14

Víctor Ros aguarda sentado en la sala para visitas. A su lado, en sendas sillas descansan el juez Casamajó y el alguacil Castillo. Cuando José Granado entra en el cuarto va esposado y es acompañado por los dos guardianes de antes. Ros ni levanta la mirada de sus notas y le ordena:

—Siéntese.

—¿Le quitamos las esposas? —dice uno de los guardias.

Ros levanta, ahora sí, la mirada, y con aire despectivo contempla al reo añadiendo:

—¿A quién? ¿A éste? Ni se les ocurra.

Granado es un tipo recio, más bien alto y de cuello ancho. Se nota que se ha ganado la vida ejerciendo trabajos duros, sus manos le delatan.

—Siéntese, Granado, siéntese —dice el detective con un tono muy distinto al de la entrevista anterior.

—¿Nos vamos? —pregunta el otro guardia.

—Ni se les ocurra, es posible que les necesite. Igual tienen que darle un repaso a este tipo si no colabora.

Los dos guardianes se miran extrañados. El detective parece otra persona comparado con el tipo amable y solícito que entrevistó al preso anterior.

—Veamos —dice Víctor mirando unos papeles—. Según consta aquí, usted se hacía llamar Alberto Castillo Baños, ¿correcto?

—Sí, señoría, y bien que lo lamento. Ése es el motivo de que esté aquí.

—No soy autoridad pública, no me vuelva a llamar así. Si acaso, don Víctor. No va usted a olvidar mi nombre, ¿comprende?

El otro asiente mientras que el miedo se lee en su rostro. Es en ese momento cuando Víctor, en un gesto lento y efectista, saca un paño de su maletín. Lo extiende y sobre él quedan dispuestos un destornillador, unos alicates, astillas de madera, una caja de cerillas y unos fragmentos de cristal.

—Espero no tener que utilizarlos. —Y guiñando un ojo con disimulo al alguacil, añade—: Castillo, ¿ha ordenado usted que me traigan el delantal de mi posada? No quisiera mancharme el traje nuevo.

El policía queda, por un momento, parado, pero enseguida contesta ágilmente:

—Sí, sí, claro, ya lo traen. Las manchas de sangre luego no hay forma de quitarlas, ¡que se lo digan a mi mujer!

Víctor sonríe para sus adentros. Castillo es un tipo bragado y le ha seguido bien el juego.

—No vaya usted a mearse encima —dice mirando al preso—. No hemos empezado aún y luego recordará esta fase del interrogatorio con nostalgia. ¿Por qué usaba un nombre falso?

—Para conseguir un trabajo, todo el mundo recuerda el crimen que cometió mi hermano y por eso tuve que salir de la ciudad y buscarme la vida. Comprobé que con otro nombre me contrataban y estuve trabajando en Mieres. Luego me salió la oportunidad de trabajar en Casa Férez y no me lo pensé.

—¿Y qué me dice de esto? —apunta Víctor levantando con su mano el Manual del buen revolucionario.

El preso se pone pálido y ladea la cabeza. Sabe que aquello empeora su situación.

—Nada.

—¿Cómo que nada? ¿Pertenece usted a algún grupúsculo clandestino?

—No, no. ¡Por Dios!

—Ya.

—No, yo le juro… Mire, cuando sucedió lo de mi hermano me vi convertido en un apestado. Esta sociedad te condena ya por el hecho de haber nacido pobre, ignorante o minero. ¿Acaso eso es justo? Yo he vivido en mis propias carnes lo que es estar condenado sin haber hecho nada. Mi hermano cometió un crimen execrable, pero yo no soy mi hermano y no me pueden culpar por lo que él hizo, no es justo. Siempre fui honrado, nunca cometí delito alguno y nadie me daba trabajo. ¿Dónde está demostrado que se herede la tendencia al crimen? ¿A qué tanto prejuicio? Por eso empecé a leer textos radicales, revolucionarios, porque creo que todo esto debe cambiar. Pero no, no pertenezco a ningún grupo revolucionario, no quería problemas.

—¿Y cómo consiguió este libro?

