Cuando los dos amigos salen de la cena, ya en el pasillo, un ujier que les interrumpe el camino dice:
—Un socio querría hablar unos minutos con don Víctor, ¿me acompañan al gabinete rojo, si son tan amables?
Agustín, socio del Casino desde hace muchos años, explica a Víctor que el gabinete rojo es lugar de lectura, una zona tranquila donde los hombres más acaudalados de la ciudad leen la prensa o charlan sin estridencias.
Cuando entran en dicha estancia, un amplio salón presidido por una enorme chimenea, un señor de aspecto distinguido se levanta al instante. La sala está casi desierta, sólo un tipo canoso y medio calvo dormita al fondo, sentado en un sillón del rincón con un libro sobre el regazo.
—Don Víctor Ros, soy Antonio Medina, creo que quería usted hablar conmigo.
—Vaya —responde el detective—. Encantado. Pues sí, el otro día mandé recado a su casa y, a decir verdad, llevaba días esperando su respuesta.
—He sabido que cenaba usted en esta casa y pensé que igual le apetecía una copa de coñac.
—¿Nos acompañas? —dice Víctor mirando a su amigo Casamajó.
—Por supuesto —contesta éste—. Pero, si me lo permiten, antes voy a saludar a mi antiguo jefe.
Mientras Agustín saluda al caballero que lee en el sofá del fondo, Víctor se sienta en una mesa con Medina. De inmediato traen tres copas de coñac. Víctor lo prueba y certifica que es bueno. Las clases altas de Oviedo siguen sabiendo cuidarse, no hay duda.
—Usted dirá —señala Medina para romper el hielo. Se conserva bien, debe de rondar los sesenta y es delgado, lleva el pelo muy corto, casi como un militar, y usa unas gafitas redondas que le dan un cierto aire intelectual.
—Bien —dice Víctor paladeando el coñac—. Según parece, usted tenía una severa animadversión hacia su vecino.
—Y la tengo.
A Víctor comienza a gustarle aquel tipo, parece sincero.
—Sus discrepancias surgieron ante el noviazgo de sus hijos.
—En efecto.
—Usted cortó radicalmente aquella relación.
—Así es.
—Y provocó un conflicto.
—No me arrepiento en absoluto.
—Pero ¿por qué no le gusta la joven?
Antonio Medina mira con sorpresa al detective, con los ojos muy abiertos sonríe y exclama:
—¿Que no me gusta la chica? ¡Si es un ángel caído del cielo!
Víctor pone cara de no entender.
—¡El que no me gusta es el padre! —añade Medina.
—¡Cómo! ¿Don Reinaldo?
—Pues claro, ¿se sorprende de ello? ¿Acaso no sabe usted que Enriqueta es una joven encantadora? Como su madre, por otra parte.
—¿Entonces?
—Ese tipo es un libertino, no comparto en absoluto su forma de actuar y no quería que mi hijo emparentara con él.
—¿Por qué?
—Ya se lo he dicho, es un individuo amoral, un persigue faldas y un explotador. Creo que los que hemos tenido la suerte de ser bendecidos con una fortuna debemos emplear mejor nuestra situación de poder.
—Don Antonio…
—¿Sí?
—No quisiera meterme donde no me llaman, pero aun siendo verdad eso que me comenta, ¿qué tiene que ver con su hijo o con usted? Una vez casados, su hijo y la chica harían su vida, ¿qué importa cómo sea el padre?
—No quiero que mis nietos tengan un abuelo así, no me veo de compadre con dicho tipejo.
—¿Y no se da cuenta usted de que, así de paso, destroza usted la vida de su hijo?
Don Antonio cierra los ojos, baja la cabeza y se frota la parte alta de la nariz con el índice y el pulgar, como el que sufre un gran dolor de cabeza.
—Pues claro, ¿se cree que no lo he pensado cientos de veces? Pero decidí actuar de esta manera y así seguiré. No quiero que mi hijo se vea atado de por vida a esa familia. ¿No ve lo que ha ocurrido? El hijo ha sido asesinado. Usted mismo dijo que los asesinos son gente de dentro.
