Don Reinaldo Férez mira hacia el campo perdido en sus pensamientos. Tiene una copa de coñac en la mano e intenta relajarse sentado en su biblioteca, junto al ventanal, mientras descansa en su butaca favorita. Repara en que, en aquellos aciagos días que le ha tocado vivir, se cumple aquella máxima que le enseñara su padre antes de morir, cuando eran pobres como ratas: «Todo lo que puede empeorar, empeora, hijo», le dijo aquel hombre. Ésa era su única herencia y ahora, como si aquel desgraciado tuviera razón, don Reinaldo se levanta cada día y comprueba que el caso se complica, que todas las miserias de su familia se airean a la luz pública y que la lista de presuntos culpables es cada vez más nutrida. Y aún queda por saberse lo peor.
Mira hacia el infinito con el brazo derecho algo caído, en el que apenas sostiene el último ejemplar de El Comercio de Oviedo. No sabe cómo, pero los periodistas se enteran de todo. Hoy relatan que su santa esposa, doña Mariana Carave, ha tenido sus más y sus menos con los otros vecinos, una familia algo humilde, con pocas tierras, por el dichoso asunto de las margaritas. Y es que Mariana tiene un escape cultivando con mimo aquellas florecillas que son su vida y los cerdos de los Ferrández, una pareja de ancianos cascarrabias, rompen una y otra vez la cerca para devorar las flores de su esposa. El periódico narra con toda serie de detalles el último enfrentamiento habido entre su propia esposa y los Ferrández, apenas dos días antes del asesinato de Ramón, su primogénito. El chico, que había mediado en la discusión para proteger a su madre, se había visto obligado a frenar la embestida del colérico abuelo que cayó despedido hacia atrás embadurnándose con el estiércol de sus propios marranos.
—¡Petimetre, esto no quedará así! ¡Ya verás cuando venga mi sobrino, el marinero de Gijón! —había amenazado el vejete.
A Reinaldo Férez no le cabe duda de que aquel par de ancianos nada han tenido que ver con la muerte de su hijo, faltaría más. Pero viendo cómo se presenta el panorama se teme lo peor. Si los detienen, se mueren. Y acaso, ¿no complicaría eso aún más las cosas?
Hay un solo culpable y don Reinaldo lo sabe: él.
Sí.
Él podía haber evitado todo aquello si hubiera actuado a tiempo. Había notado que su hijo era distinto desde pequeño: no cazaba pájaros ni se bañaba desnudo en el río con los otros chavales. No le gustaba montar a caballo o jugar a la guerra, no. Nunca le oyó decir una palabrota ni tuvo que reñirle por apedrear una farola o romper una ventana de un vecino. Nunca le gustó ir de caza con él y pasaba horas y horas leyendo poesía o dibujando paisajes por aquellos campos de Dios en los que se perdía con un caballete y una cesta de mimbre con algo de queso y vino. Siempre fue pulcro en el vestir, demasiado, y nunca le escuchó hablar de chicas o mujeres. Y él, don Reinaldo Férez, no había hecho nada. Sólo en los tres últimos años, al sorprender al chaval haciendo una felación a un caballerizo, decidió enviarlo interno a Madrid. Una forma de castigarle en un centro que, él sabía, era de extrema dureza y, por qué no decirlo, una vía de escape, una forma de alejar a aquel fruto de su simiente que él consideraba indigno. Desde entonces apenas se hablaban y don Reinaldo creía que, en cierta medida, su actitud dura e intransigente, su falta de comprensión, habían empujado a su hijo en brazos de compañías que no habían resultado precisamente deseables.
