Don Agustín Casamajó llega muy animado a la estación. Ha recibido una nota de Víctor y eso sólo quiere decir una cosa: el detective se ha puesto en marcha. Debe de haber recibido lo que fuera que pidió a Madrid.
Una vez allí, junto a la máquina que guía el convoy, se encuentra con Víctor, que parece hablar con el maquinista. Éste le da un sobre y Ros le entrega unas monedas. Conforme avanza hacia su amigo, Casamajó ve cómo éste abre el pliego de papel, saca tres documentos y ojea uno de ellos. Entonces levanta la cabeza y le ve.
—¡Hombre, Agustín! Aquí tienes de vuelta, y como te prometí, la nota inculpatoria y la carta manuscrita de Ramón Férez. Quedan de nuevo bajo tu custodia.
Casamajó observa que Víctor se guarda el tercer papel en el bolsillo.
—¿Era eso lo que esperabas?
—Y a Minucias.
—¿Minucias?
—Sí, ahora mismo lo están descargando, viene en el último vagón, el de las mercancías. Vamos, acompáñame.
Los dos amigos caminan a paso vivo hasta llegar al final del tren donde encuentran a dos mozos que trabajan con denuedo para bajar cajas y embalajes.
—¿Tienen algo para Víctor Ros? —pregunta el detective al que parece de mayor edad.
—Sí, ahí tiene —responde el paisano indicando una caja de madera con agujeros en la parte superior con un gesto de su cabeza.
—Tome, buen hombre —dice el detective entregando una generosa propina al mozo que provoca que éste se tome interés en el asunto, recoja una palanqueta y se dirija hacia la caja para abrirla.
Casamajó se acerca intrigado y comprueba cómo abren el cajón. Víctor, que se ha agachado delante, no le deja ver. Se escucha un ladrido y entonces Ros se aparta dejando ver al juez cómo acaricia a un sabueso de aspecto bonachón que parece reconocer a Víctor moviendo su cola con alegría.
—Agustín, te presento a Minucias.
Casamajó inclina la cabeza como si estuviera conociendo a una persona y su cara de sorpresa provoca una sonrisa en la cara de Víctor que aclara:
—Nos va a ayudar a encontrar la escena del crimen.
—Creía que ya teníamos escena del crimen.
—No, no. ¿No recuerdas? Lo trasladaron. Vamos. No hay tiempo que perder.
—¿Vamos? ¿Adónde?
—A casa de los Férez. Tengo el coche de Julián esperando afuera.
Durante el camino, Casamajó observa a Víctor, que parece pensativo.
—¿Todo bien? —le pregunta.
El otro, que siempre parece leerle el pensamiento, contesta:
—Sí, sí, avanzamos. Ya sé que habrá quien piense que he perdido el tiempo durante estos dos días —el juez nota que al decir esto le mira de reojo—, pero era fundamental no iniciar la investigación por una línea equivocada. Te preguntarás qué decía la esquela que recibí de Madrid.
—¿Cómo? —Casamajó, disimulando.
—Sí, el dictamen de mi amiga la grafóloga.
—¿Era eso? Pues la verdad, sí.
—Tengo que entrevistarme con el sospechoso, el afinador, Navarro. Empezaré por ahí. Esta misma tarde.
—Pero ¿y la nota?
—Es falsa.
—¿Cómo?
—La nota que se halló en el bolsillo del chaleco del inculpado en la que Ramón Férez le citaba frente a su casa es una hábil falsificación.
—¡Cómo!
—Como lo oyes. Nos las vemos con alguien sesudo, no hay duda. Este caso promete.
—Pero, entonces…
—Alguien quiso hacernos creer que Navarro y Férez tenían una cita a la hora del deceso para que el afinador apareciera como sospechoso.
—Pero… eso…
—En efecto, amigo, eso es importante. ¿Entiendes por qué tuve que esperar? Pero ya llegamos, a ver qué nos marca Minucias. Vamos abajo, Agustín, esto se pone interesante.
Cuando bajan del coche se encuentran con el alguacil Castillo que les está esperando.
—Buenos días, ¿ha traído usted lo que le pedí? —pregunta Víctor.
—Sí, aquí está —responde el agente de la ley sacando una camisa ensangrentada de una bolsa de tela.
—Hizo usted bien en conservar las prendas del muerto. Por cierto, me sería útil repasar sus botas.
—Las tengo en custodia, no habrá problema. El señor de la casa me ha dicho que quiere conocerle, don Víctor, cuando terminemos. Además, dice que nos quiere comentar una cosa. Ése es Tomás, hace las veces de jardinero, está a nuestra disposición —aclara el alguacil señalando a un tipo de aspecto siniestro que aguarda junto a la verja de acceso a la finca. El muro de separación con el camino, de piedra, es de media altura y aparece jalonado de pequeñas florecillas de color violeta que hacen la mañana más hermosa aún.
Víctor, sin perder un minuto, acerca la camisa al hocico de Minucias y le jalea:
—¡Vamos, perrito, vamos!
El perro comienza a olisquear aquí y allá y se dirige a un punto junto al camino.
—Ahí es donde se halló el cuerpo —dice el juez.
Víctor mira a los presentes como diciendo «¿ven ustedes?». Entonces el animal da dos vueltas sobre sí mismo, emite un ladrido y se encamina hacia un punto del muro. Allí se para intentando escarbar en el pie del mismo con la pata.
