4

El 30 de mayo de 1883, un macabro suceso conmocionó a la ciudad de Oviedo. A las seis de la mañana, un carretero que transportaba un cargamento de leche a Torrelavega, halló un cuerpo junto al camino. Estaba situado justo en la verja de acceso a la Casa Férez, una regia mansión habitada por un acaudalado industrial y su familia. De inmediato, el paisano comprobó que el cuerpo pertenecía a un joven que parecía haber sido brutalmente apuñalado en varios puntos del abdomen. Estaba muerto, no había duda. Así que, aprovechando que en la casa comenzaban a encenderse las primeras luces, dio la voz de alarma y los criados acudieron para darse de bruces con que la tragedia se había cebado con aquella familia que vivía algo aislada de la ciudad. La víctima no era otra que don Ramón Férez, hijo primogénito del propietario de la finca. La casona estaba situada en un camino que surge de la carretera de Torrelavega y que llega a un paso del arroyo de Pumarín, a unos minutos a pie de la llamada Quinta de Uría.

La fuerza pública se personó rápidamente en el lugar, así como el juez de guardia que, tras certificar el deceso, autorizó el levantamiento del cadáver para que fuera trasladado a la Audiencia para ser inspeccionado por los médicos del juzgado.

El alguacil Castillo se hizo cargo del caso y comenzó a interrogar al servicio y a la familia de cara a certificar con más o menos aproximación la hora del asesinato.

La víctima era el heredero de don Reinaldo Férez, acaudalado industrial dueño de una próspera fábrica de alpargatas, minas e incluso una naviera. El chaval, de apenas dieciocho años, estudiaba interno en Madrid y se encontraba en la casa familiar para disfrutar de las vacaciones de verano. El motivo del asesinato no parecía ser el robo pues la víctima conservaba su cartera repleta de dinero. A pesar de ello, llamó la atención que el cadáver presentara una marca blanca en el dedo corazón, como si le faltara un anillo. La familia confirmó que el finado solía llevar un anillo con un pequeño zafiro, regalo de un amigo muy querido de Madrid. ¿Por qué iba alguien a robar el anillo y no el dinero? No tenía mucho sentido. Aquello, para Castillo, apuntaba a un crimen de carácter pasional.

La prensa no tardó en hacerse eco del atroz asesinato. El joven presentaba más de diez puñaladas en el abdomen y había sido visto por última vez cuando se retiraba a su habitación a las diez de la noche tras cenar y charlar un rato con la familia en el salón principal de la casa.

No había huellas claras desde la casa hasta la verja porque, de haberlas habido, éstas se habrían borrado con el enorme trasiego de curiosos que pulularon por allí tras el crimen y existía, además, un camino empedrado que unía el portón principal con el murete de media altura que rodeaba la finca. Una mansión magnífica e imponente en un paraje relativamente aislado, rodeado de naturaleza pero no demasiado lejos de la ciudad. La prensa local comenzó por considerar sospechosos a todos los habitantes de la casa, esto es: al mozo de cuadras, las dos criadas, la cocinera, e incluso la institutriz, aparecían como los sospechosos más probables de cara a la siempre fértil imaginación del populacho.

De inmediato se dispararon los rumores, en la calle se decía que el chico estudiaba en Madrid para mantenerlo apartado del resto de la familia. Había problemas entre el padre y el hijo y se decía que don Reinaldo no veía con buenos ojos la idea de legar a su primogénito las fábricas y negocios familiares. El chaval tampoco parecía interesarse demasiado por aquel tipo de cosas. Al parecer eran muchos los que afirmaban que el joven era invertido y que había mantenido relaciones con individuos poco recomendables de la ciudad de Oviedo. Sea cual fuera la causa, permanecía interno en Madrid desde hacía tres años y sólo acudía a casa en Navidades y durante el verano, que la familia solía pasar en la costa pues eran gente avanzada en esos aspectos y acudían a tomar las aguas en el frío Cantábrico.

La investigación, diligentemente gestionada por el alguacil Castillo, progresó con rapidez. Una nota anónima recibida en el juzgado puso a la policía tras la pista de Carlos Navarro, un afinador de pianos de treinta años, que solía pasar medio año en Oviedo ejerciendo su profesión mientras se alojaba en la posada La Colunguesa, en la zona del Campo de la Lana. El alguacil Castillo, un hombre harto conocido en la ciudad por su buen hacer, casado, honrado a carta cabal y padre de siete hijos, se presentó en el cuarto del sospechoso cuando éste se hallaba repasando unas partituras y, tras registrar sus pertenencias, encontró una nota en el bolsillo de un chaleco.

Decía:

Te espero a las doce en la puerta de mi casa, junto a la verja. Te quiero.

