17

Víctor está parado frente a la imprenta Nortes. El trasiego de paisanos en la calle Cimadevilla es incesante. Mujeres con cestas, peones y algún que otro caballero pasan por delante, pero él no los ve. La calle no es muy ancha y él está parado en la acera de enfrente, ocultando a los posibles clientes el escaparate de una mercería. Mira hacia el interior de la imprenta pero no ve nada, los cristales de las ventanas reflejan la luz devolviéndole su propia imagen: un tipo bien vestido, con sombrero bombín y un bastón en las manos. Adivina su barba bien recortada y conviene que en los últimos meses ha logrado perder algo de peso para deshacerse de aquella «curva de la felicidad» que no era sino un lastre para ejercer su oficio.

Se ve a sí mismo hace muchos años, delgado, sin barba y ataviado como un obrero. Camisa blanca, pantalón gris dos tallas más grande que la suya y una correa de cuero que lo sujetaba al cinto. Alpargatas mugrientas y una gorra de mezclilla. El perfecto disfraz para un traidor. Era muy joven, muy valiente y, a qué no decirlo, un poco insensato.

En el fondo se arrepiente.

¿Estará ella dentro?

Seguro.

¿Se atreverá a dar unos pasos y recorrer la distancia que les separa? ¿Será capaz de girar el picaporte y abrir la puerta haciendo sonar la campanilla que tantas y tantas veces escuchó cuando era un simple aprendiz?

Sus manos aprietan el bastón con fuerza, con mucha fuerza, hasta que siente que la madera está a punto de crujir, de romperse. Entonces se gira y vuelve sobre sus propios pasos. Espera comer con Eduardo y acudir a la mina de los Férez a hablar con don Reinaldo.

—Pues claro que sabemos de su existencia —dice el alguacil Castillo apurando su copa de coñac—. Vino de Madrid a hacer unos reportajes sobre las condiciones de vida de los obreros asturianos para el Heraldo y, de hecho, ya se han publicado algunos de sus artículos. En principio no llamó nuestra atención, pero luego, poco a poco, supimos que se estaba reuniendo con ciertos grupos que están intentando organizarse.

La sobremesa en la posada de Víctor es un buen momento para poner en común los avances de la investigación. Eduardo ataca un arroz con leche y Víctor se mesa la barba mientras apura su café.

—¿Qué clase de grupos? —pregunta el juez Casamajó.

—Socialistas. Tanto en Gijón como en Oviedo. Pero no hay nada ilegal en ello.

—Por supuesto que no lo hay —apunta Víctor muy vehementemente—. ¿Y dónde para ahora este pollo?

—La verdad, no lo sabemos. Se mueve por la provincia, va de aquí para allá preguntando, tomando notas y, a qué negarlo, poniendo nerviosos a los empresarios. Pasó por varias minas y escribió un artículo sobre la situación de trabajo de los hombres, mujeres y niños en los campos. Pasó un día trabajando con ellos y escribió sobre su experiencia.

—Ese tipo sabe lo que se hace —dice Víctor.

—Sí, la verdad es que leí el artículo y era bueno. Como ustedes comprenderán, hay personas a las que no agrada que todo eso se haga… público.

—Los empresarios —Víctor.

—Exacto —continúa el alguacil Castillo—. Pero hasta ahí el hombre no había hecho nada malo. El problema se nos planteó cuando comprobamos que allí por donde había pasado el tal Vicente Hernández Gil los obreros estaban levantiscos, comenzaban a organizarse e incluso llevaban a cabo algún tipo de plante. Ahí se produjeron quejas y mis superiores dieron orden de investigar sus actividades.

—¿Y no saben dónde está? —pregunta Casamajó.

—No tenemos gente para seguirle fuera de la ciudad; además, este maldito crimen nos ha trastocado todos los planes y vamos muy liados.

—¿Y no sabían ustedes que se había entrevistado con Medina, el vecino de los Férez?

—Algo sabíamos pero no le dimos importancia. Uno de nuestros hombres, que seguía a Hernández Gil, recogió en un informe que los había visto coincidir por los campos. El periodista es, al parecer, un enamorado de la naturaleza y Medina, muy aficionado a la geología. Sabíamos que había estado en casa del terrateniente, pero pensamos que era una entrevista más de carácter científico que otra cosa.

—Ya, pues me temo que no —dice Víctor.

—De hecho… —añade el alguacil.

—¿Sí? —responde Víctor.

—Ayer hubo ciertas tensiones en la mina de Férez.

—¿Cómo?

—Parece ser que los obreros se organizaron y se han plantado. El dueño llegó a llamar a la fuerza pública. Hoy mismo se planteaban nuevas acciones.

—¿Cómo lo sabe?

—Infiltramos un policía en las reuniones de los obreros.

—Vaya, creo que deberíamos darnos una vuelta por allí, ¿no? —dice Víctor.

—Si usted lo cree necesario.

—Sí, quiero entrevistarme con Reinaldo Férez. Si le parece, Castillo, iremos usted y yo, quiero ver cómo están las cosas allí. Por cierto, Eduardo, ¿has adelantado algo con el asunto del tipo del pendiente?

