27

Reinaldo Férez espera al detective de mal humor, no le gusta nada ese petimetre engreído y no sabe cómo ha podido enterarse de que se encuentra en el Casino disfrutando de su momento favorito del día: allí toma café siempre que puede a primera hora de la tarde, lee la prensa y charla con otros ilustres del Oviedo más granado sobre política, economía o finanzas. Echa un vistazo al Comercio y se anima un tanto al ver que las acciones del Banco de España se pagan a 294 y los Billetes Hipotecarios de Cuba a 97,50. Al menos algo le sale bien. No tiene noticias de la niñera, Cristina, y eso le quita el sueño. Decide tomar el diario de Oviedo, el Carbayón, y le echa un vistazo.

—Vaya, ¿lee usted folletines? —pregunta una voz que le hace levantar la cabeza.

Es ese maldito detective.

—Pues sí —contesta—, están publicando por entregas Cántico de Navidad.

—De Charles Dickens —dice el detective—. Me agradan muchos los autores ingleses, monsieur Dumas también es genial, pero disfruto mucho con autores tan celebrados como el propio Dickens, Stevenson y el más grande, Wilkie Collins.

Férez, para disimular que no conoce a este último, dice:

—Donde esté nuestro Benito Pérez Galdós…

—En efecto, en efecto. ¿Podríamos hablar en un lugar más privado? El otro día observé que tienen ustedes unos cuartos pequeños que jalonan el pasillo principal.

—Sí, no hay problema. ¿Quiere usted tomar algo?

—No, no será necesario.

En unos segundos ambos caballeros se ven en un cuarto más pequeño con el suelo tapizado por una mullida alfombra, decorado con cierta sobriedad y en el que destacan sendos butacones.

—¿Quiere usted fumar? —pregunta Férez.

—No, gracias. —Víctor está empeñado en dejar claro que la visita no es, precisamente, amistosa.

—Usted dirá —dice el empresario tomando asiento y cruzando las piernas.

Víctor, con cara circunspecta, mira a su interlocutor y le dice:

—Lo que tengo que preguntarle no le va a gustar.

—Vaya, ¿va a seguir importunándome? No sé por qué, pero no me sorprende. Me matan a mi primogénito y usted no tiene otra cosa que hacer que buscarme las cosquillas y faltarme al respeto. Además, ya hay un culpable: el afinador de pianos.

—Sí, sí, claro. Pero como usted comprenderá, cuando se produce un suceso de estas características, la investigación que le siga puede levantar cierto revuelo. Ya sabe, hay que hacer preguntas y se descubren ciertas cosas.

—¿Qué está insinuando, pollo?

—Al grano, ¿ha sufrido usted alguna suerte de chantaje por parte de su niñera?

—En absoluto. Ella sería incapaz de algo así.

—¿Y por parte de su hermano?

Don Reinaldo hace una pausa para encender un habano y, muy tranquilo, dice:

—Mire, don Víctor, no le negaré que ese tipejo nunca me gustó. Mientras que la hermana era, a qué no decirlo, un ángel, no se explica uno que unos mismos padres hubieran podido dar la vida a un tipo tan malencarado y desagradable como aquél. Pero de ahí a que intentara hacerme chantaje media un abismo. Yo le traté bien y le permití vivir en la casita junto al río. Además, ¿con qué iba a chantajearme?

Víctor mira a su interlocutor con ojos de lince. Junta las yemas de sus dedos mientras le observa detenidamente.

—Don Reinaldo, ¿no animó usted a la joven a abandonar esta ciudad al comprobar que la investigación iba en serio?

—Le digo que no.

—Mire, le hablaré de hombre a hombre, no tengo otro interés que averiguar quién mató a su hijo.

—El afinador.

—Ya, sí. Ésa es la versión oficial. Pero insisto. No quiero que se sienta usted agredido, sé que no es usted un hombre muy sociable, he podido comprobar en los escasos días que llevo en Oviedo que tiene usted muchos enemigos. Repito, no quiero importunarle, pero sé que tenía usted un affaire con la niñera.

—¡Cómo!

—No se esfuerce, lo sé.

—¡No le consiento! Cristina es un ángel, una dama que acogí en mi casa y cuyo buen nombre y virtud no pueden ser puestos en duda por el primer petimetre que…

—No siga por ahí. Yo no le he insultado.

—Usted asegura que yo engañaba a mi mujer con la chica que instruía a mis hijos.

—Y con muchas más. No hace falta ser un lince para darse cuenta de ello.

—No voy a seguir hablando con usted, es la segunda vez que insinúa lo mismo —dice el empresario haciendo ademán de ponerse de pie.

Víctor no se inmuta y permanece sentado.

Entonces dice sin moverse:

—No lo insinúo, lo afirmo. Y dé gracias a que sólo lo comento con usted, aquí, en privado.

—Diga lo que quiera, me voy.

—¿Sabía ella lo de su sífilis? ¿Le chantajeó por ello?

Férez se queda parado justo en el umbral de la puerta, de espaldas. El temblor que inunda su cuerpo parece a punto de hacerle explotar.

