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Que no, don Matías, que no. Que están ustedes muy atrasados —afirma vehementemente Víctor Ros—. Que no hay ninguna prueba científica que ligue el tamaño o la forma del cráneo con la predisposición al delito. Además, se lo digo por experiencia.

Don Alfredo Blázquez, compañero inseparable de Víctor en sus años de policía, da un trago a su coñac y apunta:

—Pues el degollador de Argüelles bien que tenía la cabeza deforme. Enorme y deforme.

Ros mira a su amigo con cara de pocos amigos.

—¡Eso es una casualidad como otra cualquiera! De sobra sabes que su madre era puta, alcohólica y se le cayó de la cuna cuando era pequeño deformándole el cráneo. Lo que le llevó al delito fue el entorno. ¿Entienden, amigos? ¡El entorno! Si cualquiera de ustedes hubiese sido criado entre delincuentes, pasando hambre y maltratado desde niño, no habrían podido seguir otro camino que ése, el delito. No todo el mundo puede elegir. ¿Es que no lo ven? Los más peligrosos delincuentes que he perseguido han tenido infancias atroces, han pasado hambre y fueron maltratados desde niños. Un ser humano que crece así, luchando día a día por un chusco de pan, en medio de ese mar de violencia está abocado, por desgracia, al delito.

—¿Y usted? —interrumpe don Matías, médico especialista en afecciones respiratorias.

Touché —dice Blázquez esbozando una sonrisa irónica.

Los demás compañeros de tertulia en el Suizo hacen otro tanto.

Víctor se gira un poco y mira a su amigo Blázquez y le suelta:

—¿Y tú? ¿Qué pretendes, tocarme las…?

—¡Hombre, hombre! No seamos soeces —apunta el juez Higueras.

—Precisamente —prosigue Víctor, que no se arredra ante nadie—. Yo soy un ejemplo que refuerza mi teoría. Bien es cierto que en mis tiempos de pilluelo, de pequeño delincuente, ya era joven leído. Sí, es cierto: yo quería aprender, pero para robar más y mejor. Pero fue mi salvador, don Armando, quien siendo sargento de policía me sacó de las calles con una hábil estratagema y me recondujo hacia el que luego fue mi oficio. Fue mi entorno, sin duda, pues mi mentor llegó a formar parte de mi entorno, ¿comprende? La Frenología está en desuso, amigos, lo que importa es el ambiente. Y si no, miren a mi Eduardo. Lo encontré en las calles de Barcelona, tirado como tantos y tantos hijos de obreros abandonados a su suerte. Ahora estudia interno en Segovia, es uno más de mi familia, lo adopté, y está obteniendo unas calificaciones excelentes.

Todos quedan en silencio, como sopesando el argumento. Nadie quiere dar su brazo a torcer y de eso se trata en las tertulias, de debatir, discutir con los amigos sobre política, economía, toros y mujeres. Polemizar y exprimir los argumentos como si aquello fuera un parlamento en miniatura. El Suizo es el lugar que eligieron don Alfredo y Víctor por casualidad, donde dos médicos, un juez, un poeta, un policía jubilado y un ex policía constituyen un grupo ciertamente peculiar.

Es en ese momento cuando una voz saca al grupo de sus reflexiones:

—¿Víctor?

Todos giran la cabeza y ven a un hombre alto, algo pasado de peso, de luenga barba, que viste traje oscuro y chistera. Lleva un bastón de grueso pomo en las manos y parece emanar autoridad.

—Estás cambiado —dice el desconocido—. Con barba, más mayor…

Víctor, que nunca olvida un rostro, mira al recién llegado con cierta extrañeza. Ladea la cabeza como el que piensa, a la vez que inspecciona al tipo así como de reojo. Una sonrisa comienza a aparecer en su rostro, a veces, demasiado serio.

—¿Agustín? —dice—. ¿Agustín?

El otro, el grandullón, asiente sonriendo.

—¡Agustín Casamajó! —exclama Víctor—. ¡Dichosos los ojos!

Antes de que los contertulios puedan darse cuenta, Víctor y el desconocido se han fundido en un abrazo que denota grandes cosas vividas juntos.

—¡Estás más gordo! —dice el detective.

—Y tú, amigo, y tú —contesta el recién llegado.

—Un poquito de panza, sí, pero mi esposa me tiene a plan. No puedo descuidarme. Ya sabes, los malos. ¡Éste es, amigos míos, Agustín Casamajó, juez en la ciudad de Oviedo por muchos años!

—Sí, yo estoy más gordo que tú, pero detrás de la mesa del tribunal no se corre tanto peligro —dice Casamajó riendo.

