Los buitres de Wahpeton

I. Disparos en la oscuridad

Las desnudas paredes de madera del saloon Golden Eagle, vibraban aún con los ecos metálicos de las armas que habían hendido la repentina oscuridad con rojas llamaradas. Mas solo un nervioso pateo de pies calzados con botas de piel sonaba en el silencio tenso que siguió a las detonaciones. De súbito, en un rincón de la estancia, un fósforo fue rascado sobre el cuero y un parpadeo amarillo brotó, poniendo blanco sobre negro una mano temblorosa y un pálido rostro. Un instante después, una lámpara de aceite con la chimenea rota iluminó el local, añadiendo tensos rostros barbudos al contrastado relieve. La gran lámpara que colgaba del techo era una destrozada ruina; el queroseno goteaba sobre el suelo, formando un charco de grasa junto a una mancha aún más sombría y espeluznante.

Dos figuras ocupaban el centro de la sala bajo la lámpara rota. Una yacía boca abajo, con los brazos inmóviles extendiendo unas manos vacías. La otra pugnaba por incorporarse, parpadeando y boqueando estúpidamente como un hombre con la mente nublada por el alcohol. Su brazo derecho colgaba flácidamente al costado; una pistola de cañón largo temblaba entre sus dedos.

La rígida hilera de figuras alineadas a lo largo de la barra se puso en movimiento. Los hombres avanzaron al unísono y se inclinaron para mirar atentamente la forma yacente. Un confuso murmullo se elevó de pronto. Pasos apresurados sonaron en el exterior y la multitud se dividió mientras un hombre se abría paso bruscamente a través de ella. Al punto, el recién llegado dominó la escena. Su cuerpo, de complexión esbelta y amplias espaldas, superaba en proporciones a los de los parroquianos allí congregados, y su sombrero blanco de ala ancha, sus botas brillantes y el pañuelo limpio al cuello desentonaban con el desaliñado aspecto de los presentes; al igual que su rostro afilado, oscuro, con su encerado bigote negro contrastaba con los barbados semblantes que lo contemplaban embobados. Sostenía una pistola con cachas de marfil en su mano derecha, con el cañón apuntando hacia arriba.

—¿Qué obra del diablo es esta? —exigió con dureza; entonces su mirada cayó sobre el hombre tendido en el suelo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente.

—¡Grimes! —exclamó—. ¡Jim Grimes, mi ayudante! ¿Quién es el responsable de este crimen? —había algo de tigre en él mientras se giraba hacia la muchedumbre inquieta—. ¿Quién ha hecho esto? —preguntó medio acuclillado y con el arma aún alzada, pero tenso como una rapaz lista para emprender el vuelo.

Los hombres se apartaron arrastrando los pies, pero uno de ellos habló:

—No lo sabemos, Middleton. Jackson se estaba divirtiendo un poco disparando al techo y el resto lo mirábamos desde la barra, cuando Grimes entró y procedió a su arresto…

—¡Así pues Jackson le disparó! —gruñó Middleton encañonando con su arma al aludido, que se convirtió en un confuso borrón de movimiento.

Jackson gritó de terror levantando las manos, y el hombre que había hablado en primer lugar se interpuesto entre ambos.

—No, sheriff, es imposible que Jackson pudiera hacerlo; el tambor de su revólver estaba vacío cuando se apagaron las luces. Yo sé que clavó seis balas en el techo mientras hacía el burro y oí después el chasquido del arma hasta tres veces, así pues su arma estaba descargada. Pero cuando Grimes se acercó a él alguien disparó a la lámpara y una pistola rugió en la oscuridad, y cuando conseguimos luz de nuevo, ahí estaban Grimes tirado en el suelo y Jackson tratando de incorporarse.

—Yo no disparé contra él —lloriqueó Jackson—. Solo quería divertirme un poco. Estaba borracho pero ya no lo estoy; no me habría resistido al arresto. No sé lo que sucedió cuando nos quedamos a oscuras; oí ruido de armas y Grimes me arrastró con él al caer. ¡Yo no le disparé, no sé quién lo hizo!

—Ninguno de nosotros lo sabe —añadió un barbudo minero—. Alguien disparó aprovechando la oscuridad reinante.

—Quizá más de uno —murmuró otro—. Escuché hablar al menos a tres o cuatro armas.

Siguió un silencio en el que cada hombre miró de reojo a su vecino. Los parroquianos habían retrocedido de nuevo hacia la barra, dejando libre el centro de la gran sala donde permanecía el de la estrella de plata. La sospecha y el miedo galvanizaron a la multitud, saltando de uno a otro como una chispa eléctrica entre los presentes. Cada uno sabía que un asesino estaba cerca de él, posiblemente a su lado. Los hombres se negaban a mirar directamente a los ojos de sus vecinos por temor a reconocer allí al culpable… y morir por descubrirlo. Contemplaron al sheriff plantado frente a ellos, como si esperaran verlo caer de repente tras una detonación de las mismas armas desconocidas que habían acabado con su ayudante.

Los ojos acerados de Middleton recorrieron la silenciosa hilera de hombres. Los ojos de estos los evitaron o reflejaron su mirada fija. En algunos descubrió miedo; algunos eran inescrutables; en otros parpadeaba una expresión de burla siniestra.

—Los cobardes que mataron a Jim Grimes se encuentran en este salón —dijo finalmente—. Algunos de vosotros sois los asesinos —tuvo cuidado de no dejar a nadie fuera de su campo visual mientras hablaba, y así barrió toda la asamblea.

»Esperaba esto. Las cosas se han puesto demasiado difíciles para los bandidos y asesinos que han estado aterrorizando este campamento, así que han empezado a disparar a mis ayudantes por la espalda. Supongo que también tratareis de matarme a mí. ¡Está bien, despreciables ratas furtivas, quienquiera que seáis, quiero que sepáis que estoy disponible para vosotros en cualquier momento!

Guardó silencio; su larguirucho cuerpo estaba tenso y sus ojos ardían en estado de alerta. Ninguno de los presentes se movió. Los hombres apoyados en la barra podrían haber pasado por figuras talladas en piedra.

Se relajó y enfundó la pistola; una mueca torció sus labios.

—Conozco muy bien a los de vuestra calaña. No mataríais a un hombre a menos que os volviera la espalda. Cuarenta hombres han sido vilmente asesinados en los alrededores de este campamento abandonado de Dios en el último año, y ninguno tuvo oportunidad de defenderse.

—Tal vez este asesinato sea una especie de ultimátum hacia mí. Pues bien, tengo una respuesta preparada: he contratado a un nuevo ayudante y con él no lo tendréis tan fácil como con Grimes. De aquí en adelante combatiré el fuego con el fuego. Saldré a caballo de la quebrada por la mañana temprano; cuando vuelva traeré a un hombre conmigo: ¡un pistolero de Texas!

Hizo una pausa para dejar que la información penetrara en sus mentes, y se rio severamente de las furtivas miradas lanzadas de hombre a hombre.

—No encontraréis ningún cordero —predijo ominosamente—. Se trata de un tipo demasiado salvaje, incluso para el Estado que fue la cuna del pistolerismo. Lo que él hizo allí es solo asunto mío. Lo que hará aquí es lo que cuenta. Y todo lo que pido es que los hombres que han asesinado a Grimes aquí, intenten el mismo truco con este texano.

»Otra cosa, por mi propia cuenta: he quedado con este hombre en Ogalala Spring mañana por la mañana. Cabalgaré solo, al amanecer; si alguien quiere tenderme una emboscada, ¡que haga sus planes ahora! Seguiré el sendero abierto y quienquiera que desee algún pleito conmigo me encontrará preparado.

Y volviendo con desprecio su admirablemente musculada espalda a la chusma de la cantina, el sheriff de Wahpeton abandonó el saloon.

* * *

Diez millas al este de Wahpeton, un hombre acuclillado sobre sus talones freía tiras de carne de venado en una pequeña hoguera. El sol empezaba a alzarse. A poca distancia un larguirucho mustang mordisqueaba la áspera hierba que crecía escasa entre las rocas fracturadas. El jinete había acampado allí esa noche, pero su silla y su manta estaban ocultas detrás de unos arbustos de mezquite. Este detalle lo identificaba como un hombre de naturaleza cautelosa. Nadie que siguiera la senda que conducía más allá de Ogalala Spring podría haberlo visto mientras dormía entre la maleza. Ahora, a plena luz del día, no se esforzaba en ocultar su presencia.

El tipo era alto, de hombros anchísimos, abultado pecho y estrecha cintura; la viva imagen de alguien que ha pasado su vida sobre una silla de montar. Su rebelde pelo negro enmarcaba un rostro quemado por el sol, pero sus ojos eran de un azul ardiente. Colgando por debajo de sus caderas, las negras cachas de dos pesados Colts sobresalían de sus vainas de cuero negro. Aquellas armas parecían formar parte del hombre tanto como sus ojos o sus manos. Las había llevado durante tanto tiempo que su asociación con ellas era tan natural como el uso de sus propios miembros.

Mientras freía la carne y observaba el café hirviendo en un viejo y baqueteado puchero, su mirada se clavaba continuamente en un punto situado en dirección este, donde el camino cruzaba un amplio espacio abierto antes de perderse entre los matorrales de una región de abruptas colinas. Hacia el oeste la senda remontaba una suave pendiente y desaparecía rápidamente entre los árboles y arbustos que crecían a pocas yardas del manantial que daba nombre al lugar. Pero era siempre hacia oriente adonde el hombre miraba casi sin pestañear.

Cuando un jinete surgió de los matorrales al este, el hombre acampado en Ogalala Spring dejó a un lado la sartén con sus chisporroteantes tiras de carne y cogió su fusil —un rifle Sharps de largo alcance del calibre 50—. Entrecerró los ojos con satisfacción. No se levantó, sino que permaneció con una rodilla en tierra, el rifle apoyado descuidadamente entre sus manos y la boca del cañón mirando hacia arriba, sin apuntar.

El jinete se dirigía directamente hacia el sujeto acampado en Ogalala, mientras este le observaba por debajo del ala de su sombrero. Solo cuando el desconocido se detuvo a unas pocas yardas de distancia, el primer hombre levantó la cabeza y le ofreció al otro una imagen completa de su rostro.

El tipo del caballo era un joven de complexión ágil y mediana estatura; su sombrero Stetson no ocultaba del todo una mata de pelo pajizo y ensortijado. Sus ojos mostraban ingenuidad y una contagiosa sonrisa curvaba sus labios. No acunaba rifle alguno sobre sus rodillas, pero un 45 con cachas de marfil colgaba bajo su cadera derecha.

Su expresión, mientras contemplaba el rostro del hombre plantado en tierra, no dejaba adivinar sus verdaderos sentimientos, a excepción de una ligera y momentánea contracción de los músculos que controlan los ojos; un movimiento involuntario y poco menos que incontrolable. Al cabo sonrió ampliamente y saludó:

—¡Esa carne huele de maravilla, amigo!

