Después de preguntar aquí y allá, hablando con medio pueblo, el Julián localiza la casa del tipo del aro en la oreja, Nicolás, el que escapó en la riña en la taberna y que probablemente pueda identificar a los verdaderos culpables. Casamajó ha tardado varios días en dar con la propiedad familiar en Luanco porque está a nombre de un tío segundo de la madre del marino; además, la casa está lejos del pueblo, hacia el oeste, aislada, algo separada del mar y en mitad de una arboleda.
Nicolás Miñano tiene antecedentes policiales, dos condenas: una por agresión y otra por robo, y se ha pasado media vida embarcado. Cuando bajan del coche, el alguacil Castillo y Víctor sacan sus revólveres. El policía lleva una cachiporra en la zurda. Casamajó no va armado y el Julián porta una enorme tranca. Víctor hace un gesto al alguacil que va a cubrir la parte trasera de la casa por si el fulano intentara escapar. Casamajó se acerca a llamar a la puerta; Víctor se queda pegado a la derecha, con el arma lista, y el Julián aguarda dos pasos más atrás. No quieren que el tipo escape.
—¡Abran a la fuerza pública! —grita el juez tras propinar varios mamporros a la humilde puerta de madera. La casa está destartalada y la pintura, raída por el salitre, deja asomar unos ladrillos feos y oscuros. Hay tejas desprendidas del techo de la vivienda aunque sale humo de la pequeña chimenea.
—¿Quién es? —una voz, es de mujer, mayor.
—Buscamos a Nicolás Miñano, les habla el juez Casamajó, de Oviedo.
—¡Mi hijo no está!
—Abra la puerta, señora, o entramos. Vamos armados.
Al momento se escuchan unos pasos, son unos pies que se arrastran. Un cerrojo chirría y se abre la puerta. En ella aparece una mujer delgada, macilenta y que peina canas. Parece una anciana pero debe tener poco más de cincuenta años.
Víctor observa que Castillo ya se ha deslizado por una ventana que da a la parte trasera. La casa apenas si es un cuarto amplio con cocina, una gran mesa de madera y un par de camastros.
—Perdone, señora, me llamo Víctor Ros y soy detective. Buscamos a su hijo, ¿sabría dónde para?
—¿Qué ha hecho esta vez? —dice la mujer con gesto cansado.
Los recién llegados se miran.
Víctor toma la palabra:
—Veamos, no es nada grave. Si colabora con nosotros ni siquiera irá a la cárcel. Deslizó una nota, una prueba falsa en el bolsillo del chaleco de un hombre. Sólo queremos saber quién le hizo el encargo y cómo localizarlo. Si nos dice lo que sabe, tiene usted mi palabra de que le dejaremos cambiar de aires. Por cierto, ¿cómo se llama usted?
—Helena, con hache.
—Un nombre precioso. ¿Nos ayudará?
La mujer pone cara de pensárselo.
—¿Sabe usted? Estuvo aquí hará cosa de cuatro o cinco días, pero me dijo que iba a Oviedo por unos asuntos. Siempre fue muy inquieto, como su padre, aunque mi Gerardo era muy trabajador y éste ha salido a mi tío Matías que fue un golfo toda su vida, un culo de mal asiento. Ya de crío sólo me daba quebraderos de cabeza. No saben las veces que hemos tenido que ir al cuartelillo a por él y la de palizas que le han dado. Cada vez que se embarcaba yo respiraba tranquila, pero últimamente va a lo fácil.
—Después de Oviedo… —dice el juez—, ¿adónde iba?
—Me dijo que iba a cobrar un buen dinero y algo comentó de no sé qué barco en Gijón que partía la semana que viene para América y que necesitaban gente.
Los cuatro hombres se miran. Si Nicolás Miñano escapa será muy difícil dar con los verdaderos asesinos.
Víctor mira a la mujer y vuelve a hablar:
—Mire, Helena. Su hijo hizo un encargo para unas personas muy peligrosas. Han matado a dos personas ya.
—No será el asunto ése del hijo del propietario de Oviedo.
Víctor asiente y sigue hablando:
—Nicolás les echó una mano en hacer que un inocente pareciera culpable. Él conoce la verdadera identidad de esos facinerosos; si dice usted que comentaba que iba a hacerse con más dinero, me temo muy mucho que pensara en pedirles más dinero o, a lo peor, chantajearles. Son gente inteligente, retorcida y a los que no tiembla el pulso a la hora de eliminar a los demás. Necesitamos encontrar a su hijo antes de que lo hagan ellos. Piense, por favor, piense, ¿dónde puede estar? ¿Dónde conoció a esa gente? ¿Le comentó algo al respecto?
