15

A las nueve de la noche, El lagar de la Fea, situado en la Puerta Nueva, está repleto. Víctor y Eduardo, ya limpio y con sus nuevas ropas, hacen su entrada y Agustín Casamajó se acerca a ellos celebrando su llegada:

—¡Ya era hora! He tomado un par de culines mientras os esperaba. Ahora me llevaréis ventaja y tendré que salir a orinar primero.

Eduardo mira a Víctor poniendo cara de no entender el comentario del juez, así que contempla a su hijo y, sonriendo, aclara:

—Mira, Eduardo, cuando se entra en un lugar de éstos a beber unas botellas de sidra se paga un tanto, creo que aquí, una perrona, ¿no?

—Exacto —dice el juez.

—Bien —continúa el detective—. El caso es que por ese precio uno puede beber toda la sidra que quiera.

—¿Todo lo que uno quiera? Vaya chollo —responde el crío.

—Bueno, bueno —apunta el juez—. Hay truco: todo lo que uno pueda beber sin salir de la tasca y, claro, como aquí no hay excusado, cuando uno sale a orinar a la vuelta tiene que volver a pagar.

Eduardo sonríe sorprendido por el sistema que emplean en los lagares.

—Por eso se dice: en ese lagar cuesta «a perrona la meada», quiere decir que por una perra gorda puede uno beber tanta sidra como aguante tenga sin salir a orinar.

Los tres estallan en una carcajada y se acercan a la barra donde el tabernero, Paco Escribano, escancia sidra a discreción. Lleva el pelo largo y peina canas, pero Víctor reconoce a un viejo amigo a pesar de que el propietario del lagar pasa ya de los sesenta.

Mientras Víctor apura su primer trago de sidra, el juez comenta a Escribano:

—¿Recuerdas a este buen amigo, Paco?

El tabernero, que en ese momento escancia un nuevo vaso de sidra para el juez, se queda mirando al recién llegado y ladea la cabeza:

—Me suena su porte, pero no sabría…

—Escribano, no te acuerdas de los viejos amigos, será la edad. ¿No te acuerdas de Víctor?

Entonces el tabernero, extendiendo el índice, dice:

—Ros, Víctor Ros.

El detective asiente.

—Claro, claro. ¡Menuda liaste aquí! Se te ve algo más recio pero te conservas bien. Antes no llevabas esa barba, ¿verdad?

—Exacto. —Entonces, mirando a Eduardo, Víctor apunta—: Después de infiltrarme en la célula radical y durante los días que duró el juicio, venía aquí con el bueno de Agustín casi todas las noches. Hace muchos años de eso, ¿verdad?

—Tu padre es un tipo muy listo —dice el dueño de La Fea, y tiene un par, ojo. No sólo acabó con aquella banda que tenía en un puño a la ciudad con sus secuestros y extorsiones, sino que siempre se ha enfrentado a los abusones y a los delincuentes. Lo digo por experiencia. ¿Recuerdas, Víctor, el incidente con Ramón Aliaga? Fue aquí mismo, ahí, donde estáis apoyados.

—¿Lo de la sardina? —pregunta Víctor.

—Fue un arenque —dice el tabernero.

—Calla, calla, qué tontería —contesta el detective agitando la mano.

—No, no —apunta Agustín—, estuviste sembrado.

—Pero ¿qué pasó? —pregunta el crío.

—Mira, guaje —dice Escribano—. Es muy habitual que por los lagares pululen matones, gente sin una perra y a menudo borrachuzos que se aprovechan de los demás, pululan por aquí y por allá, pasando de un grupo a otro y al menor descuido le quitan el vaso a alguien por la cara para beber gratis. Suele salirles bien porque la gente los conoce y no se les enfrenta, les tienen miedo. Yo, cuando tengo por aquí a uno de ésos, intento echarlo porque, no creas, gente así te espanta a la clientela y no interesa que acudan a tu negocio. El caso es que había un tipo, Ramón Aliaga, que solía acudir por aquí a beber por la cara, un tipo grande, mal encarado, que se gastaba malas pulgas.

—Y Paco me lo comentó a mí para que hiciéramos algo —añade el juez—. Yo se lo conté a Víctor y me dijo: «Descuida, que eso lo soluciono yo».