—Acérquese y ayúdeme con esto —invitó el otro al instante—. También tengo café, si no le importa tomarlo directamente del puchero.

Dejó a un lado el rifle mientras el otro desmontaba. El joven rubio echó las riendas sobre la cabeza del caballo, rebuscó entre su manta enrollada y sacó una abollada taza de hojalata. Sosteniéndola en su mano derecha se acercó al fuego con los andares propios de un hombre nacido para cabalgar.

—No he desayunado aún —admitió con una sonrisa—. Acampé anoche camino abajo y me apresuré temprano hasta aquí para encontrarme con un tipo. Pensé que usted era el hombre[1] con el que me había citado. Me sorprendió un poco —añadió con franqueza. Se sentó frente a su anfitrión, que empujó hacia él la sartén y el puchero de café. El sujeto alto movió ambos utensilios con la mano izquierda. Su mano derecha se apoyaba ligeramente y, solo aparentemente, de forma casual sobre su muslo derecho.

El joven llenó su taza de hojalata, bebió el café negro sin azucarar con evidente satisfacción y se sirvió de nuevo. Cogió de la sartén trozos de la carne frita, cuidando de usar solo la mano izquierda para esa parte del desayuno que podía dejar grasa en sus dedos. Sin embargo, utilizó su mano diestra para servirse el café y llevarse la taza a los labios. No pareció darse cuenta de la posición de la mano derecha del otro.

—Mi nombre es Glanton —empezó a decir—. Billy Glanton; del Condado de Guadalupe, Texas. Hacía el camino con una manada de «cuernos musgosos»[2] hasta que la perdí en una partida de faro en Hayes City, así que me dirigí al oeste en busca de oro. ¡Valiente minero resulté ser! Ahora estoy buscando trabajo, y el hombre con el que iba a encontrarme aquí dijo que tenía uno para mí. Si no me equivoco también usted es de Texas, ¿no es así?

La última frase era más una afirmación que una pregunta.

—Esa es mi divisa —gruñó el otro—. O’Donnell es mi nombre. Natural del condado de Río Pecos.

Su declaración, como la de Glanton, resultaba muy imprecisa. Tanto Pecos como Guadalupe eran territorios de muy considerable extensión. Pero Glanton sonrió cándidamente y le tendió la mano.

—¡Chócala! —casi gritó—. ¡Me alegro de conocer a un hombre de mi Estado natal, incluso si nuestros territorios familiares están separados por una buena franja de tierra!

Sus manos se encontraron y quedaron bloqueadas durante un instante; manos curtidas y nervudas que jamás habían usado guantes y que se cerraban con la brusca tensión de unos resortes de acero.

El apretón de manos pareció tranquilizar a O’Donnell. Cuando se sirvió un poco más de café sostuvo la taza en una mano y el puchero en la otra, en lugar de apoyar la taza en el suelo frente a él y verterlo con la mano izquierda.

—He estado en California —cedió al fin—. Vengo recorriendo este lado de las montañas desde hace un mes. He permanecido en Wahpeton las últimas semanas, pero la búsqueda de oro no es mi estilo de vida. Soy un vaquero. Nunca debería haber intentado ser otra cosa. Me dirijo de vuelta a Texas.

—¿Por qué no pruebas en Kansas? —preguntó Glanton—. Está llena de hombres de nuestra tierra, que trasportan ganado para abastecer los ranchos. Dentro de un año estarán conduciéndolo hasta Wyoming y Montana.

—Tal vez yo podría —O’Donnell levantó la taza de café con expresión ausente. La sostuvo con su mano izquierda mientras apoyaba su diestra en su regazo, casi rozando la empuñadura del gran pistolón negro. Pero la tensión había abandonado su cuerpo; parecía relajado, absorto en lo que Glanton estaba diciendo. El uso de la siniestra y la posición de su mano derecha respondían a un gesto mecánico, un mero hábito inconsciente.

—Es una gran tierra —declaró Glanton, bajando la cabeza para ocultar el momentáneo e incontrolable destello de triunfo en sus ojos—: hermosos ranchos, ciudades surgiendo por doquiera que pase el ferrocarril.

—Todo el mundo se está haciendo rico en Texas con la carne de vacuno. Y hablando de los «reyes del ganado»; ¡ojalá hubiera conocido este auge del vacuno cuando yo era un muchacho! ¡Habría cercado cincuenta mil de esos novillos que andan sueltos por todo el bajo Texas, los habría marcado y llevado al mercado en un periquete! —Se rio de su propia fanfarronada.

—Entonces no valían ni cuatro cuartos por cabeza —agregó, y mientras los dos hombres continúan charlando de asuntos ganaderos, enunciaremos un hecho bien conocido por todos: «En la actualidad[3] veinte dólares por cabeza no es el precio máximo».

Glanton vació su taza y la puso en el suelo cerca de su cadera derecha. Su verbo fácil seguía fluyendo, pero el movimiento natural de su mano alejándose de la taza, se convirtió en un borrón de velocidad que culminó con la extracción de la pesada arma de su cartuchera.

Dos disparos rugieron como una larga y entrecortada detonación.

El recién llegado jinete rubio se desplomó de costado, su pistola humeante se escurría lentamente de sus dedos y una creciente mancha carmesí tiñó al punto su camisa; sus ojos, que fosforescían con una expresión mezcla de incredulidad e indiferencia, estaban fijos en la pistola que O’Donnell empuñada en su diestra.

—¡Corcoran! —murmuró—. Por un momento pensé que te había engañado; tú…

Una risa burlona burbujeaba en sus labios; cínico hasta el final, se reía mientras moría.

El hombre cuyo verdadero nombre era Corcoran se levantó y miró a su víctima sin emoción. Tenía un agujero en un lado de la camisa, y una mancha humeante sobre la piel de sus costillas ardía como el fuego. Incluso con su puntería malograda por el plomo desgarrador, el proyectil de Glanton le había pasado muy cerca.

Recargando el tambor vacío de su Colt, Corcoran se dirigió hacia el caballo que el joven rubio montara hasta Ogalala Spring. No había dado más que un paso cuando un sonido se produjo a su alrededor, el pesado Colt apareció de nuevo en su mano.

Frunció el ceño ante el hombre que apareció frente a él: un tipo alto, de impresionante complexión y elegantemente vestido al estilo de la frontera.

—No dispare —dijo imperturbable el recién llegado—. Me llamo John Middleton, soy el sheriff de Wahpeton Gulch.

La actitud de alerta de Corcoran no se relajó.

—Este incidente es la culminación de un pleito privado —dijo secamente.

—Ya lo supongo. De todas formas no es asunto mío. Vi a dos hombres en el manantial mientras remontaba un repecho en el camino a cierta distancia de aquí. Yo solo esperaba a uno y no puedo permitirme el lujo de darles facilidades a mis enemigos. Dejé mi caballo unas yardas más atrás y me acerqué a pie; me oculté detrás de unos arbustos y presencié todo el drama. Él tomó su arma primero, pero usted ya casi tenía su revólver en la mano. Su disparo fue el primero por un pelo. El joven rubio logró engañarme; su movimiento fue una absoluta sorpresa para mí.

—Él pensó que lo sería también para mí —dijo Corcoran—. Billy Glanton ha buscado siempre la ruina de este su servidor. En todo momento trató de obtener alguna ventaja antes de empuñar su pistola.

—Me reconoció en el preciso instante en que me vio y tampoco ignoraba que yo lo había reconocido a él… pero pensó que podría hacerme creer que no me conocía y yo le dejé que lo intentara. Él podía arriesgarse porque sabía que yo no podría dispárale sin delatarme; que es precisamente lo que él pretendía hacer conmigo. Al fin creyó que me tenía totalmente desprevenido y echó mano a su arma. Lo tuve engañado todo el tiempo.

Middleton estudió a Corcoran con vivo interés. Estaba familiarizado con las dos principales ramas de la raza de los pistoleros. Los de la primera eran como ese Glanton: cínicos, suficientemente valientes cuando el valor era necesario, pero prefiriendo obtener ventaja mediante la traición siempre que fuera posible. Corcoran sin embargo, era un claro representante de la segunda: hombres demasiado directos por naturaleza, o demasiado orgullosos de su habilidad para recurrir a marrullerías cuando era posible despachar a sus enemigos al aire libre y gracias a su sola velocidad, temple y puntería. Que Corcoran era también un estratega, lo demostraba el hecho de cómo había engañado a Glanton.

A continuación el de la estrella en el pecho miró el cadáver de Glanton; sus rizos amarillos y unos rasgos casi infantiles daban al joven pistolero una apariencia de inocencia en la muerte. Pero Middleton sabía que esa rosada máscara había cubierto el corazón de un feroz e inmisericorde lobo gris.

—Un hombre malo —murmuró, mirando las filas de muescas grabadas sobre las marfileñas cachas del Colt de Glanton.

—Muy malo —concedió Corcoran—. Mis padres y los suyos estaban enfrentados por un viejo pleito en Texas. Regresó de Kansas y asesinó a un tío mío… ¡Lo disparó a sangre fría! Yo me encontraba en California cuando ocurrió. Recibí una carta un año después de producirse el crimen. Me dirigía a Kansas, adonde supuse que habría vuelto, cuando conocí a un tipo que me dijo que estaba en esta parte del país y que cabalgaba hacia Wahpeton. Lo adelanté en su camino y acampé aquí la pasada noche, esperándolo.

—Han pasado muchos años desde la última vez que nos vimos —prosiguió el texano—, pero aun así me reconoció; ignoraba sin embargo que yo me había dado cuenta; eso me dio la ventaja. ¿Es usted el hombre con quien él pretendía reunirse aquí?

—Así es. Necesito un pistolero con agallas como ayudante. Había oído hablar de él y le hice llegar una oferta.

La mirada de Middleton se paseó por el duro y fibroso cuerpo de Corcoran, demorándose en los pesados revólveres que colgaban bajo sus caderas.

—Veo que lleva dos hierros al cinto —observó el sheriff—. Sé bien lo que puede hacer con el derecho. Pero ¿qué hay del izquierdo? He visto un montón de hombres que portaban dos armas de fuego, pero que pudieran usar ambas indistintamente los puedo contar con mis dedos.

—¿Y bien?

—Bueno —sonrió el sheriff—, pensé que tal vez le gustaría mostrarme de lo que es capaz con la siniestra.

—¿Por qué piensa que es importante para mí si usted cree que puedo o no manejar ambas armas? —replicó Corcoran sin alterarse.

A Middleton pareció complacerle esa respuesta.

—Un fanfarrón estaría ansioso por hacerme creer que efectivamente podía. No tiene que demostrarme nada. He visto lo suficiente como para convencerme de que usted es el hombre que necesito. Señor Corcoran, vine aquí para contratar a Glanton como ayudante; le haré a usted la misma proposición. Lo que hiciera en Texas o en California me da lo mismo. Conozco a los de su casta y sé que disparará honradamente junto a un hombre que confíe en usted, independientemente de lo que haya sido o vuelva a ser en otros lugares.

