Menos mal que has accedido a venir —dice Casamajó mientras que ambos amigos caminan bajo la entrada de la plaza del Fontán donde el juez ocupa una amplia vivienda con su esposa e hijos.
—Sabes que no me agradan estas cosas, Agustín.
—No cuesta trabajo quedar bien con las autoridades. Mira, Víctor, hubo un momento en este caso en que llegué a la conclusión de que no íbamos a poder resolverlo solos. Por eso entendí que tu participación en la investigación era imprescindible, ¿entiendes?
—Sí, claro.
—Pero para ello necesito conseguir la autorización de mis superiores; por tanto, tenemos que rendirles cuentas, te guste o no. Es otro favor que te pido, Víctor. Como sabes, esta mañana he inculpado oficialmente al afinador, Carlos Navarro.
—Ya, no se habla de otra cosa.
—Y de tu visita ayer a la mina de Férez, se dice que alentaste a los huelguistas —apunta el juez mirando de reojo a su amigo con cara de pocos amigos.
—Tonterías. ¿Y qué vas a hacer con el caballerizo?
—Pues de momento retenerle por lo del nombre falso, pero había pensado…
—¿Sí?
—Soltarlo y seguirle sin que se dé cuenta.
Víctor se para en seco, están a la altura de la calle del Hierro y el trasiego de ovetenses que salen a pasear al frescor de la tarde noche es elevado:
—Vaya, vaya, amigo. No dejas de sorprenderme. Te estás convirtiendo en un investigador de primera.
Agustín se toca el ala del sombrero como saludando a su amigo y apunta:
—Pero he pensado que eso deberíamos intentarlo como último recurso; no en vano, podría escapar. De momento, seguiremos como estamos.
—Bien hecho. La prensa no sabe nada.
—Ni mis superiores. Salvo Castillo, el propio Navarro, tú y yo, nadie sabe que creemos inocente al afinador. Así la treta tendrá efecto.
—Bien, bien —contesta Víctor mientras que los dos amigos reanudan su paseo por la concurrida calle Cimadevilla.
—Aunque esta mañana he tenido una entrevista con el abogado de Carlos Navarro, Pedro Menor. No creas, es bueno. Sabe que, en realidad, no tenemos nada contra su cliente.
—Él no sabe que la nota es falsa.
—De momento, pero como el afinador no confesó alega que todo es circunstancial. Me he visto obligado a decirle la verdad, que creemos que su defendido es inocente y que lo hemos inculpado de manera provisional, mientras cazamos a los culpables. Se ha puesto hecho un basilisco, no te imaginas.
—¿Y?
—Yo le he hecho ver que si soltáramos a Navarro sin haber cazado a los verdaderos culpables, su cliente quedaría estigmatizado para siempre.
—Ya está estigmatizado, Agustín, todo el mundo sabe que es homosexual y ha salido en la prensa. Lo sabe toda España, no habrá nadie que quiera contratar sus servicios, así es este país: un pozo de prejuicios y envidia. Más le vale irse a América cuando todo esto acabe. Pobre hombre.
—Bueno, pues ha colado. El abogado ha accedido a guardar silencio con tal de que al final se restaure el buen nombre de su defendido. Además, he oído por ahí que le ha salido un pleito muy jugoso en Lugo, así que no me extraña que le venga bien ausentarse de momento.
Apenas si tardan cinco minutos en llegar al Casino situado en el Palacio del Marqués de Valdecarzana, en la misma plaza de la Catedral. Casi ha oscurecido.
A la entrada les aguarda un ujier vestido con uniforme azul marino con llamativos botones dorados que les lleva de inmediato a un salón privado donde ya les esperan el alcalde y el gobernador degustando un vino.
—¡Vaya, vaya, nuestro hombre, al fin! —exclama don Antonio Marín, un hombre hecho a sí mismo, amante de la buena mesa y que se aferra a la alcaldía para mantener aquellos contactos que tantos y tantos beneficios le reportan.
—Encantado de conocerle —dice otro tipo que resulta ser el gobernador. Eduardo Martínez Osorio es alto, delgado y viste un elegante traje gris. De sienes plateadas y cabello abundante, parece un dandi inglés sacado del más tópico de los folletines. Su corbata es casi escandalosa y luce unos gemelos quizá demasiado llamativos.
Sin más preámbulos se sientan a la mesa donde son servidos con diligencia por dos camareros que permanecen atentos a las más nimia necesidad de los comensales.
—Bueno, bueno, don Víctor —dice el gobernador mientras le sirven el primer plato, un consomé—. Ya era hora de que pudiéramos echarle el ojo. Se hará usted cargo de que este negocio nos tiene muy preocupados. No en vano la ciudad anda agitada, no sé cómo decirlo, pero las clases más… desdichadas se encuentran algo levantiscas por el asunto.
—Sí, don Críspulo y sus partidarios —apunta el alcalde, que ya se ha manchado una solapa de consomé—, entre los que se encuentra el Oviedo más pío, defendieron a ese invertido.
—Se llama Navarro, Carlos Navarro —le corrige Víctor.
