Julia está limpiando las habitaciones de los huéspedes, apenas si ha tenido tiempo para comer. Toma la palangana con agua sucia donde se lava la cara don Cosme, el viajante, y sale al patio para tirar el agua y volver a colocar el recipiente en su sitio.
Cuando hace el ademán de lanzar el líquido hacia el pequeño huerto, la palangana resbala entre sus dedos y se le escapa impactando con el suelo para romperse en mil pedazos con estrépito. La cría se queda parada por un instante:
—¡Juliaaaaa! —escucha gritar a la dueña.
Los pesados pasos de doña Angustias, que corre hacia el lugar, resuenan sobre el suelo de madera de la posada. Julia, agachada para recoger los pedazos, ve aparecer a la dueña bajo el dintel de la puerta y, como temía, comprueba que lleva la vara de olivo en la mano.
—¿Qué has hecho, desgraciada? —grita a pleno pulmón.
—La palangana, se me ha resbalado y yo…
—¡Es de porcelana! —grita la arpía dando un paso al frente. La niña sabe que esta vez el castigo va a ser duro. El tipo que visita a su dueña todos los jueves por la noche no se presentó anoche y eso depara una doña Angustias más insoportable que nunca. Ya lo ha experimentado otras veces.
Cuando la dueña de la posada descarga el brutal golpe de su vara, Julia aprieta los labios para aguantar mejor el dolor.
Pero no.
No siente nada. ¿Qué ha ocurrido?
Entonces levanta la vista y ve que el brazo echado hacia atrás de doña Angustias ha quedado paralizado, sujeto en el aire, sí. Al final de la vara hay otra mano que la retiene con fuerza y que ha impedido a su patrona descargar el golpe. Es la mano de Eduardo, que sujeta la rama de olivo, tira de ella y desarma a esa malnacida.
—Pero ¿tú quién te crees que eres? —grita totalmente fuera de sí la dueña de La Colunguesa.
—Eduardo, me llamo Eduardo Ros.
—¡Devuélveme la vara!
—No —responde él muy serio—. No volverá a pegar a Julia con ella. Y no se lo voy a repetir más veces.
La niña vuelve a verlo muy guapo, es como un caballero andante, otra vez. El crío, apenas un vagabundo, se comporta con nobleza y valentía. Se enfrenta a aquella bruja como si no le temiera, como si no fuera nadie. Entonces toma la vara con ambas manos y la parte en dos haciéndola chocar con su rodilla.
—¿Cómo? —dice doña Angustias lanzando un guantazo al crío que éste esquiva ágilmente para empujar a su rival con la cadera y hacerla caer de boca en el suelo.
—¡Socorro! —comienza a gritar—. ¡Vagabundos! ¡Auxilio!
En ese momento, Eduardo, muy lentamente, se acerca a doña Angustias y, mientras que la ayuda a levantarse, le susurra al oído:
—No le interesa llamar la atención o todo el mundo sabrá lo de don Olegario que, por cierto, ayer no pudo venir a verla, ¿verdad?
La cara de la arpía queda demudada. Está blanca como la cera. Es como si el comentario del crío hubiera hecho blanco hundiendo a la mujer en lo más profundo.
—¿Ocurre algo, doña Angustias? —dice uno de los huéspedes que acaba de aparecer en la puerta.
—No, no, nada, nada, que me he caído y este joven me ha ayudado a levantarme. Estoy bien, gracias por interesarse. No pasa nada —miente la dueña de la posada, que no logra reponerse del inesperado zarpazo. ¿Quién es ese guaje? ¿Cómo sabe de don Olegario?
Eduardo espera a que el huésped desaparezca y ayuda a la señora a sentarse:
—Escuche bien lo que le voy a decir, so bruja, porque sólo lo voy a decir una vez. Esto se ha terminado, va usted a tratar con dignidad a Julia. Esto va a dar un cambio radical, ella irá por las mañanas a la escuela a partir de septiembre y por las tardes cumplirá con sus tareas aquí en la posada. Se han terminado los golpes, los exabruptos y los insultos. La primera vez que le hable usted mal o levante la voz, se encontrará con una inspección de Abastos por rebajar el vino con agua. A la segunda no seré tan benévolo y todo el mundo sabrá lo de don Olegario, ¿entendido?