—Fui a la librería y lo compré.

—Estas cosas no están en el escaparate, no me tome por idiota.

—Un día escuché a unos mineros, en un lagar. Eran socialistas. Me dijeron que en la imprenta Nortes se podía comprar literatura prohibida y allí que me fui.

—Ya —vuelve a repetir el detective con aire escéptico—. Vamos a lo que me interesa. Desabróchese la pechera.

—¡No! ¡No! —grita el otro, desesperado.

—¡Sujétenlo! —ordena Víctor.

Los dos guardias han de emplearse a fondo para sujetar a aquel mozo, hasta que Víctor logra colocarle el fonendoscopio en el pecho.

—Tranquilo, esto no le va a doler. ¿Comprende?

El preso, que apenas si puede mover la cabeza al hallarse sujeto por los guardias, mueve los ojos de lado a lado y asiente como buenamente puede.

—¿Se llama usted Alberto Castillo?

—No.

—¿José Granado?

—Sí.

—¿Es usted de Oviedo?

—Sí.

—¿Estaba usted en la noche de autos en su cuarto?

—Sí.

—¿Escuchó algo raro en las caballerizas?

—No, dormía.

—¿Acaso quieres hacerme creer que mataron al señorito en el cuarto de al lado y que removieron la paja de medio establo para ocultar la sangre, y que tú no escuchaste nada?

Casamajó se percata de que Víctor ha pasado directamente al tuteo para intimidar cada vez más al interrogado.

—Así fue, se lo juro. Yo dormía, me aticé una botella de aguardiente y casi perdí el conocimiento.

—Esto dice que mientes —apunta Ros señalando al estetoscopio—. Y esto no se equivoca.

El preso mira aquel instrumento demoníaco que lee las mentes y añade:

—No, no. ¡Yo dormía, no pude oír nada!

—Mientes y lo sabes. Hacían falta al menos dos personas para asesinar y transportar un cuerpo hasta el camino. Y si mientes es porque estás implicado.

—No, no, ¡eso no es verdad! ¡Lo juro!

—Tenías problemas con el señor Férez.

—Le juro por Dios que no maté al señorito, de verdad. Mucha gente tenía problemas con don Reinaldo, pregunte por ahí.

—¿Dónde está la niñera?

—Pues en la casa, vive allí.

—La niñera ha desaparecido, ¿te acostabas con ella?

—¡No!

—¿Sabes dónde está?

—No, lo prometo, no sé nada de ella. Apenas si me dirigía la palabra, era una dama.

—Ya. No vas a salir de ahí, ¿no?

—Tortúreme si quiere, pero soy inocente. Mi único crimen fue cambiarme el nombre y me arrepiento, pero no he hecho nada malo. Leer esos libros si acaso, y no me arrepiento, dicen verdades como puños.

Víctor queda pensativo por un momento. En el rostro del reo se lee el terror a la tortura. Su cara evidencia que le han tratado con dureza desde su detención.

—Llévenselo, he averiguado lo que necesitaba. No es necesario perder más el tiempo —sentencia Ros—. Y usted, amigo, o nos cuenta lo que esconde o lo llevan al garrote, que lo sepa, y yo no podré hacer nada por salvarle.

—¿No tienes padres? —pregunta Eduardo a Julia mientras le tiende una pera que saca de su bolsillo. Ambos están sentados en la baranda de madera del pequeño porche que hay en la parte trasera de la casa, con los pies colgando.

—No.

—Yo tampoco —responde él sacando otra pera que guardaba para sí.

La niña muerde la fruta y apunta:

—Está dulce.

—Las robé en un huerto viniendo para acá.

Los dos críos permanecen en silencio, por un rato, mirando al infinito. La tarde es fresca pues el día es gris y el cielo amenaza lluvia.

—Me pregunto qué debe de sentirse —dice ella.

—¿Qué debe de sentirse? ¿Dónde? ¿Cuándo?

—Teniendo padres. Viviendo en una casa normal donde alguien se preocupa por ti y te cuida.

