25

Eduardo llega vestido ya como un niño normal a la sidrería donde se encuentra con Víctor y Casamajó.

—Nos has encontrado —dice el detective—. Te dejé recado en la posada.

—Sí, me he aseado, cambiado y venido para acá.

—¿Qué tal tus pesquisas, hijo? —pregunta Casamajó.

—Mal, Oviedo es muy pequeño y no doy con un tipo con un pendiente. He removido cielo y tierra, me paso el día vagando por ahí, observo, pego la oreja. ¡Me estoy enterando de cada cosa! Pero nada. Del marino ni rastro.

—Igual vino de fuera sólo a colocar la nota en el chaleco del afinador —apunta Víctor.

—Tiene toda la pinta —añade Casamajó que, tras buscar la aprobación de Víctor con la mirada, sirve un culín de sidra al chaval. Han dejado los coñacs del Español y beben algo más suave para cenar en el lagar.

Eduardo parece taciturno.

—¿Qué te pasa, hijo, es por tu dama? —pregunta su padre.

—No, no —responde el chaval con una sonrisa en los labios—. Eso va fenomenal, es que me desanima mucho no poder ayudarte, padre. Pensé que sería más fácil dar con el tipo del aro en la oreja. Total, esto no es Barcelona ni Madrid, es una ciudad pequeña y parece como si a ese tipo se lo hubiera tragado la tierra.

—No desesperes. Si no obtenemos resultados te pondré en otra cosa. El asunto anda embrollado —dice Víctor tranquilizando al chaval.

—¿Una dama? —pregunta el juez, intrigado—. ¿Qué es eso de una dama? ¿Es del caso?

Víctor estalla en una carcajada.

—Sí, es una niña que conocí, huérfana, trabaja en La Colunguesa; la arpía de la dueña la explota, no va ni a la escuela. Ya le he parado los pies.

—¿Cómo?

—Pues digamos que ha empleado los métodos de su padre —dice Víctor sonriendo con orgullo mientras le alborota el pelo a Eduardo con su mano.

De pronto, el crío levanta la mirada. Lo hace como un perro de presa, con los ojos fijos en un objetivo. No dice nada pero ha visto algo brillar, al fondo, en la barra. Un objeto que brilla cerca de la oreja de un tipo que charla animadamente con otros dos. Entonces se levanta como hipnotizado, sin mediar palabra, y se dirige hacia el lugar. Se acerca y mira al tipo, tiene el pelo largo, recogido en una cola y en la oreja luce ¡un aro de color plateado!

No puede disimular su excitación. Está nervioso. Vuelve sobre sus propios pasos y se encuentra a Víctor y a Agustín bromeando. Al ver al crío tan serio, inmóvil y con cara de pasmo, interrumpen la conversación.

—¿Qué pasa, hijo? —pregunta Víctor con tono condescendiente—. ¿Estás bien? ¿Te estás poniendo enfermo?

Eduardo, sin apenas moverse, arquea las cejas señalando a su espalda.

—El hombre… —murmura— el hombre.

—¿Qué dices, hijo? —pregunta el juez.

—¡El hombre del aro, el de la nota! —exclama el crío intentando que los demás no le oigan.

Víctor se incorpora sin levantarse de la silla. Alza la cabeza y otea alrededor del café.

—¿Dónde? —dice muy serio.

—Detrás, junto a esos dos tipos. Uno lleva una camisa raída de cuadros, él va de gris.

Víctor, disimuladamente, mira al lugar.

—Es alto —dice— pero no parece muy fuerte. ¿Qué hacemos?

—¿Llamo a la fuerza pública? —pregunta Casamajó.

—Sí, no tardes. Eduardo y yo cubrimos esto.

El juez sale a toda prisa del lugar y Víctor ordena a Eduardo:

—Hijo, ponte en la puerta principal. Si hicieran ademán de ir a pagar, obstaculiza su huida lo que puedas. Pero recuerda, con disimulo, y en ningún momento te pongas en peligro. ¿Entendido?

