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Madrid, mayo de 1883

Dos caballeros aparecen bajo los amplios toldos del Hotel Universo para mezclarse con la multitud que viene y va en una cálida mañana del mes de mayo. Caminan a paso vivo. La Puerta del Sol, como siempre, parece ser el centro de la ciudad, el lugar por el que todo pasa. Desde tranvías de sangre, coches de punto, menesterosos que vienen y van, chulapas, damas y caballeros que transitan a lo suyo, como el que sabe adónde se dirige.

Los dos interlocutores caminan enfrascados en su propia conversación, van con un rumbo fijo, hacia la calle de la Montera.

—Usted déjeme hablar a mí. Le conozco de toda la vida —dice el más alto de los dos, un individuo bien entrado en la cincuentena con traje de mezclilla, gafas redondas y fino bigote—. La vida no es fácil y Víctor, con el tiempo, se ha hecho algo más retraído. Con los desconocidos, claro.

—¿Desde que dejó la policía?

—Más o menos. Se puede decir que acabó un tanto… desengañado.

—Y por eso montó su propio gabinete.

—Exacto. Y ojo, le llueven los casos, así que me temo que será muy reticente a aceptar el suyo apareciendo como aparecemos tan a última hora. Tiene su ego, ¿eh? Hay que conocerlo.

—Tiene usted que ayudarme, don Alfredo —responde el otro, que viste levita negra y es más achaparrado que su compañero—. En ésta me juego mi trabajo y el sustento de mi familia.

—Descuide, don Francisco, pero no lo olvide, déjeme hablar a mí. —Al llegar a la calle de Jardines han girado a la derecha—. Víctor es, a su manera, algo orgulloso. Si intuye que hemos acudido a él como último recurso no querrá llevar el caso.

—Me muero, don Alfredo, me muero. Tiene que ayudarnos, soy un hombre desesperado.

—Sí, sí, tranquilo, pero déjelo en mis manos, hombre de Dios. Y, por cierto, ¿cómo ha esperado tanto? —pregunta don Alfredo parándose en el portal al que se dirigen mientras mira fijamente a su interlocutor.

—Qué sé yo. Esperé, pensé que lo arreglaría, que los detectives con quienes trabajamos le encontrarían. No lo sé, la verdad. Pensé que el tipo aparecería y se me echó el tiempo encima…

—Déjese de lamentos, amigo, y vamos. Verá cómo Víctor lo resuelve todo en un pispás.

Cuando don Francisco quiere darse cuenta, comprueba que Alfredo Blázquez sube ya los escalones de dos en dos hasta pararse delante de una puerta, el primero derecha. En ella hay una placa que reza:

VÍCTOR ROS, DETECTIVE PRIVADO

El bueno de don Alfredo hace sonar la campana y al instante abre una joven de aspecto muy sobrio, recatada y seria. Viste un vestido gris de cuello alto y lleva en las mangas unos protectores como los de los escribientes.

—Es su secretaria, Helga, alemana. Pura organización —aclara Blázquez a su amigo.

—Don Alfredo, me alegro de saludarle —contesta la chica, que es más bien poco expresiva—. Don Víctor se alegrará de verle, pero pasen, pasen a la sala de espera.

Cuando llegan a la salita, los dos caballeros comprueban con sorpresa que ésta se encuentra atestada de gente de lo más variopinta, así que tienen que aguardar su turno de pie. Allí sentados esperan un cura, dos monjas, una señora con aspecto de cantante de ópera italiana que, misteriosamente, lleva un loro en una enorme jaula. Hay, además, dos tipos de aspecto siniestro, de largas patillas y redecilla en el pelo, de los que llaman «chisperos» en el Madrid más castizo. Gente peligrosa, don Alfredo lo sabe bien. Una mujer con un infante de apenas cinco años y una vieja con pinta de portera rematan el conjunto.

