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Eduardo y Julia corretean por Oviedo durante toda la tarde. Ella se siente libre, apenas si puede salir de la posada más que a hacer algún que otro recado y la ciudad le parece populosa y llena de colores. Es distinto cuando se recorren las calles sin nada que hacer, jugando, corriendo y disfrutando de los olores, de los rincones de aquel hermoso lugar. Al menos cuando no llueve y el sol brilla colándose entre los soportales de la plaza del Fontán, por donde los dos críos pululan entre los puestos de los paisanos que venden leña, grano, loza, zapatos y cerdos. Cada plaza de la ciudad tiene su cometido y las mercancías han de venderse donde corresponde.

Eduardo, acostumbrado a una ciudad tan grande y avanzada como Barcelona, se ha hecho con Oviedo en apenas un par de tardes. Toma a la niña de la mano y a todo correr la lleva a la calle de los Huevos, junto a la plaza de Trascorrales, muy concurrida pues la gente comienza a salir a pasear. Allí compra dos huevos a los que hacen un agujero para sorber su contenido con fruición. Les saben como si fueran un auténtico manjar.

Nadie repara en dos niños que pasean solos por la ciudad, hay multitud de pandillas de críos que recorren las calles arriba y abajo o que se acercan a los campos y huertas que circundan Oviedo para vivir aventuras, jugar a piratas o a la guerra. El chico, que dispone de algunas monedas, compra un cuartillo de leche que los dos beben manchándose el bigote de blanco.

—¿De dónde sacas todo ese dinero? —pregunta ella mientras caminan ya por la plaza de la Catedral.

—Me lo da mi padre, para que pueda hacer averiguaciones, ya sabes. A veces hay que engrasar la maquinaria —dice él con toda naturalidad.

Ella no ha entendido que es eso de «engrasar la maquinaria», pero no pregunta por no parecer demasiado tonta.

Se acercan caminando a La Picota, junto a la Universidad, donde se vende sidra, ropa y muebles viejos, y se pierden entre los artículos para sentarse en dos sillas muy altas de las que les cuelgan los pies. Están frente a frente y sus rodillas se tocan.

—¿Cómo supiste todo eso?

—¿El qué? —responde él.

—Lo de mi patrona, lo del hombre ese que viene a verla, y lo de la carne, y…

—Chis —chista él poniendo su índice en los labios de la niña. Son rosados, grandes y hermosos.

—Eres muy guapa, Julia.

—Tengo la cara sucia.

—Y a mí no me importa —dice él.

—¿Cómo lo supiste?

—Sé muchas más cosas de la gente de Oviedo. Los críos como nosotros, los guajes, como les llamáis aquí, somos invisibles para los adultos. En cualquier pueblo de España hay niños en la calle, mendigando; mi padre dice que todos deberían estar en la escuela y que el día que ocurra, éste será un gran país.

—Tu padre debe de ser un gran hombre.

—Lo es.

—Pero ¿cómo te enteras de todas esas cosas?

—Es fácil, hay que saber moverse por los ambientes adecuados, poner la oreja…

—¿Poner la oreja?

—Sí, Julia, escuchar. Entrar en las tascas, en los cafés o aquí, en las sidrerías, hacerse el despistado como que vas mendigando. Por ejemplo, de limpiabotas se entera uno de todo. Sólo hay que estar atento.

—¿Y has averiguado todo eso por mí?

—Por ti haría lo que fuera —se escucha decir él.

Entonces se miran a los ojos y acercan sus cabezas, muy despacio, poco a poco.

Y se besan.

Eduardo cierra los ojos y desea que el tiempo se pare en aquel mismo momento.

Querida Clara:

Te escribo desde nuestras habitaciones en mitad del silencio de la noche, disfrutando de las frescas noches de Oviedo y mientras escucho a Eduardo roncar rendido en su cama. No creas, se está haciendo un hombre y me es de mucha ayuda. Creo que se ha enamorado de una cría de aquí, algo me ha contado de que corretean por las calles aunque la niña es explotada en una posada de la zona por una arpía que, a tal efecto, la sacó del hospicio. Parece ser que es huérfana, como él, y han hecho muy buenas migas.

Por lo demás todo sigue enmarañado como te conté en mi carta anterior. Hemos llevado a cabo una treta, que Casamajó inculpe al afinador de pianos, Carlos Navarro, para que los verdaderos culpables se sientan tranquilos y cometan algún error al verse libres.

