Bien —dice Víctor terminando su última cucharada de fabada—. Después de imaginar que Navarro era inocente acudimos con Minucias para hacernos una idea de dónde había sido asesinado el pobre chaval. Según todos los testimonios, no había grandes manchas de sangre en el lugar en que fue hallado el cadáver pero sabemos, por el informe del forense, que las heridas afectaron a vasos y órganos que aseguran una profusa hemorragia. Como habrás comprobado, Agustín —prosigue Víctor mientras se asegura de que el chico le escucha—, el perro nos ha llevado a un montón de paja que había dentro de las caballerizas.
—Luego el crimen fue cometido dentro de casa —dice Casamajó.
—Y hace falta alguien muy fuerte para trasladar un cuerpo durante ese trayecto y arrojarlo por encima del murete de piedra —aclara Víctor.
—Luego eso asegura la participación de, al menos, un hombre en el crimen —añade el crío.
—Vaya, razona de la misma forma que tú, Víctor.
—Es mi hijo y le he enseñado lo poco que sé. Pero sigamos, sigamos: el crimen fue cometido en las caballerizas y alguien se tomó su tiempo en cubrir con un gran montón de paja los enormes charcos de sangre que, aún a día de hoy, siguen siendo visibles. El caballerizo dormía a apenas unos metros de allí, ¿cómo no pudo escuchar nada? ¿Cómo no se percató de que esa gran cantidad de paja había sido cambiada de lugar? ¿Me seguís?
—Es un posible sospechoso —apunta Eduardo.
—Después visitamos la habitación de la criada que se suicidó. Dejaremos el asunto de la institutriz para más tarde. Y resulta que la pobre desgraciada se ahorcó llevando en la mano un anillo que pertenecía al finado.
—Otra sospechosa.
—Demasiado evidente —dice Víctor—. El caso es que inspeccionando su cuarto y teniendo en cuenta que era una joven de baja estatura, llama la atención que escogiera una viga muy alta, a la que le hubiera costado bastante enganchar la cuerda.
—La podía lanzar perfectamente por encima de la viga —añade el crío acertadamente.
—Sí, sí, hijo, no te falta razón. Pero al fondo de la habitación, un poco más allá, hay otra viga más accesible y que por su altura le hubiera permitido perfectamente cumplir con su propósito. ¿Qué te hace pensar eso, Eduardo?
—Que no se ahorcó. Alguien la colgó.
—Correcto. Seguid el razonamiento, ojo: sabemos que Navarro es inocente, alguien se molestó mucho en hacer que pareciera culpable, el caballerizo pudo estar perfectamente implicado y, para rematar, alguien de dentro de la casa quita de en medio a una criada, dejando en su mano un anillo del muerto.
—Alguien ha estado muy interesado en alejar la investigación de la verdad —dice el juez.
—En efecto. De momento sabemos que es alguien de dentro de la casa y que al menos uno es un hombre. Y fuerte.
—¿Cómo sabes que hay más de uno?
—Cuando la criada se ahorcó, el caballerizo estaba en la cárcel —interviene Eduardo.
—Claro, claro, es verdad —dice el juez entusiasmado—. Comienza a gustarme esto que hacéis.
—No es tan difícil. Sigamos. Alguien de la casa, más de uno. Uno de ellos es un hombre, y el otro puede que también, pues ahorcó a la criada. Y encima, para rematar, la institutriz desaparece. Sabemos que se fue voluntariamente porque se llevó su diario y resulta que acudió a la cabaña donde reside su hermano y éste abandonó la casa al instante, suponemos que con ella. Un tipo al parecer violento y de mal carácter. ¿Tenemos o no sospechosos?
—Yo diría que ya has resuelto el caso, Víctor —dice el juez.
—No tan rápido —advierte el detective, alzando la mano—. Tenemos muchas comprobaciones que hacer y hay otros sospechosos aunque, la verdad, la fuga de la institutriz y el carácter del hermano nos encarrilan en esa dirección, bien es cierto. Espero que los detengan en breve.
—He cursado la orden de busca y captura. Caerán pronto.
