Víctor y Vicente Hernández Gil aguardan junto al minero que les va a hacer de Cicerone, Manolo. Aún es de noche, ni siquiera ha amanecido y aquella gente ya está luchando por ganarse el pan arrancando ese sustrato negro e ingrato a las entrañas de la tierra que constituye su sustento.
De la caseta de provisiones sale el intendente que les da tres monos de trabajo y tres lámparas. Se los colocan sobre la ropa que llevan puesta y Manolo ordena:
—Vamos.
Han decidido visitar la mina a esa hora para evitar que don Reinaldo Férez tenga conocimiento de aquello. El artículo que prepara Hernández Gil se leerá en toda España, quiere que la gente sepa cómo malviven aquellos mineros y el dueño de la mina montará en cólera cuando compruebe que todo el mundo sabe que es un explotador. Como tantos.
Comienzan a caminar ladera arriba mientras se resbalan debido a la oscuridad, a lo irregular del terreno y al barro que lo inunda todo. Después de ascender durante unos veinte minutos, llegan al lugar desde el que parten las vagonetas. Allí dos chiquillos y una mujer se hacen cargo de que los vagones vuelvan a entrar en una abertura en mitad de la tierra de la que parten tenues luces. Los tres hombres, tras saludar, suben a un pequeño convoy que va tirado por una mula repleta de cascabeles para avisar de su llegada en la oscuridad del tajo subterráneo. Apagan los últimos cigarros y se agachan para entrar en aquel lugar donde tantos y tantos hombres se han dejado la salud y la vida. Van en cuclillas. Víctor se siente embargado por una mezcla de pena, indignación y solidaridad. Todo está negro durante un buen trecho y se escucha la respiración de los tres hombres que no alzan la cabeza para evitar golpearse con algún travesaño o un fragmento de roca saliente.
De vez en cuando se cruzan con algún que otro minero que les saluda. Parecen hombres del inframundo, completamente cubiertos de negro. Algunos de ellos, sabiéndose lejos de los lugares de peligro, fuman incluso, mientras esperan la llegada de vagonetas repletas de hulla.
El guía les hace ver lo peligroso que es el grisú, y que las explosiones se llevan a muchos hombres pese a que se intenta que tomen las máximas precauciones. Víctor se hace un idea de lo horrible que debe de ser pasar diez o doce horas al día allí, lejos de la luz del sol, con aquella sensación de ahogo, el calor y sudando a mares en el trabajo más duro que existe.
Al final llegan a un punto en que es imposible seguir y bajan para continuar a pie. La pizarra, el carbón, el agua y el fango se mezclan haciendo el terreno impracticable. Los tres hombres caminan con dificultad. Ni Víctor ni el periodista osan abrir la boca. Aquello no les gusta y están impresionados.
Mientras caminan, siempre hacia abajo, siempre hacia abajo, el detective intenta volver a su caso para evitar que aquello le siga afectando tanto.
¿Cómo pudo ocurrir lo de Enriqueta? ¿Cómo puede una joven de buena familia que está enamorada de un joven de posibles, liarse de aquella manera con el caballerizo, un tipo extraño, solitario y dado a la bebida? Ella dijo que tenía una explicación, que las cosas no eran lo que parecían, pero si Víctor tuviera un real por cada vez que ha oído esa frase en su trabajo, sería millonario.
Al fin se oyen voces y llegan a encontrar gente trabajando. Les advierten que tengan cuidado con los pozos que se abren a izquierda y derecha, auténticas trampas mortales. Allí hay hombres picando y, al fondo, varios se afanan en abrir una oquedad en la que situar unos barrenos.
Hay muchos agujeros que sirven para hacer que el carbón vaya cayendo a niveles inferiores, luego lo recogerán en vagonetas y lo llevarán al exterior.
Para continuar avanzando tienen que echarse al suelo; van arrastrándose sobre los codos y Víctor comienza a sentir que le falta el aire, se agobia. No está hecho para eso y siente como si se fuera a desmayar. Siente claustrofobia. «Aguanta», se dice a sí mismo. Al fin llegan a otra zona donde muchos hombres pican en pequeños túneles laterales, son tan estrechos que no se puede picar de pie. Unos lo hacen tumbados boca arriba; otros, encorvados y con cuidado, porque tras ellos se acumula el carbón que puede hacerles caer por las bocas de los peligrosos pozos de carga.
Continúan bajando y al fin llegan a una explanada más ancha. Es el final de la galería, allí se va acumulando el carbón y se sientan a descansar un rato hasta que su guía les lleve arriba.
—Ahora podemos fumar —dice Manolo—, aquí no hay ningún peligro. —Los tres hombres, en cuclillas, echan un pito.
