24

Patro, la cocinera de los Férez, se sorprende sobremanera cuando ve aparecer en la cocina a ese detective del que todo el mundo habla. Está pelando patatas para el guiso de la comida y de pocas se corta un dedo al ver entrar a tan distinguido caballero. Se dice por ahí que lee el pensamiento de la gente, que no se le puede mentir, así que, sin quererlo, se pone nerviosa. Ella apenas si sabe leer y teme que las preguntas del recién llegado puedan ponerla en un aprieto. Lleva sirviendo desde niña y sabe, por experiencia, que cuanto menos se cuente sobre la familia a que una sirve, mejor.

—Buenas —dice el caballero—. Es usted doña Patrocinio, ¿no?

—Sí, sí —contesta ella muy azorada—, pero llámeme usted Patro, señorito.

—Pues llámeme usted Víctor y no señorito, ¿de acuerdo?

La mujer asiente e invita al detective a tomar asiento frente a la enorme mesa de cocina.

—Usted dirá, don Víctor.

—Patro, lleva usted mucho tiempo al servicio de sus señores, ¿no es así?

Ella asiente.

—Desde que vivían en Alicante, ¿no?

—En efecto, entré a servir en esta casa con veinte añitos.

—Bien, bien. Es usted la más antigua del servicio.

—Y los señores me lo agradecen mucho. No tengo queja ninguna.

—¿Recuerda usted la noche del crimen? ¿Qué hizo usted?

—Sí, me acuerdo muy bien. Me fui pronto a la cama, todos los días me levanto a las cinco y media para ordeñar las vacas y comenzar a preparar los desayunos y eso me hace tener que acostarme muy pronto.

—Ya, ¿se durmió usted enseguida?

—Suelo hacerlo, llego muerta a la piltra.

Víctor sonríe por el lenguaje de la sirvienta.

—Supongo. ¿Escuchó usted algo aquella noche? Ya sabe, gritos, golpes, algo que se saliera de lo normal. Estamos en mitad del campo y esto debe de ser muy silencioso.

—No, nada, suelo dormir como una ceporra. Ésa es mi vida, don Víctor, trabajar como una burra y dormir, trabajar como una burra y dormir, y así ende que me recuerdo.

Víctor pone cara de pensar, está valorando cómo acometer el asunto que, de verdad, le ha llevado allí.

—¿Conoció usted si el caballerizo tenía amoríos?

—Es buen mozo, supongo que algo tendrá.

—Ya, pero, ¿le consta a usted?

—No sé nada de eso. ¿En la casa?

—Sí, usted lo ha dicho: es buen mozo y aquí había dos criadas y una institutriz. No hubiera sido raro que se entendiera con alguna de las mozas que tenía alrededor.

—No, no, eso le habría costado el despido —contesta Patro con rotundidad.

—Ya. Y… ¿con otras?

—¿Conmigo? —dice ella haciéndose la ofendida.

—No, no, mujer, con usted, no. Bien a la vista queda que es usted una persona decente. Con otras…

La mujer queda pensativa por un instante y entonces abre los ojos como platos:

—¿La señora? —Se santigua—. Quite, quite, ¡es una santa! La señora nunca haría algo así, esté usted seguro. Sólo piensa en sus hijos y en su marido, como debe ser.

Nuevo silencio.

—Usted se encarga también de la colada, ¿no? —pregunta el detective cambiando de tercio.

—Sí, así es.

—Ésta es una pregunta delicada pero debe usted contestar; un detective es como un médico o un cura, siempre hay que decirles la verdad, ¿comprende lo que le digo, Patro?

—Sí, claro.

—El secreto profesional me obliga a no desvelar nada de lo que me cuentan, ¿entiende?

—Por supuesto.

—¿Alguna de las damas de la casa ha perdido en los últimos tiempos una liga?

Patro pone mala cara. Está incómoda, es evidente. Víctor la recrimina con la mirada y guarda silencio, espera que ella ceda y cuente lo que sabe:

—Sí —dice Patro.

—¿Quién?

—La joven dama, doña Enriqueta.

—Vaya, la hija de don Reinaldo. Ahora encaja todo.

Víctor vuelve a quedar pensativo por unos instantes y termina preguntando:

—Patro, ¿por casualidad no recordará usted de qué color era la liga?

—No lo sé, creo que azul, a lo mejor granate.

—Piense Patro, piense. Es importante.

—No lo sé, era de un color oscuro, seguro.

—¿Y cómo se dio cuenta?

—Pues cuando fui a lavar vi que sólo había una liga, no un par, me dirigí a la señora pero no eran suyas, así que me envió a la señorita, que buscó y rebuscó pero no halló la otra. Ahora que lo dice usted… se puso muy colorada, si se me permite decirlo.

—Vaya.