—El caso es que tu padre llegó a la tarde siguiente con, aquí, don Agustín, y yo les señalé con las cejas al tipo en cuestión que se daba muchos aires. Entonces, Víctor tomó un arenque que yo tengo en esos tabales, en mitad de la barra y lo limpió metiéndolo un momento en su bolsillo, yo pensé que estaba loco. «¡Otra botella!», gritó bien alto para que el otro le oyera. Aliaga giró la cabeza y se acercó para aprovecharse. Le sacaba dos palmos a tu padre, no creas. Sirvo el primer vaso y tu padre le da un trago y lo deja sobre la mesa. Sirvo a don Agustín y vuelvo a servir a tu padre. Éste deja el vaso en la mesa, sin tocarlo. Una tentación para el matón, que lo cogió y se lo bebió de un trago. Entonces tu padre, muy serio, se encaró con él afeándole su conducta y no creas, que el otro no se achantó sino que se puso farruco. En ese momento veo que Víctor saca algo plateado del bolsillo y, haciendo el ademán de apuñalar, da uno, dos, tres golpes en la barriga del matón. El otro, creyendo que le acababan de apuñalar, salió del lagar con las manos en la barriga dando gritos y pidiendo un médico.

—Sí, sí, gritaba: «¡Me han rajao, me han rajao!» —explica el juez.

Todos estallan en carcajadas.

Escribano, secándose las lágrimas con el delantal, continúa con el relato:

—Cuando llegó a la calle, lo recuerdo como si hubiera ocurrido hoy mismo, el tipo se paró y entonces, quitándose las manos de la barriga, se dio cuenta de que no, que no le habían rajado. En ese momento, lo sigo viendo, el tipo se gira y mira hacia aquí, a Víctor, y éste, sonriendo, le enseña el arenque que agitaba sujeto con el índice y el pulgar como diciendo «¿ves?, te engañé». Todo el mundo comenzó a reírse de aquel matón que, avergonzado por su cobardía, salió por piernas y no se le volvió a ver por aquí.

—Vaya —exclama Eduardo—. ¡Qué buena historia!

Víctor mira a Escribano y le dice:

—Anda, ponle un culín de sidra a Eduardo que la pruebe.

—¿Puedo?

—Pues claro, pero sólo un traguito.

Escribano escancia con habilidad un poco de sidra en el vaso y el crío se moja los labios como con miedo:

—Está buena —dice con aire sorprendido.

—Pues claro, guaje, ¿qué te pensabas?

—¿Y cómo se te ocurrió lo del arenque? —pregunta el chaval mirando a su padre con admiración.

—Ya te he dicho muchas veces que la violencia es el último recurso. A veces tenemos que usar la fuerza en nuestra lucha contra los delincuentes, sí, pero debe ser lo último que hagamos. Esto —dice Víctor señalándose la sien con el índice— es lo único que de verdad te puede sacar de apuros. La inteligencia, hijo, y una buena formación han de ser nuestras mejores armas.

—No te falta razón, amigo, no te falta razón. Paco, pon un poco de ese queso que éstos en Madrid no lo ven ni en pintura —ordena el juez al instante.

El ambiente en el lagar es agradable y relajado. A Eduardo le llama la atención el olor ligeramente agrio del lugar, los inmensos toneles y el sonido de la sidra que cae escanciada por aquellos taberneros que llevan a cabo el ritual con mucha facilidad. La mayor parte de los clientes, asturianos de pura cepa, saben hacerlo y se sirven a sí mismos y a sus acompañantes.

—¿Cómo ves la cosa? —pregunta Casamajó mirando a Víctor.

—¿El caso? Pues la cosa está muy complicada, para qué mentirte. Ya te dije que habiendo transcurrido tanto tiempo desde el crimen la cosa se complicaba. El afinador es inocente, eso seguro.

—¿Y el otro?

—Pues sabemos que miente, cuando le pregunté si había escuchado algo en las caballerizas en la noche de autos lo negó y yo sé que mentía. Hay muchas posibilidades de que participara en el crimen.

—Pero tuvieron que ser varios. Quizá ahí entre la criada.

—¿Ves? Otro señuelo. Lo lógico es pensar que ayudó al caballerizo y que al ver que éste era detenido y que seguro cantaría, decidió suicidarse. El anillo del finado es la prueba de que participó en el crimen, pero…

—Tú crees que la suicidaron.

—Exacto. Eso nos debe hacer pensar que nos las vemos con gente muy peligrosa e inteligente. Éste no es un crimen cometido en un arrebato, no. Y el autor o autores saben lo que hacen. Mira, primero casi condenan al pobre afinador con una nota falsificada y bien falsificada, ojo. Mi amiga Clara descubrió el engaño, pero aquí coló. Cuando se comprobó la letra del finado con la de la nota encontrada en el bolsillo todos la disteis por buena.

—¡Es que las letras eran idénticas!

—Para los profanos en grafología, sí. Luego podemos deducir que alguien estuvo entrenando, imitando la letra del muerto durante bastante tiempo como para poder engañar a un alguacil, al juez, al fiscal… ¿Ves?, eso requiere planificación. Y casi consiguen su propósito. Y una vez que decidís reclamarme aquí para que ayude a la ciudad, ¿qué ocurre? Que justo cuando descubrimos dónde mataron de verdad al pobre chaval, se suicida la criada.

