18

El coche de punto guiado por el Julián que traslada al alguacil Castillo y a Víctor Ros hace su entrada en el patio de la explotación minera de don Reinaldo tras atravesar un portón sobre el que un cartel enorme dice:

PROSPECCIONES CARBONÍFERAS FÉREZ

Al momento, el coche se detiene con brusquedad y se escuchan gritos fuera, por lo que Castillo echa un vistazo:

—La cosa está movida aquí, quizá deberíamos volver en otro momento —dice el aguacil volviendo a meter la cabeza en el interior del coche.

Víctor hace otro tanto y comprueba que el patio, amplio y rodeado de diversas construcciones, se ve ocupado por dos centenares de mineros que se acompañan de sus mujeres e hijos. Al ver el uniforme de Castillo alguien grita:

—¡Policía!

Y la multitud comienza a rodear el carruaje de manera amenazante. El cochero fustiga al caballo y la gente se aparta permitiendo que el coche alcance la seguridad tras una barricada donde aguardan varios números de la Guardia Civil. Uno de los agentes, el hombre al mando, un cabo, se acerca a la portezuela y dice:

—¿Qué hacen ustedes aquí? Tenemos dentro al propietario y esta gente está levantisca.

Castillo se identifica y en un momento se ven trasladados al interior del edificio más amplio del recinto entre gritos e improperios de los manifestantes. No tardan mucho en llegar a una amplia estancia en la segunda planta. Don Reinaldo, acompañado por su abogado y dos empleados de la oficina, contempla el patio con preocupación.

Cuando escucha los pasos que resuenan en la puerta, se gira y mira a Víctor y a Castillo como con fastidio. Su mirada denota lo que piensa, pero disimula e intenta esbozar una sonrisa para parecer amable:

—Vaya, don Víctor, menudo día ha elegido usted para venir a mi mina. No crea, esto es la primera vez que pasa. Alguien los ha estado agitando.

—¿Quizá ese periodista?

Férez mira al detective con odio.

—Vaya, está usted bien informado. Me temo que sí.

—¿Y qué es lo que ocurre aquí?

—Piden un aumento de salarios, como siempre. Nunca tienen suficiente.

—Pues parecen bastante enfadados —apunta Víctor.

—Los obreros son gente semianalfabeta, espíritus sencillos e impresionables; si alguien les llena la cabeza de pájaros, llegarán a pedir ganar lo mismo que el patrón.

—¿Y cuánto ganan? —pregunta Víctor.

—Lo justo, ni una peseta más ni una peseta menos.

Víctor echa un vistazo al exterior y ve a una masa famélica, mal vestida, los hombres con la piel negruzca por el trabajo en el carbón, muchos niños sin calzado y mujeres con críos de pecho en los brazos. Parecen desesperados. No cree al propietario.

—Si sabe usted lo que se lleva entre manos, debería mejorar sus condiciones —dice de pronto.

—¿Cómo?

—Lo que ha oído. La gente se echa a la calle cuando ve que peligra el pan de sus hijos. No hay nada más peligroso que un hombre desesperado.

Férez le mira con cara de pocos amigos.

—Ya me advirtieron contra usted. Es, en el fondo, un socialista. Convivió con ellos y ha terminado por asumir su ideario.

Víctor suspira con cara de cansancio. Está acostumbrado, los sectores más extremistas de la izquierda le tildan de reaccionario y los reaccionarios del régimen caciquil en que viven le toman por un radical. Eso quiere decir que está en el punto correcto, quiere cambiar la sociedad en la que vive, sí, sabe que es necesario que aquello termine: que unos pocos vivan como reyes a costa de unos muchos es algo injusto que debe ser abolido pero tiene que hacerse poco a poco. De no ser así, el ejército, la banca, la Iglesia y los grandes terratenientes darían un golpe de mano si se vieran profundamente amenazados que daría al traste con cualquier avance conseguido.

—Pero creo que no habrá venido a hablar de cómo llevo mi negocio, ¿verdad? —apunta Férez con retintín.

—Sí, sí. Perdone, tiene usted toda la razón —contesta Víctor volviendo a la realidad desde sus ensoñaciones—. El alguacil Castillo y un servidor tenemos que hablar con usted un momentito, si no es molestia.

—En absoluto. Acompáñenme a mi despacho.

—Yo debería estar presente —apunta el abogado de Férez.

—No, Joaquín, no es necesario —dice el dueño y señor de todo aquello.

Castillo y Ros toman asiento en dos butacas frente a la enorme mesa de despacho. La estancia está decorada de manera demasiado suntuosa: cortinas de terciopelo rojo, mullidas alfombras, una inmensa chimenea y multitud de libros de ingeniería en repujadas estanterías dan la impresión de que el dueño de la mina nada en la abundancia.