—Vaya, ¿cómo sabe usted eso?
—Don Víctor, por Dios, esto es Oviedo. ¡Todo se sabe aquí!
—Sí, tiene usted razón, ya no recordaba cómo son estas pequeñas capitales de provincia.
Los dos hombres quedan en silencio durante unos segundos.
—Y usted, ¿no tuvo nada que ver en el asesinato?
Don Antonio alza la vista y mira con entereza al detective:
—Nada —responde.
Vuelven al silencio embarazoso.
—Mire, don Víctor, es cierto que mis relaciones con Férez no eran buenas, cierto es que pronuncié aquella maldita frase, de la que ahora me arrepiento, y dije que «alguien debía dar su merecido a ese mariquita». Sé que fue un error y no lo pensaba, de veras, lo dije en un momento de enfado. Yo me hice a mí mismo y aprendí a respetar a la gente por lo que es, no por lo que tiene.
—Sí, en las colonias, era usted de clase trabajadora y su esposa murió dejándole con un niño de pequeña edad, por eso, como había hecho dinero con el asunto de la minería, se vino a España.
Don Antonio da un respingo diciendo:
—¡Cómo sabe usted todo eso!
Víctor sonríe condescendiente.
—Es simple observación, no crea que nada extraordinario. Cuando se explica pierde su gracia.
—Por favor.
Víctor accede, aquel hombre le gusta.
—Bien, querido Antonio, bajo la manga derecha de su camisa, a la altura de la muñeca asoma un tatuaje con las iniciales R. A., no es habitual observar tatuajes en individuos que provienen de la alta sociedad. Así que eso me hace deducir que usted fue, en el pasado, pobre.
—Simple, pero demoledor.
—Su tez demuestra que ha pasado usted muchos años a la intemperie, muy probablemente en el trópico donde el sol cae a plomo, y es evidente que es usted hombre rico que no dispone de fábricas, minas o explotaciones agrícolas, podemos deducir que es rentista. Dado que no tardó mucho en volver de las colonias y que es inmensamente rico, y tras observar sus manos, robustas y acostumbradas a trabajar en un oficio enormemente duro, todo apunta a que usted descubrió alguna mina de valor, quizá de plata. Compraría usted una licencia y tras trabajar con sus propias manos durante los primeros tiempos, dio con el filón que le hizo rico.
—Podía haber tenido una plantación.
—Los colonos nunca trabajan en sus propias plantaciones, la mano de obra es muy barata en aquellas tierras pero es habitual que los mineros comiencen trabajando ellos mismos en su mina ya que nunca se sabe si va a dar beneficio a corto plazo y no hay banco que dé un préstamo como para poder contratar trabajadores en dicha actividad. Una plantación es otra cosa porque el banco sabe que el empresario recogerá beneficios en la siguiente cosecha.
Don Antonio Medina mira a Víctor sonriendo.
—¿Y lo de mi mujer?
—El segundo apellido de su hijo es Alemán, luego R. A. son las iniciales de su finada esposa. La sobreprotección a que somete usted a su hijo demuestra que le crió a solas desde niño y que usted amó mucho a su esposa. El nombre es cosa más difícil, acaso Ramona, Raimunda o Ruth.
—Ramona.
—Pues eso.
—Es usted bueno.
—Hago mi trabajo y pongo mucho interés, sólo eso.
—Usted resolverá este caso, ¿no es así?
—Hay un inculpado.
—¿El afinador? No haría daño ni a una mosca, pero lo han procesado por maricón, es evidente.
Víctor sonríe sin responder.
—¿No ve cómo funciona esto? Se busca un cabeza de turco, se le apaliza y éste confiesa. Pero el afinador no lo ha hecho. A esta gente le da igual, ¿no ve que a mí apenas me molestaron cuando pronuncié una frase que me hacía harto sospechoso? ¿Sabe por qué?
—Porque es usted rico.
