Stoffelberg, Suiza, febrero de 1882
El martes 7 de febrero, la policía suiza tuvo conocimiento de los truculentos hechos acaecidos en el castillo de Stoffelberg en la jornada anterior. Al parecer, una organización conocida como el Sello de Brandenburgo era la propietaria de la sólida construcción donde tenían en custodia a una peligrosa delincuente. Una española de tendencias antisociales, conocida como Bárbara Miranda, era estudiada en dicho lugar con la anuencia de las autoridades cantonales. Las medidas de seguridad eran, en todo momento, extremas, dada la elevada peligrosidad de la dama, pues se le mantenía en observación continua para permitir el estudio de su mente criminal por los más eminentes psiquiatras del momento.
Al parecer, el encargado de la seguridad, un tal Marcus Müller, un bávaro de dos metros de altura, antiguo policía y hombre bragado en dichos menesteres, debía hallarse presente siempre que se entrara en la celda de la joven, sita en la llamada torre negra, en el último piso, que se asoma a las heladas aguas del lago Thinersea.
Justo cuando se le iba a subir la cena, los perros comenzaron a ladrar alarmados alertando de que algo sucedía. Una criada dijo haber visto la silueta de un hombre intentando saltar el muro de acceso, por lo que Müller cometió el error fatal de enviar a dos guardias con la comida a la celda de la presa mientras que él salía a hacer una ronda para aclarar lo ocurrido.
Tras inspeccionar los alrededores del castillo sin detectar nada raro, acudió a la torre, a la estancia de la retenida, para encontrarse con que la puerta estaba abierta de par en par. De inmediato sacó la cachiporra, pues observó que, junto a la cama, en el suelo, asomaban los pies de uno de los guardias. Entró con la máxima cautela y comprobó que éste yacía brutalmente degollado. A la izquierda, el otro guardia tenía una aparatosa herida en la frente. Parecía inerte. En la pared había fragmentos de sesos, pelos y sangre. Bárbara había preparado una especie de mecanismo con una cuerda, que recorría una de las columnas del dosel de la cama, alrededor de un fragmento de sábana impregnada de grasa. Esa especie de polea le había permitido arrancar la reja de la ventana y el aire entraba por ésta helando los pulmones. Müller convino que aquella loca se había deshecho de un plumazo de los dos guardias para luego saltar por la ventana. La presa iba a una muerte segura, bien por el impacto con las rocas si calculaba mal el salto, bien por congelación si no ganaba la orilla rápidamente.
A voz en grito dio la voz de alarma y sólo cuando escuchó los pasos de los refuerzos que subían por las escaleras se atrevió a asomarse por la ventana. Fue entonces cuando percibió que una sombra oscura se movía a su espalda, algo a la derecha. Supo, ya tarde, que ella le había esperado tras la puerta y entendió en esas décimas de segundo que estaba sentenciado. El brutal golpe que recibió le hizo caer al suelo medio desmayado para, levantando la cabeza con dificultad, comprobar cómo aquella loca se lanzaba sin pensarlo por la ventana.
Al día siguiente, un paisano que vivía solo en la cercana localidad de Spiez fue encontrado muerto en su casa. Le habían degollado. Según una hermana del finado, faltaban ropas de hombre y mucho dinero que el pobre guardaba en una caja en la buhardilla. Aquella misma tarde, un revisor de la estación de Amllmendinger atendió a un extranjero bien vestido y de buen porte que, aunque no se manejaba ni en francés ni en alemán, le hizo saber que quería ir a Berna. Así que le vendieron un billete y Bárbara Miranda logró hacer desaparecer su rastro antes incluso de llegar a su ciudad de destino.
Madrid, una semana después
Víctor Ros camina por el Paseo del Prado charlando tranquilamente con Clara. Es algo que le relaja. Aunque las tardes son frías aún, sale del despacho antes de que oscurezca y se toma un pequeño descanso para hablar con ella. Clara le ayuda a ver las cosas de otra manera. Su mente es rápida y analiza los casos de Víctor desde otra perspectiva. Menos profesional, sí, pero aguda y desprovista de las intoxicaciones que origina ver las cosas desde la única perspectiva que proporciona la técnica o el dominio de aquel difícil oficio. No es la primera vez que le ha solucionado un asunto complicado.
