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Tres caballeros departen amigablemente mientras disfrutan de las famosas judías estofadas de la Taberna del Tío Colás, a un paso de la Carrera de San Jerónimo.

—No me canso de decirlo, don Víctor —repite don Francisco—, pero cuando le he visto aparecer en el portal, en mitad del humo, con ese espectro delgado y macilento, en ropa interior y esposado a su muñeca, se me ha asemejado usted una aparición divina, un enviado del Altísimo para salvar a mi casa de la ruina. Nunca le estaré suficientemente agradecido.

Víctor sonríe ladeando la cabeza mientras apura un buen trago de vino. Está acostumbrado a los excesos de los clientes agradecidos que valoran en demasía al detective cuando éste resuelve problemas que a ellos les amargan la existencia.

—No le caeré tan simpático cuando reciba mi factura. Le advierto que no soy barato.

—¡Lo que sea! ¡Lo que sea menester! Además, paga la compañía. Tiene usted en mí su más sincero admirador y no le quepa duda de que le enviaré muchos clientes.

—Muchas gracias, don Francisco, pero me va bastante bien con los que tengo ya.

—¿Cómo lo supiste? —pregunta don Alfredo a bocajarro.

Víctor se limpia con parsimonia con la servilleta y contesta:

—Como ya os comenté, Alfredo, había un par de precedentes similares. Tener un buen archivo criminal es algo de vital importancia en nuestro trabajo. Como sabes, estoy en contacto con colegas de otros países que me envían detalles sobre los sumarios más llamativos.

—Sí, tu manía esa del inglés… —apunta don Alfredo con fastidio.

—El caso es que sospeché desde el principio que el tipo estaba escondido en su casa. Acudí al Ayuntamiento y consulté los planos de la finca. La tarde en que vinisteis a verme, antes de volver a casa, me pasé por allí y haciéndome pasar por inspector municipal, eché un vistazo al piso de encima del que habitaba nuestro pájaro. A la mañana siguiente, tras ver los planos me hice una idea. El detalle clave fue el de la criada. Le pregunté si limpió sangre escaleras arriba y me mintió.

—¿Cómo lo supo? —apunta don Francisco.

Víctor lo mira con cara de pocos amigos y contesta:

—Es mi trabajo. A ver, ¿tiene usted alguna «amiguita»? No tema, estamos entre hombres de palabra.

—Pero ¿cómo me pregunta usted eso?

—Conteste.

—No, no puedo contestar algo así.

—¿No duda usted sobre si sé cuándo me mienten y cuándo no?

Se hace un silencio embarazoso y el director de la aseguradora dice muy serio:

—Pues no. No tengo ninguna «amiguita».

Entonces, don Alfredo y don Francisco miran a Víctor esperando el veredicto. Éste, sin levantar la vista del plato mientras que ataca a las judías, contesta tan impasible como siempre:

—Ha mentido.

—¡Cómo! —exclama el afectado que no puede evitar ponerse colorado.

—Tranquilo, amigo, tranquilo —tercia el detective—. No se me enfade. Usted se lo ha buscado, está más rojo que un tomate e, insisto, don Alfredo y un servidor somos como los curas, no podemos revelar detalles de nuestras investigaciones a extraños. Le ruego me disculpe por este pequeño exceso y no hablemos más de ello. ¿Le hace?

Don Francisco, más relajado, sonríe.

—A usted no se le puede engañar fácilmente. Es bueno —responde, y le tiende la mano.

Los tres caballeros siguen comiendo y don Alfredo, para relajar el ambiente, dice:

—¿Y lo del fuego?

—Ah, ¿eso? Cuando vi el salón de nuestro investigado comprobé que era más pequeño que el del piso de arriba y que la librería ocupaba demasiado espacio. Supuse que habría un hueco detrás donde ocultar a una persona con algún pequeño catre. Un espacio muy reducido. Está claro que nuestro hombre era un tipo decidido. Enclaustrarse durante dos meses en un cuchitril así requiere mucha, pero que mucha voluntad. Imagino que sólo saldría por las noches, de ahí que estuviera tan pálido y demacrado. No iba a ser fácil dar con el resorte que abría aquello con la señora de la casa vigilándonos y el fulano sólo saldría en caso de verse muy apurado.

—O de temer por su vida.

—Exacto, Alfredo. Así que simulé que me trastornaba y mientras que me traían algo desde la cocina quemé esos papeles con bolitas de fósforo. En medio metí unas hojas húmedas de mi jardín para que armaran una buena humareda. Lo demás fue sencillo: grité «¡fuego!» y conseguimos que todo el edificio creyera que había un incendio. Esperé a mi presa acostado en el suelo, junto a la ventana y en cuanto apareció lo cacé como a un conejo.

—¡Genial! —exclama don Francisco.

—Favor que usted me hace, querido amigo.

Los tres comensales hacen una pausa en la conversación, mientras el camarero retira los platos para servir los postres. Cuando quedan a solas, don Francisco se incorpora y, como el que hace una confidencia, susurra:

—Don Víctor, desde ayer, día en que le conocí, llevo queriendo hacerle una pregunta… Si me permite, claro.

—Diga, diga.

—Cuando don Alfredo nos presentó e iba a decir a qué me dedicaba, usted acertó cuál era mi profesión. ¿Acaso lee usted el pensamiento?

Víctor estalla en una ruidosa carcajada.

—¿Ves, Alfredo? Los viejos trucos. Te sonríes, ¿eh, viejo amigo?

—Ya he visto estas cosas muchas veces, Víctor.

—¿Y bien? —pregunta don Francisco espoleado por la curiosidad.

—No, don Francisco, no leo el pensamiento. Es una mezcla de capacidad de observación, entrenamiento, suerte y algo de experiencia que te ayuda a saber cuándo jugártela.

—No le entiendo.

—Sí, hombre, sí. Mire, cuando entraron en mi despacho me pareció usted un abogado, un contable. Vestido de negro, corbata de lazo. Quizá incluso podía tratarse de un director de banco. Por su porte y las hechuras del traje que lucía, era usted de posición acomodada. Director. De un bufete de abogados, de una oficina de exportaciones, quién sabe. Sus mangas estaban desgastadas, por la parte de abajo. Pasa usted muchas horas en un escritorio y luce el característico callo en el corazón de aquellos que escriben mucho. Quizá un contable. Pero entonces reparé en que llevaba paraguas.

—Sí. ¿Y?

—Que estamos en mayo. Otra mirada a su chaleco me hizo comprobar que llevaba usted dos relojes en los bolsillos del mismo, no uno. ¿Me equivoco?

—Sí, exacto, por si uno se para.

—¿Ve? Bien, pues aquí viene la parte de riesgo, la del mago, el charlatán. Me la jugué: un tipo que trabaja en una oficina, que ocupa un puesto de responsabilidad y que es excesivamente previsor podía ser probablemente… director de una compañía de seguros.

—¡Jesús, María y José! —exclama el afectado.

—Pero Víctor —rebate don Alfredo, más acostumbrado a aquellas excentricidades de su amigo—, eso está muy traído por los pelos. Podías haberte equivocado.

—Sí, en efecto. Pero ya he dicho que hay un componente de suerte. Y además, acerté, ¿no?

—Y cómo —responde don Francisco.