—No salimos de aquí ni mañana —dice don Francisco, que parece abocado a la perdición. Se seca el sudor de la frente con un pañuelo que saca del bolsillo de la levita.

Don Alfredo mira hacia la puerta del despacho, situada en el inicio del pasillo, y conviene que les aguarda una larga espera. Entonces, ésta se abre y aparece una dama muy elegante totalmente vestida de negro y que oculta su rostro con un velo.

—Descuide, duquesa. Lo arreglaré —le parece escuchar que susurra Víctor, que acompaña a la dama a la salida.

Cuando pasa junto a él sus miradas se cruzan. Don Francisco mira a Blázquez con ansia y pregunta:

—¿Es él?

—Sí, el mejor detective de España.

En ese momento, es la voz de Víctor Ros la que le hace girarse:

—¡Don Alfredo! —exclama el dueño del gabinete con aire rimbombante—. He recibido el telegrama del ministerio; pasen, pasen, no hay tiempo que perder. —Y mirando al resto de los clientes, añade—: Ustedes sabrán disculpar, asunto oficial urgentísimo. Las altas esferas…

Mientras que los clientes de Víctor asienten complacidos, éste empuja a don Alfredo y a su acompañante a su despacho. Antes de que puedan darse cuenta, el detective ha cerrado la puerta tras de sí, les ha instalado en dos butacones frente a la mesa de escritorio y está sirviendo tres copas de coñac.

—Dime, Alfredo, ¿cómo va la cosa?

—Bien, Víctor, bien.

—Sigue en pie lo de la cena del jueves, ¿no?

—Por supuesto.

—Clara me ha dicho que os va a preparar una cena de escándalo. Tu nieta bien, ¿no?

—Como un sol.

—Pues entonces, por los amigos —dice Víctor entrechocando las copas.

Tras una pausa, el detective añade:

—Supongo que será algo urgente y relacionado con tu amigo el vendedor de seguros.

—¿Cómo? —acierta a exclamar don Francisco Higueras levantándose de la silla—. Pero ¿cómo sabe usted…?

Víctor y don Alfredo se miran con aire divertido.

—Los viejos trucos. No cambiarás nunca —dice el policía jubilado sonriendo al ahora detective privado.

—Pero, don Alfredo, ¿usted le ha hablado de mí?

—En absoluto.

—¿Y cómo puede saber que yo…?

—La ciencia deductiva —apunta Víctor—. Y un poco de suerte, lo confieso. Pero esto último sólo lo admito delante de mis más cercanas amistades. Si se pierde el efecto, ya sabe, la sorpresa, la escenificación, como hacen los magos, mi oficio pierde misterio, parece demasiado sencillo y entonces los malos no cometerían errores frente a mí. Además, tendría que bajar considerablemente el importe de mis minutas.

—Ya —apunta don Francisco, que no entiende nada pero disimula.

—Has estado en Francia, ¿no? —pregunta Alfredo.

—Sí, con el asunto del collar robado a la marquesa de Thouars.

—¿Lo resolviste?

—Sí, señor.

—¿Y de aquí? —pregunta don Alfredo frotándose el índice y el pulgar.

—Bien, muy bien. Pagan bien los franchutes, y ya sabes, las dietas…

—Te va bien, ¿no, hijo?

—Ya has visto la sala de espera, tengo más asuntos entre manos de los que puedo atender.

—¿Y Eduardo?

—En el internado, tiene mucho tiempo que recuperar, pero en algunos casos me acompaña. Ojo, ese pilluelo será mejor que yo algún día. De hecho, a veces ya lo es.

—Te adora.

—Y yo a él. Pero deja de darme largas y dime qué os trae por aquí.

Don Alfredo hace una pausa, como pensando por dónde empezar, y tras mirar a su acompañante, se anima:

—Don Francisco, proceda; mejor que usted, ninguno.