La mujer mira al crío con la boca abierta, no sabe qué decir. Realmente aquello la supera, con creces.
—¿Hace falta que le recuerde que, aunque entrado en años, es hombre de Iglesia? —insiste ese niño mostrando un inusitado dominio de la situación para su edad.
La arpía queda callada por un instante, ¿cómo sabe aquel vagabundo todas esas cosas? Parece cosa del diablo.
—Sí, se pregunta cómo sé todas esas cosas, y le diré, aún sé más. Sólo hay que observar y moverse por las calles, tener oídos. Si le parece podría hablarle de la carne en mal estado que compra a Gilberto el carnicero; hasta el momento ha tenido usted suerte, pero no debería comprar esas piezas que ya nadie quiere mientras que usted se sopla sus buenos filetes, ¿sigo?
—No, no, no es necesario. Si yo siempre he tratado a Julia como una hija, ¿verdad, bonita? —La voz de doña Angustias suena falsa y quebrada por los nervios. Es evidente que Eduardo la intimida pese a su corta edad.
Julia no se atreve ni a mirar a su jefa, que parece otra persona.
—Recuerde, señora: ése es el trato, ni se le ocurra incumplirlo. Ahora ella y yo nos vamos a dar un paseo, llegará para la cena. Si hace o dice algo que me moleste, esparciré por Oviedo mil de éstas, recuérdelo.
Y dicho esto, el chaval que viste como un sucio vagabundo coge a la fregona de la mano y se pierden tras los manzanos. Doña Angustias lee una pequeña esquela hecha en imprenta que dice:
Sepan todos ustedes que don Olegario, coadjutor de la parroquia de San Isidoro, visita todos los jueves por la noche a doña Angustias Cárceles, dueña de La Colunguesa. Pocos saben que esta arpía actuó como ama de llaves en el anterior destino de tan santo varón en Cuenca y que éste fue quien puso los dineros para que ella comprara la posada que regenta desde que llegaron a Oviedo. La próxima semana les hablaré de otros secretos sobre la adulteración de alimentos en la posada de la susodicha.
LA MANO NEGRA
Víctor Ros se ha acercado caminando hasta la vivienda colindante con la finca de los Férez. Quiere visitar a la pareja de ancianos que intimidara a doña Mariana por el asunto aquel de las margaritas y los cerdos. Todo apunta a que son una pareja encantadora de ancianos pero amenazaron con llamar a un familiar de Gijón, un marino, y bien podría ser el tipo del pendiente que Eduardo tanto ha buscado estos días sin éxito por Oviedo. Le consta que el crío no ha dejado taberna ni sidrería por visitar, pero no hay ni rastro de alguien así en la pequeña ciudad.
—Buenos días —dice saludando al abuelo, un tipo rechoncho, calvo y con el pelo que queda a los lados de las sienes y en la nuca, demasiado largo, blanco y enmarañado—. ¿Es usted el señor Ferrández?
El abuelo anda enfrascado con una tomatera, así que intenta ponerse recto haciendo que crujan todos sus huesos y provocando en Víctor una mueca de dolor y desagrado. Junto a él, aquí y allá, pulula libremente una piara de cerdos que no asaltan el pequeño huerto de los viejos porque está protegido por una valla.
—¿Quién lo pregunta? —dice el vejete, que parece un verdadero cascarrabias.
—¿Quién es, Remigio? —pregunta una abuela que aparece en la puerta de la casa.
Se parece a su marido como si fueran hermanos y aparenta tener peor carácter aún que su esposo.
—No sé, Nicolasa, ahora te digo.
