10

El juez y Víctor cruzan el patio de las caballerizas hasta la casa guiados por Castillo, que ya conoce el terreno. Pasan junto a una puerta lateral que, según el alguacil, da acceso a la cocina y bordean la mansión para acceder por la puerta principal. Tiran de la campana y les abre una criada con cara de poco avispada. Se nota que aguarda su llegada:

—Pasen, pasen, el señor les espera en la biblioteca —dice guiándoles tras tomar sus sombreros que cuelga en un perchero.

Cuando llegan a la biblioteca se encuentran con un tipo alto, de amplios bigotes que ya clarean y pelo abundante de color castaño con canas en las sienes. Debe de andar por la cincuentena.

—¡Don Víctor, gracias por venir! —dice el dueño de la casa dando un paso al frente para estrechar la mano del detective—. Pero siéntense, siéntense, ahora mismo Faustina nos servirá jerez con bizcochos, es mi tentempié de media mañana.

La estancia es espaciosa y bien iluminada. El amplio ventanal ofrece una magnífica vista del bucólico panorama que rodea la casa. Las cortinas están abiertas y permiten ver al jardinero recortando unos setos al fondo.

—Traje a mi familia aquí con el fin de vivir con la máxima tranquilidad, y fíjense ustedes —dice el dueño de la casa con amargura.

La criada entra con el servicio y todos guardan silencio.

Cuando ésta sirve las cuatro copas de jerez y deja los bizcochitos en una bandeja sobre una mesa de café, sale de la biblioteca y Férez retoma la conversación:

—Cogerá usted al asesino de mi hijo, ¿verdad?

—No le quepa duda —dice Víctor.

—Vaya. Ni se lo ha pensado.

—Es mi trabajo y sé hacerlo, punto.

Don Raimundo queda como parado, por un instante, y responde:

—Bien, bien, así me gustan los hombres, seguros de sí mismos. Es usted lo que necesitamos.

—Ya se lo dije —apunta Casamajó con la boca medio llena por un bizcocho.

—¿Ha averiguado usted algo? —pregunta el señor de la casa.

—Varias cosas.

—¡Cómo!

—Asesinaron a su hijo en las caballerizas, es probable que como mínimo dos personas, una de ellas un hombre; nos las vemos con gente muy preparada e inteligente. Ah, por cierto, Carlos Navarro, el afinador, es inocente.

—¿Ese pervertido?

Víctor permanece en silencio mirando a Férez. Parece contenerse.

—Ya, sí —apunta don Raimundo tras pensárselo mejor—. Mi hijo era como él.

—Estimado amigo, que un hombre sea invertido no hace de él un asesino, créame. Llevo muchos años ya en este negocio y una cosa no guarda relación con la otra, de ninguna manera.

—Pero ¿cómo lo sabe? ¿Cómo puede saber que es inocente? Para mí está clarísimo que asesinó a mi hijo, se habían citado aquí mismo y a la hora en que murió Ramón, ¿qué más necesita usted para convencerse?

—Tengo que hablar con él para asegurarme y de momento no puedo decirle cómo lo sé, pero le adelanto que ese hombre es totalmente inocente. —Entonces, cambiando de tema repentinamente, añade—: ¿Qué tal eran sus relaciones con su hijo?

—¿Las mías?

—Sí, las suyas.

—Excelentes.

—Ya. ¿Discutieron ustedes recientemente? ¿Había algún problema entre ustedes?

—No, en absoluto. No pensará que yo…

—No, hombre de Dios —dice Víctor mostrando su mejor sonrisa—. Pero comprenderá que debo hacerme una composición de lugar de lo ocurrido en los días previos al crimen. Le tenía usted en un internado, ¿no?

—Sí, para que se hiciera un hombre de provecho.

Víctor arquea las cejas, por lo que Férez añade:

—Y para alejarlo de determinados vicios. Como usted sabrá, no sirvió de nada. Achaqué el comportamiento, digamos… licencioso, de Ramón a las malas compañías. Pensé que alguien le había malvado al tratarse de un jovencito. Pero me equivoqué, el mal permanecía en él. Me consta que en Madrid siguió teniendo las mismas inclinaciones.

El detective ha visto muchos casos como aquél, no le agrada que se trate de esa forma a los homosexuales. Víctor siempre ha sido de ideas abiertas al respecto.

—Suele ser así. Y no pienso que eso sea nada malo —dice Víctor.

—Hombre, querido amigo, eso no es natural —apunta Casamajó, que se encuentra con una mirada reprobatoria del detective y el dueño de la casa.

Se hace un silencio incómodo.

—Bueno, nosotros tenemos cosas que hacer. Tendré que hablar con el personal de la casa, con usted y con su esposa, en profundidad y a solas, si no es molestia —dice Víctor para dar por terminada la entrevista.