»Me enfrento a una situación en Wahpeton con la que no puedo lidiar yo solo, ni con las escasas fuerzas que ahora poseo.

»Desde hace más de un año el pueblo y los campamentos arriba y abajo de la quebrada, están siendo aterrorizados por una banda de forajidos que se hacen llamar “Los Buitres”.

»Créame, ese nombre los describe a la perfección. Ni la propiedad ni la vida de nadie están a salvo. Cuarenta o cincuenta hombres han sido asesinados, y los desvalijados se cuentan ya por cientos. Es tan impensable para un minero honrado transportar cualquier cantidad de polvo, como para una diligencia sacar de la quebrada un gran cargamento de oro. Así las cosas, tantos escoltas han sido asesinados mientras trataban de proteger los envíos, que la empresa de transporte encuentra muchas dificultades para contratar a más guardias.

»Nadie sabe quién o quiénes son los líderes de la banda. Hay una serie de rufianes sospechosos de pertenecer a los Buitres, pero no disponemos de prueba sólida alguna que pueda demostrarlo, ni siquiera ante un tribunal popular minero. Nadie se atreve a declarar en contra de ninguno de ellos. Cuando un hombre reconoce a los que lo roban no se atreve a revelar su descubrimiento. No puedo conseguir a nadie que identifique a un solo criminal, aunque sé que bandidos y asesinos campan a sus anchas por las calles e incluso se codeaban conmigo en las barras de las cantinas. ¡Es desesperante! Y sin embargo no puedo culpar a esos pobres diablos cobardes. Cualquiera que se atreviese a declarar contra uno de ellos sería asesinado.

»Algunos ciudadanos me responsabilizan de la situación, pero me siento incapaz de proporcionar una protección adecuada al campamento con los medios de que dispongo. Usted ya sabrá cómo funcionan los campamentos de buscadores oro; todos son tan ciegamente codiciosos que lo único en lo que piensan es en agarrar el polvo amarillo. Mis ayudantes son hombres valientes, pero no pueden estar en todas partes y no son pistoleros. Si yo arresto a un bandido hay una docena de tipos dispuestos a defenderlo en un juicio minero y mentir con la mano sobre la Biblia para absolverlo. Solo la pasada noche asesinaron a sangre fría a Jim Grimes, uno de mis mejores ayudantes.

»Envié a buscar a Billy Glanton cuando me enteré de que andaba por estas tierras, porque necesito un pistolero con una habilidad muy por encima de la media. Necesito un hombre capaz de manejar un arma tan rápidamente como la punta de un rayo, y que conozca todos los trucos para capturar y matar a un rufián. ¡Estoy cansado de arrestar criminales para que sean liberados un instante después! Wild Bill Hickok[4] está en lo cierto cuando dice: “¡Extermina al malhechor y deja las cárceles para los delincuentes menores!”.

El texano arrugó ligeramente el ceño al escuchar el nombre de Hickok —que no era precisamente venerado entre los vaqueros que recorrían las áridas vías pecuarias—, pero expresó con un movimiento de cabeza su solidaridad con el sentimiento expresado. El hecho de que él mismo entrara en la categoría de los que, según Hickok, deberían ser exterminados, no alteraba su punto de vista.

—Usted es mejor pistolero que Glanton —dijo Middleton abruptamente—. La prueba es que él yace ahí muerto y usted está vivo y coleando. Le ofrezco los mismos términos que iba a proponerle a Glanton.

Le propuso un salario mensual considerablemente mayor que el percibido por el comisario de cualquier ciudad del este. El oro era el producto más abundante en Wahpeton.

—Y un suplemento mensual —agregó Middleton—. Cuando contrato talento no me importa pagar generosamente por él, así como hacen los comerciantes y los mineros que vienen a mí en busca de protección.

Corcoran meditó un momento.

—Supongo que ya no tiene sentido ir a Kansas ahora —dijo por fin—. Por otro lado, ninguno de mis parientes en Texas anda metido en ningún pleito que yo sepa y no me importaría conocer Wahpeton. Acepto su oferta.

—¡Excelente! —Middleton extendió su mano y, cuando Corcoran la tomó, se dio cuenta de que estaba mucho más morena que la izquierda. Ningún guante había protegido esa mano en muchos años.

—¡Pongámonos en marcha de inmediato! Pero antes debemos ocuparnos del cuerpo de Glanton.

—Recogeré su caballo y sus armas y se lo enviaré todo a su familia en Texas —dijo Corcoran.

—Sí, pero ¿y el cuerpo?

—¡Al infierno con él, los buitres y las águilas ratoneras se darán un buen festín con él!

—¡No y mil veces no! —protestó Middleton—. Cubrámoslo con rocas y arbustos al menos.

Corcoran se encogió de hombros. No era la venganza lo que alimentaba su aparente dureza. Su odio por el joven rubio no alcanzaba a sus restos mortales. Se trataba simplemente de que no veía utilidad alguna en acometer una tarea que a todas luces era innecesaria. Había odiado a Glanton con el implacable e inextinguible rencor de su sangre texana, que es más despiadado y más duradero que el odio de un indio o un español. Pero ante aquel cuerpo que ya no estaba animado por la personalidad que tanto había aborrecido, se mostraba simplemente indiferente. Él esperaba algún día flotar sobre su propio cadáver acribillado tendido en el suelo, y la idea de los buitres desgarrando su carne muerta no lo conmovió más que la contemplación de su enemigo muerto. Su credo era pagano y crudamente elemental.

El cuerpo de un hombre, una vez que la vida lo ha abandonado, no era más que una carcasa maloliente reintegrándose a la tierra que lo produjo una vez.

Sin embargo, ayudó a Middleton a arrastrar el cadáver hasta un hueco entre los arbustos y a levantar un improvisado túmulo encima de él. Y aguardó pacientemente mientras Middleton grababa el nombre del joven muerto en una tosca cruz hecha de ramas rotas, que sujetó verticalmente entre las piedras amontonadas.

Seguidamente cabalgaron camino de Wahpeton. Corcoran sujetaba el ruano sin jinete; del cuerno de la silla vacía colgaba el cinturón canana con las armas del pistolero muerto, en cuyas cachas de marfil destacaban once muescas, cada una de las cuales representaba la vida de un hombre.

II. Locura dorada

La ciudad minera de Wahpeton descansaba sobre el lecho de un amplio barranco, que discurría entre paredes verticales y escarpadas laderas. Cabañas, cantinas y salones de baile se amontonaban contra los farallones del lado sur de la quebrada. Las casas frente a ellas rozaban prácticamente la orilla del arroyo Wahpeton, que serpenteaba quebrada abajo manteniéndose aproximadamente en el centro de la misma. A ambos lados de la corriente las cabañas y tiendas de campaña se extendían en radios de una milla y media a partir cada tramo del cuerpo principal de la ciudad. Los gambusinos[5] cribaban o lavaban polvo aurífero en el arroyo y en los afluentes más pequeños que zigzagueaban hacia el cañón, discurriendo por angostas barranquillas. Algunas de estas ramblas se abrían paso a través la quebrada entre las construcciones apoyadas en la pared, y las cabañas y tiendas de campaña dispersas por doquier, daban la impresión de que la comunidad misma había desbordado la quebrada principal para derramarse a lo largo de sus ramales.

Las construcciones eran de troncos o de tablones desnudos laboriosamente acarreados a través las montañas. La miseria y la necesidad se codeaban con la elegancia más ostentosa. Una sensación de intensa laboriosidad se desprendía de la escena. Otras cualidades de las que indudablemente carecía eran suplidas con una superabundancia de vitalidad. Color, acción, movimiento: ¡prosperidad y poder! El ambiente, saturado de estos elementos, vibraba electrizado. Allí no cabía buscar delicados matices o sutiles contrastes; la vida estaba pintada con muchos y vivos colores aplicados con trazos gruesos y audaces. Los pioneros que allí se asentaron dejaron tras de sí todo refinamiento y renunciaron a los placeres más sencillos de la vida; sobre sus músculos, vísceras y audacia habían levantado un imperio. Los hombres soñaban titánicamente y como titanes sufrían: cuando todo está por hacer, ningún sueño es demasiado loco ni ninguna empresa lo suficientemente arriesgada como para no ser acometida.

Las pasiones discurrían crudas y turbulentas. Las suelas de las botas estampaban sus huellas en el polvo extendido por el viento sobre suelos de madera desnuda. Los gritos y las risotadas retumbaban en las cantinas, y los ánimos estallaban en súbitos arranques de violencia primitiva. Las voces chillonas de arpías pintarrajeadas se mezclaban con el ruido metálico del oro chocando sobre los verdes tapetes de las mesas de juego; alegría borrascosa y vocerío de disputa a lo largo de las barras donde el licor corría en un constante flujo descendente por peludas gargantas cubiertas de polvo… Daguerrotipos obtenidos al azar entre mil panoramas diarios similares, cuando un gigantesco imperio brama en su lujuriosa adolescencia.

Y sin embargo, una presencia siniestra era patente tras aquel decorado. Corcoran, cabalgando junto al sheriff, era consciente de ello; su experimentada intuición y sus sentidos se aguzaron como el filo de una navaja barbera. Quienes ejercen el pistolerismo desarrollan un especial olfato del peligro, aunque el texano nunca lo había experimentado en aquel grado desde su primer año en el oficio. Pero no necesitaba su exageradamente desarrollado instinto para reconocer las corrientes ocultas que allí discurrían, hediondas, ominosas y caudalosas.

Conforme se abrían paso entre trenes de mulas de carga, ruidosos carros y enjambres de hombres a pie que hormigueaban por la calle, Corcoran era consciente de los muchos ojos que los seguían atentamente. La cháchara cesaba súbitamente entre los gesticulantes miembros de los corrillos al reconocer al sheriff, desviando al punto su mirada hacia el texano a fin de estudiarlo y calibrarlo; este no parecía consciente de aquel escrutinio.

Middleton murmuró:

—Saben que traigo a un pistolero como ayudante; algunos de estos tipos son miembros de la banda de los Buitres, aunque no puedo probarlo. Cuídese bien de ellos.

Corcoran consideró demasiado ocioso aquel consejo como para merecer una respuesta. Pasaban en ese momento frente al salón de juego King of Diamonds, y un grupo de hombres que aguardaba a la entrada se volvió para mirarlos. Uno de ellos levantó la mano en señal de saludo al sheriff.

—Es Ace Brent, el más grande jugador de ventaja de toda la quebrada —murmuró Middleton mientras devolvía cortésmente el saludo. Corcoran tuvo la fugaz visión de una figura delgada elegantemente vestida de fino paño, rostro afilado y un par de inescrutables y penetrantes ojos negros.

Middleton no se extendió en su descripción del hombre; por el contrario, siguió cabalgando en silencio.

