11

Faustina, acostumbrada a moverse por el campo, avanza a paso vivo seguida de Víctor, Castillo y Casamajó. Detrás de la casa arranca una amplia arboleda, muy densa, que llega hasta el arroyo de Pumarín. Mientras que sus acompañantes apenas si pueden mantener el resuello, ella, moza de campo, habla y habla sin parar:

—Se llama Emilio, el hermano de la institutriz. Y debo decir que son como la noche y el día. Una tan educada, tan trabajadora y responsable, y el otro, un auténtico animal. Dicen que ella vino a Oviedo para hacerse cargo de él, que estaba en el Manicomio ingresao. Un tipo raro, y violento. Es mu grande. Según se dice, ha protagonizado ya varias grescas de consideración en bares y lagares. Tiene mal beber, lo digo por si se lo encuentran…

—Descuida, guapa —apunta Castillo tocando con la mano su revólver.

—¿Y tus señores dejaron que un tipo así viviera en la finca? —pregunta Víctor con cierta suspicacia.

—Ella intercedió por su hermano, lo avaló y se responsabilizó de que nada pudiera ocurrir. Mi señora, doña Mariana, siempre ha tenido un gran corazón. Ya la conocerá usted, don Víctor, es de esas personas que sólo ven lo bueno en los demás.

—¿Y el señor?

—Al principio no le hacía mucha gracia, pero luego, como el Emilio no daba problemas, pues fue acostumbrándose. Además, por la casa no le veíamos el pelo, era la hermana quien venía a visitarle.

—Cuando salió de paseo, anoche, ¿puede que fuera a visitarle a él?

—Puede, puede, venía a verle muchas tardes. Miren, ahí es.

La joven señala una pequeña cabaña de madera sita al lado del curso del riachuelo de aguas puras y cristalinas. Junto a ella hay una cantidad enorme de leña, el trabajo con el que Emilio se gana el sustento que le proporciona la familia Férez.

—Espera aquí —le ordena Víctor—. Detrás de ese árbol. ¡Vamos, Castillo!

Poco a poco, con pasos muy cortos y procurando no hacer ruido, los tres hombres se acercan a la vivienda de Emilio Pizarro. Casamajó, desarmado, queda en un segundo plano. Cuando llegan a la puerta, el alguacil y el detective quedan uno a cada lado y se miran. Hacen un gesto, cuentan hasta tres e irrumpen en la cabaña.

Al momento se oye la voz de Víctor:

—¡Pasa, Agustín! No hay nadie.

El juez hace lo que le dicen. Víctor ya está ojeándolo todo a su alrededor. Castillo y el juez hacen otro tanto.

—Las brasas aún están templadas. Como mucho estuvo aquí anoche, encendió un buen fuego y cuando ella vino a verle salió de forma apresurada —explica Ros— . Sabemos que se fue repentinamente a diferencia de la hermana, eso lo tengo claro. Mirad, ese plato con la cena a medio consumir y esa jarra con algo de vino.

—Pero ¿por qué iban a irse repentinamente? —Casamajó.

Víctor sin dejar de examinar aquella leonera, añade:

—Agustín, hay que emitir una orden de búsqueda y captura a nombre de Cristina y Emilio Pizarro.

—¿Cómo? ¿No temes que le haya ocurrido algo a la chica?

—No, en absoluto, salió de la casa intencionadamente y fue a por el hermano para instarle a huir.

—Pero ¿cómo puede usted saber eso? —pregunta Castillo.

—Es sencillo: sobre la mesa de tocador de la joven, al leer la impresión del polvo, comprobé que había un espacio rectangular en el borde izquierdo del mismo. Sin duda corresponde a la marca que dejaría un libro.

—¿Un libro?

—Sí, y un libro que siempre estaba colocado en el mismo sitio. Dado que Faustina me ha dicho que la joven no es religiosa, sólo me cabe pensar en un tipo de libro que siempre se coloca en el tocador, en el mismo lugar.

—Un diario —apunta Castillo.

—Exacto. ¿Y por qué iba una joven a llevarse su diario cuando sale de paseo a punto de anochecer si no es porque sabía que no iba a volver a la casa?

—Para hacer anotaciones en privado —dice el alguacil Castillo.

—Era casi de noche —responde Víctor—. ¿En mitad del campo y a oscuras? Así pues, sigamos con esta línea de razonamiento: ¿por qué se llevó el diario? Sólo encuentro una razón.

—Porque había decidido irse —responde Casamajó.

—Correcto. Y a continuación fue a por el hermano y le instó a huir a toda prisa.

—Vale, vale. Le sigo —apunta el alguacil—. Tiene lógica eso que usted dice, pero ¿no podría simplemente haber salido de paseo, acudido a ver al hermano y ser asesinada por éste, que se vio obligado a escapar?

Víctor mira con una sonrisa al alguacil y contesta:

—Podría ser, podría ser. Pero de momento procede emitir una orden de búsqueda contra esos dos. Estas desapariciones repentinas y asociadas a un caso de asesinato no apuntan a nada bueno.

—¿Crees que fueron ellos?

—Sé que Navarro no fue, es inocente; tengo serias dudas de que el caballerizo pueda estar implicado, y la huida de estos dos no me gusta un pelo. Porque yo no creo en…

—No crees en casualidades, ya lo sé —apunta Casamajó como el que ya se sabe de memoria la lección.