—Les ha impresionado lo que han visto, ¿eh?
Víctor y Vicente Hernández Gil asienten sin mediar palabra. Manolo sigue hablando:
—Esos hombres que han visto picando trabajan doce horas, a veces por sólo doce reales. Los que cargan las vagonetas menos y, ojo, pueden quedar soterrados por las descargas de los cargaderos. Las mujeres que trabajan en el plano inclinado con las mulas o en los lavaderos, menos aún, y los guajes que hacen de guardagujas, menos todavía.
El periodista no deja de tomar notas.
Víctor está deseando que ese artículo vea la luz.
Una vez terminado el pito, comienzan a caminar hacia arriba, por otro túnel. Más de un kilómetro a pie, manchándose de barro y empapados por las gotas que rezuman del techo. No es agua clara, viene manchada de pizarra y hollín. Apenas si ve lo que alumbra la lámpara que cada uno porta. Cuando salen al exterior, ha amanecido y Víctor da gracias a Dios por respirar aire puro. Acuden a la casa del intendente donde el jabón, artículo de primera necesidad para los mineros y que el patrón cobra a precio muy elevado, les ayuda a quitarse la mugre.
—¿Y bien? —dice Vicente Hernández Gil mirando a Víctor. No ha abierto la boca en toda la visita.
—¿Sí? —Víctor.
—¿Se alegra de haberme acompañado?
—No sabe usted cuánto.
—¿Y?
Víctor queda pensativo por un instante y entonces mira al periodista y contesta:
—Siga usted con su trabajo, amigo. No se rinda nunca.
Cuando Víctor hace su entrada en la sala para visitas, percibe que José Granado da un respingo en su silla.
Está esposado y le vigilan los dos guardias de la otra vez.
El detective no va a tener que esforzarse por hacer el mismo papel que interpretó en su anterior visita: tiene sueño, madrugó demasiado para ir a la mina y aquel maldito caso comienza a producirle jaqueca.
—Salgan —ordena mirando a los dos guardias con cara de pocos amigos—. Déjennos solos. ¡Ahora!
Ruiz y Martínez hacen lo que se les dice y el rostro del reo queda demudado.
—Creía que yo era inocente —se atreve a decir—. Han procesado al bujarrón ese.
Víctor Ros le propina un bofetón que le hace caer de espaldas con silla incluida.
—Levántese o le pateo hasta reventarle la cabeza —dice el detective con extrema dureza—. No quiero volver a oírle a hablar en esos términos de don Carlos Navarro.
José Granado no sabe bien a qué atenerse, su abogado le había prometido que en breve estaría en la calle, que el mariquita había cargado con el muerto y que no tenían nada contra él. Por otra, parte de los rumores de la calle llegan a la cárcel y todo el mundo sabe que el detective llegado de Madrid lee el pensamiento, sí, pero se dice que es hombre poco amigo de violencias.
Granado se sienta de nuevo como puede. Lleva las manos esposadas a la espalda y aquel tipo puede dejarle realmente mal parado. ¿Qué está pasando allí? No termina de calibrar lo que sucede.
—Bien, quiero hacerle unas preguntas sobre Micaela y usted me las va a contestar.
—Se suicidó.
—¿Por qué?
—¿Y yo qué sé? Yo ya estaba detenido cuando ocurrió eso, ¿comprende? Era muy buena chica, yo me llevaba muy bien con ella, supongo que no pudo soportar lo ocurrido. No sabe usted lo que hay en esa casa…
—Creo que lo sé perfectamente.
—Era una moza muy vital, con ganas de vivir; sinceramente, no entiendo por qué hizo aquello.
—¿Tenía usted una relación con ella?
—¿Yo? ¡No, por Dios! Yo a las compañeras del servicio las he tratado siempre con respeto. Demasiado tenían las pobres con soportar al señor.
—¿Tenía ella mucha relación con la niñera?
—No, que yo sepa.
—¿Y con el hermano?
—¿Con esa mala bestia? Ni hablar. Micaela era muy buena, creyente, su idea era casarse y vivir en su pueblo. Ahorraba para ello.
—Ahorraba.
—Sí, claro. —Víctor repara en que cuando Faustina le habló de los efectos personales de la criada enviados a su pueblo, nunca habló de ahorros.
Entonces deja pasar unos segundos. Se levanta y pasea arriba y abajo por el cuarto; quiere hacer que el reo piense, que dude sobre si le va a caer otro bofetón de un momento a otro.
Se acerca a él de nuevo, se sienta acercando su silla a él y percibe su miedo.
—Cuénteme lo de Enriqueta Férez —dice el detective mirándole a los ojos como si fuera a comerle el corazón.
—¿Qué?