La mujer se mira las manos encallecidas, producto de años y años de zurcir redes para salir adelante, y niega con la cabeza.
—¿Podríamos al menos echar un vistazo a sus cosas?
—Pasen —dice ella haciendo un gesto con la cabeza—. Ahí tienen su arcón.
Mientras Víctor echa un vistazo a los objetos personales de aquel tipo, la señora se empeña en preparar un té a los caballeros. El detective no encuentra gran cosa. Recuerdos de viajes, anzuelos, un par de collares que parecen de la Polinesia y folletos de compañías navieras. Hay uno más reciente. «TOMÁS E HIJOS, NAVIERA», reza la cartulina. «Gijón. Se buscan hombres para el Aguamarina.»
—La fecha de partida es pasado mañana —dice Víctor.
—No perdemos nada por intentarlo —apunta el juez.
Entonces, como el que no quiere la cosa y mientras anda enfrascada con la tetera, la mujer dice:
—¿Saben? Mi hijo tiene una novia en el pueblo.
La Manolita es una tasca mugrienta, situada frente al mar y ocupada sólo por un par de marineros demasiado viejos como para salir a faenar y de ojos vidriosos. La barra, de roble, parece haber vivido tiempos mejores y huele a sidra y vino. Apenas unos arenques y botellas de vino, poco más puede ofrecer aquella tasca a sus clientes. Víctor y sus acompañantes entran causando cierto revuelo en el local semivacío.
—¿Victoria González? —pregunta el juez.
—¿Quién lo quiere saber? —contesta una moza bien dispuesta, guapetona y muy alta.
—Agustín Casamajó, juez, y este que me acompaña es el alguacil Castillo. Va usted a contestar a unas preguntas, aquí o en el cuartelillo. ¿Qué prefiere?
—¡Vale, vale! —responde la moza alzando las manos con mucho desparpajo—. ¿Qué tripa se les ha roto?
Lleva el pelo largo y sus ojos, gatunos, son muy hermosos. Se nota que está acostumbrada a tratar con el público por su oficio.
—Este señor es el detective Víctor Ros, va a hacerle unas preguntas. Si miente lo sabrá, así que de lo que usted declare depende que se venga presa o no, ¿entiende?
La joven ladea la cabeza como dando por hecho que aquello le da igual.
—Es por el asunto del asesinato de Oviedo, el de la Casa Férez. Habrá oído hablar de él, ¿verdad? —dice Víctor de pronto.
La cara de la joven comienza a cambiar, así que el detective sigue a lo suyo:
—No hace falta que le diga que un asesinato es asunto de altos vuelos y que el muerto era joven adinerado. Hay intereses de Madrid en que el crimen se solucione y no vamos a parar hasta llevar al garrote a los asesinos… —entonces, tras dejar pasar unos segundos, añade—: y a sus colaboradores.
La joven traga saliva. Parece menos resuelta ahora.
—Yo… si puedo ayudar en algo…
—Nicolás —dice Víctor—. ¿Dónde para?
—Lo vi hace unos dos días. Me dijo que se había metido en un lío en una taberna de Oviedo —Víctor se toca el costado recordando la pelea— y que quería quitarse de en medio. Me dijo que iba a pedir más dinero a «la mujer».
Los cuatro hombres se miran.
—¿Qué mujer? —pregunta Víctor.
La joven mira a los lados, arriba, abajo, no sabe dónde meterse.
—¡Diga! —exclama el juez.
—No… no puedo…
—Castillo, saque los grilletes —dice muy serio Casamajó.
—¡Un momento, un momento! —interrumpe ella alzando las manos—. No sé gran cosa. Hace unas semanas Nicolás me dijo que le había salido un trabajo fácil, un chollo, se ganó unos buenos dineros por hacer apenas un recado con muy poco riesgo.
—La nota —apunta Víctor mirando a sus amigos.
Ella continúa:
—Según parece, el asunto le surgió en Oviedo; una mujer muy guapa, de posibles, le hizo el encargo y le pagó muy bien.
—¿Y?
—Hasta ahí, bien. Pero el otro día vino muy azorado. «Me buscan», me dijo, «y es por lo de esa arpía.» Entonces me comentó que si él caía la arrastraría a ella. Creo que iba a pedirle más dinero y luego poner tierra de por medio.
—Embarcándose en el Aguamarina —apunta el Julián.
—¿Cómo? —pregunta ella.
