22

Justo cuando pasa por delante de la casa de los Férez, Víctor se encuentra con que doña Mariana Carave le está esperando. Lleva su pelo rubio recogido en un larga cola de caballo y resplandece hermosa al sol pese a vestir de luto. Cuando el detective llega a su altura, la mujer le recibe con su mejor sonrisa.

—¿Ya ha hablado con ellos? —dice sin llegar siquiera a saludar.

Víctor asiente y se quita el sombrero diciendo:

—Buenas tardes, doña Mariana.

—Buenas tardes. ¿Qué le han parecido?

—Pues, si se me permite decirlo, están como una cabra, pero me temo que esos dos son, a buen seguro, inofensivos.

Ella sonríe.

—¿Sabía que han bautizado a sus cerdos con nombres de capitanes británicos que lucharon en Trafalgar? —apunta el detective.

Ella estalla en una carcajada.

—No, no lo sabía —contesta.

—No son las personas que buscamos.

—¿Y cómo son esas personas, las que buscamos?

Víctor se lo piensa, por unos segundos, mientras que juguetea con su sombrero entre las manos turbado como un adolescente, entonces habla:

—Sabemos que hay más de un asesino, como mínimo dos personas. Uno al menos debía de pertenecer a su casa, sino los dos. Prepararon el asesinato con tiempo, a sangre fría y son gente inteligente que supo desviar la investigación hacia Carlos Navarro, el afinador.

—¿No cree que él sea el culpable? Mi marido está exultante al ver que lo han procesado.

—Sí, es una posibilidad —comenta Víctor como pensando en otra cosa.

—¿Sabe? —dice la dama—. Me alegra que esos vejetes, «mis enemigos», parezcan inocentes a sus ojos. Creo, como usted, que son inofensivos. Debo confesar que cuando sus cerdos atravesaron el seto que separa nuestra finca de su terreno y se comieron mis margaritas monté en cólera. Las había cuidado con esmero durante mucho tiempo y estaban hermosísimas, ya se hará usted cargo: echar margaritas a los cerdos…

—Sí, es un mal negocio, no hay duda.

—Pero a raíz de lo de mi hijo comprendí que había cosas más importantes y que esto era una nadería. Son dos pobres viejos que no hacen mal a nadie, bueno, a mis margaritas, sí, claro, así que decidí que era mejor cambiarlas de sitio. Empezaré de nuevo en el punto más alejado de su cerca, allí.

—Buena decisión. Parece usted una mujer muy razonable.

—Gracias.

—No termino de verla con su marido.

—¿Cómo dice?

—Sí, don Reinaldo no es precisamente hombre de buen carácter: según veo, ha tenido problemas con Medina, con su propio hijo, con sus mineros… No parece hombre sociable y tiene muchos enemigos. ¿Cómo ha soportado usted todos estos años?

—Porque quiero a mi marido, don Víctor. Está usted casado, ¿verdad?

—Pues claro.

—¿Y acaso no tiene su mujer pequeñas imperfecciones?

Víctor piensa en la obsesión de Clara por el sufragismo y los muchos líos en que le ha metido por ello.

—Sí, pero muy pocas. Nada comparado con las mías.

No se atreve a decirle que los pocos defectos de su esposa no son nada comparados con la conducta inmoral de que hace gala su marido tanto como padre, marido o empresario.

Ella sonríe.

El detective la mira detenidamente y repara de nuevo en que su pelo, dorado, brilla espléndido al sol; sus hermosos ojos entre verdes y marrones, quizá color miel, y su boca, grande y perfecta, ejercen un influjo hipnótico sobre él. Decididamente algunos no se merecen la suerte que tienen. Por un momento, duda si hablar con ella de lo que ha averiguado esta mañana, vía telégrafo, sobre el pasado de la familia. Pero seguro que ella lo sabe. Decide probar en otra dirección.

—¿Sabe usted dónde puede haber ido su institutriz?

—No tengo ni idea. Según creo era de Logroño.

—Sí, claro, es lo más lógico que haya vuelto a su tierra. Bueno, si me permite, tengo que volver a mi posada. Buenas tardes, doña Mariana.

—Buenas tardes, Víctor —dice ella volviendo al interior de su parcela.

Cuando Víctor llega a la posada La Gran Vía, se encuentra con un tipo que le espera en la puerta. Es de estatura mediana, delgado y viste como él: polainas, pantalón color caqui y chaqueta de cazador. Lleva un sombrero de ala ancha color verde y parece un excursionista. Al verle llegar, el desconocido se quita el sombrero y pregunta:

—¿Don Víctor Ros?