Víctor nota que la mujer se siente incómoda, no quiere desvelar nada que perjudique a sus señores. Debe andarse con tiento.

—La anterior esposa de don Reinaldo… —comienza a decir.

—¿Sí?

—Murió.

—Dios la tenga en su gloria.

—En un manicomio —dice el detective de pronto.

La cocinera queda parada, con los ojos muy abiertos:

—¿Cómo sabe usted eso?

—Es mi trabajo, y recuerde que, si me miente, lo sabré. Podría procesarla por entorpecer a la Justicia.

La pobre cocinera siente que le tiemblan las piernas. Es verdad lo que se dice, aquel hombre lee las mentes de la gente. Es algo antinatural y da miedo. No debe engañarle.

—Usted dirá —dice muy resuelta a contar lo que sabe.

—Ramón, el joven asesinado, fue siempre un niño enfermizo, ¿verdad?

—Sí, costó mucho sacarlo adelante.

—¿Hubo más hijos de la primera esposa?

—Sí, fallecieron tres criaturas. Antes de nacer, otras tres.

—Vaya, tres abortos. No contaba con eso también. Veamos, Patro, yo le diré cómo fue la infancia de Ramón: tenía siempre como mocos, una solución nasal acuosa, erupciones en las plantas de las manos, como ampollas que se extendían a las manos, unas manchas con color de cobre en las plantas de los pies, a veces tenía fiebre y en sus primeros años no ganaba casi peso, ¿correcto?

—¡Jesús, María y José! —exclama la cocinera santiguándose—. Pero ¿cómo puede usted saber todo eso? ¡Ni que hubiera estado usted allí!

Víctor sonríe satisfecho.

—Bien, bien, me es usted de mucha ayuda.

—Y yo que me alegro.

—Otra cosa, la criada que se suicidó, Micaela…

—Usted dirá.

—¿Sabría usted decirme si tenía problemas?

—Que yo sepa, no.

—¿Amoríos? ¿Podía haber entablado relaciones con el caballerizo?

—No, se llevaban bien, eso sí. Pero él era muy correcto con nosotras, nada más.

—¿Sabe usted si la joven llevaba un diario?

—Creo que sí.

—Interesante. ¿Lo ha vuelto a ver tras su muerte?

—El señor de la casa me dijo que había mandado enviar sus cosas a su familia.

—Ya. —Víctor sabe por la otra criada, Faustina, que el diario de la criada no estaba entre los enseres que se enviaron a la familia de la finada.

—¿La observó usted triste en los últimos tiempos?

—Todos estábamos muy afectados por la muerte del señorito y supuse que era por eso, pero, la verdad, desde que ocurrió lo de don Ramón, estaba muy rara. La vi llorar varias veces e incluso creo que bajó a Oviedo a confesar.

—¿A confesar? ¿Sabe usted con quién? —Víctor da un respingo en su silla.

—Sí, con don Celemín, un cura joven de San Isidoro que confiesa igual a criadas que a señoras, dicen que es hombre muy liberal.

—Es suficiente, gracias.

Cuando se levanta, antes de irse, se gira y, mirando a los ojos a la pobre mujer, Víctor Ros añade:

—Patro, una cosa más. Usted ahora tiene…

—Cuarenta y nueve.

—Cuando era joven y entró al servicio de esta casa. ¿Fue usted molestada por su señor?

La mujer mira al suelo avergonzada.

—Sabe que no puede engañarme.

El silencio se hace, ahora más que nunca, embarazoso.

—Se metía en mi habitación todas las noches —dice ella totalmente colorada.

—Muchas gracias y descuide, su secreto está a salvo conmigo.

Son más de las ocho de la tarde cuando Víctor hace entrada en el Café Español donde Casamajó le aguarda con una buena copa de coñac.

—Otro para mí —indica el detective al camarero tomando asiento.

—¿Haces avances? —dice el juez a su amigo sin apenas saludar.

Víctor lo mira sonriendo:

—Pues sí y no, averiguo cosas pero todo me parece más enmarañado.

—No te sigo.

—Sí, a cada gestión que hago para avanzar, me encuentro con un nuevo dato que no hace sino enmarañar aún más la madeja. Te juro que este caso agota a cualquiera. Algo avanzo, sí, pero muy lentamente: telegrafié a Alicante, el lugar de residencia de Reinaldo Férez antes de mudarse aquí. Quiero hacer unas comprobaciones de rutina sobre una idea que me ronda la cabeza.

—¿Y por qué?

—Bueno, digamos que observé ciertas cosas que no me terminaban de gustar. Don Reinaldo parece un mujeriego sin remedio, me temo que el asunto de la desaparición de la niñera bien puede estar relacionado con ese tema.

—O desapareció porque ella y su hermano eran los cómplices de José Granado, el caballerizo.

