13

¿Se llama usted Carlos Navarro?

—¿Cómo?

—Que si se llama usted así. Responda.

—Claro.

—Responda, le digo: ¿sí o no?

—Sí.

—¿Nació en Zaragoza?

—Sí.

—¿Ha estado usted en Londres?

—No.

—¿Estuvo en el ejército?

—No.

—¿Es usted afinador de pianos?

—Sí.

—¿Ha estado alguna vez con una mujer?

Silencio.

—Responda —insiste Víctor con fastidio.

—Sí, no me gustó.

—No hace falta que entre en detalles. ¿Mató usted a Ramón Férez?

—No —responde el preso, que comprueba que Víctor no ha dejado de mirarle al rostro y a los ojos durante el breve interrogatorio.

—Suficiente —dice el detective—. Encienda el cigarrillo mientas guardo esto en su estuche. Es carísimo.

Víctor se toma su tiempo en lo que parece una pausa muy estudiada. Al fin, mira a su interlocutor y dice:

—Don Carlos, debe usted de estar tranquilo. Hágame caso, nada tiene que temer. Es usted inocente y yo lo sé. Así se lo voy a comunicar a las autoridades, al fiscal, y al juez, mi amigo Casamajó, no tenga cuidado.

Navarro emite un largo suspiro de alivio y comienza a sollozar.

—Lo sé, lo sé, amigo —dice Víctor dándole unas palmaditas en la mano—. Pero ahora es necesario que esté usted más fuerte que nunca, que aguante.

—¿Que aguante? ¿El qué?

—Aquí, será por poco tiempo.

—¿Cómo? —responde el otro que no puede creer lo que oye, aquel tipo está loco—. No juegue conmigo, ¿no dice que sabe que soy inocente?

—Y lo es. No hay duda. Está científicamente comprobado.

—¿Entonces? —responde el preso mirando a Víctor como si fuera tonto.

El detective sonríe.

—Ya veo, no me he explicado bien. Perdone usted, don Carlos, me pasa mucho. Mi cabeza va demasiado rápido y me adelanto. Disculpe, disculpe. Veamos, es usted inocente y yo que soy ahora mismo el investigador plenipotenciario de este caso lo he averiguado, ¿de acuerdo? Eso debería bastarle, quede usted tranquilo que no irá al garrote.

El otro asiente.

—Bien, pues ahora necesito que haga un pequeño esfuerzo. Le han tratado mal aquí, ¿no?

—No se hace usted una idea.

—Bien, hablaré con las autoridades y se terminará todo: las palizas, los insultos, la mala comida. Descuide que yo me encargo.

—Ya le he visto tratar a los guardianes.

—¿Ve? Pero si ahora le soltáramos, los verdaderos culpables sabrían que hemos llegado a la conclusión de que es usted inocente y que, probablemente, estamos sobre su pista. Son gente inteligente, muy retorcida. Por eso necesito que siga aquí unos días. Aguante, amigo, me encargaré de que le traigan comida en condiciones, tabaco, libros, de que no esté en contacto con los presos comunes. Pida usted todo lo que necesite e intente aprovechar el tiempo. Tenga paciencia, pero le necesito aquí.

—Para engañar a los verdaderos culpables.

—Sí, eso es.

—¿Culpables?

—Sí, son más de uno. No tengo duda al respecto.

—¿Y cómo lo sabe?

—Es mi trabajo.

El afinador de pianos pone cara de pensárselo.

—Quiero salir, no aguanto.

—Amigo, le digo que su situación aquí va a mejorar, será cosa de días, quizá una semana, no más. Deme tiempo.

Navarro pone cara de pocos amigos.

—¿Sabe cómo me han tratado? ¿Sabe lo que he sufrido aquí? ¡Han intentado lincharme dos veces! Y ahora que veo la posibilidad de salir por esa puerta y perderme, abandonar este pueblucho asqueroso para siempre, me pide usted que siga en este agujero.

Se hace una pausa.

—¿Quería usted a Ramón?

Navarro mira al suelo con aire melancólico. Víctor cree adivinar cómo una lágrima asoma a sus ojos.

—Sí, mucho —contesta.

—Pues entonces querrá usted que sus asesinos acaben en el garrote, ¿no? Esas personas no sólo mataron a Ramón, sino que también colocaron en el bolsillo de su chaleco una nota incriminatoria. Una falsificación, muy buena por cierto, que le iba a llevar a usted al garrote. Eso requiere mucha planificación. No lo mataron en un arrebato. Fue un asesinato premeditado, concebido por una mente fría que no dudó en asesinarle e intentar cargarle a usted con la culpa. De no ser por mi intervención, bueno, por la de mi amiga Clara Tahoces, grafóloga, usted lo tendría realmente crudo. ¿De verdad quiere que esos hijos de puta se vayan de rositas?

Se hace un nuevo silencio.

Entonces, el rostro del afinador, un tipo sensible, quizá demasiado blando para aquello, se endurece y responde:

—Cuente conmigo. Aguantaré lo que haga falta. Por Ramón. Pero usted, cácelos.

—Descuide, amigo, se lo prometo.