En el fondo, y muy en el fondo, él sabía que el crío era una víctima inocente. Sí, porque sólo había heredado la propensión al vicio de su propio padre. Sí, él era un pecador y pese a que don Froilán le daba la absolución semanalmente por sus descuidos, en el fondo sabía que no podía dejarlo. Se sentía mal, culpable, pero no dejaba de pensar en que cuando llegara la noche, podría volver a ello con Cristina, la institutriz. ¿Cómo hacía la naturaleza aquellas cosas? ¿De dónde salían criaturas como aquélla? Un ser que él había añorado tanto. ¿Y cómo la había puesto Dios en su camino?
De pronto, una voz le saca de su ensimismamiento:
—Señor —es Faustina, la criada—, tiene usted visita y me temo que concurrida.
Cuando el patriarca de los Férez levanta la vista y mira el camino piensa que vienen a traerle malas noticias: una comitiva encabezada nada menos que por don Críspulo, el cura de San Isidoro, el mismísimo alcalde, don Antonio Marín, el forense, don Serafín Murcia, don Agustín Casamajó, juez instructor y el alguacil Castillo, hacen entrada en su propiedad no se sabe con qué propósito.
Una vez dentro de la casona y de los saludos y parabienes habituales, dispone jerez con pastas para todos y obliga a sus visitantes a tomar asiento en el salón principal. Es amplio, bien iluminado y está tapizado por mullidas alfombras. Las ventanas están abiertas aunque el aire es aún algo fresco.
Tras esperar a que las dos doncellas hagan los honores, el alcalde, Marín, fulano algo pasado de peso y amplias patillas, comienza a hablar pues parece el de mayor entendimiento.
—Se preguntará por qué estamos aquí.
Férez, avejentado como nunca en estos últimos días, asiente cansado. Sus ojos evidencian la falta de sueño y se hace patente que ha perdido mucho peso en poco tiempo:
—Ustedes dirán.
El juez Casamajó, un catalán que lleva muchos años en la ciudad, toma de improviso la palabra:
—Mire, don Reinaldo, no se le escapará que desde el primer momento tuvimos un claro sospechoso.
—Ese afinador de pianos.
—Exacto.
—La nota que hallamos en su chaleco y que hacía referencia a una cita el día de autos era nuestra única prueba. El problema es que no se ha podido obtener una confesión.
—¡Claro! Como que es inocente —exclama don Críspulo muy convencido.
—¡Ya estamos, pater! —responde el alguacil Castillo—. ¿Se lo ha dicho en confesión?
—Eso… no puedo decirlo.
—¡Calma, calma! —tercia el alcalde—. Que siga el juez, que siga.
Casamajó retoma la palabra mirando fijamente a Férez, que no sabe qué quiere aquella gente de él.
—Para colmo, las cosas se han complicado. Carlos Navarro tiene un nuevo abogado, un petimetre de Santander, al parecer, como… como él es…
—¿Invertido? —añade Férez.
—No, forastero. No es de aquí. —El juez está vivamente molesto por la interrupción—. El caso es que es un joven bien preparado que conoce las triquiñuelas del oficio y nos ha denunciado por maltratar al detenido. El tiempo de detención preventiva no se cumplió exactamente…
—Pero ¿cómo hacen algo así? —interviene el alcalde.
—¡Estamos en Oviedo, coño! ¿Cómo íbamos a pensar que nadie viniera a meterse en nuestros asuntos? —exclama el juez muy soliviantado.
Reinaldo Férez mira a sus visitantes como si fueran una cuadrilla de locos. ¿Qué le pasa a aquella gente?
—Bueno, bueno —retoma el hilo el juez—. El caso es que este abogado, Pedro Menor, es un tipo llamativo, ostentoso en su forma de vestir y, al parecer, un libertino, pero conoce su oficio y nos ha puesto en un aprieto: si no acusamos a su cliente a corto plazo, tendremos que liberarlo.
—¡Lo vamos a acusar! —exclama Castillo.
—Sí, sí —tercia Casamajó—. Lo vamos a acusar, sin duda. Ése no sale de la cárcel. Pero no ha confesado y sólo tenemos la esquela de la cita. Nada más: ni arma, ni sangre en su ropa, ¡nada! No sé lo que podría ocurrir en un juicio. O dejamos el asunto más encarrilado o cuando se celebre la vista no sé si a este tipo le caerá el garrote como merece.