—Pase de nuevo y siéntese. No se lo diré dos veces.

Férez hace lo que Víctor le dice y va directo hacia él.

—Maldito hijo de puta, te voy a partir el alma.

Víctor se incorpora ágilmente y golpea con sus nudillos en la nuez del empresario, que cae de rodillas haciendo esfuerzos por no ahogarse.

Antes de que Férez pueda darse cuenta, el detective ha cerrado la puerta y le ha empujado de nuevo al pequeño butacón.

—Beba agua, ande, y déjese de bravuconadas conmigo. No se lo voy a repetir.

Férez tose y le falta el resuello. Su mente no termina de procesar lo que está ocurriendo. Bebe y mira a Víctor a través del cristal del vaso. Parece asustado.

—Sé lo de su enfermedad, lo sospeché cuando vi esas manchas blanquecinas de sus manos. Su primera mujer murió demente en un hospital y sé que tuvo tres abortos. Perdieron ustedes tres criaturas por sífilis congénita y el propio Ramón era un joven débil y enfermizo. La naturaleza es, a veces, injusta y lamento que un miserable como usted superara la enfermedad mientras que era el culpable de que su familia sufriera aquella maldición. Pocos son los que logran curarse.

—¿Se cree que no lo he pensado miles de veces? Al menos tuve una segunda oportunidad con Mariana, con mis nuevos hijos.

—¿Lo sabía su amante? ¿Quería hacer públicos los detalles de la muerte de su primera esposa? ¿Fue el hermano?

Es evidente que Reinaldo Férez está acorralado. De pronto mira a un lado, a otro, y comienza a gritar:

—¡A mí! ¡A mí! ¡Ayuda!

Tres ujieres irrumpen en el pequeño cuarto pensando que ocurre algo.

—Acompañen a este caballero a la calle. Éste no es lugar para violencias —ordena don Reinaldo. Víctor se pone de pie. Lamenta no tener su bastón a mano y no sabe cómo va a ponerse de difícil la situación aunque sabe que los subalternos del Casino no pueden dar un espectáculo violento en aquella casa.

—Ni se me acerquen, ya me voy —dice mirando a Férez—. Nos veremos, querido, nos veremos.

Reinaldo Férez siente que un escalofrío le ronda la espalda; ese hijo de puta lee la mente de las personas, parece cierto lo que todo Oviedo murmura ya sobre el detective madrileño.

Eduardo y Julia charlan animadamente en el Salón del Bombé, un hermoso paseo situado en la zona norte de Campo de San Francisco.

—Mira —dice él mostrándole un anuncio publicado en el Carbayón—, «Colegio de Nuestra Señora de Covadonga en Oviedo, terminado el período ordinario de estudios del presente curso, continúan en este colegio las lecciones de primera y segunda enseñanza, aplicación al comercio y clases de adorno conforme lo establecido en el artículo 28 del reglamento, preparándose a sus alumnos para el curso siguiente para el conocimiento adelantado de las asignaturas en que hayan de matricularse. El prospecto, reglamento y cuantas noticias puedan convenir a los interesados se facilitan en el mismo establecimiento (Fuente del Prado)».

—Pero ¿qué dices? —responde ella—. Si apenas sé leer.

—Por eso estas lecciones veraniegas te vendrían de perlas para poder aprovechar el curso que viene. Doña Angustias debería dejarte asistir a clase por las mañanas y tú tendrías que cumplir con tus obligaciones por la tarde.

—No sé, no lo veo claro —dice la niña.

—¿Acaso no viste cómo reaccionó cuando le dije todo lo que sabía? No tiene opción.

—Eso es chantaje.

—Eso es justicia. Tú vas a seguir trabajando como una negra, pero por la mañana irás a tus lecciones. Es lo justo, lo quiera o no.

—¿Y quién va a decírselo?

—Mi padre, descuida, hablaré con él y todo se arreglará, confía en mí. Y en él.

Ella sonríe ilusionada.

—Cuando seamos mayores… —dice él—, no tendrás que trabajar como una fregona.

Ella lo mira con cara de no creerle. Nadie se interesa por una pobre huérfana, hija de una prostituta, una niña estigmatizada para la sociedad. ¿Es que Eduardo, con todo su mundo, sus viajes y su experiencia, no sabe que los pobres mueren pobres y los ricos viven siempre como ricos?

—¿Por qué me miras así? —dice él.

—Porque las cosas no cambian, Eduardo.

—Sí cambian, mi padre me lo enseñó, sólo hay que trabajar, ser listo, formarte y ser valiente. Yo seré el mejor policía de España, te lo prometo, y tú, si quieres, mi mujer.

Ella sonríe haciendo que a Eduardo le parezca que tiene mariposas en el estómago.

—¿De verdad te casarías conmigo?

—Ahora mismo —responde él.

Ella le da la mano y dice:

—Prométemelo.

—Te lo juro —responde Eduardo, que se escupe en la mano y la tienda a la niña. Ésta, con cierta cara de asco, acepta el apretón de manos que sella el trato.