—Entendido.

El crío se dirige hacia la puerta de salida.

¿Tardará mucho Casamajó con los guardias? Víctor, a pesar de la experiencia, nota que el corazón le bulle en las sienes. Puede ser la única oportunidad que tengan de cazar al tipo que bien podría ser la clave del caso. El hombre que deslizó aquella maldita nota en el chaleco del pobre Carlos Navarro.

Entonces ocurre lo inevitable, el tipo del aro en la oreja alza el brazo derecho pidiendo la cuenta.

Se van.

Víctor se levanta de un salto, tiene que ganar tiempo.

Cuando llega a la altura de los tres hombres dice:

—Perdona, tú eres el Ñordas, ¿no? —Es lo primero que se le ha ocurrido.

El del aro se gira y responde:

—Perdone, caballero, pero no me llamo así. Se equivoca.

Víctor, imitando el acento murciano del que fuera su mentor, don Armando, dice:

—¡Sí, coño, Ñordas! De Puente Tocinos, en Murcia. Yo soy el hijo de la Blasa.

Los tres tipos miran a Víctor como con sorpresa:

—No he estado en Murcia en mi vida.

Víctor piensa que los alguaciles tardan demasiado. ¿Dónde se mete Casamajó?

—Sí, hombre, te llamábamos así porque te caíste en medio de una porqueriza y te pusiste de mierda de cerdo hasta el cuello: ¡el Ñordas! ¡Te invito a una ronda, pijo! ¡Y a tus amigos también! ¡Por el Ñordas!

Los otros dos comienzan a carcajearse por la anécdota.

—¡Que os digo que nunca estuve en Murcia, hostias!

—Bueno, bueno, no hace falta ponerse faltón —dice Víctor, que comprende que debe mantener al tipo allí como sea y una pelea puede ser la mejor forma de que todos acaben en el cuartelillo y él consiga capturar al tipo—. Aquí somos gente educada, Ñordas.

—¡Que no me llames más así, petimetre! —exclama el tipo del aro empujando a Víctor.

—Pues entonces, ¿cómo te llamas, chulito? A ver si te voy a dar un sopapo y te pongo mirando para Cuenca —contesta Víctor devolviendo el empellón.

—Me llamo Nicolás y soy de Luanco.

—Mientes —dice Víctor.

Los dos compañeros del marino emiten una exclamación como de fastidio. La pelea es inminente y es evidente que no tienen ganas de bronca. Antes de que puedan darse cuenta, el tipo del aro, Nicolás, lanza un directo que Víctor esquiva ágilmente. A la vez que se agacha, el detective golpea con su puño en la boca del estómago del marino que se dobla como un junco.

Uno de los compañeros del marino toma una botella vacía e intenta golpear a Víctor con ella, pero éste, con el antebrazo derecho, frena el impacto. Justo en ese momento el tercero en discordia le da un puñetazo en la cara que hace que Víctor salga despedido hacia atrás cayendo de espaldas en mitad de una mesa repleta de vasos, botellas y platos de comida, a la vez que hace rodar por el suelo a sus cuatro ocupantes.

—¡Quietos, policía! —grita Víctor.

Los dos acompañantes de Nicolás, al oír aquello, se encaminan hacia la puerta donde Eduardo intenta pararlos viéndose arrollado.

Cuando Víctor quiere darse cuenta, Nicolás, que no ha huido, se le echa encima con una navaja en la mano. Está claro que es un camorrista, en lugar de huir pretende vengarse del tipo que le ha golpeado. Lanza un zarpazo que Víctor esquiva. Le arde el costado. Sabe que ha sido alcanzado. Dejó el bastón en su mesa y ahora lo lamenta. No lleva el revólver. La parroquia se hace a un lado. Aquello va a terminar mal. Al caminar hacia atrás el detective resbala con la sidra del suelo y cae de espaldas. Queda inerme. Nicolás, un tipo de envergadura, da dos pasos navaja en mano para terminar la faena, pero justo cuando va a apuñalar a Ros algo negro y pesado vuela por el aire impactando en la cabeza del matón, que sale despedido hacia delante cayendo de boca.