Rápidamente, el alguacil, tras acudir a Casa Férez y conseguir unas cartas del muerto, cotejó la letra de la esquela con la del finado y comprobó que, en efecto, eran idénticas.

Todo apuntaba a que Ramón Férez y Carlos Navarro habían tenido una cita en el lugar y a la hora de la muerte del primero. Además, Navarro era homosexual y no era hombre de posibles ni pertenecía a ninguna de las grandes familias de Oviedo. Era un forastero sin verdadero arraigo en la ciudad. Tenía todas las características que la gente de la calle, acostumbrada a la rutina y al aburrido día a día de una pequeña capital de provincia como aquélla, achacaba a los posibles culpables de cualquier delito.

En apenas dos días ya había un sospechoso que fue detenido de inmediato. Según decían los otros huéspedes, el día de autos se había escuchado llorar al inculpado durante toda la noche. Cuando fue presentado ante el juez al día siguiente de la detención, su rostro evidenciaba las secuelas del interrogatorio al que había sido sometido. El juez ni se inmutó. Todo el mundo pensaba que aquel hombre era culpable simplemente por el hecho de ser homosexual. La nota evidenciaba que se había citado con el muerto en el lugar y a la hora de su asesinato y el mismo inculpado reconocía que, como afirmaban varios testigos, había discutido con la víctima unos días antes en la Posada de los Maragatos, sita en la calle del Matadero. Según Carlos Navarro, su amigo tenía miedo de que su padre descubriera su relación pues ya había reaccionado con extrema dureza cuando descubrió unos años antes que su hijo era invertido. Él le había propuesto fugarse, pero el otro era menor de edad y aquello podría haber complicado mucho su situación de mediar una denuncia al respecto. A pesar de las discusiones entre la pareja, una evidencia más, y de las palizas y vejaciones sufridas en el cuartelillo, Carlos Navarro aseguraba que no había acudido a dicha cita porque no había quedado con su amigo en la noche de autos. En la posada sólo podían justificar que había cenado con los otros huéspedes, pero podía haber salido perfectamente por la puerta trasera cuando todos dormían pues se alojaba en un cuarto de los de la planta baja.

En resumen, el joven lo tenía mal y la familia, peor, abrumada como estaba, primero, por la muerte del joven y, después, por el escándalo que amenazaba con mancillar el honor de los Férez.

En los días que siguieron al crimen de la Casa Férez y al subsiguiente escándalo por las características de la relación entre asesino y asesinado, las noticias fueron poco a poco animando la vida de una ciudad tan pequeña y provinciana como Oviedo. La prensa más amarillista dio cabida a testimonios, rumores y todo tipo de cavilaciones que alimentaron la siempre fértil imaginación del vulgo en asuntos como el que se trataba.

Desde el primer momento el acusado, Carlos Navarro, fue juzgado por todo el mundo como seguro culpable del crimen simplemente por ser homosexual y forastero. Pese a que era hombre educado, trabajaba bien y nunca había dado problemas, las familias más acaudaladas de Oviedo se hacían cruces al saber que habían dado entrada en sus casas a un libertino como aquél, un invertido que había cometido un crimen execrable con un joven al que, sin duda, había arrastrado hacia la corrupción y el vicio. Desde Madrid llegaron dos especialistas en Frenología para realizar las mediciones pertinentes del cráneo del acusado a fuer de demostrar que su propia biología le impulsaba al crimen. Este determinismo gozaba de gran predicamento entre juristas, algunos científicos y amplios sectores de la prensa. Todo el mundo creía que un cráneo demasiado grande, un rostro agresivo o una mirada torva no eran sino exponentes de que un individuo estaba condicionado a ser un criminal, lo quisiera o no. Nadie reparaba en que Carlos Navarro era un tipo de apariencia absolutamente normal: de pelo castaño claro, tirando a rubio, de amplias patillas, estatura media, más bien recio y de cabeza no muy grande. Sus ojos eran castaños, de color claro, y siempre lucía una amplia sonrisa. Era muy meticuloso en su trabajo y no cobraba de más por tener que volver a hacer ajustes en un piano después de realizado el trabajo. Es más, de no ser porque no pertenecía a las «familias», quizá más de uno lo hubiera visto con buenos ojos como pretendiente de sus hijas.

El traslado diario del penado desde la Cárcel Modelo hasta la Audiencia para la realización de las diligencias previas del caso se había convertido en un auténtico calvario para Navarro. Fue apedreado varias veces y mostraba suturas en la cabeza y en una ceja por las pedradas recibidas. Tal era la ira del vulgo, que se dispuso fuera trasladado en un coche cerrado a partir de aquel momento para velar por su seguridad.