—Sí, sí —dice el alcalde—. Y claro, al ser el otro inculpado de clase trabajadora, pues la gente humilde se ha volcado con él. Además, ha trascendido lo del libro y eso ha enfurecido a los partidarios de las asociaciones obreras.
Víctor mira con cara de malas pulgas a Agustín y dice con mucho retintín:
—Sí, aquí se sabe todo.
—Me parece muy bien que haya decidido usted procesar a ese vicioso, don Agustín —dice el gobernador mientras el alcalde hace señas a los sirvientes para que vayan trayendo el segundo plato.
Víctor aún no ha comenzado con el consomé.
—Entonces —abunda el gobernador—, podría decirse que dan ustedes por cerrado el caso.
A Víctor casi se le sale el vino de la boca.
—¿Cómo? —pregunta haciendo sentir su malestar.
—Sí, claro —dice el alcalde—. Que si tenemos a un individuo inculpado, el caso está cerrado.
Víctor y Agustín se miran con cara de sorpresa. Claro, no habían pensado en ello. Si hay un inculpado oficialmente, el caso está cerrado.
—Sí, sí —contesta el juez. Se nota que está pensando en cómo arreglar la nueva contingencia que ha surgido.
—Pues me alegro. Porque la cosa se estaba poniendo caliente con los socialistas que, dicho sea de paso, están demostrando ser muy activos últimamente, demasiado quizá —explica el gobernador—. Ahora podré dejar pasar unos días y entonces, ¡zas!, emplearme con ellos con dureza. A esta gentuza no hay que dejarla organizarse.
En todo momento, el prócer no deja de mirar al detective de reojo. Los sirvientes traen el segundo plato, una ternera lechal que, según dicen los presentes, se deshace en la boca. Un ujier aparece con un sobre con una nota para el gobernador, que éste lee sin evitar el esbozo de una enorme sonrisa. Contesta sobre la misma esquela y devuelve el sobre al empleado del Casino atusándose el bigote.
—Entonces, don Víctor, ¿para qué ha venido usted? —pregunta algo insolente el alcalde—. Aparte de dar alas a los obreros en sus locas reivindicaciones, claro está.
Agustín se da cuenta de que no ha previsto las consecuencias de procesar a Carlos Navarro y que aquellos dos van a continuar atacando a Víctor. Sabe que el detective es hombre muy orgulloso y teme que, en un momento dado, pueda echarlo todo a perder. Ros no es paciente con la petulancia de los poderosos.
—El señor Ros ha venido a aclarar las dudas que teníamos sobre el caso —dice Casamajó justo cuando el detective iba a abrir la boca— y ha empleado para ello las técnicas más modernas conocidas. Además, ahora se va a quedar unos días por aquí, recordando viejos tiempos, ¿verdad, querido amigo?
Víctor mira al juez sonriendo; ha comprendido.
—Sí, sí, por supuesto. Quiero disfrutar de las bondades de esta tierra, ya saben: sus gentes, la gastronomía y el aire puro.
—Claro, claro, ¿y cuánto nos va a costar que este individuo venido de Madrid nos cuente lo que ya sabíamos?
Agustín busca una respuesta en su mente, pero Víctor ya ha saltado:
—Lo mismo que les va a costar a ustedes dos lo que he averiguado sobre ambos, nada. Absolutamente nada.
—¿Y qué ha averiguado usted sobre nosotros dos, si puede saberse? —pregunta con retintín el gobernador.
—Pues que usted es un mujeriego impenitente, que tiene una cita con una dama, esta misma noche, y que aquí, el alcalde, padece gota, sufre el martirio de las hemorroides y, probablemente, tenga lombrices.
—¡Cómo! —exclaman los dos prohombres al unísono.
Casamajó ladea la cabeza y se golpea la frente con la mano.
—¿Acaso me equivoco? —pregunta Víctor, desafiante.
Los otros dos quedan en silencio, por unos segundos.
—Vaya —dice el gobernador, que es quien parece llevar la voz cantante—. Quizá le habíamos subestimado.
—Dígale a su amiga que no impregne tanto las notas con perfume, se podía percibir desde aquí. Y lo digo como un consejo de amigo, por su bien.
—¿Y dices que no vas a cobrar nada por esto? —interrumpe Casamajó.
Víctor le mira con cara de pocos amigos y dice remarcando cada sílaba:
—¿Mientras que el culpable sea el mismo que vosotros habíais detenido? Por supuesto que no. Otra cosa bien distinta sería, claro está, que yo descubriera que el asesino es otro; pero, tranquilos, no va a ocurrir.
Los dos prohombres estallan en una carcajada. Parece que han aprendido la lección. Desde que conoce a Víctor, Agustín sabe que éste lee en las personas como en un libro abierto y que hace uso de ese poder. El mensaje recibido por los dos prebostes ha sido claro: «Si en apenas unos minutos he averiguado esto sobre vosotros dos, qué no haría si me empleara a fondo durante días». Y en una ciudad tan pequeña como Oviedo, todo el mundo tiene sus secretos.