Atravesaron el núcleo de la ciudad —los racimos de tiendas y cantinas— y lo dejaron atrás, deteniéndose ante una cabaña apartada del resto. Entre ella y el poblado la corriente de agua se curvaba formando un ancho bucle que pasaba a poca distancia de la pared sur de la quebrada; más allá del arroyo, las chozas y tiendas de campaña escaseaban. Aquello dejaba aislada a la peculiar construcción, cuyo muro posterior se apoyaba directamente sobre el acantilado. A un costado de la misma se veía un cercado para las caballerías y un grupo de árboles al otro. Más allá de esta arboleda un estrecho barranco, seco y vacío, se abría paso en la quebrada.

—Esta es mi cabaña —dijo Middleton—. Aquella de allí —señaló una de las que habían pasado a unos pocos cientos de yardas camino abajo— la uso como oficina del sheriff. Solo necesito una habitación; usted puede pernoctar en el cuarto de atrás. También puede acomodar su caballo en mi cercado si lo desea. Siempre tengo allí varios para mis ayudantes. Merece la pena disponer de un suministro de carne de caballo siempre a mano.

Después de desmontar, Corcoran volvió a mirar la cabaña que iba a ocupar. Estaba próxima a un grupo de árboles, tal vez a un centenar escaso de yardas de la escarpada pared de la quebrada.

Cuatro hombres ocupaban en ese momento la morada del sheriff, uno de los cuales fue presentado a Corcoran como el coronel Hopkins, oriundo de Tennessee. Era un hombre alto y corpulento que lucía bigote y perilla de color gris férrico, y tan elegantemente vestido como el mismo Middleton.

—El coronel Hopkins es dueño, junto a Dick Bisley, de la rica concesión Elinor A. —explicó Middleton—, además de ser uno de los más destacados y prósperos comerciantes de la quebrada.

—Cualquier ocupación será buena para mí cuando no puedo sacar mi dinero del pueblo —replicó el coronel—. Tres veces mi socio y yo hemos perdido grandes cargamentos de oro durante el transporte. En cierta ocasión enviamos un cargamento oculto en carros cargados de suministros que, supuestamente, estaban destinados a los mineros de Tetón Gulch. Una vez fuera de Wahpeton los conductores enfilaron en dirección este a través de las montañas. Pero de alguna manera los Buitres conocían nuestro plan; interceptaron los carros a quince millas al sur de Wahpeton, los saquearon y asesinaron a los guardias y conductores.

—La ciudad está plagada de espías a su servicio —se lamentó Middleton.

—Por supuesto. Uno ya no sabe en quién confiar. Ya se murmuraba en las cantinas que mis hombres habían sido asesinados y mi oro robado, antes de que sus cadáveres fueran encontrados. Sabemos que los Buitres conocían nuestro plan a la perfección, que cabalgaron desde Wahpeton y que, tras su fechoría, regresaron directamente aquí con el polvo de oro. Pero poco pudimos hacer. Es imposible probar nada o acusar a nadie.

Middleton presentó a Corcoran a los tres hombres restantes; los alguaciles Bill McNab, Richardson y Stark. El primero era tan alto como Corcoran y de constitución más robusta, velludo y musculoso, con ojillos inquietos que reflejaban un temperamento violento. Richardson era más delgado, con ojos fríos que parecían no pestañear; el texano lo catalogó al instante como el más peligroso de los tres. Stark era un hombre corpulento y barbudo, su aspecto no difería en gran medida del propio de los mineros. Corcoran pensó que la apariencia de aquellos hombres no casaba con sus protestas de indefensión frente a las dificultades planteadas. Parecían hombres duros, bien capaces de cuidar de sí mismos en cualquier situación.

Middleton, como si hubiera leído sus pensamientos, dijo:

—Estos hombres no temen ni al diablo, y pueden desenfundar un arma tan velozmente como cualquier valiente; pero claro, es difícil para un forastero valorar a qué nos enfrentamos aquí en Wahpeton. Si se tratara de una lucha franca a campo abierto sería diferente. No necesitaría más ayuda. Pero nos movemos a ciegas, obrando en la oscuridad sin saber en quién confiar. No me atrevo nombrar a un ayudante a menos que esté completamente seguro de su honestidad. ¿Y quién puede estar seguro de nadie? Sabemos que la ciudad está llena de espías. No sabemos quiénes son; como tampoco sabemos quién lidera su organización.

El barbado mentón de Hopkins sobresalía audazmente cuando explicó:

—Sigo creyendo que ese tahúr, Ace Brent, se mezcla con la banda. Muchos jugadores han sido robados y asesinados, pero Brent jamás ha tenido el más mínimo problema. ¿Qué sucede con todo el polvo que gana? Muchos de los mineros, perdida ya toda esperanza de abandonar la quebrada con su oro, lo malgastan en los salones de juego. Brent ha ganado miles de dólares en polvo y pepitas. Y lo mismo puede decirse de varios más. ¿Qué pasa con ellos? No todo el oro vuelve a circular. Yo creo que lo sacan de aquí por las montañas. Y que ellos lo logren, cuando nadie más puede, demuestra en mi opinión que son miembros de los Buitres.

—Tal vez lo escondan, como usted y los demás comerciantes están haciendo —sugirió Middleton—. No sé qué pensar. Ciertamente Brent es lo suficientemente inteligente como para liderar a los Buitres; pero nunca he podido conseguir nada de él.

—Usted no ha sido capaz de obtener nada concreto de nadie, salvo de los delincuentes de poca monta —dijo el coronel Hopkins sin rodeos mientras tomaba su sombrero—. No es mi intención ofenderle, sheriff. Nosotros apreciamos todo lo que está haciendo y no tenemos nada que reprocharle; pero parece que, por el bien de la comunidad, tendremos que pasar a la acción directa.

Middleton permaneció con la mirada fija en la espalda cubierta de rico paño, mientras el coronel Hopkins se alejaba de la cabaña.

—«Nosotros» —murmuró—. Se refiere a los «Vigilantes» o, mejor dicho, a los hombres que han estado agitando las conciencias a favor de una respuesta propia de «Vigilantes». Comprendo sus sentimientos pero considero que es un movimiento imprudente. En primer lugar, ese tipo de organización es completamente ilegal y podría ser instrumentalizada por elementos fuera de la ley. ¿Qué impediría a los malhechores unirse a los Vigilantes y desviar sus acciones de los fines inicialmente previstos?

—¡Ninguna maldita cosa! —terció acaloradamente McNab—. El coronel Hopkins y sus amigos están exaltados. Se espera demasiado de nosotros. ¡Demonios, solo somos simples funcionarios! Hacemos todo lo que podemos, pero no somos pistoleros como este hombre de aquí, el señor Corcoran.

Corcoran se encontró cuestionando mentalmente la verdad contenida en aquella afirmación; Richardson tenía toda la pinta de ser un pistolero profesional, si es que alguna vez había visto alguno, y la experiencia del texano en la materia abarcaba desde la costa del Pacífico hasta el Golfo de México.

Middleton tomó su sombrero.

—Vosotros, muchachos, dispersaos por el campamento. Yo iré luego con Corcoran, cuando le haya tomado juramento y entregado su placa y lo haya presentado a los principales hombres de la comunidad.

»No quiero ningún error, o ninguna posibilidad de error, en lo tocante a su reputación. Admito que, jactándome del ayudante pistolero que iba a reclutar, he puesto a Corcoran en un aprieto. Pero estoy seguro de que sabrá cuidar de sí mismo.

Los ojos que habían seguido su paseo por la calle se clavaron de nuevo en el sheriff y su acompañante, mientras caminaban por la desangelada calle principal con sus atestadas cantinas y salas de juego. Crupieres y camareros se veían saturados de trabajo, y los comerciantes se enriquecían vendiendo toda clase de artículos a precios exorbitados. Los jornales alcanzaban para comprar comestibles, pero muy pocos hombres pueden soportar trabajar por un prosaico salario convencional, cuando sus ojos están deslumbrados por visiones de arroyos brillantes por el polvo amarillo y barrancos repletos de vetas auríferas. Algunos de esos sueños empero, no se vieron decepcionados; millones de dólares en oro virgen estaban siendo extraídos de los yacimientos arriba y abajo de la quebrada. Pero los buscadores se encuentran con frecuencia un peso de oro colgado al cuello que los arrastra a una muerte sangrienta. Invisible, inesperada, marchando sobre los pies furtivos de lobos humanos que vagan inadvertidamente entre ellos, marcando infaliblemente a su presa y acechando en la oscuridad.

Middleton llevó a Corcoran de cantina en cantina, de salón de baile en salón de baile —donde muchachas cansadas y ridículamente engalanadas se dejaban arrastrar y maltratar por hombres como osos que vaciaban sacos de polvo dorado en sus escotes—, hablando rápidamente y sin parar. El sheriff señalaba a un hombre entre la multitud e informaba al texano de su nombre y estatus en la comunidad; seguidamente presentó a Corcoran a los ciudadanos más importantes del campamento.

Todas las miradas se clavaron con curiosidad en el nuevo ayudante del sheriff. Quedaba lejos aún el día en que los ranchos del norte se verían inundados por el ganado sureño, conducido por enjutos vaqueros de Texas; pero los texanos no eran desconocidos, ni siquiera en aquella época, en los campos mineros del noroeste. En los primeros días de la fiebre del oro se habían introducido estos en los campamentos de California, a los cuales, en una fecha más temprana aún, el suroeste había enviado a algunos de sus hijos más fuertes y también más conflictivos. Y últimamente otros habían arribado desde los poblados ganaderos de Kansas, a lo largo de cuyas calles fanfarroneaban, se retaban y peleaban fibrosos vaqueros procedentes del extremo sur del país. Sí, muchos en Wahpeton estaban familiarizados con las características de la raza tejana, y todos habían oído historias acerca de una casta de guerreros curtidos entre los encinos y mezquites de esa tierra caliente y turbulenta, donde diversos rasgos raciales se encontraron y enfrentaron, y las tradiciones del Viejo Sur se mezclaron con las de Oeste indómito.

Allí tenían pues un esbelto lobo gris de esa legendaria manada sureña. Algunos de los hombres estudiaban su amenazadora animosidad; pero la mayoría simplemente miraba ansiosa, en el papel de espectadores deseosos de presenciar un drama que todos creían inminente.

—Usted está aquí, principalmente, para combatir a los Buitres, por supuesto —dijo Middleton a Corcoran mientras caminaban juntos por la calle—. Pero eso no significa que deba ignorar a los delincuentes de poca monta. Un buen número de malhechores y matones de baja estofa están tan envalentonados por el éxito de sus «hermanos mayores», que piensan que también podrán salirse con la suya. Si ve a un hombre disparando al techo en un saloon, desármelo y enciérrelo en el calabozo hasta que se le pase la borrachera. Aquella cabaña, allá arriba en el otro extremo de la ciudad, es la cárcel. No permita que los mineros se peleen en las calles o en las cantinas; transeúntes inocentes podrían resultar heridos.