La mente de Víctor no tarda en comprender que es un taburete que Eduardo ha lanzado a la testa de Nicolás.

—¡Alto a la fuerza pública! —se escucha en la puerta.

Todos miran hacia allí y ven a Casamajó con cuatro guardias.

Nicolás, que se ha levantado tambaleándose, se mira la mano, está manchada de sangre. Antes de que los demás puedan hacer nada, sale corriendo y se pierde por la puerta que da al patio trasero.

Los guardias corren tras él tropezando con taburetes, mesas volcadas y botellas que ruedan por el suelo. Eduardo tiene la navaja del agresor en la mano y Víctor comienza a sentirse mareado. Necesita comprobar hasta dónde ha llegado la herida.

Enriqueta Férez se sorprende cuando Faustina, la criada, le dice que ese detective de Madrid quiere verla. Cuando llega al salón principal de la casa lo encuentra sentado en el sofá. Al verla aparecer en la escalera se levanta, galante, pero emite un quejido de dolor.

—¿Está usted bien? —La joven es hermosa, se parece a su madre, aunque es morena y algo más menuda que ella.

—Sí, sí, es sólo un rasguño. Anoche tuvimos un encuentro con los malos y el peor parado fui yo. Pero no tema, apenas son unos cinco puntos de sutura.

—Vaya —dice ella tomando asiento—. ¿Té, pastas, quiere un café? ¿Quizá limonada?

—No, gracias. He aprovechado que a esta hora su padre está en el trabajo y que su madre había salido a pasear por el campo con sus hermanos pequeños, porque tengo que hablar con usted de un tema algo delicado.

—¿Delicado?

—Sí, me temo que mucho. Este asunto de la muerte de su hermano no es ni mucho menos sencillo.

—Pero han inculpado al afinador, a su… «amigo».

—Es nuestro deber escudriñar hasta el último resquicio, investigar al máximo para asegurarnos de que no llevamos al garrote al tipo equivocado. Algo así sería muy grave y es mi responsabilidad, se hará usted cargo.

—Me parece lógico —responde ella. Parece segura de sí misma.

—Quiero que sepa, en primer lugar, que no albergo ningún tipo de animadversión hacia usted ni hacia nadie, ¿comprende?

—Perfectamente.

—¿Estaba usted muy unida a su hermano?

—Mucho, era una persona sensible que sufría mucho. Mi padre le hacía la vida imposible debido a su condición y él se desahogaba mucho conmigo.

—¿Era muy infeliz?

—Pues imagínese lo que tiene que ser sentirse como una mujer y vivir atrapado en el cuerpo de un hombre.

Víctor recuerda entonces a Bárbara Miranda, el único rival que junto con Alberto Aldanza, había logrado, en cierta medida, superarle. Eso era Bárbara, un hombre que poco a poco fue sintiendo que su personalidad femenina le desbordaba.

—Me hago cargo —se escucha decir—. ¿Tenía enemigos su hermano?

—¿Aparte de mi padre? No.

Víctor repara en que todos los que rodean a Reinaldo Férez tienen un mal concepto de él. Incluso su propia familia.

—¿Vio usted algo raro en los últimos tiempos en relación con su hermano? ¿Le vio discutir con alguien? ¿Sabe si le preocupaba algo fuera de lo normal?

—No, que yo sepa. De todas maneras él siempre estaba deprimido, odiaba a mi padre y mi padre a él. Digamos que no podía vivir la vida como hubiera querido, pero se había ido haciendo a la idea.

—Ya —dice Víctor, que parece, de pronto, pensativo.

La joven se queda mirándole en silencio. Parece intrigada. El detective retoma la palabra:

—Verá, Enriqueta. Hay un asunto espinoso…

—Diga, diga, aclarar la muerte de Ramón es lo primero.