—De momento ni rastro, pero lo encontraré.

—Bien, seguiremos esperando —dice el detective—. He enviado varios telegramas para comprobar las referencias que presentó la niñera. Convendrán conmigo que su desaparición es bastante rara.

—Nada es casual —dice Castillo.

—Siempre he pensado lo mismo —abunda Víctor—. No creo en las casualidades. Es evidente que el crimen se produjo en la propia casa y que hubo gente de la misma implicada: el caballerizo nos miente y anda metido en líos de asociaciones obreras, creo que a la criada «suicidada» la utilizaron como señuelo y la desaparición de la niñera apunta en una clara dirección.

—¿Piensas que José Granado estaba asociado con Cristina Pizarro, la niñera? —pregunta el juez.

—Creo que por ahí van los tiros, más o menos.

—Hemos emitido una orden de búsqueda y captura para la niñera y su hermano; si los capturamos, igual avanzamos algo —sostiene Castillo.

—De momento no podemos contar con ello —dice Víctor, que baja el tono de voz como el que hace una confidencia—. Creo que la niñera podía tener un affaire con el señor de la casa.

—¡Cómo! —exclama Casamajó.

—No me sorprendería —afirma el alguacil—. Era una moza muy hermosa y me consta que se veía asediada por multitud de pretendientes, algunos de ellos de lo más granado de Oviedo, pero ella no parecía interesarse en ninguno y es cosa extraña en una joven en edad de merecer.

—Y tan guapa —añade Casamajó.

—Por cierto, Castillo, ¿sabía usted que don Reinaldo tuvo otra esposa?

—Sí, era la madre de Ramón, el joven asesinado. Se dice que murió de tuberculosis.

—¿De tuberculosis?

—Sí.

—¿Cómo sabe usted eso?

—Hace años, cuando don Reinaldo vino a vivir aquí, se lo comentó a mi comisario.

—¿Está usted seguro de eso?

—Hombre, hace tiempo ya, pero yo diría que sí.

—Interesante —dice Víctor—. Interesante.

—Hay una cosa que quería comentarte, Víctor —apunta Casamajó con cierta desgana.

—Dime, amigo.

—Me presionan desde arriba para que procese a alguien. Quieren resultados, dicen que es malo que pase el tiempo y que no tengamos sospechoso.

—Los tenemos, demasiados.

—Ya, pero quieren tranquilizar a la ciudadanía: el gobernador, el alcalde, el regente, todos me están presionando para que acusemos ya formalmente a Navarro o a Granado. Quieren que me ponga de acuerdo con el fiscal para iniciar el proceso contra uno de los dos y que comience a tomar declaraciones a los testigos en la Audiencia.

Víctor queda pensativo, por un momento.

—Podría ser una buena maniobra de distracción, sí.

—¿Cómo?

—Sí, ya sabes, los testigos pasando a declarar, la expectación… Acusa a Navarro.

—Pero ¿estás loco? ¡Tú mismo dices que es inocente!

—Así lo creo, sí.

—¿Entonces?

Víctor se incorpora un poco en su asiento y mira fijamente al juez:

—Verás, Agustín, es evidente que nos las vemos con criminales de altos vuelos que han sabido crear tal maraña en torno al crimen que lo hace difícil de resolver. No sabemos si es un asunto de socialistas, un crimen pasional o un asunto de chantaje, por no hablar de una venganza personal de Medina o incluso de aquellos locos de los cerdos. Sabemos que no es negocio llevado a cabo por un solo criminal. Que volvieron a actuar contra la criada fallecida cuando nuestros dos detenidos estaban en la cárcel y lo sabemos porque la pobre Micaela no se suicidó. Es probable que la niñera y su hermano, un tipo violento y conflictivo, estén metidos en el asunto, y por otra parte, cabe la posibilidad de que sea un negocio llevado a cabo por agitadores como nos demuestra el hallazgo de ese libro en el cuartucho de Granado. En suma, que cuanto menos mostremos nuestras cartas, mejor. Yo le pedí a Carlos Navarro que aguantara, le pediré que lo haga un poco más. Si los facinerosos que han hecho esto creen que tenemos a otro culpable se relajarán y quizá cometan un error. Por el contrario, si procesamos al caballerizo y descubren que hemos encontrado el buen husmillo, pondrán pies en polvorosa.

—Tiene sentido eso que dices, sí —replica el juez.

—¿Y usted qué opina, Castillo?

—Que me parece buena idea. Es una estratagema brillante.

—Bien, Agustín, encárgate de hablar con Navarro para tranquilizarlo.

—Mañana mismo lo haré.

Entonces Víctor retoma la palabra para dar por terminada aquella conversación:

—Bueno, pues ahora vayamos a cumplir con nuestro deber: tú, Eduardo, a lo tuyo; Castillo y yo nos vamos a la mina y tú, querido Agustín…

—Me voy a echar una siesta, que creo me merezco.

Todos estallan en una carcajada.