—Perdonen, me llamo Víctor Ros y vengo de Madrid, soy detective privado e investigo…
—¡Codringtooooon! ¡Salte de ese sembrao a la de ya! —grita el vejete fuera de sí a uno de los cerdos tras el que ya corre la abuela con una agilidad pasmosa.
Una vez espantado el gorrino, los dos se giran y vuelven a prestar atención al detective.
—¿Decía usted? —apunta la vieja.
—El Collingwood parece que se está quedando en los huesos —dice entonces el abuelo mirando a uno de los cerdos. Es como si Víctor no existiera.
—¿El Collingwood? —pregunta Víctor sorprendido.
—Sí, es ése, el de la mancha negra en los cuartos traseros —dice la anciana muy orgullosa—. Estaba muy hermoso pero últimamente está mustio. Lo lleva loco la Haargod.
—Una cerda —responde Víctor.
—Pues claro —dice el abuelo mirándole como si fuera tonto—. ¿Qué iba a ser si no? ¿Una marquesa?
Los dos abuelos estallan en una carcajada por la ocurrencia.
—¿Y todos sus cerdos se llaman así? —pregunta Víctor perplejo. Aquellos dos son, sin duda, digno objeto de estudio.
—Claro, ése es el Nelson, el más gordo, y aquél es el Richard King y ésa la Hope.
—Pero ésos son nombres de capitanes de barco ingleses en Trafalgar… —dice Víctor sorprendido.
—¡Pues claro! —responde el viejo.
—Mira el joven éste qué listo nos ha salido, uno que al menos conoce la historia —dice ella.
—Ya, ya —apunta Víctor—, pero ¿por qué les llaman así?
—¡Porque odio a los ingleses! Y porque un servidor quiso ser marino pero mi padre no me dejó, ¡por eso!
Víctor sabe que tiene que ocultar su admiración por Inglaterra y sus avances si quiere sacar algo en claro de aquellos dos locos, así que disimula.
—Sí, sí —se escucha decir—. Esa pérfida Albión.
—¡Exacto! —exclama el abuelo.
—El caso es que investigo la muerte del hijo de los Férez —dice cambiando de tema.
—¡El invertido! —grita la abuela.
—Ya, bueno, sí. Pero yo querría hacerles unas…
—¿Quiere usted un té? —grita el viejo, que parece medio sordo. Es imposible hablar con aquellos dos. Tener una conversación medianamente normal con ese matrimonio es una tarea numantina, es obvio que no se puede conseguir. ¿Cómo iban a hilvanar un plan como el que desarrollaron los asesinos para acabar con Ramón? ¿Cómo iban a falsificar nada aquel par de locos o «suicidar» a la criada? Está claro que son inofensivos.
—Perdonen —se escucha decir a voz en grito—. Tienen ustedes un sobrino marino en Gijón, ¿verdad?
—¡Sí, señor, y muy buen mozo que es! —grita ella.
—Ya, ya, me lo imagino. ¿Y por casualidad no llevará un aro en la oreja?
—Pero ¿qué dice? ¿Un aro? ¡Ni que fuera una mujer! Eso es cosa de afrancesados o de piratas. Antes se hacía, sí, cuando se bordeaba el cabo de Hornos, pero ahora no. Aquellos marinos, ¡los de mi época!, ésos sí que tenían cojones —dice el viejo, que vuelve a alterarse sin motivo aparente.
—Entonces ¿no lleva un pendiente? —insiste Ros.
—Pero ¿no le ha dicho mi marido que no, hombre de Dios? ¡Estos jóvenes de hoy en día son todos lentos de entendederas! —clama al cielo la mujer entre aspavientos.
—Sí, claro, perdonen, estoy un poco tonto. Bueno, pues voy a seguir con mi camino, ¡a la Paz de Dios! —grita Víctor a los abuelos a modo de despedida, pero éstos ni le ven, enfrascados ahora con algo que un cerdo se ha metido en la boca.
—Jesús —se escucha decir a sí mismo mientras retoma el camino para volver.