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Don Alfredo y don Francisco esperan en el número quince de la calle de las Huertas. Son las diez y cinco y no hay rastro de Víctor.

—No tema, es hombre en extremo puntual. Vendrá. Estará repasando algunos flecos, ya verá, ya —dice el policía jubilado para calmar a su amigo.

—¿Será él? —pregunta el director de la aseguradora señalando un coche de punto que se acerca desde el fondo de la calle.

—Espero que sí —responde don Alfredo colocándose la mano en la frente a manera de visera.

—¿Esperáis a alguien? —dice una voz que surge justo detrás de ellos.

—¡Víctor! —exclama don Alfredo lanzándose en brazos de su amigo.

—Perdone el retraso, don Francisco, pero vengo del Ayuntamiento, de mirar unos planos y la cosa se complicó.

—Entonces ¿hay esperanza? —pregunta el doliente al detective que lleva un pequeño maletín como el de los médicos.

Víctor, adentrándose en el portal con una sonrisa en los labios, dice ladeando la cabeza:

—¡Qué tontería, pues claro, hombre! El caso está resuelto. ¡Vamos!

Cuando llegan al tercer piso llaman a la puerta y les abre la criada.

—La señora me espera. Le envié una esquela esta misma mañana, don Francisco Higueras —dice el empleado de la aseguradora.

La fámula, tras tomar sus bastones y sombreros, les guía a un amplio e iluminado salón donde son recibidos por una dama que roza la cincuentena, doña Ana Cristina. Peina algunas canas que no se ha molestado en ocultar con tintes ni artificios y trata con mucha amabilidad a los recién llegados:

—He preparado café y pastas para los caballeros —dice haciendo los honores.

Don Francisco presenta a sus acompañantes y todos toman asiento.

—Este café es delicioso, si me permite decirlo, señora —apunta Víctor Ros para relajar el ambiente.

—Colombiano —responde ella—. Me alegro mucho de que le guste.

—Tomo nota —dice el detective privado.

—¿Y bien? Están aquí por lo de mi Anastasio. ¿Van a hacer efectiva la póliza? —pregunta ella con un destello de esperanza en la mirada. No parece demasiado afligida a ojos de Víctor.

—No sé, señora Ana Cristina, el asunto está en manos del juez, ya se andará… —comienza a decir don Francisco, pero ella le interrumpe.

—Mi abogado dice que sí, que mañana.

—Vaya… —musita don Francisco, que percibe cómo Víctor le mira divertido mientras que él intenta encajar el golpe lo mejor posible—. Parece usted bien informada.

—Estamos en una situación muy apurada. Tengo tres hijos y nadie me puede ayudar económicamente.

—Me hago cargo, señora, me hago cargo. Pero si no le importa, aquí, don Víctor Ros, hará unas últimas comprobaciones, pura rutina. Es un eminente detective privado y un experto en estos casos. ¿Víctor? —añade don Francisco para comprobar que el detective ya no está en su sitio sino observando un libro en una amplia estantería que tapiza el fondo del amplio salón.

—Vaya, señora, tiene usted una gran biblioteca —dice el detective.

—Sí, sí —contesta ella algo azorada—. A mi marido le encantaba leer.

Víctor repara en que le ha temblado la voz y observa que al acabar la frase aprieta los labios. Dos rasgos inequívocos de que ha mentido. Sonríe.

—Me va a permitir que le haga un par de preguntas sobre la noche de autos, si no es molestia, claro —apunta el detective privado.

—Pregunte, hijo, pregunte. Todo es poco con tal de acabar con este martirio que llevamos viviendo estas semanas.

Víctor toma asiento de nuevo, esta vez arrima su silla hacia la dama, haciendo que sus rodillas casi lleguen a tocarse. A don Francisco aquel tipo le parece un excéntrico y se ve abocado a la debacle más absoluta. Parece más un prestidigitador, un charrán de feria, que un investigador.

Víctor toma la palabra:

—Me dicen que cuando acudieron ustedes al portal, tras los gritos, hallaron una mancha de sangre en el suelo.

—Sí, así es —asiente la dama con cara de viuda.

—Y que el rastro seguía hasta la calle donde, de pronto, se perdía.

—En efecto.

—No había sangre escaleras arriba.

—No, ninguna.

—Ya.

Silencio.

—Necesito hablar con su criada, ¿algún inconveniente?

—En absoluto —contesta la dama muy resuelta—. Acompáñeme.

Cuando la comitiva llega a la cocina, la pobre chica de servicio, que está pelando patatas, se levanta de un salto. Casi se desmaya del susto.

—Este señor te va a hacer unas preguntas, Engracia. Contesta lo que sepas.