—De acuerdo, descuide —Corcoran no veía mal alguno en disparar al aire en las cantinas o pelear en los lugares públicos. En Texas muy pocas veces resultaban heridos los «inocentes transeúntes», porque los hombres, por muy ebrios que estuvieran, siempre metían sus balas directamente en el blanco. No obstante, él estaba dispuesto a seguir las instrucciones de su nuevo jefe.

—Eso en lo que a los alevines respecta. Usted ya sabe qué hacer con los hombres realmente malos. ¡No llevaremos a más asesinos ante un jurado para que sean absueltos gracias a las mentiras de sus amigos o compinches!

III. Trampa para un pistolero

La noche había caído sobre la rugiente locura que era Wahpeton Gulch. La luz brotaba de las puertas abiertas de las cantinas y los prostíbulos, y las ráfagas de ruido que escapaban a la calle herían a los transeúntes como el impacto de un golpe físico.

Corcoran atravesó la calle con el paso suave y fácil de unos músculos en perfecta forma. Parecía mirar al frente, pero sus ojos no se perdían nada de lo que ocurría en torno a él. Al pasar ante cada antro, analizaba los sonidos que escapaban por la puerta abierta y sabía hasta qué punto se trataba de jolgorio y payasadas, reconociendo los elementos de ira y amenaza cuando calentaban algunas de las voces y midiendo con precisión el alcance e intensidad de tales emociones. Un auténtico pistolero no era meramente un hombre cuya mirada era más precisa y sus músculos más rápidos que los de un hombre corriente; era un psicólogo práctico, un estudioso de la naturaleza humana cuya vida dependía de la exactitud de sus conclusiones.

Fue el salón de baile Golden Garter el que le proporcionó su primer trabajo como defensor de la ley y el orden en Wahpeton.

Al pasar frente a la puerta del local un sorprendente fragor estalló en su interior: estridentes gritos femeninos agujereando una muralla de carcajadas masculinas. Al instante cruzaba el umbral y se abría paso a codazos entre la muchedumbre congregada alrededor del centro de la estancia. Los hombres, al sentir clavarse los codos en sus costillas, se enfurecían y volvían la cabeza para maldecir; luego, al reconocer al nuevo alguacil, la giraban de nuevo rápidamente.

Corcoran irrumpió en el espacio circular dibujado por la multitud y vio a dos mujeres peleándose como auténticas furias. Una de ellas, una jovencita alta, rubia y muy hermosa, mantenía boca arriba sobre una mesa de billar a una gritona muchachita mexicana que no paraba por ello de morder y arañar. La multitud jaleaba alegremente a una y a otra: «¡Dale lo suyo, Gloria!». «¡Duro con ella, muchacha!». «¡Muerde fuerte, Conchita!»

La chica morena escuchó este último consejo y lo siguió con tanta pasión, que Gloria apartó de un tirón su sangrante muñeca, al tiempo que gritaba enérgicamente. Presa de la locura histérica que se apodera de una mujer en tales situaciones, agarró esta una bola de billar y la alzó para estrellarla sobre la cabeza de su chillona cautiva.

Corcoran agarró la muñeca alzada y, hábilmente, retiró la esfera de marfil de entre sus dedos. Al instante la joven se volvió hacia él como una tigresa, con sus ojos llameantes y su cabello rubio cayendo en desordenada cascada sobre sus hombros, revuelto por la violencia de la lucha. Ella levantó sus manos buscando el rostro del texano; como quiera que los dedos de la joven maniobraban de manera algo torpe, algún borracho gritó entre carcajadas: «¡Sácale los ojos, Gloria!»

Corcoran no hizo ningún movimiento para defender sus facciones; se diría que ignoraba los blancos dedos crispados próximos a su rostro. Por contra, escrutaba la cara furiosa de ella y la sincera admiración de esa mirada pareció confundir a la muchacha, iracunda como estaba. Al fin la joven dejó caer las manos, pero solo para contraatacar con una tradicional arma femenina: la lengua.

—¡Tú debes ser el nuevo ayudante de Middleton! ¡Ya suponía que nos conoceríamos pronto! ¿Dónde están McNab y el resto? ¿Borrachos en alguna cuneta? ¿Así es como capturas asesinos? Vosotros los justicieros sois todos iguales: ¡mejor intimidar a jovencitas que enfrentarse a criminales!

Corcoran la hizo a un lado y recogió a la histérica muchacha mexicana. Conchita, viendo que estaba más asustada que herida, se escabulló hacia las habitaciones interiores sollozando de rabia y humillación, y apretando sobre ella los jirones de tela de su vestido que el animal ataque de su enemiga había desgarrado despiadadamente.

El texano volvió a mirar a Gloria mientras esta abría y cerraba sus níveos puños. Aún vibraba de ira y furia tras su intervención. Nadie entre la multitud congregada en torno a él pronunció palabra alguna; nadie rio, todos parecían contener la respiración mientras ella lanzaba otra perorata. Sabían que Corcoran era un hombre peligroso, pero desconocían el férreo código con el que había sido educado; ignoraban que Gloria, o cualquier otra mujer, estaba a salvo de sufrir cualquier violencia en sus manos fuera cual fuese su ofensa o delito.

—¿Por qué no llamas a McNab? —se burló ella—. ¡A juzgar por la forma en que los ayudantes de Middleton han estado trabajando, es probable que sean necesarios tres o cuatro para arrastrar una chica indefensa a la cárcel!

—Señorita, ¿quién ha hablado de llevarla la cárcel? —Los ojos de Corcoran se demoraron con gozoso deleite en las rosadas mejillas y en los carnosos labios carmesís, que contrastaban sorprendentemente con la blancura de sus pequeños dientes. Sacudió de nuevo su dorada cabellera con impaciencia, de la misma manera que un animal joven habría agitado al viento su melena.

—Entonces, ¿no me estás arrestando? —se mostró sorprendida, confundida por tan inesperada declaración.

—No, solo quería impedir que matara a esa chica. ¡Si la hubiera abierto la cabeza con esa bola de billar habría tenido que detenerla!

—¡Ella mintió acerca de mí! —sus ojos relampaguearon y su pecho se agitó de nuevo.

—Esa no es excusa para convertirse en un espectáculo público de dudoso gusto —respondió Corcoran sin acalorarse—. Si las señoritas necesitan discutir, deberían hacerlo en privado.

Dicho lo cual, el texano dio media vuelta. Una violenta exhalación de los alientos contenidos escapó de la multitud, y la tensión fue deshaciéndose conforme regresaban a la barra. El incidente quedó en el olvido, como un episodio sin importancia en medio de una existencia repleta de acontecimientos violentos. Joviales voces masculinas se mezclaron con las estridentes risas de las coristas, mientras vasos y jarras entrechocaban a todo lo largo de la concurrida barra.

Gloria vaciló, se arregló como pudo el vestido rasgado sobre el pecho y se precipitó en pos de Corcoran, que ya se dirigía hacia la puerta. Cuando ella le tocó el brazo el ayudante del sheriff se cimbreó casi tan rápidamente como un gato, con una mano disparándose hacia su arma. La muchacha vislumbró un momentáneo destello depredador en sus ojos, algo ominoso e inquietante como la expresión letal que asoma a los ojos de un jaguar amenazado. Al cabo se desvaneció cuando identifico la mano que le había rozado.

—Ella mintió acerca de mí —empezó a decir Gloria, como si se defendiera de una acusación de mala conducta—. Es una pequeña y sucia gata mexicana.

Corcoran la estudió de pies a cabeza, como si no la hubiera escuchado; sus ojos azules abrasaron a la muchacha como si de un fuego físico se tratara.

La muchacha balbuceó confundida. Su admiración franca y manifiesta no dejaba lugar a dudas, pero había también un candor elemental alrededor del texano que ella nunca había experimentado anteriormente.

El ayudante del sheriff interrumpió su tartamudeo en una forma que demostraba que no había prestado ninguna atención a lo que ella estaba diciendo.

—¿Le gustaría tomar una copa conmigo? Allí hay una mesa donde podemos sentarnos.

—No. Debo marcharme a cambiarme de vestido. Solo quería decirte que me alegro mucho de que me impidieras matar a Conchita. Ella es una ramera, pero no quiero que su sangre manche mis manos.

—Está bien.

A Gloria le resultaba imposible mantener una conversación con él, pero tampoco sabía explicar por qué al mismo tiempo deseaba tanto hablar con él…

—McNab me arrestó en una ocasión —dijo ella de pronto sin venir a cuento, dilatando mucho las pupilas como si rememorara una terrible injusticia—. Le di una bofetada por algo que él me dijo. ¡Pretendía meterme en el calabozo por resistirme a un servidor de la ley! Middleton le ordenó que me dejara en paz.

—Ese McNab debe ser un estúpido de cuidado —apostilló Corcoran lentamente.

—Es un hombre malo; posee un carácter repugnante, y además él… ¿Pero qué es lo que…?

El estruendo de disparos acompañados de un vozarrón que gritaba alegremente llegó a sus oídos desde el exterior.

—Algún descerebrado se ha liado a tiros en el saloon de aquí al lado —murmuró la chica, y lanzó una mirada extraña a su acompañante, como si un borracho disparando al aire fuera un hecho inusual en aquel salvaje campamento minero.

—Middleton dijo que eso aquí va contra la ley —gruñó él dándole la espalda a la joven.

—¡Espera! —exclamó bruscamente mientras lo retenía. Pero él ya estaba atravesando la puerta, y Gloria se detuvo cuando una mano detrás de ella se posó suavemente sobre su hombro. Volviendo la cabeza la muchacha empalideció al reconocer el rostro perfectamente cincelado de Ace Brent. Su mano descansaba mansamente sobre el níveo hombro femenino, pero en su tacto había algo de avasallador y escalofriante amenaza. La muchacha se estremeció y permaneció inmóvil como una estatua mientras Corcoran, ajeno al drama que se desarrollaba a sus espaldas, desapareció en la calle.

El alboroto que escucharon provenía del saloon Blackfoot Chief, unos números más abajo y al mismo lado de la calle que el Golden Garter. En un par de zancadas Corcoran alcanzó la puerta del local; pero no se apresuró a entrar. Se detuvo y escudriñó tranquilamente el interior con su fría mirada. En el centro de la cantina se tambaleaba un minero ebrio y desaliñado, gritando y disparando al techo con una pistola, peligrosamente cerca de la gran lámpara de aceite que de allí pendía. La barra estaba llena de hombres, todos barbados y toscamente ataviados, por lo que era imposible determinar cuáles de ellos eran gambusinos honestos y cuáles simples rufianes. Todos los presentes en la sala se encontraban en la barra, con la sola excepción del pistolero borracho.

Corcoran le prestó muy poca atención mientras accedía al interior, aunque se trasladó directamente hacia él y a los tensos espectadores les pareció que el texano no miraba a nadie más. En realidad, por el rabillo del ojo observaba a los hombres apostados en la barra; y conforme atravesaba resueltamente la estancia hacia el centro de la misma, distinguió la actitud de honesta curiosidad de la tensión que precede al asesinato. Tampoco le pasaron inadvertidas las tres manos que se aferraron a las culatas de sus revólveres.

