enriqueta?

—Sí, sí, ahora iba con eso. La joven se puso lívida cuando se la enseñé, insiste en que no es suya, pero ¿qué iba a decir?

—No me cuadra, Víctor. ¿Por qué iba una joven de buena familia, tan enamorada de su galán, a enredarse con un caballerizo de esa forma? Según creo, ella y Fernando Medina están hechos el uno para el otro, no hay duda. ¿Por qué iba a liarse con José Granado?

—Sí, sí, es raro. Pero el bello sexo no es fácil de entender, querido amigo. Luego está lo de la mujer hermosa que pagó a Nicolás. Mariana Carave es hermosa. ¿Quiso vengarse de su marido matando a su primogénito? No olvidemos que no era hijo suyo. ¿No podría haber sido ella? No la hemos considerado sospechosa y si algo hemos aprendido de esa maldita casa es que cualquiera puede ser culpable.

—La niñera, Cristina Pizarro, también es muy hermosa.

—Sí, y Enriqueta Férez.

—Estamos perdidos.

—Creo que Mariana Carave puede ser la mujer en cuestión. Parece lista y es hermosa, no hay duda. No sé —apunta Víctor—. Debería alejarme, ya sabes, tomar cierta distancia, empezar de cero. Le he mandado un telegrama a Clara para que venga a pasar unos días conmigo.

—Buena idea.

—No creas, la mantengo al día, por carta, y lo ve todo tan oscuro como nosotros. ¿Y Micaela? ¿Por qué se mató?

—¿La criada? Bien pudo ser un suicidio de verdad.

—¡Que no, que no! Recuerda la escena, Agustín.

El otro cierra los ojos como recordando.

—Había una sola silla en la habitación y estaba en el otro extremo. ¿Cómo iba a subirse a la silla, dejarse caer y luego volver a colocarla en el rincón si estaba ahorcada? Además, había otro punto en que la viga era más baja.

—Igual la ayudaron.

—Tú lo has dicho, «la ayudaron». Y ocurrió cuando todos os personasteis en la casa para decirle a Férez que me queríais en el caso. ¿Qué te hace pensar?

—Que los asesinos son gente de la casa.

—Sí, eso ya lo sabemos. Pero actuaron con precipitación, son gente meticulosa, mira si no lo de la nota. Lleva mucho tiempo imitar la caligrafía de alguien; en cambio, ahorcan a la criada y no caen en el detalle de acercarle una silla…

—Tenían prisa.

—Claro, claro.

Entonces Víctor se queda pensando un momento.

—¿Qué pasa, amigo?

—No, no es nada, es una tontería… pero si alguien ahorcó a la pobre Micaela cuando mi nombre salió a colación, ¿no te parece que puede indicar que me conocen?

—Toda España te conoce.

—No, no. Me refiero a que ¿no parece posible que ya me las puedo haber visto con ellos anteriormente y quisieran eliminar cualquier pista que me pudiera guiar antes incluso de mi propia llegada?

—Podría ser —dice Casamajó cavilando.

Víctor sigue pensando.

—Hay una cosa…

—¿Sí?

—Sabes que enviaron el arcón de Micaela a su casa, al pueblo.

—Sí, claro.

—Por mis conversaciones con Faustina, Granado y la cocinera, pude averiguar que la joven llevaba un diario y que ahorraba para volver a su pueblo y supongo que casarse algún día con un joven de allí.

—Lógico. ¿Y?

—Cuando hablé con Faustina sobre el contenido del arcón en ningún momento me mencionó los ahorros y dijo explícitamente que no había diario alguno en dicho cajón.

—Ya. Sí. Igual se quedó con los dineros de su compañera.

—No, no la creo capaz. Además, don Reinaldo dijo que se habría enviado el diario a casa de la finada.

—¿Piensas que lo tiene él?

—No. Creo que no quiere que se sepa siquiera que existía, probablemente lo buscó y lo sabe perdido. Si fuera sólo lo del diario no sospecharía, pero lo de que los ahorros no fueran enviados a casa me hace sospechar que…

—¿Qué? No te sigo.

—Que Micaela debía de tener algún escondite secreto en su habitación. Allí pueden estar su diario y su dinero.

—Lo veo muy traído por los pelos.

—No pierdo nada por echar un vistazo.

—No, en efecto, nada pierdes.

—¿Te das cuenta de que ese diario puede ser la clave? ¿Por qué la quitaron de en medio? No la veo participando en una conjura de esas características, era una joven pía y responsable. ¿No será que vio algo?

—Puede ser.

Los dos amigos quedan en silencio de nuevo, meditando. Víctor vuelve a tomar la palabra y piensa en voz alta.

—Ya no sé qué pensar, a veces me replanteo incluso el asunto de los cerdos y las margaritas.

El juez estalla en una violenta carcajada.

—¡Esos locos!

—Sí, amigo, no te rías, pero no sabes lo que daría por una buena pista.

—Alguna tienes.

Víctor levanta el rostro y mira a su amigo.

—No has ido a la imprenta Nortes.

El detective asiente.

—Sí, tienes razón, lo he estado retrasando. Quería averiguar si José Granado tenía amistades que le ligaran al socialismo. Pensé incluso que Vicente Hernández Gil era quien le había dado el libro, pero todo hace pensar que no.

—¿Por qué no mandas a Castillo?

—No, uno debe hacer las cosas por sí mismo.

—Va a ser difícil para ti, Víctor.

—Nada es fácil en la vida, amigo. Cuando inicié aquel camino sabía a lo que me atenía.

—¿Seguro?

Víctor vuelve a quedar pensativo, mirando a la lámpara de gas. Ladea la cabeza.

—No, seguro, no. A veces uno no sabe adónde le van a llevar sus propias acciones. Cuando llegué a la imprenta como un joven aprendiz y pedí trabajo a don Paco, había cosas que no sabía que iban a suceder.

—No la conocías a ella.

—No sabía ni que existía. Él era un buen hombre, creyó mi historia: ya sabes, un pequeño raterillo que huye de Madrid para iniciar una nueva vida en provincias. Un joven que quería aprender a ganarse la vida de manera honrada, con sus propias manos, un chaval perdido en busca de un oficio y de un padre. Me trató como tal. Fue comprensivo con mi falta de habilidad, me enseñó el oficio y, además, se ocupó de instruirme, de hacerme leer cosas que expandieran mi mente.

—Pensaba que tú ya venías instruido.

—Sí, claro, yo venía preparado, pero él a su manera quiso guiarme hacia unos ideales que hacen al hombre grande.

—¿Y no fue ésa una forma de manipulación?

—No, en absoluto. Él quería ayudarme, hacerme ver que este mundo es injusto y que debemos cambiarlo. Él no era violento, pero su imprenta era el lugar donde podíamos tirar del hilo para lograr infiltrarme. El juez no me hizo caso, debían de haberle liberado.

—No quiso colaborar con la Justicia, Víctor.

—¡Yo le traicioné!

Los dos amigos se quedan en silencio.

Entonces Víctor vuelve a tomar la palabra:

—En cualquier caso no me queda otra, tengo que ir a la imprenta Nortes y hablar con ella, puede ser una de las últimas pistas que nos queden.