En las diligencias que el juez de instrucción, don Agustín Casamajó, estaba llevando a cabo, comenzaron a surgir ciertos detalles que no gustaron a la autoridad. En una investigación como aquélla hay que hablar con todos los miembros de la familia y del servicio, se les interroga, se les presiona, y al final aparecen ciertas informaciones que no pueden beneficiar a nadie. Por poner un ejemplo, cuando se llamó a declarar al mozo de cuadras, Alberto Castillo Baños, éste no pudo presentar documento ni filiación alguna que le acreditara como tal. Después de un tenso interrogatorio, en el que el testigo se cerró en banda, el juez mandó registrar sus cosas en el cuartucho que habitaba en Casa Férez. Allí se halló una cédula de identidad a nombre de José Granado.

El hecho de que uno de los habitantes de la casa tuviera un nombre falso fue considerado altamente sospechoso y se dispuso su inmediata detención. Tras ser interrogado a fondo, el reo confesó que su nombre verdadero era, en efecto, José Granado, y que había ocultado su filiación para zafarse del estigma que acompañaba a su familia por el crimen cometido por su hermano, el capitán Granado. Al parecer, José no quería que le asociaran con los luctuosos hechos que protagonizara en su día el capitán Granado en el Café Universal. Allí había una sala de juego y cierto joven ganó bastante dinero en una noche provechosa. El capitán, que había observado que el joven se hacía con una buena cantidad, le siguió hasta los servicios donde le apuñaló y robó el dinero, para luego darse a la fuga. Huyó a toda prisa por las calles Santa Ana y Mon y al llegar a los Celleros de Santo Domingo, perdió la gorra. Aunque la gorra era de un soldado —de su propio asistente— se identificó al criminal y fue ahorcado en el Campo de San Francisco.

Ni que decir tiene, aquel descubrimiento disparó los rumores de nuevo. Todo el mundo pensaba que la tendencia al crimen era algo que se heredaba; además, ¿por qué iba nadie a cambiar de nombre si no para llevar a cabo actos execrables? Aquello no hizo si no complicar aún más las cosas. A las autoridades no les agradó el giro que daban los acontecimientos pues ya tenían un culpable, aunque no confeso, y la aparición en escena de Granado y su nombre falso podía estropear la resolución del caso.

Los rumores se dispararon: Granado estaba resentido con su amo y se les había escuchado discutir en ocasiones pues el industrial tenía fama de pesetero y pagaba mal a su gente. El mozo había amenazado con irse y decía que se le debía dinero. Y además, llevaba un nombre falso. Al alguacil Castillo comenzaban a complicársele las cosas y no le gustaba. Ignoraba que todo es susceptible de empeorar y que el caso aún se complicaría mucho más.

Conforme comenzaron a desfilar por la Audiencia los distintos habitantes de la Casa Férez el caso se enmarañó más y más. La ciudad empezaba a posicionarse y en cierta medida se hallaba dividida entre los que creían culpable a Carlos Navarro, que al inicio fueron legión, y los que se iban convenciendo poco a poco de que José Granado, oculto bajo el nombre falso de Alberto Castillo Baños, era el verdadero asesino.

El uno, por homosexual, y el otro, por ser hermano de un asesino, aparecían como posibles culpables, atreviéndose los más osados a afirmar que lo mismo hasta eran cómplices y habían cometido el crimen al alimón.

El responsable de que José Granado, alias Alberto Castillo, hubiera ganado enteros como sospechoso pese al convencimiento general de que Navarro era el criminal no era otro que don Críspulo.

Párroco titular de San Isidoro y hombre conocido por su piedad, ascetismo y rectitud, don Críspulo había sido confesor de Carlos Navarro en sus largas estancias en Oviedo por lo que conocía bien al joven afinador. Haciendo gala de una disciplina más bien laxa en cuanto a lo que el secreto de confesión refiere, el sacerdote no había tenido empacho en decir a todo el que había querido escucharle —autoridades incluidas— que Carlos Navarro era, con toda seguridad, inocente.

Dado que tan santo varón disponía de información privilegiada al escuchar en confesión semanal al inculpado, y teniendo en cuenta que a nadie se le pasaba por la cabeza que alguien pudiera cometer un sacrilegio tal como mentir a su confesor, la opinión de las beatas, eclesiásticos y el Oviedo más pío comenzó a cambiar lentamente para terminar exculpando al joven afinador. Aquello acabó por perjudicar a José Granado a quien el fiscal, Abelardo Pau, se empeñó en culpabilizar con una inquina que a algunos les recordaba cierto aire de vendetta personal. No en vano, se decía que el capitán Granado, el hermano del mozo de cuadras, le había desgraciado a una novia cuando llegó a Oviedo más de diez años antes. El pobre caballerizo, que no había podido aspirar a un trabajo mejor tras ocultarse con un nombre falso y trasladarse a vivir a Llanes durante una larga temporada antes de volver a Oviedo, era una segura víctima de las tropelías cometidas por su hermano en vida.