Víctor observa a la joven como si fuera una presa. Es analfabeta, de provincias, y hará y dirá lo que quiera su señora, por eso debe actuar con cautela y agudizar sus sentidos.

—¿De dónde eres, hija?

—De Villarrobledo.

Víctor repara en que la chica tiene los ojos muy rojos, parece haber llorado mucho en los últimos tiempos.

—De acuerdo, mírame bien y contesta. Esta pregunta que te voy a hacer es muy importante. ¿Entiendes?

—Sí, claro.

—La noche en que desapareció tu señor, ¿limpiaste un rastro de sangre que subía las escaleras desde el portal hasta esta vivienda?

La joven se pone lívida, pálida como la cera. Víctor lo tiene claro. Obediente, Engracia logra recomponerse y contesta:

—No. No hice eso que dice usted.

—Suficiente, amigos. No hacemos ya nada aquí sino importunar a estas damas.

Don Alfredo y don Francisco se miran con decepción pero obedecen a Víctor que les mira con decisión, como si supiera lo que está haciendo.

Se despiden formalmente y bajan las escaleras mientras que el director de La Cotidiana hace esfuerzos por que no se le salten las lágrimas, ve a su mujer y a sus tres hijos bajo un puente y consumidos por el hambre.

Una vez en el portal, Víctor se para y abre el maletín. Saca una pequeña cajita y un algodón y se impregna la cara con un polvo blanco. Luego la guarda, extrae un pequeño espejo y se mira con él.

—¡Perfecto! —dice—. Y no me mires así, Alfredo, que los tomé prestados de mi mujer. Como comprenderás, no suelo maquillarme. Tenemos que volver.

—¿Volver? ¿A dónde?

—Arriba, vamos.

Cuando la criada abre la puerta, se encuentra con que los visitantes han vuelto. El detective que tanto la ha asustado se apoya en los otros dos y parece pálido y demacrado.

—Por favor, ayuda —dice—. Padezco del corazón.

Rápidamente es llevado al salón donde lo acuestan en un diván. La señora acude de inmediato a interesarse por el invitado.

—No es nada, no es nada —dice Víctor respirando con dificultad—. Es mi corazón, es débil, necesitaría una copa de coñac.

—¡Rápido, Engracia!

La criada desaparece por el pasillo y entonces Víctor añade:

—Y canela, señora, vaya y dígale que le añada canela. Me lo recomendó mi médico.

Don Alfredo, que no sabe qué está pasando y que asiste a aquello como el que va al teatro, ve que su amigo se levanta de pronto como activado por un resorte y saca una especie de bola de papel salpicado de fragmentos de un material amarillo. Se mueve ágilmente, con prisa. Saca su mechero de yesca, coloca aquello sobre la mesa y lo prende. Al momento comienza a formarse una humareda tremenda y les susurra:

—¡Sáquenlas a las dos de aquí, rápido! Es importante.

Y de pronto, como un loco, comienza a gritar:

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Salgan del edificio!

Don Alfredo, acostumbrado a la forma de actuar de Víctor, hace lo que ha ordenado su amigo; acude a la cocina y con la ayuda de don Francisco, empuja a la criada y a doña Ana Cristina por la escalera de servicio. Muy a regañadientes la dama accede a bajar, porque la humareda es inmensa y el incendio debe de ser tremendo. Aun así no deja de mirar hacia atrás, escaleras arriba, como el que se ha dejado algo importante atrás, quizá las joyas de la abuela o unos viejos candelabros heredados.

Don Alfredo repara en que Víctor se ha quedado arriba, pero ¿por qué?

El griterío de la gente que ya se encuentra en la calle es ensordecedor. El humo que sale del salón de doña Ana Cristina, cuyos ventanales alguien se ha molestado en abrir, demuestra que la casa se quema. Ella llora desconsolada, histérica. Incluso hace amagos de querer subir. Las vecinas se lamentan de las muchas desgracias que han asolado a la pobre en los últimos tiempos.

Mientras tanto, en el interior del salón, se oye un clic y se abre una suerte de puerta en mitad del mueble que hace de biblioteca. Una sombra furtiva se asoma, apenas ve nada por el humo y da unos pasos vacilantes sin reparar en que junto a la ventana, abajo a la derecha, hay un tipo tumbado con un pañuelo húmedo en la boca para evitar la asfixia. Cuando el fugitivo va a salir del salón escucha otro clic y una sensación de frío en la muñeca. Alguien le empuja hacia la cocina, donde se puede ver algo mejor y comprueba que está esposado a un desconocido. ¿Qué hace ese tipo en su casa? ¿Dónde está el fuego?

Otro clic.

Ese maldito bastardo ha amartillado un revólver que apunta directamente a su cabeza.

—Víctor Ros, encantado de conocerle, don Anastasio —dice el intruso.