—Tengo que irme ya —dice Julia.

—Te acompaño —responde él. Comienzan a caminar hacia el Campo de la Lana sin darse cuenta de que cuatro sombras furtivas les espían ocultas tras un inmenso enebro.

Cuando don Celemín sale de la parroquia comienza a oscurecer. Allí mismo es abordado por un tipo bien vestido, elegante y de buen porte al que todo el mundo conoce ya como el «detective madrileño».

—Perdone —dice el recién llegado tendiéndole una tarjeta—. Me llamo Víctor Ros e investigo la muerte de Ramón Férez. ¿Es usted don Celemín?

—Sí, señor, yo soy.

—¿Podría hacerle unas preguntas?

—¿A mí? —El cura, un joven asturiano recio y de considerable altura, parece desconcertado—. ¿Por qué?

—Sobre Micaela, la joven criada que se suicidó.

El cura se santigua con cara de pesar.

—Pues mire —añade—, ahora mismo voy camino del Hospicio donde colaboro con las monjitas, así que tendrá que ser en otro momento.

—¿Junto a la carretera de Grado? Si no le importa le acompaño, me gusta pasear.

El joven sacerdote comprende que no puede negarse y accede sin más remedio.

—Usted dirá.

—Mire, don Celemín, sé que era usted el confesor de Micaela.

—Y, como tal, sabe usted que me está totalmente prohibido hablar sobre mis confesiones con ella o con cualquiera otra de mis feligresas.

—¡Por supuesto, por supuesto! Pero hay algunas preguntas que querría hacerle que no afectan a ello de ninguna manera.

—Proceda, hijo.

—¿Cree usted que Micaela se suicidó?

—Es evidente, la hallaron colgada.

—Ya, ya, pero todo apunta a que era una joven vital, sin mayores complicaciones. No casa mucho con su forma de ser, sus proyectos, con ese desenlace.

—El alma humana no deja de ser un misterio tan sólo descifrable para nuestro Creador.

Víctor intenta disimular su cara de hastío, se las ve con uno de esos fanáticos que tanto abundan en la Iglesia española y que tan poco le agradan.

—Ya, ya, pero, ¿estaba metida en asuntos turbios?

El cura se para, le mira muy serio y da por toda respuesta:

—Secreto de confesión.

—Perdone, pero no lo veo yo así. Me consta que hubo algo que la turbó y que provocó que viniera a verle a usted. Es probable que esté relacionado con los verdaderos asesinos y, créame, son gente peligrosa. ¿Fue así? ¿Vio algo?

—Secreto de confesión.

—Verá, y esto se lo digo en tono absolutamente confidencial, sospecho que la mataron, es más, estoy en condiciones de decirle que no se suicidó. ¿Le parece correcto que el cuerpo de una joven no pueda estar enterrado en sagrado y tenga que morar en el infierno por un pecado que no cometió? Fue asesinada.

Don Celemín se para. Víctor sabía que ese argumento podría minar la voluntad del cura.

—Si es como usted dice, cosa que dudo pues se suicidó, sí, me apenaría que no pudiera estar enterrada como Dios manda. Pero ¿qué pruebas hay de ello?

—Se ahorcó de una viga demasiado alta. No llegaba.

—Usaría una silla.

—La silla estaba en el otro extremo del cuarto.

—La golpearía con los pies al saltar y saldría despedida, ¿y usted se dice detective?

Víctor aprieta los puños. Está acostumbrado a comprobar que en España, los curas más jóvenes son casi siempre los más cerrados de mollera. Está claro que el país no avanza.

—Don Celemín, a Micaela la mataron y sospecho que le confesó algo a usted que puede ser la clave. Puede haber más muertes. Ayúdeme, por favor.

—Secreto de confesión.

—¿Se da cuenta de que los asesinos sabrán que era usted su confesor? ¿No se da cuenta de que usted mismo corre peligro?

—Nuestro destino no depende de nosotros, querido amigo, no todo es razón y ciencia, sino también Fe, y lo digo con mayúsculas. Lo que tenga que ser, será, y ahora le ruego que me deje caminar a solas. No quiero hablar con usted y si sigue molestándome hablaré con el magistral, don Fermín, para que ponga estos hechos en conocimiento del obispo.

Víctor queda parado mirando cómo aquel tipejo, un engreído, camina a paso vivo. Su capa flota al viento y se cree en la cima del mundo. Gracias al secreto de confesión, muchos desaprensivos como él mantienen a pueblos enteros en el puño. Esa abominación acabará algún día, o eso quiere creer. Don Celemín está en peligro y no quiere darse cuenta.

Entonces mira alrededor. No ve a nadie. Quizá los asesinos no sabían de la existencia del confesor, igual el propio Víctor los ha puesto sobre su pista. Pero ¿qué iba a hacer? Tenía que preguntarle, hablar con él. Hablará con el cochero, el Julián; parece un tipo resuelto y le encargará que sea la sombra del curilla. Igual así aparecen los verdaderos asesinos de Ramón Férez.

Víctor decide irse a descansar, tiene demasiado que hacer.