Una niña rubia, de ojos azules y vestida casi como una mendiga, se esfuerza en fregar de rodillas el porche de la posada La Colunguesa. A pesar de lo humilde de su atuendo, la cría viste con pulcritud: lleva ropa usada, recoge su hermoso pelo hacia atrás con un pañuelo y tiene las manos desgastadas por el trabajo duro de fregona. Apenas si ha cumplido doce años.

La Colunguesa es una posada de mucho trasiego, situada en el Campo de la Lana, lugar de paso de viajeros, comerciantes y tratantes de ganado que acuden a Oviedo a hacer sus negocios. De esa zona parten las diligencias hacia Cangas del Narceo o Tineo y a las zonas de costa como Luarca, Navia, Tapia y Castropol.

De pronto, una piedra impacta en la frente de la chiquilla, que rueda sobre sí misma cayendo de lado. La pobre se incorpora a cuatro patas para ver cómo sus verdugos la martirizan una vez más.

—¡Hija de puta, hija de puta! —corea al unísono una pequeña banda formada por cuatro pilluelos mejor vestidos que ella. Creen que por tener una familia son mejores que una pobre huérfana que trabaja como criada de sol a sol en una posada.

—¡Tu madre era una zorra, una fulana! —grita uno de ellos, el cabecilla. Se llama Tomás y su padre es cordelero en la calle del Postigo. Es el más alto de todos, un matón. Lleva una bosta de vaca sujeta con un trapo y se dirige hacia ella con la intención de arrojársela.

—Llénala de mierda, Tomás, es escoria —grita otro de los desalmados animando al jefe.

Julia apenas sabe reaccionar. Baraja levantarse y correr hacia el interior de la posada, pero, por otra parte, si aquel cabestro mancha el porche de mierda de vaca, su patrona le dará una buena tunda. Son unos segundos preciosos y el otro es más rápido, decidido y cruel que ella.

Pero, en ese momento y por una vez, se produce un milagro. Una sombra se interpone entre los dos. Es algo más bajo que Tomás y lleva gorra. Está de espaldas. Si mediar palabra se planta ante él y alza la mano derecha como indicándole que se pare.

—¡Vaya! ¿Y quién es éste? ¿Otro pordiosero? Pues para ti la mierd…

Cuando el matón hace ademán de echar el brazo hacia atrás para dar impulso al proyectil, el recién llegado le propina una patada en los testículos que le hace doblarse como un fardo. En ese momento y sin dudar un segundo, el desconocido, apenas otro crío, coge con la zurda el pelo de su víctima que se agacha sin resuello y con la diestra saca un puñetazo de abajo arriba que hace que Tomás caiga hacia atrás desplomado como un peso muerto.

Parece inmóvil y tiene la nariz deformada. Le sangra. Está como ido.

Entonces los otros tres se lanzan a por el misterioso desconocido, un mendigo, que de un salto gana el porche y coge la escoba de Julia. Al primero que viene le rompe el palo en la cara, por lo que el atacante sale despedido con las manos en el rostro. Los otros dos dudan. Se paran. El salvador de Julia tiene dos fragmentos del palo de escoba en cada mano. Están astillados.

—¿A quién queréis que raje primero? —dice con una frialdad que produce miedo. Está claro que es capaz de hacerlo.

Antes de que Julia, a cuatro patas, pueda esperar una respuesta, los dos matones han salido corriendo. El otro, el de la cara rajada, ha saltado la valla de madera, y Tomás se retuerce de dolor frente a ellos tumbado en el suelo.

El desconocido se acerca al jefe de los matones y le dice:

—Tú, media mierda, ¿cómo te llamas?

—Hijo de puta, las pagarás…

Un puñetazo en la nariz rota le hace aullar de dolor.

—Te he hecho una pregunta que no voy a repetir.

—Tooo… Toomás.

El desconocido agarra al muchacho por el pelo y le retuerce la cara sobre la bosta de vaca. Cuando ve que su presa se ahoga, le dice muy serio, con calma:

—Mira lo que te digo, cobarde. Si algo le pasa alguna vez a esta chica… o alguno de ésos, o tú, os asomáis por aquí, te juro que te mato, esa misma noche y en tu propia cama. ¿Entiendes?

—Sí… Sí…

—Cuando la veas por la calle, cruzas de acera. Si alguna vez te veo caminar por la misma calle que ella, te mato. ¿Mensaje recibido? ¿O necesitas otro apretón en la nariz?

—Sí, sí, entendido, entendido.

—Bien, pues ahora corre como lo que eres, un cobarde. Ah, y ve al médico. Tienes rota la nariz.

Entonces, el salvador se gira y Julia comprueba que es, en efecto, un pilluelo. Sucio y desarrapado, con la cara llena de roñetes y hollín —quizá del trabajo en la mina— que la mira con unos ojos grandes, hermosos y negros y una gran sonrisa en la cara. Le parece guapísimo. Su caballero andante.

—¿Cómo te llamas? —acierta a balbucear.

—Eduardo —dice él ayudándola a levantarse galantemente—. ¿Y tú?

—Julia.