Don Raimundo pone cara de pocos amigos.

—Le recuerdo que su hijo fue asesinado dentro de su propiedad. Es bien probable que el asesino sea alguien de la casa —insiste el detective.

—¿De mi casa?

—Sí, de su casa.

—Pues ahora que lo dice, antes de que se vayan hay algo que quería contarles. Ya se lo he comentado al alguacil Castillo.

—Sí, me ha dicho que quería usted decirnos algo —dice el juez.

—En efecto —apunta Férez—. Ahora que aquí, su amigo el detective, apunta que podría ser alguien de dentro, quiero decirles que ha ocurrido algo que no sabemos si debemos denunciar.

—Usted dirá —dice Casamajó.

—Una desaparición.

—¿Cómo? —responde Víctor incorporándose en su silla.

—Una desaparición, he dicho. Nuestra institutriz ha desaparecido.

—¿Cuándo?

—Falta desde ayer. Salió a dar un paseo antes de la cena y no la hemos vuelto a ver.

—¿Se llama? —pregunta Víctor sacando su bloc de notas.

—Pizarro, Cristina Pizarro.

—¿Y no volvió a cenar, dice?

—No.

—¿No les extrañó?

—Muchas noches no cena, ya sabe, cosas de mujeres, es muy presumida. Para conservar la figura…

—Es una mujer muy guapa —apunta Casamajó.

A Víctor no se le escapa que el dueño de la casa mira al juez con una punzada de celos en la mirada.

—¿Y esta mañana ya no estaba?

—En efecto. Como no ha despertado a los pequeños, la criada ha subido a su cuarto y no estaba.

—Tienen ustedes un niño y una niña de cinco y siete años, ¿no? —dice Víctor.

—Sí, sí, está usted bien informado. Normalmente ella los levanta y se encarga de que se vistan, del desayuno, el paseo y luego, claro está, de las lecciones. El caso es que mi mujer se ha extrañado al ver que no había aparecido y ha enviado a Faustina, la criada, a ver qué pasaba. No había dormido en su cuarto, la cama estaba intacta.

Víctor, Casamajó y Castillo se miran con preocupación.

—¿Y tenía buenos informes?

—Buenísimos, de un juez y un abogado de Logroño.

—¿Era buena en su trabajo?

—Excelente. La mejor que hemos tenido. Nunca dio un motivo de queja. Era disciplinada, buena con los niños y no daba problema alguno.

—¿Podemos examinar su habitación? —pregunta Víctor.

—Sí, claro. Por supuesto.

—¿Está su esposa en casa?

—No, ha ido a Gijón, con los niños, a visitar a unos familiares. Como no podían dar hoy la lección… ya sabe, para no alarmarles. Volverán mañana.

—Echemos un vistazo, esto no tiene buena pinta. No creo en casualidades.

Guiados por Férez, los tres hombres suben las crujientes escaleras de madera dejando atrás el primer piso donde vive la familia y llegan al segundo, donde en los pequeños cuartos de la buhardilla habita el servicio.

—¿Aquí se suicidó la criada? —pregunta Ros.

—Sí, en el tercer cuarto.

—Querría examinarlo también, si es posible —solicita el detective.

—Claro, claro, está cerrado con llave, ahora les mando a Faustina —contesta don Raimundo abriendo la puerta de la habitación de Cristina Pizarro—. La institutriz tiene un hermano que vivía en una casita que tenemos junto al río, una antigua cabaña de leñadores.

—¿No estará allí?

—No, no, Faustina ha acudido y no hay rastro del hermano.

—Echaremos un vistazo también —apunta Víctor, que de inmediato se enfrasca en el examen del cuarto de la desaparecida. Casamajó y Castillo le dejan hacer.

El detective abre el armario: tres vestidos de buena calidad, un abrigo y una capa. En la estantería de arriba hay tres sombreros, hermosos pero muy discretos. Víctor abre los cajones de abajo y hace a un lado la ropa blanca de la joven pese a las miradas recriminatorias de sus compañeros y el dueño que, visiblemente molesto, dice:

—Voy abajo, les envío a Faustina.

Mientras tanto, Víctor, totalmente absorto en el tocador de la joven, dice:

—Agustín, sube la persiana, que entre bien la luz. Ah, y no toques nada.

Entonces, cuando la estancia queda más iluminada, el detective se agacha mirando el borde de la pequeña mesita que hacía las veces de tocador y escritorio para la joven.

—Hum —dice sin aclarar nada. Parece satisfecho—. Veamos su arcón. Nada, nada, libros de gramática, geometría, literatura y latín. Cuentos para niños… poco más. No parecía aficionada a la lectura de novelas románticas.