Todos se levantan y estrechan ceremonialmente la mano del juez mientras Víctor hace las presentaciones de rigor. En cuanto se hace posible, Casamajó dice a Víctor en un aparte:

—¿Podrás cenar conmigo hoy mismo?

—Un poco precipitado, ¿no? Clara me espera. ¡Qué prisas!

—Tu esposa, ¿no?

—Sí.

—Escuché que es bellísima y de buena familia.

—Oíste bien. ¿Y mañana? ¿Qué te trae por la capital del reino, amigo?

—He venido a verte a ti. Exclusivamente.

—¿A mí? —Víctor señalándose a sí mismo y poniendo cara de sorpresa.

—A ti, Víctor. Y mañana debería volver a Oviedo. Ni si quiera debía haberme ausentado.

—¿Y eso?

—Tenemos problemas. La ciudad anda revuelta y la cosa está tensa.

—¿Oviedo tensa? No parece normal.

—Sí, como lo oyes.

—¿Y dónde entro yo en eso?

—Tenemos un asunto… difícil. Un asesinato. El treinta de mayo fue. No damos con la solución y el asunto se ha ido envenenando. La gente toma partido. Que si fue éste, que si el otro… La Iglesia, los socialistas, «las familias»…

—Oviedo.

—Sí, amigo, Oviedo. Se nos va de las manos. Te necesito.

—No puedo, amigo, sabes que tengo mucho trabajo. Estoy con el caso de la Banca Permach y la estafa de los Bonos de la Hispanocubana. Por no hablar del asunto de la envenenadora, Mariola Martínez Zamora. He tenido que contratar varios ayudantes incluso.

—Cena conmigo. Sólo eso.

Víctor pone cara de pocos amigos y añade:

—No puedo volver a Oviedo y tú lo sabes.

—¡Tonterías, Víctor! Desarticulaste una banda de subversivos que habían cometido varios asesinatos, atentados y que mantenían secuestrado al hijo del diputado Orenes. Tú salvaste la vida del crío.

—Sí, traicionando a muchos amigos.

—Y metiendo en la cárcel al Capacuras. ¿No lo recuerdas?

—Y a ella.

—Hiciste lo que debías.

—¿Está bien? ¿La has visto?

—Sí, está bien.

—¿Se casó?

—No. Nunca.

Víctor mira hacia el suelo con cara de remordimiento.

—Mira, Víctor —continúa Casamajó—, hicimos un buen trabajo. Yo, un joven fiscal lleno de ambición, y tú, un policía aplicando métodos novedosos. Hasta entonces a nadie se le había ocurrido infiltrar un agente de la ley en los movimientos revolucionarios.

—Sí, sí, lo recuerdo.

—Cena conmigo, amigo, me lo debes. Sólo eso. No te pido más.

Víctor hace un gesto llamando a Ginés, el aprendiz que además de recoger los vasos, hace recados para los clientes del café.

—Mandaré aviso a casa —se escucha decir a sí mismo pese a que cree que va a lamentarlo. Últimamente sale poco de Madrid, cada vez le atrae menos ausentarse de la ciudad en que vive, y menos para acudir a Oviedo.

En el restaurante del Hotel de los Italianos, Casamajó ataca unas perdices estofadas mirando con reparo el consomé de verduras que ha pedido Víctor.

—Sí, lo sé, no te gusta la pinta que tiene, pero he de cuidarme. No podría perseguir delincuentes si la barriga no me permitiera ver mis propios pies —dice Víctor, que lee el pensamiento de su viejo amigo.

—Siempre tuviste esa extraña facultad.

—¿Cuál?

—La de anticiparte. ¿Tu mente no descansa?

—Nunca.

—Ya. Pues lo lamento, amigo.

—Tú me entiendes, Agustín, tú sí que me entiendes. A veces tener esta cabeza no es, precisamente, una bendición.

—Sí, Víctor. Se es más feliz siendo ignorante. Pero vayamos a lo nuestro. ¿Vendrás conmigo?

—No —Víctor, tajante—. Pero me dijiste que había un asesinato, ¿no?

