8

El alguacil Castillo y el juez Casamajó aguardan impacientes bajo los inmensos falsos plataneros que jalonan el camino. La verja de acceso a la casona de los Férez, al fondo, tras un hermoso prado, permanece cerrada.

A lo lejos se ve a una lavandera tendiendo las sábanas en el espacio lateral de la casa, donde, unos metros más allá se encuentran las caballerizas en que moraba otro de los sospechosos, José Granado.

—¿Es ése su hombre? —dice Castillo levantando la barbilla hacia el fondo del camino.

—Sí, es muy puntual —responde el juez, que parece aliviado al ver aparecer a su amigo Víctor.

—Tiene pinta de botánico con esas vestimentas —dice Castillo, un tipo de unos treinta y cinco años, moreno, de fuerte mandíbula y afilada perilla. El juez, a su lado, parece un viejo San Bernardo. Alto, pasado de peso y con amplios bigotes y patillas grisáceos que disimulan sus amplias carrilleras.

—¡Buenos días! ¿Castillo? —dice Ros tendiendo la mano al agente de la autoridad que viste uniforme azul marino de pulidos botones dorados.

—¿Han traído lo que pedí?

—Sí, está todo —responde Castillo palmeando una amplia carpeta que lleva bajo el brazo.

—¿Vamos adentro? Querrás entrevistarte con la familia —apunta el juez.

Víctor, mirando el camino aquí y allá como un sabueso ladea la cabeza como diciendo que no.

—¡Cómo! ¿No vas a entrevistarte con el señor Férez? ¿Con el servicio?

—No, Agustín. Primero, la escena del crimen. Hemos perdido tanto tiempo que no tengo prisa. Luego a la tarde me hablas de la familia, el servicio y lo demás.

—Veamos —dice mirando al agente de la ley—. ¿Fue usted el primero en llegar?

Castillo hace memoria y responde:

—Un carretero encontró el cuerpo y avisó a la casa. El cochero.

—El del nombre falso…

—Sí, ése.

—… Alberto Castillo, ¿no?

—Sí, sí —responde el alguacil—, pero ése era un nombre falso, en realidad se llamaba…

—José Granado.

—Exacto.

—Bueno, decía usted que el caballerizo…

—Tomó una mula y bajó a la ciudad. Yo me personé enseguida.

—¿Había mucha gente cuando usted llegó?

—Lamento decirle que sí. El propio carretero, las criadas, el padre… La madre, doña Mariana Carave, había sufrido un vahído y estaba dentro con la institutriz. Lo recuerdo porque al momento llegó el forense y antes de examinar el cadáver tuvo que entrar a atenderla.

—¿Había alguien más?

—Sí, algunos vecinos, un par de campesinos…

—Y eso que era de buena mañana.

—Ya sabe usted, don Víctor, que las desgracias atraen a la gente como la mierda a las moscas, si se me permite la vulgaridad.

—No se preocupe, amigo, estamos entre compañeros. ¿Qué hizo usted, entonces?

—Despejé la zona. Eché a todo el mundo y mandé venir a tres guardias.

—Bien hecho.

—¿Había huellas de carro?

—Sí, claro, es un camino más transitado de lo que parece. Había llovido y se veían muchas huellas de ruedas.

—No sacaremos nada de eso en claro. ¿Cómo estaba el cuerpo?

—Boca arriba, con los ojos en blanco. Muy pálido. Había perdido mucha sangre.

—¿Me ha traído el informe forense?

—Sí, claro —contesta el alguacil sacando un pliego de papel de la carpeta.

Víctor lo ojea leyendo muy rápido. De vez en cuando asiente como con satisfacción.

Al momento, devuelve el papel al alguacil y pregunta:

—Estaba pálido, ¿no?

—Sí, ya le digo.

—Las heridas que describe el informe forense debieron de provocar una gran pérdida de sangre. He comprobado en la información meteorológica que esa noche no llovió, ¿correcto?

—Correcto.

—¿Y había sangre? Porque después de aquello sé que ha llovido en lo menos sietes ocasiones.

—Ya sabes que aquí es rara la tarde en que no caen unas gotas, incluso en verano —apunta Casamajó.

—Por eso pregunto, Agustín; cualquier resto de aquello ha sido borrado, seguro. Pero haga memoria, Castillo. Vuelva a aquella desgraciada mañana. ¿Había sangre?

Castillo pone cara de circunstancias:

—Pues ahora que lo dice, no.

—¿No había un charco de sangre?

—No, no. No lo había. Seguro. ¿Cómo no me di cuenta? ¿Cómo no caí en la cuenta? Había mucha gente por aquí. El padre es hombre importante… Se personaron las autoridades. Así no se puede trabajar. Me puse nervioso, supongo.

—No se torture Castillo, usted hizo lo que pudo. Míreme a mí, de pocas he podido esquivar a todos esos presuntuosos. Las multitudes son el peor enemigo de una buena investigación. Pero fíjense: algo adelantamos. El chico, Ramón Férez, no fue asesinado aquí. ¿Huellas?

—Ya le digo que sí, de carros.

—No, no. Pisadas.

—No vi nada claro. Cuando llegué más de diez personas se habían paseado por aquí. Y soy cazador, no crea.

Víctor queda parado. Por un momento.

—¿Y bien? —pregunta Casamajó.

—La nota.

—¿Cómo?

—La nota inculpatoria. ¿La han traído?

—Sí, sí —confirma Castillo tendiéndole la esquela.

—¿Tienen algún escrito del finado?

—Sí, una carta, la he traído por si quería compararlas. Coinciden.

Víctor se echa a un lado buscando la luz del sol. Lee la nota en que Ramón Férez citaba al inculpado, Carlos Navarro, el afinador de pianos, aquella misma noche en aquel mismo lugar.