—En efecto, y porque invierto el dinero del alcalde en bolsa. Sí, esa comadreja y un servidor somos socios en mis inversiones bursátiles. Es por eso que ni me molestan. Toda esa gente me da asco, créame.
—¿Por eso se junta usted con socialistas?
—¿Cómo?
—Sí, usted recibió en su casa a cierto periodista.
—Sí, claro, me lo encontré por esos caminos, él es muy aficionado a la naturaleza y yo andaba recogiendo feldespatos. Hablamos y me acompañó a casa donde le enseñé mi colección de muestras geológicas. No crea, es agradable encontrar de vez en cuando a alguien que comparte tus aficiones.
—¿No hablaron de cómo vengarse de Férez? Me consta que Hernández Gil ha estado revolucionando a sus obreros.
—Pues no, no hablamos de eso; si quiere, pregúntele a él.
Víctor se queda un momento en silencio, examinando a su interlocutor:
—¿Sabe, don Antonio? Debería usted replantearse lo de su hijo y Enriqueta Férez, puede usted destrozar dos vidas.
El otro permanece también en silencio por un rato y contesta:
—Esperaré a que resuelva usted esto y entonces, veremos.
—Me deja usted más tranquilo.
Víctor avisa entonces a Casamajó, que acude a acompañar a su amigo al exterior. A su conversación con el tipo de pelo blanco se habían incorporado otros dos señores.
—Van a hacer los cuatro una partida. Ni he podido probar el coñac.
—Estaba muy bueno.
—¿Qué tal te ha ido?
—Bien, creo que es inocente.
—Pues uno menos, ¿no?
—Sí, uno menos. ¿Quién era ese caballero con quien has charlado tan animadamente? ¿Decías que fue tu jefe?
—Sí, fue regente de la Audiencia después de irte tú, no es amigo de trasnochar pero tenían acordada una partida de cartas, se llama Víctor Quintanar.
Don Agustín Casamajó recoge los documentos que quiere llevarse a casa y reordena su siempre caótica mesa. Es la hora de comer y está satisfecho. La entrevista de Víctor con el alcalde y el gobernador salió bien. Dentro de lo que cabe, claro está, y teniendo en cuenta lo que se puede esperar del detective en asuntos como aquél. Además, su mujer ha preparado cordero asado, que le encanta, y eso le hace feliz.
Le preocupaba mucho la reacción de Víctor al entrevistarse con los dos hombres más importantes de la ciudad pues conoce bien al detective; siempre ha sido un hombre de carácter fuerte, desde muy joven, y una palabra a destiempo podía dar al traste con todo el trabajo realizado si hacía enfadar a sus dos interlocutores.
Aun así, a pesar de esa pequeña victoria parcial, hay algo en su mente que le hace sentirse preocupado: el caso es una auténtica maraña de intereses, mentiras y sospechosos varios que va a ser difícil de desentrañar. Si alguien puede hacerlo ése es Víctor, no le cabe duda, pero comienza a pensar que el tiempo transcurrido desde el asesinato hasta que le avisaron ha podido ser crucial. Podría ser un asunto de conspiraciones socialistas, le consta que Víctor ya se vio en algo parecido con los icarianos cuando investigó la desaparición de don Genaro Borrás en Barcelona en el caso que la prensa local bautizó como «El Enigma de la calle Calabria», pero, por otra parte, don Reinaldo Férez parece un tipo con vuelta, un mujeriego y un mal hombre, un tipo ladino que atormentó a su hijo por su condición sexual cuando, a todas luces, él hace gala de una más que cuestionable doble moral. La desaparición de la niñera, Cristina Pizarro, apunta a que bien podía tener un «asunto» con ella. El hermano de la joven, Emilio, era un tipo de mal carácter, violento. Otro posible sospechoso. Igual los dos hermanos decidieron hacer chantaje a Férez y aquello precipitó ciertos acontecimientos. ¿Quién simuló el suicidio de la criada? ¿Quién escribió la nota falsa? ¿Quién es el tipo del pendiente que entró en la pensión a deslizarla en el chaleco de Navarro? ¿Por qué miente José Granado, el caballerizo? ¿Participó en el asesinato? Además, tenía un manual para hacer la revolución.