—O no. Son gente inteligente. No hablamos de unos tuercebotas que degüellan a un tipo en un callejón. Mataron al chico y consiguieron una falsificación bastante fiable de una nota suya para inculpar al afinador. Es probable que lograran hacer su cómplice al caballerizo y encima consiguen simular el suicidio de una criada. Cuidado, esta gente sabe lo que se hace.
—¿Y por qué huir así, de pronto? —pregunta Casamajó.
—Algo ha cambiado sus planes, está claro —dice Víctor.
—¿El qué?
—Quizá mi llegada. Envié anoche a Castillo para pedir permiso al señor de la casa para usar un sabueso. Sospecharían que acabaríamos dando con el lugar donde se cometió el crimen.
—Pero de la nota no saben nada.
—Ni debe saberlo nadie. Ya le he dicho a Castillo que no suelte prenda.
—¿Y Navarro?
—Encárgate de que lo traten lo mejor posible. Sé que es lamentable mantener en la cárcel a un inocente, pero cuanto menos crean los sospechosos que nos acercamos a ellos, mejor. Y ahora, ataquemos ese arroz con leche, que esta tarde tenemos trabajo. Yo en la cárcel y Eduardo en la pensión de Navarro. A ver si averiguas quién dejó la nota en el traje del afinador.
Víctor, Casamajó y Castillo se trasladan en el coche de Julián a la cárcel de Oviedo.
—Tienes que ir a ver al alcalde, presentarle tus respetos —dice el juez mirando muy seriamente al detective, que pone cara de pocos amigos—. Es un mero formalismo, no seas cabezota.
—De acuerdo, iré, pero déjame un par de días de margen. El tiempo es oro y me temo que los hermanos pueden haber puesto pies en polvorosa; el caballerizo puede ayudarnos.
—¿Y el afinador? —pregunta el alguacil—. ¿No va usted a entrevistarse con él?
—Sí, claro.
—Pero no le cree culpable.
—Es inocente. ¿Por qué iba a falsificar la letra de su amante en una nota que le autoinculpaba? Alguien lo hizo y ése es el verdadero culpable.
El coche de punto no tarda en llegar a la Cárcel Modelo de Oviedo. Víctor hubiera ido andando, pues, acostumbrado a las distancias de Madrid, la pequeña ciudad asturiana se le antoja minúscula, más pequeña incluso que cuando llegó a ella siendo un joven agente. Entonces, por un momento, su mente vuelve a aquellos tiempos y recuerda el libro hallado en el cuartucho del caballerizo: un texto impreso en la imprenta Nortes. Un manual para hacer la revolución. ¿Será aquél un asunto de radicales? ¿Otra vez en Oviedo? Víctor no quiere ir allí, visitar la imprenta. No podría enfrentarse a ella, verla, escuchar sus reproches quizá. Se siente mal y conviene que igual podría enviar a Castillo, pero no sería lo mismo. No le gusta delegar y perder los matices que percibe cuando entrevista a sospechosos o testigos.
El alcaide, un tipo de aspecto siniestro, don Marcial, les recibe con vivas muestras de entusiasmo. Es un adulador, se nota. El edificio parece sólido, es de planta cuadrada y tras una amplia entrada, la construcción se bifurca en cuatro galerías.
De inmediato les acompañan a una sala de entrevistas, que no es muy grande. Apenas hay en ella una mesa y dos sillas. Las paredes rezuman humedad y piden a gritos una capa de pintura.
—Quiero hablar con él a solas, por favor —dice Víctor.
—Usted sabrá —rumia el director, que sale acompañado de los amigos del detective.
Al momento se abre otra puerta y aparece el reo acompañado por dos guardias que le sientan de un empellón. Carlos Navarro tiene mal aspecto. Se nota que ha perdido peso por la flacidez de la piel bajo la barbilla, lleva un ojo morado y cortes en la cara. Mira a Víctor con miedo. Éste se levanta y se dirige directamente a los dos energúmenos que han traído al reo.
—¿Se llaman?
