16

Cuando Víctor se encuentra con doña Mariana Carave queda impresionado por la belleza de la señora de la casa. Es rubia y lleva el pelo suelto pues disfruta de una mañana soleada en su jardín, mientras vigila a sus dos hijos pequeños. Está sentada en una silla de mimbre junto a una mesa redonda sobre la que descansan una jarra de limonada y dos vasos. Frente a ella hay una silla vacía. Lleva un traje negro por el luto pero ligero, con encaje en los antebrazos que se ajusta a sus brazos largos, moldeados y perfectos. La señora le saluda con una voz dulce, suave y aterciopelada. Sus ojos son de color miel y destacan cuando el sol los ilumina.

—Buenos días, soy…

—Sí —dice ella esbozando una sonrisa—, es usted el detective, Víctor Ros.

—El mismo que viste y calza. Me dijo su marido que podía venir hoy a verla.

—Sí; de hecho, le esperaba.

—En primer lugar querría presentarle mis condolencias por la muerte de su hijo Ramón.

—Hijastro.

—¿Cómo?

—Que Ramón no era mi hijo. Era el fruto de un matrimonio anterior de mi marido. Su madre murió en el parto. Al año de aquello nos casamos y casi enseguida tuve a Enriqueta, así que se puede decir que lo crié como una madre, desde el añito de edad, más o menos.

—Vaya, desconocía ese dato. ¿Y la primera esposa de su marido se llamaba? —pregunta Víctor mientras saca su libreta de notas.

—Eva Adán.

—Bonito nombre.

—Sí, siempre me lo pareció —responde ella mirando al infinito con cierta amargura.

Víctor intenta retomar la conversación. No le agrada que su interlocutora le haya sorprendido con un dato que no conocía. Está acostumbrado a llevar la voz cantante en los interrogatorios y se siente en desventaja.

—¿Cree usted que Ramón tenía algún enemigo?

—No, en absoluto, era un joven adorable, sensible, apreciaba la buena poesía y leíamos juntos. No creo que pudiera hacer mal a nadie y menos que nadie quisiera causarle mal a él.

—¿Le vio usted discutir alguna vez con el caballerizo o con la criada que se suicidó?

—Creo que nunca le vi discutir con nadie, excepto…

—Con su padre.

Ella asiente con aire apesadumbrado. Víctor se encuentra algo turbado por la belleza de la señora. Por un momento se siente transportado en el tiempo y recuerda las sensaciones vividas con Lucía Alonso, cuando investigaba el sumario que la prensa bautizó como «El caso de la Viuda Negra». Recuerda cómo aquella mujer jugaba con él en sus conversaciones, sabedora del poder que le otorgaba su extraordinario atractivo. ¿Será consciente doña Mariana del efecto que causa en él?

—Discutía mucho con don Reinaldo, ¿era por… sus inclinaciones?

—En efecto, mi marido pretendía que volviera a lo que él llamaba «el buen camino». Era muy duro con él.

—Y usted piensa que se equivocaba.

—Es usted muy perspicaz, don Víctor. ¿Piensa introducir una cuña entre mi marido y yo? ¿Divide et impera? Sé que lo hizo usted en el caso del «Estrangulador de Sevilla» y en «El robo del diamante Felguera».

Víctor queda parado y encaja el golpe. Aquella mujer le conoce bien.

—Sí, no ponga usted cara de tonto, cualquier aficionado al mundo del crimen lo sabe todo sobre usted, ha salido más en los papeles que la reina de Inglaterra, ¿de qué se extraña?

Aquella mujer vuelve a hacerlo. Le quita el control de la conversación como y cuando quiere.

—Vaya —se escucha decir—. Es agradable que alguien aprecie tu trabajo.

—No, es usted el mejor, de eso no hay duda.

—Favor que usted me hace.

—Y aclarará las circunstancias de la muerte de Ramón, seguro.

Víctor percibe que la dama lo dice con una mezcla de miedo y amargura. ¿Por qué no habría de querer que se aclarara todo?

—Dice usted, doña Mariana, que su marido trataba con mucha dureza al joven.