Te echo mucho menos y sobre todo necesito el enfoque que siempre das a mis casos, tu punto de vista me ayuda en muchas ocasiones a dar con el quid de la cuestión y es que, aunque he encontrado varios hilos que parecen interesantes, no consigo hacer que todas las piezas encajen.

Comenzaré por enumerarte los sospechosos que me parecen, sin ninguna duda, inocentes: primero están los vejetes de los cerdos, dos locos incapaces de llevar a cabo un plan tan maquiavélico. Luego el afinador, si alguien se tomó tantas molestias para inculparle parece evidente que es inocente. Además, pasó mi prueba de «detección de mentiras» perfectamente. En mi carta anterior te hablé de un periodista, Vicente Hernández Gil, que ha resultado totalmente ajeno al crimen también, o eso me parece. Nadie se había molestado en comprobar hasta ahora que llegó a Oviedo el día después del asesinato. Así son las cosas en un lugar pequeño y provinciano como éste. Un lugar seguro, agradable para vivir pese a la lluvia, pero propenso al chismorreo, a la acusación fácil y a destiempo, a la falacia. Ha cambiado un poco pero la encuentro muy parecida a la ciudad que conocí cuando era joven e inexperto. Aquí da la sensación de que nunca pasa nada. A pesar de ello soplan vientos de cambio: los obreros, agricultores y pescadores comienzan a revelarse contra las condiciones de vida que imponen su patronos, para los que trabajan en régimen de semiesclavitud. A veces me arrepiento de haber desarticulado aquella banda en mi juventud; sí, bien es cierto que eran unos radicales que atentaban, robaban y secuestraban, pero es que clama al cielo ver cómo viven los trabajadores aquí.

He averiguado algunas cosas que mañana pondré en claro con Casamajó y Castillo. Detecté una pequeña mentira de la familia Férez sobre la muerte de la primera esposa de don Reinaldo, así que telegrafié a Alicante a un amigo de la policía, Paco Rodríguez, que me contestó esta mañana. La mujer de Férez no murió como había contado la familia de tuberculosis, sino demente en un manicomio. Los dos hijos que siguieron a Ramón, el joven asesinado, murieron de niños y el propio chaval era débil y enfermizo. Tengo una idea al respecto que debo confirmar.

El cabeza de familia es hombre libertino y sin escrúpulos, trata a sus trabajadores como a escoria y es, con toda seguridad, un mujeriego impenitente. Su mujer, una auténtica belleza, vive todo esto con resignación pero me consta que no soportaba a la niñera. Todo apunta a que el dueño de la casa tenía un affaire con la misma, Cristina Pizarro, una joven bella e inteligente cuyo hermano —un verdadero botarate— vivía en una casa aislada dentro de la enorme finca de los Férez. La desaparición de la niñera apunta en esa dirección: a buen seguro que se veía con el señor y fueron descubiertos o él la sobornó para que se esfumara. Me parece lo más lógico teniendo en cuenta que a mi llegada los detalles de su idilio bien podían salir a la luz. ¿Tiene esto algo que ver con la muerte del chico? Podría ser.

Por otra parte, sé que el caballerizo miente, en la noche de autos dice no haber notado nada mientras dormía en las caballerizas y asesinaban a su señorito. Yo sé que es falso. ¿A quién encubre? ¿Quiénes eran sus cómplices? Bien podría ser la criada que se suicidó, oportunamente, y con el anillo del muerto en la mano. Supe desde el primer momento que alguien la había matado. Es evidente que nos enfrentamos a personas que operan desde dentro de la casa. Todo apunta a la niñera, una mujer dócil, eficiente y responsable pero que desapareció en el momento crítico. También he pedido ciertos informes respecto a ella que están tardando más.

Estoy realizando ciertas gestiones para determinar si el caballerizo participó en este negocio por asuntos de faldas o bien por ideología, no en vano hallamos un texto revolucionario en su cuarto. Creo necesario hacerlo porque hoy por hoy es nuestro principal sospechoso. No olvido que el patriarca, don Reinaldo, guarda también secretos inconfesables que, a buen seguro, le habrán producido graves problemas en el pasado. En suma, que he descartado algunos sospechosos pero esto sigue muy, muy liado. Hemos hecho ver que me quedo en Oviedo disfrutando de unos días de asueto. No sería mala idea que te reunieras conmigo. Pasaríamos una semana de luna miel. Ya me dices.

Tuyo afectísimo,

VÍCTOR ROS

PD: Eduardo sigue buscando con denuedo al tipo aquel que deslizó la nota inculpatoria en el bolsillo de Navarro. Ese hombre, el del aro en la oreja, bien que podría darnos el nombre de los verdaderos culpables.