De pronto, escucha una voz que le es familiar:
—¡Víctor, Víctor!
El detective se gira y ve a Lewis que camina a paso vivo hacia él. Había pensado que no volvería a verle nunca. Ni a él ni a esa organización para la que trabaja, el Sello de Brandenburgo, unos inconscientes que lograron sacar de prisión a Bárbara Miranda, la delincuente más peligrosa e inteligente que jamás haya conocido. El inglés parece agitado.
—Buenas tardes, Clara —dice inclinando la testa y tocándose el bombín—. Víctor, me alegro de verte. En tu oficina me dijeron que estarías aquí.
Éste arquea las cejas como diciendo «¿y bien?».
El inglés comprende al instante.
—Tengo que hablar contigo.
—Lewis, le dije que no quería saber nada del Sello —contesta con un tono ciertamente impertinente. No le preocupa que el otro perciba que no quiere hablar con él pese a que, en una ocasión, en Córdoba, el inglés le había salvado la vida cuando investigaba el caso que la prensa bautizó como «la Viuda Negra».
—Es sólo un momento. Necesitamos tu ayuda.
—Se ha escapado. Es eso, ¿verdad?
—Sí —dice Lewis mirando al suelo como un niño sorprendido haciendo una travesura.
—¿No decían que iban a estudiar su mente criminal mientras la mantenían bajo custodia entre medidas de alta seguridad?
—Sí, ésa era la idea.
—¿Y qué dije yo?
—Que era un error, que escaparía.
—¿Y?
—Víctor, han muerto tres hombres. Ayúdanos.
Víctor Ros ladea la cabeza como negando la realidad. Parece enfadado, muy molesto.
—Mire, Lewis. Tengo mi gabinete y no doy abasto con el trabajo que se me acumula. Aunque quisiera, y, que quede claro, no quiero, no podría dejarlo e irme con usted a…
—A Suiza.
—… a Suiza o a donde sea que esté, a buscarla. ¿Comprende? Es su problema, no el mío.
—Pero, Víctor. Es peligrosa, habrá más muertes.
—Debían haberlo pensado antes.
—Debes ayudarnos.
—Es mi última palabra. Tenga usted buenas tardes —sentencia el detective tomando a su esposa del brazo para continuar con su paseo.
Lewis se queda parado, como un tonto, viendo cómo se alejan.
Casa Férez, afueras de Oviedo, octubre de 1882
—Por favor, Reinaldo, que los niños nos van a oír —dice la señora de la casa mientras su marido, hombre de imponentes patillas, le besa el cuello intentando arrancarle el corpiño.
Ella está excitada, pero desde niña le enseñaron que una dama debe hacerse siempre la difícil, incluso con su propio marido.
Don Reinaldo también parece agitado, los jadeos de su mujer le hacen arder de deseo y susurra:
—Mariana, Mariana.
Ninguno de los dos repara en que, desde la puerta entreabierta del dormitorio, alguien les observa amparado en la oscuridad. Es Cristina Pizarro, la institutriz de los niños.
—Tráelo, anda —dice a su mujer el señor de la casa.
—No, Reinaldo, sabes que eso no me gusta. Eso… no. Es raro.
—Pero a mí sí —responde él, que sabe que su voz es ley en aquella casa.
La mujer, sumisa, se levanta y va hacia la cómoda. Abre el primer cajón y saca un objeto cilíndrico que parece de madera y está algo curvado en uno de sus extremos.
Sujetándolo con la mano derecha se acerca a su marido, que se ha colocado de pie, con las manos apoyadas en el ventanal, los pantalones bajados y las piernas abiertas, esperando recibir aquello. No pueden percibir que Cristina, en la oscuridad, sonríe para sus adentros a la vez que susurra:
—Eres mío, Férez, totalmente mío. No lo sabes tú bien.