Por si todo esto no supusiera suficiente quebradero de cabeza para el juez instructor, don Agustín Casamajó, cuando se llamó a declarar a una de las dos criadas de la Casa Férez, Faustina Nemeses, ésta no hizo sino enredar más aún la madeja al contar que para ella el verdadero sospechoso no era otro que Antonio Medina. Una nueva bomba había estallado y la prensa se hizo eco como no podía ser de otro modo.

Antonio Medina era un acaudalado propietario cuya finca limitaba con la de los Férez y que había tenido ciertas discrepancias con el patriarca de dicha familia a raíz de no sé qué asunto de lindes. Según Faustina, la hija mayor de los Férez, Enriqueta, de veinte años y extraordinaria belleza, se había enamorado del hijo de Medina, Fernando, un joven de buena presencia y mejores modales que bebía los vientos por la chica. A sabiendas de que ambos progenitores condenarían su relación, los dos enamorados la habían ocultado al mundo cual modernos Romeo y Julieta en espera de tiempos mejores.

Pero, según Faustina, habían sido descubiertos por Antonio Medina haciéndose arrumacos junto al arroyo de Pumarín. Al parecer, Medina había reaccionado con suma violencia, expulsando a la joven con malos modos de sus tierras pese a las protestas de su único hijo. A resultas de aquel incidente, y según refería la criada, don Reinaldo Férez había cargado su escopeta de caza y partido hacia la finca de su vecino, que escapó de la ira de su rival gracias a que sus criados frenaron al enojado empresario justo al cruzar la verja que separaba ambas propiedades. Dos días después los perros de caza de don Antonio Medina aparecieron muertos a escopetazos, por lo que, según dijeron sus propios criados, el ínclito había dicho: «Esos Férez me la tienen que pagar».

Según relataba Faustina, todas estas cosas las sabía porque era muy amiga de una sirvienta de Medina. Ésta le había contado que en otra ocasión, tras observar cómo su señor miraba por la ventana al primogénito de los Férez que venía por el camino, éste había dicho: «Alguien debería dar una buena lección a ese mariquita».

Ni que decir tiene que Medina no fue tratado como los otros dos detenidos. Sólo se le tomó declaración pues era hombre de posibles y tenía buenas relaciones en la ciudad. La opinión de la prensa, lógicamente, fue de otra índole: desde el primer momento se mostró a Antonio Medina como otro culpable más que se había ido de rositas al ser persona adinerada, así que se convirtió en el primer sospechoso de las clases populares.

El vecino de los Férez aseguraba haber cenado la noche de autos con su hijo para después retirarse a sus aposentos a las nueve y media de la noche. En resumen, que no tenía coartada ya que podía haber salido de su casa en cualquier momento. Los postigos de su casa se cerraban a las doce, cosa que hizo su criada, aunque nadie podía asegurar que Medina hubiera salido o no de su vivienda.

En resumidas cuentas, las autoridades comenzaban a preocuparse: tenían un sospechoso claro, el homosexual, pero éste gozaba del favor de los sectores más píos de la ciudad debido a la labor de don Críspulo. Y, además, el reo no confesaba. El otro sospechoso, el mozo de cuadras, seguía en sus trece y aseguraba haber pasado la noche en el pequeño cuarto de las caballerizas donde pernoctaba. Las autoridades, la policía y el propio juez sabían que nada, salvo el nombre falso, inculpaba a Granado, por lo que éste tenía asegurada la simpatía de la Justicia aunque no se atrevían a ponerle en libertad, tanto por si era culpable como por si se producía algún tipo de incidente con la plebe que, en un momento como aquél, suele ser impredecible y muy peligrosa.

Por último, Antonio Medina, hombre de orden, muy bien situado en Oviedo y, según decían, de mal carácter, concitaba las sospechas del pueblo llano simplemente porque era rico. Los sectores más avanzados de la ciudad, socialistas incluidos, se dedicaban a propagar rumores como que era un hombre violento y amigo en exceso de la botella. El alcalde, don Antonio Marín Vera, estaba preocupado, pues aquel caso amenazaba con provocar un peligroso cisma en una ciudad demasiado tranquila y pequeña como para soportar un envite como aquél. Los enfrentamientos entre religiosos y ateos o ricos y pobres, por la defensa de este o aquel sospechoso podían encender una mecha que luego no podría ser apagada con facilidad.