—¡Es inocente! —don Críspulo.
—¡Y dale! —Castillo.
Casamajó mira a ambos con cara de pocos amigos y consigue que se calmen, entonces continúa:
—Para colmo, don Reinaldo, su caballerizo se ocultaba con un nombre falso, cosa que le hace parecer, a ojos de la gente, claramente sospechoso, y su vecino, Medina, hizo ciertos comentarios sobre su hijo que…
—Amenazas, fueron amenazas —puntualiza Férez con cara de pocos amigos.
—Y para rematar —continúa Casamajó—, la historia ésa de los marranos que se comen las margaritas de su mujer. ¡Por Dios! Si todo el mundo sabe que esos abuelos son inofensivos.
—Lo sé.
—Pues El Imparcial les coloca en el centro de la diana. Precisamente porque dice que son unos chiflados. Ya ven ustedes, si ese abuelete, Ferrández, ¡dice ser el verdadero inventor de la máquina de vapor!
Don Reinaldo se atusa la cuidada barba, como mirando al infinito.
—¿Y qué quieren decirme con esto?
Entonces, como si todo estuviera preparado, toma la palabra el forense, el señor Murcia:
—Don Reinaldo —dice muy serio, es un hombre joven y pelirrojo, tímido en exceso—. Su hijo tuvo una muerte relativamente rápida. Una de las diez cuchilladas afectó a la vena porta y otra a la arteria hepática. Calculo que perdió el sentido al instante y se desangró en poco tiempo. He podido datar el deceso a eso de las doce, quizá la una de la madrugada. Ninguno de los sospechosos tiene coartada a esa hora. Esto complica la investigación.
—A no ser que consiguieran ustedes una confesión —dice el dueño de la casa mirando al alguacil con dureza.
—No, no, a Navarro no se le puede poner una mano encima ya. ¡Menudo es su abogado!
—Además, se ha mantenido firme desde el primer momento —insiste don Críspulo—. Él no mató a su hijo. Seguro.
—¿Y qué quieren que haga yo? —exclama el empresario poniéndose de pie de un salto.
Todos se miran como queriendo agarrar el toro por los cuernos pero ninguno se atreve. Al fin, el alcalde toma la palabra:
—Mire, don Reinaldo, nos han hablado de un detective, uno de Madrid, muy bueno. Es un lince; caso que acepta, caso que resuelve… Se llama… Víctor Ros.
Un estruendo hace que todos se giren al momento. Una dama muy hermosa, cuya figura destaca entre la luz que inunda la balconada, se gira hacia ellos con una bandeja en la mano de la que han caído multitud de juguetes.
—Yo… —farfulla— había venido a por los juguetes de la niña. Disculpen, me tropecé.
—Recoja, recoja, Cristina, no hay problema alguno, querida —dice don Reinaldo, muy conciliador—. Y déjenos a solas, que tenemos que hablar. Perdonen ustedes. Es la institutriz de los pequeños.
Cuando la joven se agacha y coloca los muñecos en su sitio, comprueba de reojo cómo aquellos varones la devoran con la mirada. Don Reinaldo también lo nota. Así es aquella ciudad, hipócrita, todo el mundo guarda las apariencias pero las bajas pasiones fluyen por lo bajo. Y cuestan vidas, como en el caso de su hijo, Ramón.
Cuando vuelven a quedar a solas, el dueño de Casa Férez mira a sus invitados:
—¿Un detective? ¿Para qué queremos un detective? ¿Más publicidad? ¿Para que se airee más aún el caso? ¿Qué hay de la honra de mi familia?
—No, no —apunta Castillo—. Usted no sabe, es un hombre preclaro, de ciencia, llega a donde otros no han llegado. Es discreto, forma parte del oficio y conoce Oviedo.
