La expectación entre el grupo de prohombres que aguarda en la estación se hace notar. El juez instructor, Agustín Casamajó, encabeza la comitiva de bienvenida y le acompañan el fiscal, don Abelardo Pau, así como el alcalde, don Antonio Marín, y otros ciudadanos preclaros como muestra de agradecimiento a la visita del detective.
El tren correo que viene de Madrid aparece a lo lejos, humeando y haciendo sonar su silbato para que los parroquianos que aguardan para viajar a los pueblos, se preparen para subir lo más rápido posible.
—Ya verán, éste nos lo resuelve —dice el juez muy esperanzado.
—¿Seguro que viene? —pregunta incrédulo el alcalde.
—Don Antonio, hombre, es amigo personal… —responde Casamajó alardeando un poco de su relación con tan famoso detective.
Cuando el tren se para inundándolo todo de vapor, los prohombres de Oviedo dan un paso atrás mientras que el señor alcalde hace una señal a un mozo para que acuda presto a hacerse cargo del equipaje del visitante.
Se abre la portezuela del vagón de primera y bajan, por este orden, una joven dama, dos canónigos, un caballero entrado en años y una vieja no demasiado elegante como para poder pagar un billete de aquellas características.
Todos se miran asombrados.
El fiscal da un paso al frente y, colocándose la mano sobre la frente a modo de visera, se pega al cristal y dice:
—No queda nadie dentro.
Todos miran a Casamajó.
—Igual ha venido en segunda. No es amigo de lujos —farfulla muy violento con la situación.
La comitiva se encamina hacia los vagones de segunda. Nada. No hay rastro del detective. Unos y otros se miran sin saber qué hacer. El alcalde parece enfadado. Es hombre orgulloso, muy rico, y no le agrada quedar en segundo plano.
Mientras que el juez se asoma a los vagones de tercera, sucios, con bancos de madera y atestados de parroquianos que suben con gallinas, cestas de comida y hatos repletos de ropa, los miembros de la comitiva preguntan al revisor.
—No está en tercera —dice Casamajó, que vuelve un tanto avergonzado.
—Este caballero dice que no ha viajado nadie desde Madrid que se ajuste a la descripción de don Víctor —apunta el alcalde con cierto tono reprobatorio señalando al revisor.
—¿Está usted seguro? —pregunta Casamajó—. Es probable que no subiera en Madrid, tenía que recoger a su hijo en Segovia. Un chaval de doce o trece años.
—¿Un guaje dice? —interrumpe uno de los mozos de cuerda al que todos miran con cara de pocos amigos por meterse en conversaciones de gente de bien.
—Sí, Eduardo, su hijo. ¿Por qué? —pregunta el juez.
—Anoche ayudé yo a un caballero que venía acompañado de un crío con las maletas.
—¿Anoche?
—Sí, llegó en el tren de las diez.
—¿Y adónde fueron?
—Subimos sus maletas al coche del Julián. Él sabrá. Estará fuera si no le ha salido ningún porte.
El juez sale a paso vivo al exterior acompañado de aquella decena de hombres que le miran mal. Cuando llegan donde los cocheros pregunta a viva voz:
—¿Alguno de ustedes es el Julián?
Uno de ellos, un tipo recio, con cara de buena persona, moreno y de barbilla prominente da un paso al frente:
—Yo soy, Julián Muñiz. ¿Necesitan algo?
El alcalde se adelanta, como dando por hecho que todos le conocen y toma la palabra haciendo valer su autoridad:
—¿Recogió usted ayer a un detective que venía de Madrid con un niño?
—Si era detective o no, no sabría decirle, pero sí, recogí a un caballero y a su hijo. Llevaba mucho equipaje. Ya saben, utensilios y cajas con instrumentos raros.
—¿Y adónde los llevó? —pregunta impaciente el juez.
—A La Gran Vía.
—¿Al bar? —inquiere un pasante.
—Se hospeda allí, en las plantas de arriba hay habitaciones espaciosas y muy independientes. El señor, don Víctor, que por cierto me dio una buena propina, ya había apalabrado todo desde Madrid. Me dijo que buscaba unas habitaciones tranquilas y que La Gran Vía era el lugar ideal para él porque está a un paso del centro pero, a la vez, casi a las afueras.
—Este hombre es previsor, no hay duda —dice el alcalde asintiendo.
—No sabe usted cómo —apunta el juez.