—Sigamos por el otro lado. Pasaron el cadáver por encima del muro justo en este punto.
El jardinero abre la verja y entran en la finca.
—Este perro es fantástico —conviene el juez admirado.
—No es mío —aclara Ros—. Me lo envía un amigo de Madrid, muy cazador. Ya me ha ayudado en otros casos. ¿Observan? Ahí sigue el rastro.
En efecto, el animal ha retomado el rastro y arrastra a Víctor por el hermoso prado que antecede a la regia mansión. Poco a poco el animal va girando hacia la izquierda. Es evidente que el rastro no lleva a la casa grande.
—Va hacia las cuadras —dice el jardinero.
Los cuatro siguen entusiasmados a Minucias que llega a una construcción alargada, con una sola altura y un amplio tejado de pizarra. Parece un granero o similar.
—¿Qué hay ahí? —pregunta Víctor.
—Ya se lo he dicho —responde el jardinero con malos modos—. Ahí se guardan los dos caballos, la mula y dos vacas.
Víctor lo mira con cara de pocos amigos y le suelta:
—¿Viene usted mucho por aquí? ¿Dónde estaba la noche del día treinta?
—¿Cómo? —responde el otro con cara de pasmo.
—Que como siga usted así, le voy a considerar sospechoso por falta de cooperación. ¿Se llevaba usted bien con el señorito?
—Sí, sí, claro. —Tomás intenta esbozar una sonrisa—. Disculpe, disculpe, vuecencia. Estoy aquí para ayudarles en todo lo posible.
Víctor entra en la cuadra detrás de Minucias sin mirar siquiera a la cara a ese desgraciado. El perro va directo a un punto donde se acumula una montaña de paja.
—No hay duda. Es ahí. Ese montón de paja, ¿está siempre ahí?
—No lo sé, yo sólo soy el jardinero y vengo dos veces por semana. No entro nunca aquí, el caballerizo podría decírselo a usted con seguridad.
—Ése no se va a escapar —bromea Víctor quitándose la chaqueta—. Venga esas horcas, ayúdeme usted, Tomás.
En un momento, los dos hombres están trabajando mano a mano echando la paja a un lado. El montículo es considerable pero la tarea les cunde mientras que el alguacil y el juez miran impacientes.
—Voilà! —exclama Víctor cuando comprueba que la paja de más abajo tiene un color levemente rosáceo—. ¡Vamos, rápido! —apremia al jardinero.
Cuando consiguen allanar el terreno comprueban que el suelo es de color rojo oscuro y que la mancha ocupa un amplio espacio junto a un ventanuco.
—Señores, aquí asesinaron a Ramón Férez —sentencia Víctor Ros dándose la vuelta.
Los cuatro se quedan mirando el suelo, pensativos.
—Y trasladaron el cuerpo hasta el camino lanzándolo por encima del muro —dice el juez.
—Exacto —apunta Víctor—. Y eso sólo puede hacerlo un hombre, y fuerte, ¿me siguen?
—Sí, está claro —asiente el alguacil.
—Tenemos que hablar con el caballerizo. Esta tarde tenía previsto entrevistarme con el afinador de pianos, pero ya de paso hablaremos con el otro sospechoso. ¿Dónde dormía ese tipo, Tomás?
—En un cuartucho que hay tras esa puerta.
—Echemos un vistazo —dice Víctor— y vaya avisando a su señor, en unos minutos estamos en la casa.
Mientras el jardinero se ausenta, Víctor abre la puerta y entra en el cuarto de José Granado, el hombre que se ocultaba tras el nombre falso de Alberto Castillo. Una habitación de apenas dos por tres metros con un camastro pegado a la pared y un infiernillo para calentarse. Hay un calendario colgado con una alcayata, una mesa y una silla huérfanas acompañadas por un solitario arcón que el detective inspecciona con detalle. Saca, una a una, diversas prendas propiedad del caballerizo, todas de mala calidad, probablemente heredadas del señor y, de pronto, exclama:
—¡Vaya!
Casamajó y Castillo comprueban que Víctor agita en su mano una liga de mujer, de color azul marino y que, de inmediato, la guarda en el bolsillo.
—Aquí no hay nada más que ver. Este piso no es de tierra como el de la cuadra. No hay huellas que nos puedan indicar algo. Aunque…
Entonces se tira al suelo con una agilidad que sorprende a sus compañeros y estira el brazo bajo la cama sacando un libro que arroja al juez:
—Manual del buen revolucionario —lee en voz alta el juez.
—Quién lo iba a decir, el caballerizo un radical —apunta Castillo.
Víctor se pone en pie sacudiéndose el chaleco y los pantalones.
—Déjamelo, Agustín —dice haciéndose con el libro mientras echa un vistazo a las primeras páginas buscando algún sello que identifique a la imprenta. Entonces, sin que sus compañeros se den cuenta, aprieta los labios como en señal de fastidio y añade señalando la primera página:
—¿Veis esa letra Phi?
—Sí, claro —responde Casamajó.
—Es el distintivo de la imprenta Nortes.
—¿Cómo lo sabe usted? —pregunta el alguacil.
—Porque yo, de joven, trabajé allí. Voy a ponerme la chaqueta, tenemos que hablar con el señor de la casa.
A Casamajó no se le escapa que aquel detalle ha dejado preocupado a su amigo. La imprenta Nortes.