—Sí, bajo mi punto de vista no se puede luchar contra la naturaleza. No nos engañemos, las inclinaciones de Ramón eran las que eran y no se podía pretender que sentara cabeza y se casara con una joven y tuviera hijos. Él mismo me confesó que la idea de estar con una mujer le repugnaba.

—¿Y qué se debería hacer, en su opinión?

—Pues dejarle estar. No totalmente a su aire, claro, pero respetar cómo era. Explicarle muy claramente que debía evitar escándalos y que debía vivir su vida compartiéndola con quien quisiera pero, eso sí, con discreción.

—¿Pudo su marido matar al chico?

—Es impensable. Mi marido adoraba a Ramón.

—Ya.

Se hace un silencio entre los dos y la dama avisa a los críos para que no se alejen tanto pues hay muchas avispas junto a las flores.

Víctor retoma el diálogo:

—¿Tenía enemigos su marido?

—Sí, claro, ese Antonio Medina…

—Su vecino.

—En efecto, no quería que su hijo se casara con mi Enriqueta, ya ve usted, como si fuera un mal partido. Creo capaz a ese hombre de cualquier cosa; fíjese que, incluso, llegó a recibir en su casa a ese periodista.

Víctor da un respingo en su silla.

—¿Periodista? ¿Ha dicho periodista?

—Sí, Vicente Hernández Gil. Vino de Madrid.

—Por los crímenes.

—Ojalá. Llegó después de lo de Ramón, sí; pero es un agitador, un socialista. Alguna vez le vi hablando con mi cochero, le llenaba la cabeza de pájaros.

—¿Cómo ha dicho?

—Sí, ese Vicente Hernández Gil, creo que le envía el Heraldo, se supone que vino a Asturias a hacer una serie de artículos sobre las condiciones de vida de los obreros. Para mí que viene a agitar más que otra cosa. Ha pasado varias veces por la fábrica de mi esposo a revolucionar a los trabajadores. Cuando se produjeron los roces con Antonio Medina me consta que éste lo recibió en su casa, no quiero imaginarme el propósito de dicha entrevista.

—Pero esto que usted me cuenta es muy interesante, ¿y sabe usted dónde se hospeda ese periodista?

—Ni idea. Pregunte a la policía.

Víctor se queda con la boca abierta. En cinco minutos de conversación aquella mujer le ha aportado más información que el resto de implicados en varios días. Entonces decide arriesgarse un poco:

—Un último detalle, es sobre la institutriz…

—Dígame. —Víctor percibe que ella se incorpora un poco y aprieta los labios. Es evidente que se ha puesto alerta.

—¿Por qué cree usted que se marchó?

—Ni idea.

—¿La despidió usted?

—No, ni se me ocurrió.

Víctor sabe que miente.

—¿Qué motivo empuja a una joven responsable como ella a desaparecer de ese modo con su hermano? —pregunta el detective.

—Qué se yo. Igual surgió algo urgente, algún familiar enfermo. Además, ¿cómo sabe usted que se marchó? Igual la han matado también.

Víctor no sabe muy bien a qué atenerse. Cuando ha pronunciado la última frase, Mariana Carave ha alzado algo la voz. Es evidente que odiaba a la joven.

—Yo sé, doña Mariana, que Cristina Pizarro se fue por propia voluntad.

—¿Y cómo puede saberlo?

—Si ha seguido usted mi trayectoria sabrá que desvelar mis procedimientos resta vistosidad a mi trabajo.

—¿Es usted un engreído?

—No, es por eficacia. Provoca desasosiego en los testigos creer que lo sé todo.

—¿Y no es así?

—No. ¿Por qué no le gustaba la niñera?

—Me gustaba. Era una buena institutriz para mis hijos.

A Víctor se le hace evidente que miente. Faustina, la criada, tenía razón. ¿Habría algo entre la institutriz y el señor de la casa? Todo apunta a que sí.

Víctor percibe que la dama está enfadada y decide dar por terminada la conversación que, por otra parte, ha sido fructífera.

—¿Y sus otros vecinos, los de los cerdos?

—¿Los Ferrández? Son inofensivos —dice ella sonriendo, más relajada—. Me llevé un disgusto con lo de mis margaritas, sí, pero son un par de locos, un matrimonio de vejetes que tratan a sus cerdos como si malcriaran a sus nietos. Nunca tuvieron hijos, ¿sabe?