El detective mira a los ojos del desconocido, entre verdes y azules, llamativos, y contesta:

—Supongo que es usted don Vicente Hernández Gil, ¿no?

—Para servirle —responde el otro.

—Pues precisamente estaba muy interesado en hablar con usted —dice Víctor, mirando su reloj—. Aún queda un poco para la cena. Pero pase, pase y tomaremos un orujo. Un reconstituyente viene bien después del ejercicio.

Una vez sentados a una mesa de la posada y mientras espera que Eduardo vuelva, se lave, se vista y le informe durante la cena, Víctor aprovecha para hablar con el periodista frente a las dos copas de licor:

—Usted dirá, don Víctor. Aquí me tiene a su entera disposición.

—No ha perdido usted el tiempo en su visita a Asturias, don Vicente.

—Para eso me paga mi periódico.

—Sí, para escribir pero no para agitar.

—He oído que cierto detective arengó a los huelguistas de la mina de don Reinaldo. No creo que sea usted el más indicado para hacerme ese tipo de reproches.

Touché —dice Víctor.

—Todo el mundo sabe que usted simpatiza con nosotros —prosigue el periodista, seguro del terreno que pisa. Víctor sabe por experiencia que los plumillas están siempre muy bien informados, no en vano es su trabajo saberlo todo. Algunos de ellos, en Madrid, valen más por lo que callan que por lo que en realidad cuentan en sus periódicos.

—Un momento, amigo —dice el detective levantando la mano—, que yo simpatice con ciertas ideas, que no le diré que no, no quiere decir que esté dispuesto a cambiar las cosas por medio de una revolución, ¿me entiende? Las bombas, los atentados y la violencia no son mi camino.

—Sí, comprendo, es usted un moderado —responde Hernández Gil con cierto desprecio.

—Mire, pollo, no me venga con aires de revolucionario. Yo he hecho más por cambiar esta sociedad en que vivimos durante años de lo que usted va a hacer en toda su vida, pero conozco España, querido amigo, y las fuerzas de la reacción son aquí muy poderosas. Tenemos que hacer los cambios gradualmente, desde dentro. Los intentos de revolución no hacen sino fortalecer la postura de los terratenientes, de los sectores más conservadores del clero y del ejército, ¿comprende?

—No sé, soy partidario de la acción directa.

—Como asesinar al hijo de un propietario que maltrata a sus mineros.

Vicente Hernández Gil estalla en una carcajada. Entonces, con semblante reflexivo, saca algo de su bolsillo.

—Mire —dice arrojando un billete de tren a su nombre sobre la mesa—. Nadie se ha parado a comprobar que llegué el día después del asesinato.

Víctor se queda parado y con cara de sorpresa.

—Vaya, ¿no lo sabía? —El periodista parece divertido—. Creo que deberían ser ustedes más meticulosos con su trabajo.

Es la segunda vez que aquel tipo le enmienda la plana, así que el detective contesta visiblemente molesto:

—Me llamaron más de dos semanas después del crimen, no hice el trabajo previo de campo. Éste es un dato que no se me hubiera escapado. Pero, aun así, se le ha visto a usted en casa de Medina. ¿Tramaban algo?

—Mire, don Víctor, yo no sabía nada de la animadversión entre don Reinaldo y don Antonio. Simplemente me encontré a Medina por el campo recogiendo feldespatos. Hablamos de fósiles y de minerales y me invitó a ver su colección, ya está. No hay más.

Víctor comprueba que, al menos, las versiones de ambos coinciden.

—¿Conoció usted al caballerizo de don Reinaldo?

—¿A quién? —contesta el periodista con cara de no saber de quién le hablan.

—El caballerizo de la casa de los Férez es uno de los sospechosos del crimen. Mataron al joven en las caballerizas, a un par de metros de su cuarto y dice no haber escuchado nada.

—Verá, don Víctor, sé que ese asesinato tiene en ascuas a toda la ciudad de Oviedo, pero debo confesarle que no me he interesado por el tema porque desde que llegué aquí no he parado. He venido a trabajar y estoy recorriendo la provincia de cabo a rabo, escribiendo mis artículos y hablando con la gente. No conozco los pormenores del caso.

—Ese caballerizo se escondía bajo el nombre falso de Alberto Castillo, aunque su verdadero nombre es José Granado, ¿le suena?

—No, en absoluto.

—¿No le pasó usted un libro, un manual revolucionario, impreso en la imprenta Nortes?