El acompañante de don Alfredo se incorpora un poco y comienza a contar:

—Pues, como bien apunta don Alfredo, quizá yo sea el más indicado y, además, como adivinó don Víctor, debo confesar que no me explico cómo, soy director de Seguros La Cotidiana y tengo un problema que bien puede costarme el puesto y, por tanto, el pan de mis hijos.

—Cuente, cuente —dice Víctor animándole con un gesto de la mano.

—Hay un tipo… bueno, había un tipejo que contrató un seguro de vida bastante elevado. En principio nada raro en gente de posibles que tiene mucho dinero invertido en negocios aquí y allá.

—Su nombre.

—Anastasio Romerales.

Al momento Víctor hace sonar un timbre.

—Dígame —se escucha decir a una voz que surge de una suerte de tubo que hay sobre la mesa.

—¡Coño! —exclama el empleado de seguros.

Víctor toma el instrumento, que en su extremo se ensancha como una trompetilla, y dice:

—Helga, míreme el archivo: Anastasio Romerales. —Y observando a sus interlocutores añade—: No me suena, ya les digo de antemano que puede que no tengamos nada.

—En un momento —se escucha decir a la voz al otro lado del tubo.

Víctor apoya la barbilla en sus manos y mira a su interlocutor con unos ojos verdes demasiado escrutadores.

—Siga, don Francisco. Le escucho.

—Bueno… ejem… pues eso, que contrató un seguro bastante elevado, y luego hubo un incidente.

—¿Cuánto tiempo pasó entre la firma del contrato y la desaparición de su cliente?

—¿Su desaparición? ¿Cómo lo sabe? Yo no he dicho…

—Si no fuera por eso no estaría usted aquí. Continúe.

—Dos semanas.

—No habrá cuerpo, claro.

—No.

Al momento se abre la puerta. Es Helga, que tiende una carpetilla a su jefe.

—Quédese, Helga, por favor, quiero que tome notas —apunta Víctor leyendo el pequeño informe mientras sigue hablando—. Hay poca cosa. Varias estafas, todas relacionadas con el sector inmobiliario. Mal bicho.

—Sí, ahora lo sabemos.

—¿Y cómo no lo comprobaron antes?

—Nos engañó. Nos dio un par de referencias que confirmaron que era un hombre serio.

—Pues le engañaron.

—¿Acaso cree que no lo sé? Por eso mi puesto está en el aire.

—Vuelva a los hechos. Por favor, tengo que saberlo todo.

—Pues eso, que a los quince días de contratar el seguro, un tipo, un mal elemento, Federico Rodríguez, proxeneta, ladrón y extorsionador, fue a verle a su casa.

—Al asegurado.

—Sí.

—¿Dirección?

—En la calle de las Huertas. El número quince, no es mala casa.

—Siga.

—El asegurado interrumpió la cena con su familia y bajó a entrevistarse con el fulano en cuestión en el portal. Al parecer hubo una discusión. Se escucharon gritos que alarmaron a la vecindad. No está claro, pero seguro que algo turbio se llevaban entre manos.

—¿Y qué pasó?

—Pues a partir de ahí todo está confuso. Cuando los vecinos bajaron hallaron un gran charco de sangre y no había ni rastro de ninguno de los dos implicados.

—¡Vaya! —exclama Víctor, vivamente interesado—. ¿Y el rastro? ¿La sangre?

—¿Cómo?

—Sí, que si había rastro de sangre en dirección a la calle o al interior.

—A la calle, sí, pero se interrumpía bruscamente a los pocos metros.

—Quizá lo subieron a un coche —dice don Alfredo.

—Sí, podría ser —afirma Víctor—, pero continúe, don Francisco, continúe. ¿Qué pasó? ¿Se encontró a Federico Rodríguez?

—En efecto. No hay ni rastro de Anastasio Romerales, pero al tipejo ese lo detuvieron aquella misma noche en una tasca. Estaba invitando a todo el mundo.