El juez es consciente de que todo depende de cómo enfoque el asunto. Víctor es un hombre que busca desafíos intelectuales. Con la resolución del misterio de la Casa Aranda aseguró la fortuna de su esposa y su gabinete marcha a las mil maravillas. Es evidente que su viejo amigo y su familia tienen un buen pasar. La motivación económica no le llevará a Oviedo, eso seguro. Casamajó sabe que debe plantear el caso de forma que parezca interesante, algo fuera de lo normal que despierte la curiosidad del detective. Se esfuerza en narrar lo sucedido lo mejor que sabe: que el joven Férez fue brutalmente acuchillado, la nota en manos de su amante concertando una cita, el nombre falso del caballerizo, el vecino malavenido y los viejos locos obsesionados con el asunto de las margaritas. La ciudad dividida y las polémicas diarias. Víctor sonríe al conocer estos pormenores. Casamajó se encarga de abundar en los detalles que más afectan al equilibrio de una población como aquélla: la implicación de don Críspulo, la Iglesia, las beatas y la toma de partido de los sectores más populares y revolucionarios. La falta de pruebas y la tozudez del afinador de pianos. Su abogado, «una mosca cojonera» en sus propias palabras. Cuando desvela el suicidio de la criada y que ésta llevaba en la mano el anillo del asesinado, observa que Víctor da un respingo en la silla.

—¿Y dices que era el anillo del difunto? ¿Seguro?

—Seguro.

—Interesante giro de los acontecimientos.

—Eso abre nuevas posibilidades, Víctor.

—Y tanto, y tanto —apunta el detective atusándose la barba mientras le sirven el segundo plato, una merluza a la provenzal.

Casamajó, que no es tonto, dedica el resto de la cena a hablar de sus cosas, a ponerse al día. Intenta relajar el ambiente con un hábil cambio de tercio. Víctor tiene dos hijos, la parejita, más un tercero adoptado. El juez tiene cinco y se casó con una joven de buena familia que el detective conoció de vista en su paso por Oviedo.

—Sigues pescando, ¿verdad? —pregunta el detective.

—Siempre que puedo. ¿Cómo lo sabes?

—Esos cortes en las manos, o los hace el sedal o te dedicas a afinar pianos, pero sabiendo que ya teníais a un tipo que se dedicaba a eso…

—¡Y ahora está en la cárcel! Igual debería plantearme cambiar de oficio.

—Ni de broma, Agustín, te he oído cantar. No tienes oído ninguno.

—Canto de maravilla.

—No te empeñes. Ya te digo que no he conocido a nadie con peor oído en mi vida.

Los dos amigos estallan en una carcajada.

Cuando, tras los postres, se sirve el café y el coñac, ambos piden un habano.

«Ahora es el momento», piensa Casamajó.

—Ahora es el momento —dice el detective en voz alta sonriendo.

—¡Tienes que dejar de hacer eso! —exclama el juez provocando las risotadas de su amigo.

Ros exhala el humo de su cigarro con cierto deleite, y dice:

—Agustín, no digo que el caso no sea interesante. Entre todos lo habéis ido complicando y el número de variables que hay abiertas ahora constituye una complicación extraordinaria. Quizá se haya perdido un tiempo precioso.

—¿Y?

—Que no me veo en Oviedo. No quiero ver las viejas caras, los compañeros…

—¡Rediez, Víctor! Eran unos radicales y tú, un policía. Hablas como un socialista. Además, están todos muertos. Los que no cayeron en aquella redada han muerto por ahí, ¿acaso no sabes que se vivieron tiempos convulsos allá arriba? Si alguno escapó con vida salió por piernas con la Restauración.

El detective pone cara de pensárselo.

—Me lo debes —dice el juez—. Y lo sabes.

Víctor hace una pausa y añade:

—Sí, sí, lo sé. Estoy en deuda contigo. Cuando fui a verte siendo tú un joven fiscal yo era un policía bisoño con un extraño plan. A nadie se le había ocurrido infiltrar a un policía de paisano en los movimientos revolucionarios. Tú permitiste que aquello se llevara a cabo y aquel sumario me hizo famoso.

—¡El subinspector más joven de España!

—Exacto —dice Víctor con la mirada perdida—. El subinspector más joven de la historia. Conseguí un buen ascenso, es cierto.

Silencio.

Víctor alza la mirada y observa a su amigo. Sonríe. El juez decide arriesgarse:

—Sólo te pido una semana. Vienes, estás siete días y te vas. Sólo es eso.

Silencio de nuevo.

—No quiero verla —dice Ros.

—No tendrás por qué hacerlo, Víctor. Vienes, echas un vistazo y a la semana te vas. Es sencillo, no tendrás ni que acercarte por su imprenta.

—¿Está bien? Ella, digo.

—Sí, está bien. El negocio funciona y tiene un buen pasar.

La mente del detective se pierde en ensoñaciones por unos instantes.

En ese momento, tras volver en sí, Víctor apaga el cigarro y levanta la mano pidiendo la cuenta:

—Sabes que no puedo decirte que no —sentencia dando por terminada la conversación.