—Sí, ya sabe de qué le hablo.
—No, no sé de qué me habla.
Otro bofetón.
—Mire, mire… —comienza a decir el caballerizo entre sollozos—. Yo sólo estoy aquí porque cometí el error de cambiarme el nombre, se lo juro. Por favor, cálmese. Por favor. Le diré todo lo que sé, pero primero dígame de qué se trata, qué me pregunta, necesito saber sobre qué me pregunta porque yo, se lo juro, ahora mismo no sé de qué estamos hablando.
Víctor saca la liga de su bolsillo y la pone sobre la mesa.
El reo se queda mudo, pálido.
—Ya, es eso… —acierta a balbucear.
—¿Desde cuándo se veía con Enriqueta?
Granado mira al detective con estupor, los ojos muy abiertos y la boca también. Es obvio que la sorpresa del momento le supera.
—Pero, don Víctor, ¿se da cuenta de lo que me dice? La señorita Enriqueta es la hija de mi amo, es una cría y además tiene un pretendiente de muy buena familia. Todo el mundo sabe que se quieren y hasta usted conocerá los problemas que surgieron entre Medina y Férez.
—¿Y qué hacía su liga en tu cuarto? —dice Víctor pasando directamente al tuteo.
Granado mira al suelo.
—No te lo voy a volver a preguntar —le advierte Víctor, haciendo amago de levantarse.
—No es suya.
El detective mira al reo con cara de pocos amigos.
—¿Cómo?
—Que no es suya.
—¿Me tomas por idiota?
—No, señor, todo lo contrario.
Víctor hace una nueva pausa, también estudiada, como siempre. Saca el tabaco, el papel de fumar y lía un cigarrillo. Percibe que el otro se muere por echar una caladita. Con parsimonia lía el pitillo, lo sella de un lametazo y lo enciende.
Disfruta de la sensación del humo que entra en los pulmones y se encarga de devolverlo a la cara del detenido.
—No es suya, dices… —comenta.
—Así es, lo juro.
—Entonces es de otra dama.
—En efecto.
—Una criada, la que se mató, Micaela… Te visitó en tu cuarto.
—No, nunca he llevado a ninguna mujer allí, es de una mujer que me la dio. Como… recuerdo.
—¿Te la dio? ¿Quién?
—Bueno, yo se la pedí, ya sabe, como una prenda. Una tontería de esas que hacemos los hombres. Ahora me arrepiento.
—Veamos, veamos. Sostienes que esa liga no es de doña Enriqueta sino de una dama que te la entregó, supongo que en su casa o donde sea que os veíais.
—Sí, así es, justo como usted lo ha dicho.
—Yo te creería, José —dice Víctor, apurando otra calada—, pero hay dos fallos en tu teoría.
—¿Sí?
—Uno, ¿dónde está la liga que le falta a doña Enriqueta?
—Ni idea, la perdería.
—Y dos, ¿cómo se llama esa dama con la que tenías un «asunto»?
—No lo puedo decir.
—¿Por qué?
—Usted es un caballero, ¿y me lo pregunta? Esas cosas no se pueden contar.
—¿Está casada?
—No puedo hablar.
—Ya. —Víctor mira al techo haciendo ademán de pensar mientras continúa fumando—. Cuando yo te pregunté si habías escuchado algo desde tu cuarto la noche de autos dijiste que no. Era imposible pues estabas al lado de donde se cometió el crimen y además supe que mentías. Ahora veo claro por qué mentiste, en efecto, estabas nervioso porque ¡no estabas en tu cuarto la noche del crimen!
El reo asiente y Víctor prosigue:
—Y no estabas porque te encontrabas en casa de esa misteriosa mujer.
—Usted lo ha dicho, no yo.
Víctor mira a la cara a Granado de nuevo.
—¿Te das cuenta de que esa mujer podría darte la coartada para que dejaras de ser sospechoso?
—Sí, lo pensé desde el principio.
—¿Y? ¿Vas a quedarte aquí? ¿Vas a arriesgarte a que te caiga incluso el garrote?
—¿El garrote, a mí, por qué?
—¿Era la niñera?
—No.
Víctor sigue pensando.
—Un momento, el libro. ¿Quién te dio el libro?
—Lo compré.
—No, te lo dio la dueña de la imprenta Nortes, está soltera. ¿Acaso no es ella? ¿Con quién estabas esa noche?
—Don Víctor, usted no parece querer comprender. Yo la quiero, nunca haría nada que pudiera ensuciar su buen nombre.
El detective queda mirando al detenido con una mezcla de rabia, odio y piedad.
—Bien, tú lo has querido. Lo averiguaré yo solo.
Y sale de allí a toda prisa.