Luego mira la carta. Las compara. Las mira al trasluz. Las vuelve a remirar.

Entonces se gira y dice:

—Aquí no tenemos nada más que hacer.

—¿Cómo? —Casamajó, incrédulo.

—Esto es lo que hay y a esto tengo que atenerme de momento. Tengo que entrevistarme con un montón de personas, pero antes he de hacer dos gestiones fundamentales.

—¿Cuáles?

—La primera, saber dónde mataron a Ramón Férez. Es importante, igual allí encontramos alguna prueba. Segundo, comprobar si esta nota es realmente del finado.

—Pero si son idénticas —protesta Castillo.

—Para un profano, sí. Pero deben saber que he leído varias monografías sobre grafología. Tengo una buen amiga en Madrid que nos sacará de dudas; es grafóloga, se llama Clara Tahoces. ¿A qué hora sale el tren para Madrid? El de la tarde.

—A las cuatro.

—Perfecto. Comeremos primero. Me encargaré de que el maquinista haga llegar las notas al secretario de Clara que esperará en la estación. Antes enviaré un cablegrama.

—¿Y la otra gestión?

—También ha de venir de Madrid. Es un viejo amigo que nos ayudará a encontrar el lugar del crimen. Hasta entonces no tenemos nada que hacer. Me llevará dos días tener las dos gestiones resueltas. Hasta dicho momento, nada debe intoxicar nuestra mente, me dedicaré a hacer ejercicio y a llevar a Eduardo de excursión. Vamos.

—¡Silencio! —exclama don Agustín Casamajó propinando un brutal puñetazo en la mesa que hace vibrar la cristalería de Bohemia que tanto adora su esposa. La chiquillería se calla al instante. Los más pequeños parecen, incluso, a punto de echarse a llorar.

—¿Es necesario ponerse así, Agustín? —pregunta conciliadora Adela, la mujer del juez.

—¡Ésta es mi casa y exijo unos mínimos a la hora de sentarse a comer!

—Son niños, cariño. No debes alterarte de esa forma. Nos has asustado a todos.

—Ni niños ni gaitas. Cuando yo me sentaba a su edad en la mesa de casa de mi padre…

—¿Se puede saber qué te pasa? Es ese caso, ¿verdad?

El juez, de rostro sanguíneo, cierra los ojos y guarda silencio por un instante. Entonces se atiza de un golpe la copa de vino y la agita delante de la criada para que ésta llene de nuevo el recipiente:

—Perdona, querida. Tienes razón. Disculpad por este exabrupto. Debo tener más paciencia y un cabeza de familia, juez por ende, no puede dejarse llevar por la cólera de esta forma.

—¿Es, entonces, por el caso? —dice ella con actitud melosa y suave evidenciando que sabe de sobra cómo manejar a su marido.

—Más que el caso… mi amigo.

—¿Víctor?

—El mismo que viste y calza.

—¿No estabas tan contento con su venida? ¿Acaso no decías que iba a resolver el asunto en un plis plas?

—Sí, sí, y lo mantengo. No hay asunto que se le resista ni criminal que se le escape, pero es que ya no me acordaba de sus excentricidades. Mira, primero dio plantón a las autoridades llegando un día antes sin avisar a nadie. Fuimos en comitiva a recibirle y ¡menudo plantón!

—Sí, sí, se comenta que el alcalde está muy enfadado.

—Si sólo fuera el alcalde… El caso es que no ha querido acudir a realizar las visitas de rigor, ya sabes, para limar asperezas y presentarse como sería debido a los rectores de la ciudad: al señor obispo, el regente de la Audiencia, en fin, lo normal.

—Estará ocupado con el caso y no querrá perder la pista.

—¿Ocupado? —exclama Casamajó dejándose llevar por la indignación—. ¿Ocupado? Quizá. De excursión de aquí para allá enseñando la comarca a su hijo. Llegó el primer día, echó un vistazo al lugar del crimen y mandó un par de despachos a Madrid. Entonces dijo que hasta que no recibiera lo que había pedido no era prudente seguir con el tema. Fíjate, primero se queja de que se había perdido un tiempo precioso y ¡ahora se dedica al excursionismo! Que yo sepa ha llevado al chico a Gijón, a Cruces, a Langreo y qué se yo. Se dedica a enseñarle esos montes de Dios recogiendo plantas y escarabajos. ¡Con la que tengo yo liada! Claro, imagínate, la gente no para de preguntarme. ¿Y éste era su detective? ¿No decía usted que resolvería el caso en una semana? Puedes imaginarte, estoy para que me dé un ataque de nervios.

—Ten paciencia, Agustín, no te precipites. Igual tiene sus razones —responde ella conciliadora.

—Ya te lo digo yo, siempre fue un excéntrico.

—Entonces ¿dudas de él?

—Pues eso es, que no. Es un hombre fuera de lo común. No te imaginas la que lió aquí cuando era joven, tú aún no habías llegado a Oviedo. Desarticuló una célula radical que llevaba quince años martirizando a las autoridades y lo hizo en unos meses. Es un fuera de serie. Pero el tiempo apremia y la ciudad anda convulsa. Un poco más de diligencia por su parte no me vendría mal.

—¿Cuánto tiempo te dijo que necesitaba?

—Dos días.

—¿Y de eso hace?

—Dos días.

—Pues entonces, mañana a la mañana ve a hablar con él, ¿no? Saldrás de dudas.

Don Agustín mira a su santa esposa sonriendo y ataca el arroz con leche que le acaban de servir y que le vuelve loco. Como siempre, su Adela tiene más sentido común que todos los abogados, alcaldes y magistrados de la ciudad juntos.