—Es una posibilidad. ¿Seguimos sin tener noticias de ellos? —pregunta Víctor.

—La policía me dice que es como si se los hubiera tragado la tierra y eso que hasta la Guardia Civil está sobre aviso. No hay camino seguro para esos dos. Pero ¿no los habrán quitado de en medio?

—No, no, ella se fue por su propia voluntad.

—¿Y cómo puedes saberlo? Nunca te sigo, amigo.

Víctor suspira con paciencia, mira al juez, da un trago de coñac y dice:

—Mira, sabemos que Cristina Pizarro salió de casa de los Férez por propia voluntad y, eso sí, con mucha prisa.

—¿Y cómo se puede saber eso?

—Que la partida de la institutriz fue repentina lo sabemos porque no hizo siquiera un pequeño hato que pudiera despertar sospechas, dejó sus ropas, sus cosas, todo, y luego vimos que en casa del hermano, éste había dejado la comida a medio comer, eso demuestra que ella se presentó de improviso y que hubo algo que les obligó a quitarse de en medio.

—De acuerdo, eso lo entiendo, pero ¿no pudo ser raptada?

—No, no, está descartado. Mira, Agustín, ¿recuerdas que cuando llegué inspeccioné su habitación? Pues sobre su mesa había una tenue capa de polvo que se veía al incidir la luz de la ventana sobre la misma. En esa capa había una discontinuidad, un espacio rectangular sobre el que no había polvo, ¿me sigues?

—Sí, claro.

—Bien, eso quiere decir que en ese punto había depositado un objeto que evitó que esa zona se impregnara y siempre estaba situado en el mismo sitio. Era un libro por el tamaño y forma, no hay duda, pero ¿qué libro? Un volumen importante para ella pues era lo único que se había llevado en su huida. Por eso pregunté a la criada, Faustina, si Cristina Pizarro era religiosa. Y me dijo que no.

—¡Acabáramos!

—¿Y qué libro puede llevar consigo una dama que pernocta siempre en sus habitaciones junto a ella si no es una Biblia?

—Su diario.

—Me sigues, correcto. Y si una joven sale de improviso y no vuelve y se lleva su diario es: a, porque no piensa volver y b, porque lo ha hecho por su propia voluntad.

—Eres un genio. Absolutamente brillante.

—Pero ahora viene el quid de la cuestión. El asunto que de verdad me intriga: ¿por qué huyeron ella y el hermano?

—¿Porque están implicados en el crimen?

—No vas mal encaminado, querido Agustín; pensemos, pensemos… Siempre debemos decantarnos por la hipótesis más lógica, no falla. Yo veo dos posibilidades: la primera la acabas de comentar y me parece la más probable, sabemos que el crimen se cometió desde dentro, alguien ayudó al caballerizo, si fue él, o a lo sumo sabemos que al menos fueron dos los implicados. Son necesarias como mínimo dos personas para transportar el cuerpo de Ramón Férez y no te digo ya para ahorcar a la criada. Bien. Y da la casualidad de que, cuando la investigación prospera, esa niñera desaparece. La otra sería que mantuviera una aventura con su jefe y que éste les pagó para que desaparecieran ante el temor de que todo fuera descubierto.

—Está implicada. Para mí no hay duda.

—Yo creo que todo apunta a que sí. Tengo que hablar con José Granado. Pero la cosa es más complicada. ¿Recuerdas que en el cuarto del caballerizo hallamos una liga azul marino?

—Pues ahora que lo dices, ni me acordaba de eso.

—Pues yo sí. He acudido a la mercería de la calle Cimadevilla y pregunté si alguna dama había ido a comprar una liga similar. No creas, pasé vergüenza porque no es apropiado que un caballero compre o pregunte por ese tipo de artículos. Me dijeron que no y que esas prendas se venden por parejas, claro está. Quería identificar a una posible amante del caballerizo. Imagínate que me hubieran dado en la mercería una descripción que cuadrara con la niñera. Ya tendríamos cerrado el asunto. Pero no.

—Bueno, eso no quiere decir nada. Una mujer perdió la liga en el camastro de José Granado y no ha comprado otra. Tendrá otras, ¿no?

—Pero es que ahí la cosa se lía más.

—No te sigo.

—Sí, me entrevisté con la cocinera. Un alma cándida. Después de apretarle las clavijas y averiguar lo que venía a contarte, le pregunté haciéndome el despistado si alguna mujer de la casa había perdido una prenda, una liga. Y me dijo que sí, y además creía recordar que era de color azul.

—¡La niñera! —exclama Casamajó señalando con el índice.

—No. Enriqueta Férez.

—¡Qué me dices! ¡La hija mayor!

—Exacto.