—Debe de ser algo maravilloso —responde el crío pensando en Víctor Ros y su nueva familia. No puede evitar el recuerdo de otra vida y otra ciudad, Barcelona, cuando cada día era una dura prueba para sobrevivir, comer algo, lo que fuera, y salir adelante—. ¿Tu padre murió? —pregunta a la niña.

Ella ladea la cabeza, avergonzada.

—No lo conocí.

—Vaya, lo siento. ¿Y tu madre?

—Era una descarriada. Murió. Creo que estaba loca, por la sífilis.

Eduardo asiente, un chico criado en la calle como él sabe que en las últimas fases de la enfermedad el afectado queda senil pues el cerebro se ve degradado por la infección.

—Ella me abandonó en la puerta del Hospicio —relata Julia, apenada—. Las monjas me entregaron hace tres años a mi patrona, para que tuviera un hogar.

—Y te explota, claro.

La niña asiente. No hace falta decirlo, pero ella no será la primera ni la última. Esa arpía de doña Angustias está acostumbrada a hacerlo; cuando necesita una nueva fregona, acude al Hospicio y se lleva una niña. Le sale barato, por la manutención y un cuchitril donde dormir tiene una empleada a tiempo completo. Las jóvenes, a la mínima, se fugan con algún cliente por escapar de aquella situación. Según cuenta la propia doña Angustias, todas esas descarriadas terminaron mal por ser unas ingratas. Es una amargada que advierte continuamente a Julia del peligro que supone entregar la honra a un cliente. La cría no sabe siquiera qué es eso. No se atreve a preguntarlo pero debe de ser algo muy grande.

—¿De dónde eres? —pregunta ella.

—De Barcelona.

—¿Y qué haces tan lejos de allí? ¿Es bonita?

—Hago lo que quiero, vivo la vida y voy de aquí a allá. Y sí, es bonita, y fea. Depende de si tienes dinero y de dónde vives.

—¿Y no te da miedo ir de aquí para allá así? ¿Solo?

—No, en absoluto, sé cuidar de mí mismo.

La niña sonríe y asiente. A pesar de los roñetes que casi le ocultan la cara, ahora aclarados por los regueros que dejaron las lágrimas, es muy guapa. Envidia la suerte de Eduardo, poder viajar de aquí para allá, ser independiente, valiente y saber luchar. Ella no puede escapar del lugar donde vive, pero le encantaría. Si él quisiera sacarla de allí se iría sin dudarlo; aunque es un desconocido, confía en él. Es valiente y decidido.

—Sí —dice—. Te he visto despachar a esos idiotas como si fueras un guardia.

Eduardo sonríe. Algún día lo será, policía. El mejor, o eso pretende Víctor.

—¿Y cómo sobrevives?

—Pues voy de aquí para allá, trapicheo…

—¿Y la comida?

—Pues compro algo con mi dinerillo, si lo tengo. Cuando no hay nada, pues algo me agencio…

—¿Agencio? Dirás que robas.

—Sí, claro.

—Eso está mal.

—Robar para comer no es robar. Lo decía mi padre.

Ella asiente como si Eduardo, su héroe, tuviera razón en todo. Entonces queda mirando al frente, como ida.

—¿Te pasa algo? —pregunta él.

—No, sólo es que tú te irás y ellos volverán.

—Has visto cómo han huido, además, me aseguraré de que no te molestan.

—Lo hacen continuamente, todo el mundo sabe lo de mi madre y me tratan con desprecio. Como si yo fuera culpable de la vida que llevó.

—¿La recuerdas?

—No.

—Lo siento.

Ella sonríe con cierta amargura en el rostro.

—No tienes que preocuparte, yo estoy aquí para protegerte.

Julia no parece muy convencida, así que Eduardo da un paso más para tranquilizarla. Le parece un ángel y nadie va a maltratarla más mientras que él esté cerca.

—Julia, ¿te cuento una cosa?

Ella le sonríe y dice que sí.

—Yo no soy un mendigo.

—¿Cómo? —apunta ella señalando sus ropas, la suciedad, el pañuelo andrajoso anudado al cuello.

—Sí, sí, sé lo que parezco. Pero esto es un disfraz.