Y cuando Corcoran, aparentemente ignorante de lo que se fraguaba en la barra, se aproximó al hombre que daba tumbos en el centro de la cantina, un arma saltó de su vaina y apuntó hacia la lámpara. Incluso con el movimiento iniciado el texano fue más rápido.

Su giro fue un torbellino cinético demasiado veloz como para poder seguirlo a simple vista, y ni siquiera mientras se volvía dejó su arma de escupir plomo candente.

El rufián que osara apuntar a la lámpara quedó fulminado en el sitio, con la boca de su revólver mirando aún hacia el techo… sin haber sido disparado. Durante aquel breve lapso de tiempo el segundo facineroso quedó boquiabierto, estupefacto, con una pistola temblando entre sus dedos; entonces, cuando despertó y blandió su pistola, un certero proyectil reventó su cerebro. Un tercer Colt habló cuando su propietario disparó indiscriminadamente, hasta que cayó de hinojos abatido por el plomo abrasador, y poco después al suelo, donde aún siguió contorsionándose hasta morir.

Todo ocurrió en un santiamén; una sucesión de acontecimientos tan vertiginosa que ninguno de los testigos podría describir exactamente el drama presenciado. En un instante Corcoran había alcanzado al hombre en el centro de la estancia, dos armas de fuego cercanas rugieron y a continuación tres hombres yacían muertos en el suelo cerca de la barra.

Por un momento la escena pareció congelarse; Corcoran, medio acuclillado y sosteniendo sus armas a la altura de la cadera, se encaró a los hombres que, aturdidos, se apoyaban en la barra.

Jirones de humo azul surgían de las bocas de sus cañones, formando un velo brumoso a través del cual su rostro sombrío parecía implacable e inmisericorde, como el de una imagen tallada en granito. Pero sus ojos brillaban.

Temblando de miedo, agitándose como títeres en una cadena, los hombres en la barra levantaron sus manos alejándolas de la cintura. Durante un instante estremecedor, la muerte se agazapó en el pliegue del dedo de una garrapata. Luego, con un grito ahogado de angustia, el hombre que había fingido disparar bajo los efectos del alcohol se abalanzó a trompicones hacia la salida. Con un felino giro de cintura Corcoran estrelló el tambor de su revólver sobre su cabeza, dejándolo aturdido y sangrando en el suelo.

El texano clavó de nuevo sus ojos azules sobre los hombres de la barra antes de que cualquiera de ellos osara moverse. No había dedicado ni una mirada a los cuerpos tendidos en el suelo desde que cayeran fulminados.

—¡Bien, amigos[6]! —su voz era suave pero estaba impregnada de lujuria asesina—. ¿Por qué no continúan el baile? ¿Es que estos hombres[7] no tenían amigos?

Al parecer, no tenían ninguno. Nadie se movió.

Estimó que la crisis había pasado y que no serían necesarias más muertes por el momento; Corcoran se enderezó, empujando de nuevo sus armas en sus cartucheras.

—Un truco muy sucio —les censuró públicamente el ayudante—. No entiendo cómo alguien puede recurrir a una treta tan apestosa. Un hombre finge estar borracho y comienza a disparar al techo. Un oficial viene a detenerlo y, cuando este vuelve la espalda, alguien dispara a la luz y el borracho se arrastra por el suelo para salir de la línea de fuego. Tres o cuatro hombres plantados a lo largo de la barra abren fuego en la oscuridad hacia donde saben se encuentra el servidor de la ley y, tras dieciocho o veinticuatro disparos, lo dejan listo para empaquetar.

Con una risa áspera se agachó, agarró al «borracho» por el cuello y lo zarandeó hasta despabilarlo. El hombre tembló y miró frenéticamente a su alrededor; la sangre goteaba de la herida abierta en su cuero cabelludo.

—Tendrás que venir conmigo a la cárcel —dijo Corcoran sin emoción—. El sheriff dice que va contra la ley disparar al techo en las cantinas. Debería matarte, pero no es mi costumbre despachar a hombres con sus armas descargadas. De todos modos, supongo que serás más útil para Middleton vivo que muerto.

Y propulsando a empellones su aturdida carga, se dirigió a la calle. La muchedumbre que se había congregado alrededor de la puerta, se dio de repente la vuelta para observar la ágil figura femenina que irrumpía en el círculo de luz, que iluminó el blanco rostro y la dorada cabellera de Gloria.

—¡Oh! —exclamó bruscamente. Su exclamación casi se ahogó en un súbito clamor de voces cuando los hombres en la calle comprendieron lo que había sucedido en el Blackfoot Chief.

Corcoran sintió un tirón en la manga cuando llegó a su lado y la escuchó susurrar entrecortadamente:

—Estaba muy asustada… traté de advertirte. Me alegro de que no hayan podido…

La sombra de una sonrisa se dibujó en sus labios cuando la miró. Entonces se apartó, caminando por la calle hacia la cárcel ora empujando, ora arrastrando a su desconcertado prisionero.

IV. La locura que ciega a los hombres

Corcoran cerró el portón de la celda en las narices del tipo —que parecía totalmente incapaz de asimilar lo que había sucedido— y dio media vuelta en dirección a la oficina del sheriff en el otro extremo de la ciudad. Dio una patada en la puerta de la choza del carcelero a pocos metros de la cárcel, despertando a su ocupante de un sueño que suponía alcohólico, y le informó de que dejaba un prisionero a su cuidado. El carcelero parecía tan sorprendido como lo estaba el detenido.

Nadie había seguido a Corcoran hasta la cárcel y la calle estaba prácticamente desierta, pues la gente abarrotaba el Blackfoot Chief para contemplar morbosamente los cadáveres agujereados y escuchar las contradictorias historias sobre lo que había ocurrido.

El coronel Hopkins llegó corriendo, sin aliento, para estrechar la mano de Corcoran y agitarla con fuerza.

—¡Vive Dios, señor mío, usted sí que tiene sangre en las venas, agallas y velocidad! Me han contado que los holgazanes del bar ni siquiera tuvieron tiempo de ponerse a cubierto antes de que todo acabara. Le confieso que había perdido toda esperanza en los ayudantes de John, pero usted ha demostrado de qué pasta está hecho. Esos tipos eran, sin duda, miembros de la banda de los Buitres. De ese Tom Deal al que ha puesto entre rejas ya sospechábamos desde hacía algún tiempo. ¡Lo interrogaremos, le obligaremos a delatar a sus compinches y a sus líderes! Venga a tomar una copa.

—Gracias, coronel, pero ahora no puede ser. Estoy buscando a Middleton para informarle de este altercado. Su oficina debería estar más cerca de la cárcel. No me fío mucho de su carcelero; cuando regrese de hablar con el sheriff, yo mismo me encargaré de custodiar a ese rufián.

Hopkins siguió deshaciéndose en alabanzas al texano durante un rato, después le dio una palmada en la espalda y salió disparado a participar en alguna de las varias pesquisas informales que se llevaban a cabo; Corcoran se apresuró por la calle vacía. El hecho de que se hubiera armado tanto alboroto por la matanza de tres aspirantes a asesinos, le mostró cuán rara era una exitosa acción de resistencia a los Buitres. Se encogió de hombros al recordar las disputas y guerras entre ranchos en su suroeste natal: hombres cayendo como moscas bajo las balas certeras a campo abierto y en las calles de los pueblos de Texas. Pero todos ellos eran hombres de la frontera, hijos y nietos de pioneros; aquí, en los campamentos mineros, el elemento fronterizo era solo uno entre muchos elementos variopintos; muchos procedían de lugares donde los hombres habían olvidado cómo defenderse al cabo de varias generaciones de Imperio de la Ley.

Se percató de que una luz surgía de la cabaña del sheriff justo antes de llegar a ella, y pensando en la posibilidad de pistoleros emboscados al acecho —puesto que ya debían saber que se dirigía directamente allí desde la cárcel—, dio media vuelta y se acercó a la construcción por una ruta que no lo obligara a atravesar la mancha de luz que brotaba de la ventana. Así fue cómo el carruaje que avanzaba ruidosamente por el camino se adelantó sin advertir al texano, que permanecía oculto a la sombra del acantilado. Se trataba de McNab; Corcoran lo reconoció por su poderosa constitución y por el destartalado vehículo que conducía. Cuando atravesó el umbral y su rostro quedó iluminado, el ayudante del sheriff se sorprendió al verlo retorcido en una mueca de crispación.

Se alzaron voces en el interior de la cabaña; distinguió los bramidos de McNab, roncos de furia, y los tonos más tranquilos de Middleton. Corcoran se apresuró hacia adelante, y mientras se acercaba oyó rugir de nuevo a McNab:

—¡Maldito seas Middleton!, ¡tendrás que dar un montón de explicaciones! ¿Por qué no le advertiste a los muchachos que se trataba de un asesino profesional?

En ese momento Corcoran irrumpió en la cabaña y preguntó tranquilamente:

—¿Cuál es el problema, McNab?

El robusto ayudante se volvió exhalando un felino bufido de rabia; sus ojos, al reconocer al texano, fosforescieron con un brillo de locura asesina.

—¡Maldito!… —una sarta de sucias blasfemias brotó de sus gruesos labios mientras desenfundaba su revólver. Ya se alejaba su bocacha del cuero cuando un Colt apareció en la diestra de Corcoran. El arma de McNab cayó al suelo y este se echó hacia atrás tambaleándose, agarrándose el brazo derecho con la mano siniestra y maldiciendo como un loco.

—¿Qué ocurre contigo, estúpido? —le espetó Corcoran con dureza—. ¡Cierra el pico! Te he hecho un favor al no matarte. Si no hubieras sido ayudante del sheriff te habría agujereado la cabeza. De todos modos, si no cierras tu sucia boca…

—¡Tú has matado a Breckman, a Red Bill y a Curly! —casi deliraba McNab; parecía un oso pardo herido, balanceándose fuera de sí y con la sangre corriéndole por la muñeca y goteando de sus dedos.

—¿Eran esos sus nombres? Bueno, ¿y qué?

—Bill es un borracho, Corcoran —terció Middleton—. Pierde el juicio cuando se empapa de licor, no se lo tenga en cuenta.

El consiguiente rugido de furia de McNab hizo temblar la cabaña. Los vasos sanguíneos de sus ojos se dilataron y se inclinó sobre sus pies como si quisiera sumergirse en la garganta de Middleton.

—¿Borracho? —estalló—. ¡Mientes Middleton, maldito seas!, ¿cuál es tu juego? ¡Enviaste a tus propios hombres a la muerte! ¡Sin advertirles!

—¿Sus propios hombres, dices? —los ojos de Corcoran se convirtieron de pronto en rendijas brillantes. Retrocedió un paso y dio media vuelta de modo que pudiera enfrentarse a ambos hombres; sus manos se convirtieron en garras cerniéndose ávidamente sobre las culatas de sus armas.