—¿Conoce Oviedo?
—Sí —apostilla el alcalde—. Entonces usted no vivía aquí, pero hace años, cuando era joven, un simple policía, se infiltró en una célula radical aquí mismo y la desactivó. Detuvieron a más de cincuenta alborotadores. Se hizo pasar por uno de ellos durante meses, con paciencia. Al final fueron todos a la cárcel y a él lo ascendieron. Ahora se dedica al sector privado y es muy bueno, dicen.
Casamajó, el juez, hombre de inmensas patillas y frente despejada, apunta:
—Es íntimo amigo mío. Tiene muchos casos y no dispone de tiempo libre, pero yo puedo hacer que venga.
El alguacil Castillo apoya los argumentos del alcalde diciendo:
—Mire, don Reinaldo. No tenemos nada, los periódicos andan enredando y la ciudad está dividida. Su caballerizo no ha querido confesar. El invertido, tampoco. Y para colmo están las amenazas vertidas por su vecino, Antonio Medina, y ahora, ese par de lunáticos de los cerdos. No tenemos pruebas salvo la nota y ninguno de ellos tiene coartada. Para mí que fue el afinador de pianos, pero necesitamos probarlo. Don Críspulo quiere que llamemos al detective pero por el motivo contrario, y las autoridades, aquí presentes, opinan lo mismo porque el aire se corta con un cuchillo en la ciudad. ¿Por qué no le contrata? Igual le ayuda a restaurar el buen nombre de la ciudad.
—Háganlo ustedes —contesta el dueño de la casa con cara de pocos amigos.
—Pues querríamos que nos diera su consentimiento al menos —responde el alcalde—. Somos el Estado en Oviedo y tenemos a nuestros agentes; si llamamos a Ros sería una medida de carácter excepcional y queremos que usted, como particular implicado en los hechos, se muestre de acuerdo con la participación de un asesor…
—No —sentencia don Reinaldo.
Y entonces, como si fuera cosa del destino, Faustina, la criada, entra dando gritos en el salón.
—¡Mi señor! ¡Mi señor! ¡La Micaela!
Justo cuando todos giran la cabeza para escuchar a la recién llegada, ésta pierde el sentido, siendo recogida por su señor antes de que caiga al suelo.
—¡Rápido, las sales! Apártense —ordena el forense.
De pronto aparecen doña Mariana, la niñera y la cocinera visiblemente alarmadas.
—¿Quién es la Micaela? —pregunta don Críspulo.
—Mi otra criada —responde don Reinaldo.
La joven recupera un tanto la consciencia, abre apenas los ojos y farfulla:
—La Micaela… la Micaela s’ahorcao.
Olvidando a la pobre enferma, todos corren escaleras arriba pasando desde el primer al segundo piso por unas escaleras estrechas y poco seguras. Allí, en un angosto pasillo se observan las puertas de los pequeños cuartos abuhardillados que ocupa el servicio.
Don Reinaldo entra el primero y emite un gemido, luego lo hace su esposa, doña Mariana, que da un grito tremendo. Cuando las autoridades llegan a asomarse contemplan que la joven se ha colgado de una viga. Es inútil hacer nada por ella como demuestra el forense con un gesto inequívoco de la cara.
Éste tira de la mano que la muerta mantiene cerrada con esa fuerza inusitada que sólo tienen los cadáveres. Cuando consigue que el miembro ceda, algo golpea con un ruido sordo en el suelo de madera. Tras girar sobre sí mismo durante unos segundos que se hacen eternos, el objeto se vuelca y queda quieto, a la vista de todos.
—¡Es el anillo que robaron a Ramón! —exclama doña Mariana Carave.
Don Reinaldo se gira, sale compungido del cuarto y sin mirar a nadie dice:
—Llamen a ese detective. No reparen en gastos.
Y se pierde escaleras abajo.