—Y con el anillo robado en una mano.

—Exacto, todo resuelto. Es decir, alguien se empeña en darle todo mascado y bien mascado a la policía y al juez instructor. De no ser…

—Por ti.

—Espero ser el factor que no han tenido en cuenta. Pero, ojo, no desveles ni una sola de mis sospechas. Es más, estoy barruntando…

—¿Sí?

—Ya hablaremos. Y además súmale el asunto de la niñera desaparecida, de su hermano el malaspulgas y no te hablo ya del vecino rencoroso que juró vengarse.

—Y los de los cerdos —apunta Eduardo.

Víctor asiente sonriendo y pone cara de armarse de paciencia:

—¿Veis? Otro frente abierto que no podemos desdeñar. Además, con respecto al asunto de la nota, Eduardo ha dado con algo. Un tipo con un aro en la oreja estuvo pululando por las habitaciones de los huéspedes de La Colunguesa en los días del crimen. Creo que pudo ser quien deslizó la nota en el bolsillo del chaleco de Carlos Navarro.

—¿Un tipo con un aro en la oreja, dices?

—Sí. ¿Te suena alguien así? Esto es casi un pueblo y os conocéis todos.

—No, no recuerdo a ningún varón en Oviedo que lleve algo tan raro.

—Es cosa de marineros. Quizá venga de Gijón o de cualquier pueblo costero. Le he dicho a Eduardo que recorra toda la ciudad buscándole, que pregunte. Al parecer es un tipo con mala pinta y lleva el pelo largo.

—Esto es muy complicado, Víctor.

—Y no hemos hablado del libro hallado en el cuarto del caballerizo.

—Socialistas —dice Casamajó.

—Otra posible vía de investigación —contesta el detective con cara, ahora, de preocupación.

—La imprenta Nortes —Casamajó.

—La imprenta Nortes —Víctor.

—¿Vas a enviar al alguacil Castillo?

—No, iré yo en persona.

—¿Estás seguro, amigo?

—Estoy seguro, hay que tener valor para enfrentarse al pasado, no queda otra. Eduardo, hazme el favor, acércate al final de la barra y dile a Escribano que cuánto se debe. Luego te sales fuera. ¿Tienes sed?

—Sí, padre.

—Bien, pues echa un trago en la fuente que hay donde se junta esta calle con la otra Puerta Nueva.

—¿Cómo?

—Sí, hijo, a ésta le llamamos Puerta Nueva, pero se llama Puerta Nueva Alta, vete donde se junta con la que llamamos Puerta Nueva Baja y verás la fuente: el caño de la Capitana. Nada más salir te toparás con ella.

—De la Capitana.

—Sí, hijo. ¿Sabes por qué se llama así?

El crío niega con la cabeza.

—Porque dicen que fue costeada por una viuda de posibles, la que fue mujer de un capitán de los Tercios de Flandes. La construyó en su memoria aprovechando las aguas procedentes del acueducto de Pilares.

—¿Cómo sabes todas esas cosas, padre?

—Trabajé aquí, ¿recuerdas? Cuando uno llega a un lugar, cuantas más cosas sepa del mismo, mejor. Hay que leer todo lo que se pueda y más, hijo. Y ahora espérame fuera. —Aprovechando que el crío se ausenta, Víctor baja el tono de voz—: ¿Sabes, Agustín? Volviendo al asunto de la imprenta: durante todos estos años supe que había dejado aquí una cuenta pendiente. Lo sabía y no lo quería ver, o mejor dicho, lo apartaba a un lado cada vez que lo recordaba.

—Cumpliste con tu deber, Víctor.

—No, Agustín, fui un miserable.

—No podías actuar de otra forma.

—Eso es otra cosa. Pero eso no me exime de culpa. No fui ni a verla a la cárcel, a interesarme por ella, ¿y sabes por qué?

—¿Por qué, Víctor?

—Porque me ocurría lo que ahora, no tenía valor a ponerme delante de ella. A que me mirara con esos ojos tan hermosos que tenía y me dijera: eres un traidor. No quería sentir su desprecio, Agustín.

—No debes pensar así, tú estabas haciendo tu trabajo.

—Demasiado bien, ¿quién me mandaba meterme en líos?

—Si no te hubieras infiltrado no habrías llegado a ser el subinspector más joven de la historia del cuerpo, Víctor. La idea fue tuya. A nadie se le había ocurrido hacerlo hasta entonces. No estarías donde estás ahora.

—O sí. Quedándome en mi sitio y haciendo mi trabajo con cabeza entre tanto cabestro habría ascendido tarde o temprano. Pero me podía la ambición, amigo. Quería ser el mejor policía de España.

—Y lo conseguiste.

—Sí, pero ¿a qué precio?