—No te entiendo.

—No debes decir nada. Estoy en una misión, ¿comprendes?

Ella asiente.

—Mira, fui adoptado por un gran hombre, se llama Víctor Ros. Era policía y me sacó de las calles. Él, de niño, era como nosotros, pobre, era un delincuente en Madrid, en la Latina, pero un sargento de policía, don Armando, le ayudó a convertirse en policía. Ahora es detective privado y estamos aquí investigando un caso.

—¿El del asesinato de la Casa Férez?

—Sí. Y no debes decir nada. Yo me visto de esta forma, como hacía antes, y me muevo por la ciudad, ayudo a mi padre.

—¿Te tratan bien?

—Sí, muy bien. Estudio en un colegio interno y paso con ellos las vacaciones, tengo un cuarto para mí solo y trato de cuidar de mis dos hermanos pequeños.

—Tienes suerte.

—Sí, mucha, lo sé.

—¿Y qué hacías por aquí? ¿Por la posada?

—Vine a hacer unas averiguaciones. Y ahora me alegro por ello. Ya sabes, nos hemos conocido.

Ella se pone colorada.

—¿Qué clase de averiguaciones?

—Sobre el afinador de pianos.

—Dicen que es el culpable, que él lo mató. Dicen que eran… novios. ¿Te das cuenta? ¿Dos hombres?

—Es inocente.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Créeme.

—A mí me cae bien, me da pena que esté preso. Siempre me trataba con cariño, no como si fuera escoria. Me parece un buen hombre.

—¿Quieres ayudarle?

—Sí, claro.

—Bien, supongo que conocerás a todos los huéspedes de la posada.

—Por supuesto.

—¿Has visto algo raro?

—¿Como qué?

—Mira, Navarro está en prisión porque encontraron una nota en uno de sus chalecos. Una nota en que el muerto le citaba en la puerta de su casa justo a la hora en que fue asesinado, ¿me sigues?

—Claro, todo el mundo sabe eso.

—Pues la nota es falsa.

La chica exclama sin poder contenerse.

—¡Vaya, entonces es inocente!

—Exacto, eres lista.

—Pero ¿y cómo sabes que la nota es falsa?

Eduardo explica a Julia qué es la grafología, la existencia de Clara Tahoces y su informe.

—Ya —dice ella pensativa—, tiene sentido.

—Por eso sospechamos que alguien puso esa nota en su bolsillo.

—Ese alguien es el asesino.

—Correcto.

—Pues ¿sabes? Hace cosa de unas semanas, no estoy segura del todo, pero debió de ser más o menos cuando se produjo el crimen…

—¿Sí?

—Ocurrió una cosa rara.

—¿Qué cosa?

—Iba yo a hacer las habitaciones de los huéspedes de la planta baja cuando, al entrar en el pasillo donde están las mismas, me encontré con un tipo raro que salía.

—¿Raro?

—Sí, tenía mal aspecto. Muy malo. Me pareció extraño pues ésa es una zona privada, y de hecho él dijo: «Perdona, niña, creo que me he perdido», y salió a toda prisa de allí.

—¿Y era un huésped?

—No, no lo había visto en mi vida.

—¿Y venía del cuarto de Navarro?

—Eso no lo puedo saber. Yo lo vi en el pasillo. Pero me extrañó porque a esa parte de la casa sólo acceden los huéspedes, en el comedor sí que suele haber desconocidos porque aquí también se sirven comidas, pero en las habitaciones de abajo y arriba sólo entran los clientes que se alojan en la posada.

—Ya. Igual era una visita.

—No, eso seguro que no. Navarro no estaba, había dos habitaciones vacías y los otros dos huéspedes no tienen a nadie. Uno es un señor mayor, de Burgos, que pasa aquí largas temporadas y que es un huraño, y el otro, un viajante de comercio que estaba fuera.

—¿Y cómo era, el tipo ese?

—Feo, raro, parecía un pirata.

—¿Un pirata?

—Sí, llevaba el pelo algo largo y en la oreja…

—¿Sí?

—… en la oreja tenía un aro.