—¡Sí, sus hombres! —rugió McNab—. Estúpido vaquero, ¡él es el jefe de los Buitres!

Un electrizante silencio se apoderó de la cabaña. Middleton estaba rígido, sus manos vacías colgaban flácidamente sabiendo que su vida pendía de un hilo no más grueso que un filamento de rocío. Si movía un solo músculo, si cuando hablara su tono sonaba sospechoso a los oídos de Corcoran las armas escupirían su carga letal antes de que un hombre pudiera chasquear los dedos.

—¿Es eso cierto sheriff? —le espetó Corcoran.

—Sí —empezó Middleton con calma, sin ninguna inflexión en su voz que pudiera ser interpretada como una amenaza—. Yo soy el jefe de los Buitres.

Corcoran lo miró perplejo.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó al fin; su tono se oscureció con el instinto letal de su raza.

—¡Eso es todo lo que yo quiero saber! —gritó de nuevo McNab—. Matamos a Grimes por ti, porque estaba empezando a atar cabos. Y le tendimos la misma trampa a este demonio de la frontera. ¡Él lo sabía! ¡Tenía que saberlo! ¡Tú le advertiste… le contaste todo sobre nuestra maniobra!

—Middleton no me contó nada —le cortó Corcoran—. No era necesario que lo hiciera; solo un novato habría caído en una trampa tan tonta. Middleton, antes de que te envíe al infierno quiero saber una cosa: ¿qué beneficio obtenías trayéndome a Wahpeton y haciendo que me asesinaran la primera noche que pasara aquí?

—No te he traído aquí para eso —respondió el sheriff.

—Entonces, ¿para qué demonios lo has contratado? —gritó McNab fuera de sí—. Tú nos dijiste que…

—Os dije que traería un nuevo ayudante, y que se trataba de un pistolero loco —le corrigió Middleton—. Esa era la pura verdad y debería haber bastado como advertencia.

—Sí, pero pensábamos que era solo palabrería para despistar a la gente —protestó sorprendido McNab. Comprendió que estaba empezando a liarse en una tupida red de la que no podía zafarse.

—¿Dije yo acaso que se trataba solo de «palabrería»?

—No, pero creímos que…

—Yo no os di ninguna razón para creer otra cosa. La noche en que Grimes fue asesinado les dije a todos en el Golden Eagle que contrataría a un pistolero de Texas como ayudante. Fui totalmente sincero.

—Pero tú lo querías muerto y…

—¡No es así! No he dicho una sola palabra sobre querer matarlo.

—Pero…

—¿Lo hice? —lo desafió Middleton—. ¿Te he dado yo alguna orden expresa de asesinar a Corcoran, o siquiera de molestarlo de alguna manera?

Los ojos de Corcoran eran acero fundido ardiendo en el alma de McNab. El aturdido gigante frunció el ceño y capituló, comprendiendo vagamente que estaba perjudicándose, pero sin entender cómo ni por qué.

—No, tú no nos dijiste que lo matáramos con esas mismas palabras; pero tampoco nos ordenaste expresamente que lo dejáramos a su aire.

—¿Acaso tengo que ordenaros que dejéis en paz a la gente para evitar que los asesinéis? Hay alrededor de tres mil personas en este campamento sobre las que nunca he dado ninguna orden. ¿Vais a salir a matarlos, diciendo que pensabais que yo quería que lo hicierais porque no dije lo contrario?

—Bueno, yo… —comenzó McNab en tono de disculpa, y luego estalló en estruendosa aunque desconcertada cólera—: ¡Maldita sea, creía que íbamos a deshacernos de todos los ayudantes que, como él, no estuvieran en el ajo! Pensamos que nombrarías a un ayudante honesto para engañar a los notables de Wahpeton, tal y como hiciste con Jim Grimes. Nos pareció que las amenazas que lanzaste ante los gárrulos del Golden Eagle eran solo una pantomima. Supusimos que querrías quitarle de en medio cuanto antes…

—Sacasteis vuestras propias conclusiones y actuasteis sin mi permiso —le espetó Middleton duramente—. Eso es todo lo que cuenta. Naturalmente Corcoran se defendió. De haber sospechado siquiera que tratabais de eliminarlo, os habría ordenado que lo dejarais en paz. Creí que entendíais mis razones. Traje aquí a Corcoran para engañar a la ciudadanía honrada, es cierto. Pero él no es un hombre como Jim Grimes; Corcoran es de los nuestros. Liquidará a los bandidos que están trabajando por cuenta propia sin nuestra autorización, y mataremos dos pájaros de un tiro: deshacernos de la competencia y hacer que los mineros piensen que estamos de su parte.

McNab permanecía inmóvil mirando a Middleton; tres veces abrió la boca y cada vez la cerró sin decir nada. Sabía que se había cometido una gran injusticia con él; que una responsabilidad que no le correspondía legítimamente había sido depositaba sobre sus hombros musculosos. Sin embargo los sutiles derroteros que tomaba el ingenio de Middleton lo sobrepasaban; no sabía cómo defenderse a sí mismo o cómo contraatacar.

—Muy bien —gruñó al fin—. Dejémoslo estar. Pero los muchachos no olvidarán fácilmente cómo Corcoran liquidó a sus camaradas. Hablaré con ellos de todos modos. Tom Deal tiene que estar fuera del calabozo antes del amanecer. Hopkins pretende interrogarlo acerca de las actividades de la banda. Organizaré una falsa fuga de la cárcel para sacarlo. Pero primero tengo que vendarme el brazo —y cabizbajo salió de la cabaña y se sumergió en la oscuridad como un gigante desconcertado, consumido por una furia asesina, pero demasiado atrapado en la red de engaños de su jefe como para saber dónde, cómo o a quién golpear.

Y en el interior de la cabaña Middleton se enfrentó a solas con Corcoran, que permanecía con sus pulgares enganchados en el cinturón y las puntas de sus dedos acariciando las culatas de sus revólveres. Una caprichosa sonrisa se trenzó en los labios finos del sheriff de Wahpeton y el texano le correspondió con una mueca similar; pero su melancólica sonrisa era la de un puma agazapado.

—A mí no podrá enredarme con palabras como hizo con ese buey estúpido —dijo Corcoran—. Me dejó caminar sobre esa trampa; no podía ignorar lo que sus hombres me estaban preparando. Los dejó continuar, cuando una sola palabra suya los habría detenido. Sabía perfectamente que si no decía lo contrario, ellos pensarían que querría verme muerto igual que al pobre Grimes. Les dejó pensar eso, pero apostaba sobre seguro al no dar ninguna orden definitiva, así si algo salía mal cambiaría de chaqueta y culparía a McNab.

Middleton sonrió con expresión de admiración y asintió con frialdad.

—Así es exactamente. No es usted tonto, Corcoran.

El texano soltó un juramento, y aquel atisbo de la apasionada naturaleza que se escondía bajo su inescrutable fachada, fue como vislumbrar momentáneamente a un puma enfurecido con los ojos llameantes, escupiendo y gruñendo.

—¿Por qué? —exclamó—. ¿Para qué planeó todo esto para mí? Si tuviera algún pleito con Glanton aún podría entender que le tendiera una trampa, aunque no habría tenido más suerte con él de la que tiene conmigo. Pero yo no tengo ninguna deuda con usted. ¡Nunca le había visto antes de esta mañana!

—No tengo nada contra usted ni tampoco lo tenía contra Glanton. Pero si el destino no le hubiera puesto en mi camino, habría sido Glanton quien habría caído en una emboscada en el Blackfoot Chief. ¿Es que no lo ve, Corcoran? Era una prueba. Tenía que estar seguro de que era usted el hombre que yo buscaba.

El texano frunció el ceño, ahora absolutamente perplejo.

—¿Qué quiere decir?

—¡Siéntese! —Middleton se sentó en una silla cercana, se desabrochó el cinturón canana y lo arrojó, con el pesado revólver enfundado, sobre una mesa fuera del alcance de su mano. Corcoran se sentó, pero su vigilancia no se relajó y su mirada se pegó en la axila izquierda de Middleton, donde podría esconderse una segunda arma.

—En primer lugar —empezó a decir Middleton, y su voz fluía tranquilamente pero lo suficientemente baja para no ser escuchada fuera de la cabaña—, yo soy el jefe de los Buitres como dijo ese estúpido. Yo los organicé incluso antes de ser nombrado agente de la ley. Liquidar a un ladrón y asesino que estaba trabajando por su cuenta, hizo pensar a los honrados ciudadanos de Wahpeton que yo podría ser un buen sheriff. Cuando me cedieron la oficina, vi que sería una ventaja para mí y mi banda.

»Nuestra organización es hermética. Hay alrededor de cincuenta hombres en las filas de los Buitres. Se encuentran dispersos a lo largo de estas montañas. Algunos se hacen pasar por mineros y otros son jugadores; Ace Brent, por ejemplo. Él es mi mano derecha. Otros Buitres trabajan en las cantinas y algunos están empleados en las tiendas y almacenes. Uno de los conductores habituales de la línea de diligencias también es un Buitre, y lo mismo cabe decir de un oficinista de la empresa y de uno de los mozos que trabaja en los establos de la compañía, atendiendo a los caballos.

»Con espías diseminados por todo el campamento siempre sé quién está tratando de sacar oro y cuándo. Es un juego de niños. No podemos perder.

—No comprendo cómo el campamento lo tolera —gruñó Corcoran.

—Los hombres se vuelven completamente locos después de encontrar oro y son incapaces de pensar en otra cosa. Mientras un hombre no sea molestado, no le importa demasiado lo que le suceda a sus vecinos por malo que sea. Estamos bien organizados; ellos no lo están en absoluto. Sabemos en quién confiar; ellos no. Ciertamente este estado de cosas no puede durar siempre. Tarde o temprano los ciudadanos más inteligentes se constituirán en comité de Vigilantes y limpiarán la quebrada. Pero cuando esto suceda tengo la intención de estar muy lejos… con la ayuda de un hombre en quien pueda confiar.

Corcoran asintió con la cabeza, la comprensión comenzaba a brillar en el fondo de sus ojos.

—Algunos hombres ya están hablando de Vigilantes —prosiguió Middleton—. El coronel Hopkins, por ejemplo. Yo lo animo sutilmente a ello siempre que tengo ocasión.

—¿Y por qué, en nombre de Satanás?

—Para evitar sospechas, y además por otra razón: la acción de los Vigilantes servirá de maravilla a mi propósito final.

—¡Y supongo que su propósito es huir y dejar a los Buitres aguantando el fardo!

—¡Exactamente! ¡Muy bien!