—Sí —dice Víctor—. Se iba a embarcar en Gijón dentro de dos días, en un barco, el Aguamarina, va a América.
—¡Hijo de puta!
Los cuatro amigos se miran, la camarera parece colérica.
—¡Y me dijo que vendría a buscarme! Que nos iríamos a Huelva, que allí había trabajo para gente de mar como él. ¡Cuando le ponga la mano encima…!
—¡Victoria, Victoria! ¡Cálmese! —dice Víctor intentando poner orden—. ¡Escuche! Esa gente es peligrosa. ¿Cómo la conoció? Me refiero a esa mujer. ¿Cómo era? ¿Rubia? ¿Morena? ¿Era joven, de mediana edad?
—No sé, creo que fue en una taberna, pero no me la describió. Dijo que era muy bella pero no me habló de edad ni de color de pelo.
—Es de vital importancia que encontremos a Nicolás antes que esa mujer y sus compinches. Su hombre va a una muerte segura, ¿entiende? Hágame caso. Haga memoria.
Ella pone cara de no saber de qué le hablan. Está enfadada, colérica, Nicolás la ha engañado y poco más sabe del asunto. Es una mujer de carácter, parece muy evidente.
—No… No sabría decirle. Él nunca me contaba todas sus cosas, siempre andaba metido en asuntos turbios y decía que cuanto menos se cuente, mejor.
Castillo da un paso al frente.
—Intente usted hacer memoria y si recuerda algo importante, por amor de Dios, hágamelo saber a través de su alcalde de barrio. Igual llegamos a tiempo de salvarle la vida.
—De momento, vigilaremos el barco —dice Víctor.
—Si llega a cogerlo con vida —sentencia Casamajó.
—Una mujer muy bella… —musita el detective.
—¿Podría ser Mariana Carave? —pregunta el juez pensando en voz alta.
Antes de volver a Oviedo, el Julián les ayuda a localizar al alcalde de barrio. Justo Fernández resulta ser un tipo sencillo, achaparrado y que comenzó sus días como simple pescador para llegar a ser uno de los hombres mejor situados del pueblo. Según parece posee tres barcos de pesca y da de comer a varias familias.
—Ustedes dirán —dice mientras da órdenes aquí y allá a sus hombres, que están repasando el casco de uno de sus pesqueros—. Perdonen que no me entretenga, pero durante el tiempo que tengo un barco en tierra, dinero que pierdo.
Casamajó hace las presentaciones y pregunta por Nicolás Miñano.
El pescador escupe a un lado al oír ese nombre.
—Yo fui amigo de su padre. Uña y carne —dice juntando los dedos índices—. Para mí no era mal tipo pero la bebida se lo llevó por delante. Por eso, cuando el guaje empezó a despuntar, lo empleé en uno de mis barcos, varias veces estuvieron a punto de partirle la crisma por su chulería. Bebía y le gustaba el juego. Ya saben ustedes, malas compañías. Había días en que ni se presentaba a trabajar porque la noche antes se había acostado tarde y borracho como una cuba. Un día lo detuvieron por robar unas gallinas, el muy imbécil. Al día siguiente le di el finiquito y no lo quise volver a ver por mi empresa. Y no crean, se fue jurando en arameo. Que si me iba a rajar… que si ya me pillaría en un camino a solas…
—¿Y no tuvo usted miedo? —pregunta el juez, hombre tranquilo y poco amigo de violencias.
Justo mira a Casamajó con aire divertido y dice:
—¿Miedo a ese petimetre yo? Estuve en las guerras carlistas, y ésta siempre me acompaña. —El hombre palmea una navaja cabritera enorme que ciñe a su inmensa tripa.
—¿Le conoce usted algún escondite? —apunta Víctor—. Aparte de la casa de su madre o de la tasca donde trabaja la novia, ¿hay algún lugar donde usted sepa que pudiera esconderse?
—No, la verdad que no. Paraba poco por el pueblo. Éste es un lugar tranquilo, no hay delitos y cualquiera que viva de ese asunto destaca mucho. Lo mismo ocurre en el resto de pueblos de la comarca, así que los mangantes como Nicolás han de moverse mucho e intentan perderse entre Oviedo y Gijón. Y cuando lían una gorda y tienen que quitarse de en medio una temporada, ya sabe usted, se embarcan a las colonias para poner tierra por medio.
—Ya —contesta Víctor—. Si hiciera aparición por aquí avísenos, por favor, no exagero si le digo que es cuestión de vida o muerte.
—Descuide que así se hará.