El sonido de unos pasos en el pasillo hace que los tres hombres se giren. Es Faustina, con la llave del cuarto de la suicida.

—Faustina —apunta Víctor—. Veo que la institutriz, doña Cristina, tenía muchos perfumes y utensilios de maquillaje, ¿era muy presumida?

—No, señorito; muy guapa, es lo que era. Pero ¿ha muerto?

—¿Por qué pregunta usted eso, jovencita?

—Porque usted ha dicho «era».

Víctor estalla en una carcajada.

—Vaya, nos las vemos con una detective aficionada.

—Sí, leo todos los folletines que se publican en la prensa; de hecho, cuando vi que faltaba saqué mis propias conclusiones.

Víctor la mira con aire divertido:

—¿Y son?

—Pues que había sido despedida.

—¿Y por qué supuso usted eso?

—Porque doña Cristina no gustaba a la señora.

—Vaya, ¿y cómo sabe eso?

—Pues no sabría decirle… las mujeres nos damos cuenta de esas cosas. Ya sabe usted… —La joven mira a un lado y a otro por si alguien se acerca y le escuchan decir lo que piensa—. Las mujeres notamos cuando una no puede ver a la otra, no sé, la forma en que la miraba, el tono de su voz… pero claro, yo sólo soy una criada e igual me equivoco. Pero no digan que he dicho esto, por Dios, podría verme en la calle.

—Descuide, Faustina, descuide. Pero volviendo al tema que nos ocupa: observo que la institutriz no tenía demasiados vestidos y que éstos eran más bien sobrios. Vestía de forma discreta, ¿verdad?

—Sí, señorito, con mucha decencia pese a que como era guapa llamaba mucho la atención. Me consta que no le han faltado pretendientes, pero ella, nada, ni caso, a su trabajo y punto.

—Ya —Víctor, pensativo—. ¿Y era religiosa?

—No.

—¿Iba a misa? ¿Rezaba?

—No, una vez me dijo que ella era una mujer racional y que no creía en cosas de curas.

—Sin lugar a dudas esta información que usted me suministra es clave, Faustina, pero ahora pasemos a ver el cuarto de la suicida.

Cuando entran en la habitación que fue de la pobre Micaela, apenas si ven una simple silla de madera con su mesa y una cama.

—¡Vaya! No hay nada —protesta Víctor—. ¿Y sus cosas?

—Estaban en un arcón, fueron enviadas a su familia que vive en Burgos —aclara la criada.

Víctor pasea por la habitación, completamente vacía. El colchón yace enrollado y atado con un cordel sobre la cama.

El detective mira la viga del techo que corta perpendicularmente el pequeño cuarto.

—¿Es ahí donde se colgó?

—Sí, Dios la tenga en su gloria —dice Faustina ahogando un sollozo.

—¿Y saltó desde esa silla?

—No. La silla estaba en aquel rincón.

Víctor se coloca bajo la viga y echa un vistazo.

—¿Cuánto medía ella?

—Como yo, más o menos —dice la criada.

—Era bajita —apunta Víctor, pensando en voz alta.

Todos miran al detective, que camina por el cuarto. Justo donde termina la habitación, el techo abuhardillado, desciende hasta un ventanuco. Allí, un metro antes hay otra viga que Víctor alcanza a tocar con sus manos.

—Esta viga está más baja.

—¿Cómo? —pregunta Casamajó.

—Nada, nada, pensaba en voz alta. Faustina, hábleme de Micaela. ¿Estaba deprimida? ¿La vio usted triste?

—No, en absoluto. Iba a pasar unos días en su pueblo donde tenía un medio novio. Yo la veía muy animada.

—Usted preparó sus cosas en el arcón que envió a su familia, ¿no?

—Sí, lo hice, y se me partió el alma.

—¿Observó algo destacable entre sus pertenencias?

—¿Como qué?

—Notas, cartas de otras personas… lo que sea.

—No, su ropa blanca, su vestido de los domingos, un misal y cosas así.

—¿Un diario?

—Pues no, pero ahora que lo dice…

—¿Sí?

—Ella llevaba uno.

—Ya. ¿Y no lo ha vuelto a ver?

—Pues no. Desde luego en el arcón no estaba.

—Es interesante esto que me dice usted —apunta Víctor; después mira a Casamajó y añade—: No debemos perder tiempo, hay que encontrar a doña Cristina. Es, de momento, nuestra máxima sospechosa. Usted, Faustina, llévenos a la casa esa que ocupaba el hermano de la institutriz. Y usted, Castillo, ¿va a armado?

—Llevo un revólver.

—Yo otro, perfecto. No perdamos tiempo.