—¿Cómo dice? No, si no sé de quién me habla.

—Pero conoce la imprenta.

—Pues claro, es el primer lugar al que me dirigí al llegar aquí. Allí tomé contacto con los compañeros de Oviedo. Pero no conozco a ese… José…

—Granado.

—Eso, Granado. Puede preguntar en la misma imprenta. Allí me reuní con tres o cuatro compañeros de aquí; don Pedro Alarcón, que es profesor de la Universidad, podrá ratificarlo.

—Le conozco. Es hombre cabal.

—Pero no he conocido a ese caballerizo y mucho menos le he suministrado ningún libro, tiene mi palabra. No sé si habré hablado con él en algún momento en alguna taberna, pero he hablado con mucha gente aquí, es mi trabajo, preguntar, indagar, en cierto modo como el suyo.

Se hace un pausa en el diálogo que Víctor aprovecha para llenar de nuevo los vasos. Entonces añade:

—Ha estado usted sublevando a los mineros de don Reinaldo.

—¿Y?

—Que parece usted tenerle cierta tirria.

—No es nada personal. No es el único con el que me he enemistado por aquí. Mire, Víctor, el Heraldo me envió para escribir una serie de artículos sobre Asturias. ¿Por qué cree que ésta es la zona de España donde más están enraizando las ideas de Carlos Marx?

—Por las condiciones en que viven sus trabajadores.

—Exacto. Y no sólo me he movido por las minas, he escrito sobre la salubridad de las infraviviendas en que viven los trabajadores, sobre las condiciones que imponen los grandes terratenientes a sus arrendatarios y sobre lo dura que es la vida de los pescadores, ¿comprende? La mía es tan sólo la obligación del notario de la actualidad, del escribiente que refleja lo que sucede para que quede constancia de ello y para que personas de Madrid, de Barcelona o Valencia sepan cómo se vive aquí.

—Y organizar el embrión del partido socialista en Asturias.

—No le negaré que aquí los compañeros ya están bastante bien organizados, pero mire, le comentaré algunos detalles de mi próximo artículo. ¿Sabe usted cuánto ganan los picadores en la mina de ese explotador de don Reinaldo?

—Pues no.

—Cinco pesetas. ¿Y las mujeres? Uno cincuenta. ¿Y los niños, los guajes, como les llaman aquí, que deberían estar en la escuela? Uno veinticinco. Todos ellos viven en unas viviendas que alquila el patrón y que están a dos o tres kilómetros de la mina, infraviviendas. La habitación de cuatro departamentos les cuesta nada menos que diecisiete cincuenta, y el jabón, que es imprescindible para quitarse la mugre de la mina, está a cero ochenta el kilogramo. ¡Y necesitan mucho! Los productos alimenticios, que han de comprarse por fuerza en el colmado del patrono, son carísimos y hay un desequilibrio entre el jornal percibido y el coste de la vida que empuja a los mineros a la miseria. ¿Sabe cuántos días laborables tienen al año si quitamos las fiestas religiosas?

—No, no lo sé.

—Doscientos ochenta y cinco. He hecho todos los cálculos. Digamos que una familia integrada por un varón, una mujer y un niño, trabajando los tres en la mina, ganarían al año unas dos mil cuarenta y seis pesetas. ¿Y sabe cuánto importan los gastos?

—Usted dirá.

—¡Dos mil trescientas ochenta y siete pesetas!

Víctor no se puede contener y exclama:

—¡Miserables! Acaban el año debiendo dinero al patrón.

—¿Ve? Y no he tenido en cuenta otros gastos como ropa, calzado (muchos niños van descalzos), el carbón o la luz. O sea que trabajando en un oficio espeluznante, horrible, y que algún día el ser humano habrá de abolir, cada familia acaba el año con un déficit de…

—Unas quinientas pesetas —sentencia Víctor.

—En efecto. ¿Y todavía cree usted que soy demasiado radical? ¿Acaso no es eso esclavitud encubierta? ¿Qué digo encubierta? ¡Esclavitud! Sé que se dice por ahí que he venido a agitar, pero no es así, créame, sólo quiero que esto se sepa en Madrid.

Víctor se queda en silencio y vuelve a servir dos copas más de orujo. Necesita un trago. Decididamente, a veces no le gusta el país en el que vive. Vicente Hernández Gil, un buen tipo, toma de nuevo la palabra:

—Pasado mañana me han invitado a visitar una mina, por dentro; voy a escribir un artículo al respecto. ¿Querría usted venir?

—Por supuesto —contesta rotundo el detective.