Otra vez volvía al mismo asunto, los socialistas. Aquello era una suerte de batiburrillo en el que uno volvía una y otra vez al mismo lugar sin aclarar nada. Quizá la idea de inculpar al afinador para que los verdaderos culpables se confiaran no era tan buena porque, a fin de cuentas, no tenían ni idea de quiénes eran. ¿Y si habían escapado? ¿Y si no realizaban ningún movimiento? ¿Y si seguían viviendo en Oviedo bajo una fachada respetable para siempre? ¿Quién o quiénes habían matado a Ramón Férez? ¿Por qué?
—¿Interrumpo? —pregunta una voz que le hace levantar la cabeza.
—¡Hombre, Castillo! ¿Qué tal vamos?
—Perdone, don Agustín, veo que ya se iba, pero querría hablar con usted unos minutos, si me permite.
—Claro, claro, siéntese y diga, diga.
—Se trata de su amigo, don Víctor —dice el alguacil—. No es que yo no le tenga fe, y ojo, sé que son ustedes uña y carne, pero comienzo a estar preocupado.
«Yo también», piensa para sí el juez, pero afortunadamente el policía continúa:
—El asunto ese de los obreros, el que se mostrara tan claramente partidario de su causa es algo que nos perjudica. Ya me han llamado la atención al respecto porque avisaron de lo sucedido desde la comandancia de la Guardia Civil.
—Me hago cargo. No estuvo afortunado, pero es un civil y puede hacer los comentarios que quiera.
—Estoy preocupado por el pan de mis hijos, y además, esta mañana…
El alguacil queda un momento en silencio, no se atreve a hablar.
—Diga, Castillo, diga.
—Pues esta mañana vi a don Víctor paseando y no sé decirle por qué, le seguí de lejos. Fue a la calle Cimadevilla y vi que se situaba frente a la imprenta Nortes.
«Ella», piensa el juez.
—Entonces, por un momento, pareció que iba a entrar, pero no. Se quedó quieto observando la puerta y entonces, de pronto, se giró y entró en la mercería que hay enfrente.
»Cuando salió, volvió a mirar la puerta de la imprenta, se paró unos segundos, y entonces siguió su camino enérgicamente. Yo, por mi parte, entré en la mercería y hablé con doña Patrocinio, la dueña. “¿Qué quería ese caballero?”, le he preguntado directamente. “Pues una cosa muy rara, me ha enseñado una liga azul marino y me ha preguntado si tenía una como ésa”, me ha contado la señora. Según dice ella le ha contestado que “dicho artículo no se vende por unidades sino por parejas”, a lo que él ha replicado que “si había venido alguien a comprar una como aquélla o acaso un par”.
—Qué raro.
—La mujer le ha dicho que no y nuestro amigo ha salido de la tienda dándole los buenos días. Y yo me pregunto: ¿no estará loco don Víctor? ¿Por qué hace esas cosas tan raras? ¿Por qué acude a comprar una prenda tan íntima de mujer? ¿Y una sola liga, además? ¿Quién compraría una sola liga? ¡Es absurdo!
Casamajó se queda pensativo por un instante y entonces, con aire reflexivo, junta las manos haciendo que las yemas de sus dedos se toquen:
—Mire usted, Castillo, si algo he aprendido de Víctor a lo largo de estos años es que su mente nunca descansa. Podríamos decir que nuestro hombre no da puntada sin hilo. Por alguna extraña razón él va siempre dos pasos por delante de todos nosotros y eso es lo que le hace único en su oficio. Si actúa así, algo bulle en su mente; no tema y déjele hacer, nos llevará a la solución del caso, cuando actúa de forma más extravagante es cuando ha encontrado el buen camino, créame. De momento, sigamos con nuestra pequeña farsa.