—¡Rediez! ¿La hija mayor de los Férez teniendo una aventura con el caballerizo? ¡No me lo creo! ¡Qué escándalo! Pero ¿no andaba en amoríos con el hijo de Antonio Medina?

Casamajó ordena que traigan más coñac, esta vez la botella entera.

Tras atizarse un buen trago, continúa:

—Pero esto se embrolla y se embrolla por momentos, Víctor. Esa casa es un antro de perdición, no me extraña que mataran al pobre chico.

—Por eso te decía que el asunto es feo. Quizá por eso miente Granado, porque estaba con su señorita en la cama.

—Dirás su camastro. ¡Qué vergüenza! No, no puede ser.

El juez saca un habano para calmarse. Parece alterado.

—¿Quieres fumar?

—No, gracias —responde el detective.

El juez enciende el puro y expulsa el humo con delectación, es obvio que necesita relajarse.

Entonces retoma la palabra.

—¿Y qué era eso que querías contarme? ¿Más complicaciones?

Víctor sonríe, parece disfrutar dando disgustos a su amigo:

—Agárrate a la silla. Esa familia esconde muchos secretos. He averiguado algo.

—¿Algo más? ¿Complica el caso todavía un poquito más?

—No, creo que eso sería imposible a estas alturas. Como te decía, he telegrafiado a Alicante, a un amigo de la policía. He averiguado algo y luego lo corroboré con la cocinera. Sabemos que don Reinaldo es hombre sexualmente voraz pero he sabido que su primera mujer no murió durante el parto de Ramón ni de tuberculosis.

—¿Cómo murió?

—Demente, en un psiquiátrico. Una casa de reposo, si quieres utilizar un eufemismo.

—Vaya, vaya —dice Agustín, pensativo—. ¿Y eso? Han mentido, es normal que sientan vergüenza de contar que la primera mujer del cabeza de familia murió loca. No es tan raro.

—Hay más.

—No sé por qué pero me lo imaginaba —dice el juez con cara de fastidio.

—¿Has visto esas manchas que tiene don Reinaldo en las manos? Son como cicatrices.

—Pues no. Confieso que no me fijo tanto como tú, gracias a Dios, por otra parte.

—Yo sí. Parecen pequeñas señales de viejas lesiones cutáneas. Supe que la mujer de Férez, la primera, tuvo otros tres hijos que no sobrevivieron a la infancia. Sufrió tres abortos también y Ramón fue un niño débil y enfermizo que tenía la nariz sin en el característico puente nasal. Y luego la madre murió demente, ¿me sigues? Está clarísimo.

—Ni idea.

—¡Sífilis!

—¿Cómo?

—Sífilis congénita.

—Chisss. ¡Qué dices! No levantes la voz, esto es Oviedo —murmura Casamajó, muy apurado.

—Don Reinaldo tuvo sífilis, un porcentaje muy pequeño de enfermos la superan, consiguen inmunizarse, pero las marcas de las manos son la prueba. En aquella época la transmitió a su primera mujer y sus hijos tuvieron sífilis congénita. La mayor parte de los embarazos no llegan a término y los individuos que la padecen de nacimiento tienen los síntomas que la cocinera recuerda tuvieron los pequeños. El propio Ramón podía ser portador de dicha dolencia. ¿No lo ves claro? La mujer murió demente. Ésa es una característica del estadio final de la enfermedad.

—No sé, no soy médico, tú lo ves muy claro pero yo no tanto. Hablas de siete criaturas contando a Ramón.

—Don Reinaldo y Mariana Carave se llevan veinte años. Probablemente cuando su mujer estaba demente, doña Mariana ya fuera su amante.

—Pero eso que apuntas es un secreto familiar, digamos… a tener en cuenta.

—¿Pues qué te he dicho nada más llegar?

—¿Y no puede ser que la niñera los descubriera e hiciera chantaje a la familia?

—No lo descarto. Es evidente que hubo algo entre la niñera y su señor. No imagino a ese sátiro dejando tranquila a una joven que, según decís todos, es tan bella. Doña Mariana no la podía ver y cuando le saqué el tema a él, montó en cólera. Es probable que el propio Férez haya pagado a la joven y a su hermano para que se quiten de en medio. Si tuviéramos acceso a su contabilidad igual podríamos ver adónde la ha enviado, pagará un alquiler.

—Puedo averiguar qué posesiones tiene —apunta el juez—. No te extrañe que tenga alguna casa de campo, igual en otra provincia donde la joven se habrá ocultado.

—Sí, sí, eso nos sería útil.

—Me llevará días, tal vez semanas.

—Hazlo, no perdamos tiempo.

—¿Y esto no te hace ver a doña Mariana como una posible sospechosa?

—Totalmente, amigo, totalmente. El joven asesinado no era su hijo, no lo olvides. No hay nada más peligroso que una mujer despechada. Esa mujer sabe muchas cosas…