Castillo ha acudido a su casa a comer y luego a disponer los preparativos necesarios para que Víctor pueda entrevistarse con los dos detenidos esa misma tarde. Mientras Casamajó y Víctor toman un vermut en La Gran Vía aparece Eduardo vestido de pilluelo. El disfraz es realmente convincente; los roñetes que le oscurecen la cara, el pantalón raído y los calcetines de distinto color le dan el aspecto de un auténtico niño sin hogar, de los muchos que pululan por las calles españolas.

—¿Cómo va eso, hijo? —pregunta Víctor dando un beso al recién llegado.

—Bien, bien, poco a poco.

—¿Te enteras de cosas?

—Voy poniendo la oreja aquí y allá, y sí, escucho lo que se dice. He hecho amistad con un grupo de chavales.

—Buen trabajo, anda, sube, te lavas y adecéntate, te esperamos para comer.

Casamajó mira admirado cómo el crío sube las escaleras.

—No te imaginas la información que pueden sacar los críos de la calle —apunta el detective—. Yo mismo, en Madrid, tengo un grupo mejor informado que el Ministerio de la Gobernación.

—Pero Eduardo es de Barcelona, ¿no?

—Sí, sí, lo conocí investigando los sucesos que la prensa acabó por bautizar como «El enigma de la calle Calabria». El crío vivía en la calle, muy listo, y muy desconfiado. Una vez que me gané su confianza, me ayudó mucho, no creas, aun a riesgo de su propia vida.

—Te recordó a ti a esa misma edad, ¿no?

—En efecto.

—Y pretendes hacer lo mismo que hizo por ti ese policía de Madrid…

—Don Armando.

—Ése.

—Pues sí, eso pretendo, lo adopté y es tan heredero mío como mi hijo y mi hija.

—Bien hecho, amigo. ¿Y Clara?

—Lo adora. Un niño así es como un perro callejero al que sacas de la miseria. Está muy agradecido con nosotros, siente pasión por… su madre y no te imaginas cómo quiere a los pequeños. Está interno en Segovia porque sigue un programa de estudios muy intensivo.

—Para recuperar el retraso.

—En efecto, pero viene a casa cada dos semanas y muchos fines de semana acudimos a verle, Victítor y la pequeña Clara no pueden pasar sin verle.

—Me alegro, Víctor —responde el juez ordenando otros dos vermuts.

Tras un breve silencio el juez toma la palabra, parece que algo le preocupa.

—Víctor…

—¿Sí?

—¿Podrías aclararme un poco qué diablos está pasando? Estoy perdido. Te has pasado dos días deambulando por el campo, de excursión, y ahora, de golpe, me abrumas con multitud de informaciones que mi mente no acierta a procesar.

Víctor mira a su derecha y ve llegar a Eduardo. Hace un gesto para que comiencen a servirles la comida y añade:

—Sí, sí, comprendo. Sabes que mi cabeza va muy rápida, a veces demasiado, y eso no siempre es bueno. ¡Vaya, fabada! Pero volvamos a lo nuestro, ya que estáis aquí mi ayudante y tú mismo, os haré un repaso de lo que hemos averiguado para que sepamos en qué punto nos hallamos.

—De acuerdo —responde el juez entusiasmado partiendo un pedazo de pan que arroja sobre su fabada.

—Veamos: primero, la nota. La prueba inculpatoria sobre Carlos Navarro, el afinador, es que se halló en uno de sus bolsillos una nota en la que el muerto le citaba en la puerta de su casa en el día y la hora en que fue asesinado. ¿Me seguís? Bien, el inculpado dice que había quedado con el muerto pero que no fue y no recuerda haber recibido nota alguna. No tiene coartada, bien podía haber salido por la puerta trasera de su pensión ya que él ocupa un cuarto en la planta baja y tiene acceso a dicha salida. La nota fue examinada por el forense, el fiscal, por ti mismo, Agustín… Y fue considerada auténtica.

—Y Navarro dice no haberla visto en su vida, sí.

—Bien, pero ahora sabemos, por el informe de mi buena amiga Clara Tahoces, que no. Que Ramón Férez no la escribió. Es una falsificación. ¿Qué nos dice esto? —pregunta Víctor mirando a su pupilo.

—Que Navarro es inocente —sentencia Eduardo.

—Vais muy lejos, a mi parecer —apunta el juez.

—Explícaselo, hijo.

—Es sencillo —apunta el chaval haciendo brillar sus inmensos ojos negros—. La falsificación es buena; luego, nos las vemos con gente preparada.

—Correcto —conviene Víctor.

—Y demuestra que si alguien se molestó tanto en hacer llegar una nota inculpatoria al bolsillo de Navarro no es sino porque ese alguien es el verdadero culpable y, por tanto, Navarro inocente. Alguien quiere cargarle el muerto porque era maricón.

—¡Eduardo!

—Perdón, perdón… invertido.

—Mejor.

Entonces Víctor mira a su amigo como diciendo «¿ves?»

—¿Y cómo llegó allí esa nota? —pregunta el juez.

—Eso puede implicar la resolución de más de medio caso, amigo. Si lográramos averiguarlo habríamos dado un gran paso. Y esta misma tarde, Eduardo se acercará a la pensión a hacer las gestiones pertinentes.

—De acuerdo, de acuerdo —dice Casamajó—. Pero sigamos.