—«De sangre roja del minero está hecho el oro del patrón» —murmura Víctor para sorpresa de Castillo.

—¿Cómo dice? —pregunta Férez, que no ha podido escuchar pues estaba ordenando coñac para tres a una joven secretaria demasiado joven y hermosa a ojos de los investigadores.

—Nada, nada —farfulla Víctor—. Recitaba unos viejos versos, cosas de juventud.

Y dicho esto los tres esperan a que la joven haga los honores sirviendo el coñac para salir del cuarto seguida por la mirada lujuriosa del empresario.

—¿Y bien? —dice éste echándose hacia delante en su silla y entrelazando sus manos.

—Como le he dicho, quería hacerle un par de preguntas, si no es molestia.

—Lo que sea necesario.

—¿Qué piensa usted de la desaparición de su niñera?

—Pues que el hermano, que, dicho sea de paso, era un loco, habrá hecho alguna de sus trastadas y ella, abrumada por la vergüenza, se habrá visto obligada a huir con él.

—¿Eran buenas sus referencias?

—Ya le dije que sí.

—¿Las comprobó?

—¿Cómo?

—Sí, que si telegrafió usted a sus anteriores señores para comprobarlas.

—Pues no, hubiera sido descortés. Portaba dos cartas con letras distintas, en papeles diferentes y con tintas de distinto color. Las firmas parecían auténticas; haber abundado en el asunto no creyéndola hubiera sido un acto de descortesía enorme.

—Perdone, sobre su primera esposa, ¿de qué murió? —Víctor, cambiando de tema radicalmente.

—En el parto de Ramón —contesta rápidamente el otro.

—¿No era de tuberculosis?

—¿Cómo?

—Sí, cuando usted llegó aquí dijo que su esposa había fallecido de tisis.

Don Reinaldo se pone colorado e intenta disimular una mirada de ira que atraviesa al detective. Esboza una sonrisa falsa y forzada.

—Ah, eso… ya, ya. Sí, en principio fue eso.

—¿Fue eso? ¿El qué?

—Sí, sí, tuberculosis, murió de tuberculosis.

—No le entiendo.

—Sí, ella estaba tísica, muy débil, el embarazo fue difícil y murió durante el parto. La enfermedad la había debilitado y no pudo superar el trance.

Don Reinaldo sonríe ahora ufano. Parece haber solventado la papeleta con cierta solvencia. Entonces Víctor, sin previo aviso, de sopetón, espeta a su interlocutor:

—¿Cuál era exactamente la naturaleza de su relación con su niñera?

—¿Cómo? —contesta el otro, incrédulo.

Víctor mira a don Reinaldo con dureza y repite sin ceder un ápice:

—Ya me ha oído, que cuál era la naturaleza de su relación con su niñera.

El industrial se queda parado por un segundo. Mira hacia abajo ocultando el rostro a sus interlocutores y aprieta los puños. Parece a punto de estallar. De pronto levanta la cabeza y, totalmente rojo de ira, grita:

—¡Fuera, fuera de aquí! ¿Cómo se atreve?

—Sólo le he hecho una pregunta —Víctor, impertérrito.

—¡Salgan de aquí, fuera! ¡Fuera he dicho! Sus superiores sabrán de esto. No creerán que van a irse de rositas. ¡Cómo se atreven!

Víctor hace como don Reinaldo, se pone de pie y mira a Castillo sin poder disimular una enorme sonrisa de satisfacción:

—Castillo, creo que don Reinaldo quiere quedarse a solas —dice al tiempo que salen a toda prisa del despacho.

Una vez en el patio, y mientras el alguacil Castillo intenta evaluar las consecuencias que, sobre su carrera, tendrá aquello, Víctor se dirige directo hacia la barricada.

—¿Adónde va ese loco? —escucha decir al cabo de la Guardia Civil.

Una vez frente a los obreros que le increpan, Víctor, totalmente tranquilo, pregunta:

—¿Quién está al mando, compañeros? Tengo que hablar con él.

Todos señalan a un tipo recio, alto, de poblada barba que da un paso al frente.

—Un servidor —dice el minero.

—Víctor Ros, detective privado. Necesito hablar con un amigo vuestro: Vicente Hernández Gil. ¿Serás tan amable de decirle que necesito verle? Me hospedo en Oviedo, en la posada La Gran Vía, está en el Campo de la Lana. No tiene pérdida.

—¿Sólo eso?

—No; mucha suerte, compañeros. ¡No os rindáis! —grita Víctor, que sube al coche de punto jaleado por los manifestantes.

Castillo percibe que don Reinaldo lo ha visto todo desde su inmenso ventanal. «De ésta te quedas sin trabajo», piensa para sí.