—Sabe usted que su caballerizo fue detenido. Se ocultaba bajo un nombre falso.

—Sí, lo sé, por supuesto.

—El crimen se cometió en las caballerizas, a un paso de su cuartucho. Pero él insiste en que no escuchó nada.

—¿Y?

—Miente.

—¿Cómo lo sabe?

—Es mi trabajo, ya sabe usted, descubrir cuándo la gente me miente o me dice la verdad. —Víctor repara en que Enriqueta comienza a moverse inquieta en su silla.

—Bueno, pues digamos que miente y usted le considera sospechoso, ¿qué más? —Es evidente que la joven ha dejado de sentirse cómoda.

—Encontré algo en su cuartucho.

La joven permanece en silencio.

Él insiste:

—Es algo delicado.

—¿Y? —dice ella.

—Me veo obligado a mostrárselo.

—¿A mí, por qué?

—¿Puedo hacerlo? Me refiero a enseñarle dicha prueba.

—Pero ¿qué prueba? ¿Es necesario? —dice, visiblemente nerviosa.

—Es imprescindible que lo haga y creo que será mejor que sus padres no estén delante.

—Adelante, entonces —conviene la joven. Para entonces está totalmente colorada. A pesar de ello, parece resuelta, una dama valiente.

Víctor, con parsimonia, jugando con el efecto que va a provocar, y sin dejar de mirar el rostro de la chica, saca de su bolsillo la liga azul marino y se la tiende a Enriqueta.

La chica se queda lívida, los labios apretados, de color morado. Sujeta la prenda con las manos, la mira, la remira, llega a bizquear por un segundo y, entonces, se desmaya.

Víctor da la voz de auxilio y al instante entre él y Faustina que acude rauda, tumban a la joven en un diván donde se recupera gracias a las sales.

—¡No, no! —dice gimiendo Enriqueta.

—¿Está usted mejor?

—Sí, sí, la liga…

—¿Seguro? ¿Se encuentra bien?

—Sí, sí —contesta—. Faustina, déjanos a solas.

La joven lucha por incorporarse y llega a sentarse al lado de Víctor, los dos están juntos en el diván de tapizado salmón. Sus rodillas casi se tocan.

—Veo por su reacción que la liga le es familiar.

—Sí, lo es, pero no me explico cómo pudo acabar en manos del caballerizo. Se lo juro, tiene mi palabra.

—Pero Enriqueta, ¿se da cuenta de que esta prenda estaba en poder de su sirviente?

—Sí, sí, y sé lo que parece, pero no tengo explicación para ello.

—No tendría usted nada que ver con él.

—¡Cómo!

—Entiendo que se enfade y le pido disculpas de antemano si cree que pongo en entredicho su virtud, pero es mi trabajo preguntarlo, ¿comprende?

Ella se queda pensativa. El rubor ha vuelto a apoderarse de su rostro. Es obvio que está enfadada.

—Le juro por mis hermanos pequeños que yo no le di la liga a ese tipejo, y que ni mucho menos he tenido nada que ver con él. Mi corazón es de Fernando. Tengo que hablar con él, debo aclarar una cosa —dice la joven muy resuelta.

—Acudí a la mercería de Cimadevilla a ver si alguien había querido comprar una liga suelta, pero no hubo suerte. Quería identificar a su posible propietaria.

—Yo las compré en otra mercería, está situada en el Estanco de Atrás.

—Sí, conozco la calle, pero se hará usted cargo de que esto nos coloca a usted y a mí en una difícil situación.

—Don Víctor —dice ella tomando las manos del detective—, yo le aseguro que no hay nada de eso, confíe en mí, por favor. Deme un par de días. Todo se aclarará. Cierto es que yo perdí una liga, pero sé dónde está. O creía saberlo. Le juro que nada tiene que ver con su caso; ayúdeme, por favor, sólo dos días.

—Dos días, entonces. No puedo darle más tiempo. Tengo su palabra, jovencita.