—Ruiz y Martínez —contesta el que parece tener mayor entendimiento.
Víctor los repasa con la vista, muy serio.
—¿Fuma? —dice de pronto al preso.
Éste, sorprendido, mira al detective y musita:
—Sí, claro.
—¿Un cigarro?
—¿Quién, yo? —pregunta el afinador.
—Sí, claro, ¿quién iba a ser si no? —dice tendiendo un caja donde hay picadura y papel de fumar—. Suéltenle las manos.
—¿Cómo? —responde Ruiz.
—He dicho que lo suelten y, por cierto, si alguien le toca un pelo más en este agujero irá a la calle y sus hijos se morirán de hambre. Tengo plenos poderes otorgados por el gobernador y el alcalde; una queja mía y van fuera. Y ya de paso coméntenlo con sus compañeros, ¿entendido?
Los dos tipos, mal encarados, no contestan.
—¿Es necesario que comente que usted, Ruiz, es alcohólico y usted, Martínez, un adicto al opio?
—¡Cómo! —exclama indignado el segundo.
—Lleva usted anillo de casado. ¿Sabe su mujer que se gasta la paga en opio? Se ve a la legua que fue usted marino, padece ictericia y está en los huesos. Tiene los dedos amarillos del uso prolongado de la pipa y ha perdido varias piezas dentales. Su bigote amarillea, amigo, y no es por el tabaco, créame. Esas pupilas le delatan.
Martínez queda demudado, su cara muestra el pavor que siente ante aquel tipo que parece adivinarlo todo.
—Leo en ustedes como en un libro abierto. Ya lo pueden ir contando por ahí. A partir de ahora van a hacer exactamente lo que yo les diga.
Los dos carceleros siguen con la boca abierta.
—¿Entendido? —pregunta Víctor levantando la voz, muy enérgico.
Ni uno ni otro logran articular palabra.
—¿Entendido? —repite.
—Sí —contestan los dos al fin.
—Sí, ¿qué?
—Sí, señor —dice Martínez—, descuide que se hará lo que usted dice.
—Y ahora salgan, tengo que hablar con el testigo.
Carlos Navarro mira al detective con los ojos muy abiertos. Está paralizado y mantiene el papel de fumar y un pellizco de tabaco en las manos, que tiemblan ante el episodio que acaba de presenciar. Esos tipos, corruptos, hacen lo que quieren en la cárcel. Admiten sobornos, apalean a los internos y trapichean. Son unos hijos de puta y aquel tipo que acaba de llegar los trata como a peleles. Le gusta, definitivamente.
Víctor pone un maletín encima de la mesa y el preso piensa, por un momento, que igual va repleto de instrumentos punzantes para torturarle.
—Líe, líe el cigarro —dice Víctor mientras rebusca en el interior de su maletín—. Y no tenga miedo, está usted a salvo.
Entonces el detective saca un estuche que abre y que contiene una especie de cilindro de madera del que surgen dos tubos con dos extremidades en forma de cono.
—Desabróchese la camisa —le pide Víctor, y se pone de pie.
La cara del preso vuelve a palidecer. El cigarrillo, recién liado, está a punto, incluso, de caer. Carlos Navarro se siente invadido por el pánico.
Víctor sonríe y saca el encendedor de yesca.
—Tome, terminaré en unos segundos. Entonces se encenderá usted ese cigarrillo.
—Pero… ¿qué es eso? —pregunta Navarro, atemorizado.
Víctor estalla en una carcajada.
—Ya le he dicho que no debe temer nada de mí. Soy su amigo y estoy aquí para ayudarle. Esto es un estetoscopio, un invento de un francés muy notable, monsieur René Théophile Hyacinthe Laënnec, un médico muy pudoroso que no quería acercarse al pecho de sus pacientes femeninas para escuchar su pulso por decoro. Un tipo honrado. Así que inventó este pequeño artilugio que permite auscultar al paciente. No tema —dice aplicando el extremo del tubo en el pecho del preso, justo sobre su corazón. Los dos conos acaban sobre las orejas del detective.
Se hace el silencio.