—Ya. No casa mucho con la manera de actuar de alguien que ha matado a una persona. Cuando cometen una tropelía, los delincuentes suelen quitarse de en medio una buena temporada. Hasta que se enfrían las cosas. ¿Quién llevó el caso en la policía, Alfredo?

—Pardines.

—Rediez, otro bestia. Le darían lo suyo.

—No te lo puedes imaginar, Víctor, pero el tipo no cedió. Lo juzgan el mes que viene por la muerte y desaparición de Anastasio Romerales, pero él sigue en sus trece. Dice que no le mató. Reconoce que, en efecto, tuvieron una discusión por unos dineros que le debía el otro pero que se avino a pagarle. De ahí que tuviera posibles como para andar invitando a gente a beber.

—Ya. ¿Y qué dice que ocurrió con Anastasio?

—Que lo dejó en el portal.

Víctor hace una pausa, como pensando, y don Francisco hace un apunte:

—Hay algo más…

—¿Sí?

—En la calle se halló una navaja manchada de sangre con las iniciales F. R.

—Ese hombre va al garrote, de cabeza. Y es inocente, que conste. ¿Y dice usted que tenía deudas su asegurado? —pregunta Víctor.

—Me consta que en una semana se hacían efectivos unos pagarés que le hubieran llevado a la ruina —responde don Francisco.

—Ésa es la causa de la desaparición, seguro —dice Víctor—. Bien, bien. ¿Cuándo ocurrió esto?

Don Alfredo y su acompañante miran hacia abajo. No se atreven a contestar. Luego entrecruzan las miradas como no sabiendo qué hacer.

—Dos meses… —musita el asegurador.

—¡Dos meses! ¿Y qué pretenden que haga yo ahora con esto?… Un momento, un momento, y las prisas… ¿Por qué acuden ahora a mí? Así…

Don Francisco se rasca la barbilla y mira al techo. Está avergonzado.

—¡Diga, leñe!

—Hemos sabido que el juez va a dar por muerto a don Anastasio. Pese a que no hay cuerpo considera que los hechos apuntan a que Federico lo asesinó y se deshizo del cadáver y la familia necesita la prima del seguro.

—¿Y cómo puede usted saber eso?

El asegurador mira al suelo.

—Ha sobornado usted a alguien en el juzgado, claro —dice Víctor pensando en voz alta—. Bien, de acuerdo. ¿Y cuándo lo van a dar por fallecido?

—Pasado mañana.

Víctor se levanta como un resorte y estalla en cólera:

—¡Cojones, Alfredo! ¿Cómo me vienes con esto ahora? —De pronto, gira la cabeza y mira a su secretaria—. Perdone, Helga, perdone por el exabrupto. Lo siento.

—Víctor, don Francisco vino a pedirme ayuda… ayer. Y yo…

—¿No te das cuenta? Es un caso pequeño, sí, pero único a su manera. Los hay similares: el de Lowe en Eitorf o el de madame Jussieu en Espinasse; pero éste tiene su aquél. Y claro, me vienen tan tarde… ¡Maldición! ¿Podemos visitar la casa del interfecto? —dice mirando a don Francisco como un loco.

—Sí, claro.

—¿Mañana por la mañana?

—Sí, supongo.

—¿A las diez?

—Sí, sí… a las diez.

—Pues allí nos vemos. Y ahora, salgan, tengo que atender a toda esa gente y luego acercarme a Urbanismo a mirar unos planos. Fuera.

Don Francisco mira a don Alfredo sin saber si hacer caso a aquel loco o mandarle al garete, pero éste, que conoce al detective, asiente como diciéndole que obedezca. Cuando quieren darse cuenta están en la calle.

—¿Y este hombre me va a ayudar? Voy a la debacle.

—Querido don Francisco, tome nota: si hay algún hombre que pueda ayudarle en su situación, no es otro que Víctor Ros.