—Y nosotros no le recibimos como es debido, ¿qué pensará de nosotros? —añade el presidente del partido liberal.
—No es amigo de lisonjas. Me mintió diciendo que venía hoy —añade el juez Casamajó.
—¿Y por qué habría de hacer algo así? —pregunta el alcalde, cada vez más molesto.
Casamajó levanta las manos, como pidiendo paz.
—¡A ver, a ver! ¡Calma! Víctor no quiere que su presencia aquí sea un acontecimiento.
—¡Nos ha hecho un desprecio! —clama una voz desde el fondo.
—No, no. No le conocen. No le agradan la publicidad excesiva, los aspavientos. Déjenme a mí el asunto. Iré a verle a su pensión. No se lo tomen a mal. Quizá piense que no es buen negocio que los culpables se enteren de que está aquí —apunta Casamajó intentando justificar como sea el comportamiento de su amigo.
—¡Ya tenemos al culpable! ¡Navarro! —exclama una voz anónima.
—No, no, es el caballerizo —responde otro.
—¡Basta! —ordena el juez—. ¿No ven que tenemos un problema? No digo que Víctor sea el paradigma de la sociabilidad, pero es el mejor en lo suyo. Déjenmelo a mí. Si se siente molesto o se nos agobia es capaz de volverse a Madrid. Está enfrascado en varios casos de relumbrón. Por favor, váyanse a casa y yo hablaré con él. En cuanto sea posible lo llevaré a ver a las autoridades para informar de cómo ve el asunto.
Todos quedan en silencio hasta que el alcalde toma la palabra.
—De acuerdo, Casamajó, sea así. Pero que conste que no me gusta su hombre. Ya hablaremos. —Y sale de allí a paso vivo seguido por aquella legión de aduladores.
Cuando ve que la reunión se disuelve, Julián Muñiz ve claro que aquellos lechuguinos no van a darle ni una mísera propina.
Cuando Casamajó llega a La Gran Vía, se para por un momento para echar un vistazo a la recia casona. Construida por Aurelio Fernández, en el número uno de la calle Asturias, es un lugar donde se sirven buenas comidas. Está ligeramente a las afueras, es un lugar tranquilo y tiene planta baja y dos pisos superiores donde se alojan incluso familias enteras. El dueño, hombre emprendedor, realiza todo tipo de trabajos relacionados con la construcción. A un lado quedan unos toldos que cubren el lateral dedicado al bar famoso por la buena calidad de su vino y su sidra, que, según dicen, es de las mejores.
Es un establecimiento nuevo que Víctor no podía conocer de su anterior estancia en Oviedo, así que el juez se pregunta cómo ha podido localizarse un alojamiento tan adecuado para sus propósitos por su cuenta y desde Madrid.
El detective siempre ha sido un hombre de acción, de los que se anticipan. Así que, en el fondo, no le sorprende.
Justo cuando se dispone a entrar en la pensión escucha una voz tras de sí:
—Supongo que me buscas a mí, ¿no?
Casamajó se gira y se da de bruces con Víctor. Viste traje color caqui, con chaquetilla de cazador, pantalones abombados y polainas. Lleva un extraño sombrero que parece de tirolés. Viene caminando a paso vivo y trae las mejillas visiblemente rojas. Jadea.
—¿No te habrás hecho cazador a la vejez?
—No, Agustín, no. Sabes que no me gusta disparar a esas criaturas de la naturaleza. Me levanté muy temprano, desayuné (como los ángeles, sea dicho de paso) y opté por dar un vigoroso paseo para inspeccionar el terreno. Pero vamos, vamos dentro que Eduardo ya debe de estar despierto.
Una vez en el comedor y tras saludar al patrón y a su esposa, se encuentran con un chiquillo de unos doce años que desayuna solo en una mesa.
—Éste es Eduardo, mi hijo —dice Ros muy orgulloso.
El chaval, muy educado, se levanta y estrecha la mano del juez. Parece delgado y se nota que hace poco que ha dado el estirón. Una sombra algo oscura comienza a aparecer bajo su nariz como la promesa de que pronto será un hombre.
—Aquí donde lo ves, será el mejor detective de todos los tiempos.
—Creí que lo eras tú —dice el juez.
Víctor ladea la cabeza.
—Claude Mesplede en Francia o un tal Ian Rankin, en Escocia, me superan con creces. Pero Eduardo ha de avergonzarnos a todos. Ya lo verás. Es más inteligente, más rápido y más prudente que yo. No se le escapa nada y tiene unas notas de relumbrón.
Casamajó observa una sonrisa de satisfacción en el crío.
—¿Quieres un café?
—Sí, con leche —responde el juez.
Mientras les sirven el pedido se hace un silencio incómodo que tiene que romper el magistrado:
—Los prohombres de la ciudad se han enfadado.
—¿Con quién? —pregunta Víctor, que nunca tuvo mano izquierda para aquellos asuntos.
—¿Con quién? ¿Con quién había de ser? ¡Pues contigo! Hemos ido a las nueve a recibirte a la estación y no has aparecido. Ahora tengo que calmarlos: al alcalde, los presidentes de los dos partidos, el secretario del obispo…
—Para, para —interrumpe Víctor alzando la mano—. ¿Quieres azúcar?
—Sí, tres terrones, por favor.
—No me vengas con esas historias. Quise llegar el día antes, anticiparme. No necesito recepciones ni gerifaltes que me halaguen y me intoxiquen con sus visiones parciales, provincianas y de aficionado. Estaré aquí el tiempo que quiera y me iré cuando me dé la gana. Punto.
—Pero tendrás que visitarlos…
—Por supuesto, pero cada cosa a su momento. Hemos perdido un tiempo precioso. Muchas de las pistas pueden haberse borrado y tengo que ponerme manos a la obra cuanto antes. No necesito gente alrededor. —De pronto, hace una pausa—. Eduardo, hijo, ¿has terminado?
—Sí, Víctor.
El detective hace un gesto con la cabeza y el crío, tras despedirse ceremonialmente del juez, se levanta y se pierde escaleras arriba.
—Como te iba diciendo —continúa Ros repasando una libreta que saca de su bolsillo—, esta mañana he dado un largo paseo. Debo mantenerme en forma. Y he llegado hasta la Casa Férez. He echado un vistazo a las fincas colindantes, la de los dos abuelos que me contaste, aquellos de las margaritas y los cerdos.
—Los Ferrández.
—Exacto, y también he pasado por la casona y la finca. Todo desde fuera, claro. He inspeccionado el lugar del crimen pero ha pasado mucho tiempo. ¿Quién fue el primero en llegar?
—Un carretero, creo.
—¿Avisó a la casa?
—Sí, enseguida se personó allí el alguacil Castillo.
—Me han hablado bien de él.
—¿A ti? ¿Quién?
—Tengo mis fuentes. Supongo que él se hizo cargo de las diligencias previas.
—Exacto.
—También he pasado junto a la valla de ese vecino…
—Antonio Medina.
—Sí, el del hijo enamorado de la chica de los Férez. Me he cruzado con él. Un tipo alto, bien vestido, que entraba en su finca usando la llave de la cancela.
—Es aficionado al ejercicio.
—Y a la geología.
—¿Cómo lo sabes?
—Llevaba un pico de geólogo y dos cuarcitas en la mano —dice Víctor con fastidio—. Le he saludado y me ha parecido un tipo mal encarado.
—No tiene buen carácter, no.
Víctor apura su taza de café y mira por la ventana.
—Te diré lo que necesito —comienza a decir como el que sabe lo que se hace—. Necesito que de aquí a una hora nos veamos justo en la puerta de la casa de los Férez. No avises a nadie más, ojo. Tráete al alguacil Castillo y es imprescindible que vengáis con los papeles que tengáis de las diligencias previas. Traed la nota inculpatoria y por supuesto, muy importante, el informe forense. ¿Tomas nota?
—No, no, lo tengo todo aquí —dice señalándose la cabeza.
Entonces se escucha un ruido y Casamajó se gira. Frente a ellos hay un pilluelo de los que pululan por las calles, abandonados por sus padres y dejados de la mano de Dios. Lleva una gorra raída que casi le tapa la cara, los pantalones zurcidos y sujetos con una cuerda, camisa blanca llena de chorretes y por una de sus botas asoman los dedos de los pies.
—¡No molestes, guaje! ¡Fuera de aquí! —le grita el juez, que no está para limosnas, provocando la risa de Víctor.
El crío sonríe también.
—Pero ¿qué pasa ahora, rediez?
—Querido Agustín, te presento a mi mejor agente secreto. Te ruego que no digas nada a nadie. Y ahora, Eduardo, despídete de don Agustín. Nos vemos a la hora de comer, fúndete con la ciudad, hijo. Sabes que tú eres mis ojos.