Levantando la vela de su sitio se abrió paso hasta un cuarto trasero, donde pesados postigos protegían una ventana. Cerrando la puerta, se volvió hacia la pared del fondo e hizo a un lado algunas pieles que allí colgaban. Dejando la vela sobre una mesa de tosca factura, manipuló los troncos y una sección se abrió girando hacia fuera, revelando una pesada puerta de madera en la dura pared rocosa sobre la que había sido construida la cabaña. Estaba reforzada con flejes de hierro y ostentaba una pesada cerradura. Middleton extrajo una llave, la introdujo en la cerradura y empujó la puerta hacia adentro. Levantó el cabo de vela e iluminó con ella una pequeña cueva, completamente forrada con sacos de piel y lona apilados hasta el techo. Uno de aquellos sacos se abrió de golpe y una corriente de oro capturó el brillante esplendor de la vela.

—¡Oro! ¡Sacos y más sacos de oro!

Corcoran contuvo la respiración, y sus ojos resplandecieron como los de un lobo a la luz de la vela. Ningún hombre sería capaz de permanecer impasible ante la visión de aquellas bolsas; y hacía tiempo que la locura del oro latía en las venas de Corcoran —más poderosamente de lo que imaginaba el texano—, a pesar de que había seguido su señuelo hasta California para regresar de nuevo a las montañas. La contemplación de aquel reluciente montón, de aquellos sacos abarrotados, hizo que su pulso martilleara sus sienes y su mano se cerró inconscientemente sobre la culata de una pistola.

—¡Debe haber más de un millón ahí!

—Lo suficiente como para que necesitemos un tren de mulas de buen tamaño para transportarlo —respondió tranquilamente Middleton—. Déjame tutearte, Corcoran. ¿Ves ahora por qué necesito un socio para que me ayude la noche que me lo lleve? ¿Y comprendes por qué debe ser alguien como tú? Eres un hombre curtido al aire libre, endurecido a base de marchar por el desierto. Eres un centauro de la frontera, un vaquero, un piloto de caravanas. Esos ganapanes que dirijo son en su mayoría ratas que crecieron en las ciudades fronterizas: jugadores, bandidos, gladiadores de saloon, pistoleros criados en cantinas; mineros malogrados. Tú puedes resistir cosas que matarían al instante a cualquiera de ellos.

»El golpe que planeo requiere un viaje muy difícil. Tendremos que evitar los senderos más transitados y cabalgar a través de las montañas. Los Buitres nos seguirán con toda seguridad y probablemente tendremos que enfrentarnos a ellos. Luego están los indios: los Pies Negros y los Cuervos; podríamos toparnos con alguna de sus partidas de guerra. Sabía que debía contar con un luchador a mi lado; y no uno cualquiera, sino uno criado en la frontera. Por eso hice venir a Glanton. Pero tú eres mejor hombre de lo que él era.

Corcoran frunció el ceño con recelo.

—¿Por qué no me dijiste todo eso al principio?

—Porque quería probarte. Necesitaba verificar que estaba frente al hombre adecuado. Tenía que estar totalmente seguro. Si hubieras sido lo bastante estúpido y lo suficientemente lento como para caer en la trampa que McNab y los otros te habían tendido, no estaría ahora proponiéndote este negocio.

—Estás dando muchas cosas por sentado —le espetó Corcoran—. ¿Cómo sabes que me uniré a ti y te ayudaré a saquear el campamento y luego a traicionar a tu banda? ¿Qué me impide volarte la tapa de los sesos como pago por tu jugarreta?, ¿o irle con el cuento a Hopkins o a McNab?

—¡Medio millón de dólares en oro! —respondió Middleton—. Si haces cualquiera de esas cosas perderás tu oportunidad de compartir conmigo este botín.

Dicho lo cual cerró la puerta, echó la llave, devolvió a su lugar el otro panel y estiró sobre él la cobertura de pieles. Llevando con él el cabo de vela se dirigió de nuevo a la habitación exterior.

El sheriff se sentó a la mesa y sirvió whisky de una jarra en dos vasos.

—¿Y bien?

Corcoran no respondió de inmediato. Su cerebro aún estaba ahito de cegadoras visiones doradas. Su rostro en penumbra se convirtió en una máscara siniestra mientras meditaba, con la mirada fija en su vaso de licor.

Los nativos del Oeste se regían por su propio código ancestral. El límite entre el forajido y el ganadero o el vaquero honestos era a veces más delgado que un cabello; demasiado vago en cualquier caso para deslindarlo siempre con exactitud. Los códigos personales de los texanos eran con frecuencia contradictorios, pero en su esencia rígidos como el hierro. Corcoran no le habría robado una o tres vacas a un montaraz, pero habría recorrido la frontera para sustraerles cientos de cabezas a los rancheros mejicanos. No asaltaría a un hombre para quitarle su dinero ni asesinaría a nadie a sangre fría, pero no sentiría remordimiento alguno después de acribillar a un ladrón para quedarse con el botín de sus fechorías. El oro acumulado en aquella caverna estaba manchado de sangre; era el fruto de muchos crímenes en los que jamás habría consentido participar. Sin embargo, su código ético no le impedía robar a los bandidos que a su vez, habían robado a hombres de bien.

—¿Cuál es mi parte en este juego? —preguntó Corcoran bruscamente.

Middleton sonrió entusiasmado.

—¡Magnífico! Sabía que entenderías mis motivos. ¡Ningún hombre podría mirar ese oro y rehusar una buena porción de él! Los Buitres confían en mí más que en cualquier otro miembro de la banda. Por esa razón oculto el botín aquí. Saben, o mejor dicho creen que saben, que no podría escapar solo con él. Pero ahí es donde tú y yo vamos a engañarlos.

»Tu trabajo será precisamente el que le describí a McNab: defender la ley y el orden en el campamento. Ordenaré a los muchachos que se abstengan de cometer atracos dentro de la ciudad, y eso reforzará tu buena reputación. Los ciudadanos honrados de Wahpeton creerán que tienes a la banda demasiado aterrorizada como para trabajar tan cerca. Harás cumplir normativas como las que prohíben disparar en las cantinas, las peleas callejeras y otras naderías por el estilo. Arrestarás a los desgraciados que aún trabajan por su cuenta. Cuando mates a uno de ellos, lo haremos pasar por un miembro de los Buitres. Has ganado muchos puntos en el pueblo esta noche matando a esos majaderos en el Blackfoot Chief. Vamos a mantener el engaño.

»Debo confesarte —prosiguió Middleton— que me preocupa Ace Brent. Creo que está tratando taimadamente de usurpar mi puesto como jefe de la banda. Ese tahúr es condenadamente inteligente. Pero no quiero que lo liquides; tiene muchos y buenos amigos en la organización. Incluso si no sospecharan que te puse al corriente, aunque solo pareciera una disputa privada, me exigirían tu pellejo. Lo tengo todo pensado: conseguiré que alguien ajeno a la banda lo quite de en medio… llegado el momento.

»Cuando estemos preparados para saltar, haré que los Vigilantes y los Buitres se enfrenten entre sí; cómo, aún no lo sé, pero ya encontraré o forzaré la coyuntura adecuada. Hasta que eso ocurra deberemos marchar a hurtadillas. Y después California o América del Sur, ¡a repartirnos el oro!

—¡Repartirnos el oro! —se hizo eco Corcoran de la expresión triunfal del sheriff; sus ojos se iluminaron con una sonrisa siniestra.

Las callosas manos de ambos hombres se encontraron por encima de la rústica mesa, y la misma sonrisa enigmática se trenzó en sus labios.

V. La bola comienza a rodar

Corcoran marchó con paso airado entre el gentío que se arremolinaba en la calle, y se dirigió directamente hacia la cantina y salón de baile Golden Garter. Un hombre que atravesaba la puerta, dando tumbos con el típico balanceo hilarante del borracho, tropezó con el texano y se agarró a él para no caer al suelo.

Corcoran lo enderezó, sonriendo levemente al rostro barbudo y rubicundo que se enfrentó al suyo.

—¡Rayos y truenos, si es Steve Corcoran! —exclamó el borrachín con entusiasmo—. ¡El alguacil con más agallas del territorio! ¡Es un honor para mí ser recogido por Steve Corcoran! Anda, entra y echa un trago conmigo.

—Gracias amigo, pero creo que tú ya has tomado bastantes —respondió Corcoran.

—¡Muy bien! —concedió el otro—. Ya me disponía a irme a casa… si es que soy capaz de encontrarla. La última vez que pimplé un poco no lo logré, ¡ni en un cuarto de milla a la redonda! Acabé durmiendo en una zanja abierta frente a tu cabaña. Habría entrado para echarme un rato en el suelo, ¡pero temía que me disparases confundiéndome con uno de esos sucios buitres!

Los hombres que pululaban alrededor se echaron a reír. El borrachín era Joe Willoughby, un destacado comerciante de Wahpeton, muy popular por sus costumbres disolutas y sus monumentales merluzas.

—La próxima vez solo tienes que golpear la puerta y decirme quién eres —bromeó Corcoran—. Estás invitado a una manta en la oficina del sheriff, o a un camastro en mi habitación siempre que lo necesites.

—¡Alma gene… generosa! —agradeció ruidosamente Willoughby—. Ahora me voy a casa antes de que el licor me chorree patas abajo. ¡Hasta la vista, viejo amigo!

Se marchó dando bandazos calle abajo en medio de las chanzas de los gambusinos, a las que respondió con la mejor cachaza etílica.

Corcoran se volvió de nuevo hacia el salón de baile y topó con otro hombre, a quien miró hoscamente al percatarse de su mandíbula apretada, rostro macilento y ojos inyectados en sangre. Aquel sujeto, un joven minero bien conocido por Corcoran, se abrió paso entre la multitud y corrió calle arriba como quien persigue un propósito definido. El texano vaciló, dudando si debía seguirle, pero finalmente resolvió no hacerlo y entró en el salón de baile. La longevidad de un pistolero dependía en gran medida de su habilidad para leer y analizar las expresiones pintadas en los rostros de los hombres, e interpretar correctamente la emergencia de su mandíbula y el brillo de sus ojos. Supo que aquel joven minero era arrastrado por alguna corriente de acción que desembocaría inevitablemente en violencia. Pero estaba claro para él que aquel muchacho no era un criminal, y Corcoran jamás interfería en querellas privadas si estas no amenazaban la seguridad pública.

En el interior una muchacha cantaba con voz clara y melodiosa, acompañada del machacón tintineo de una pianola. Cuando Corcoran ocupó una mesa de espaldas a la pared y con una generosa perspectiva de la sala frente a él, concluyó el número en medio de un clamor de silbidos y ruidosos aplausos. Las mejillas de la artista se ruborizaron al verlo allí. Apresurándose graciosamente a través de un pasillo abierto entre las mesas, la joven se sentó frente a él, apoyando pícaramente los codos y sujetándose la barbilla entre sus manos; su mirada amplia y clara se clavó en el rostro bronceado del texano.

—¿A cuántos Buitres has disparado hoy, Steve?

El de Texas no respondió mientras levantaba el vaso de cerveza que le había traído un camarero.

—Debes tenerlos aterrorizados —continuó la muchacha, y algo de juvenil culto al héroe brillaba en sus ojos—. No se ha producido ningún asesinato ni asalto en la ciudad desde hace prácticamente un mes, exactamente desde que tú estás aquí. Aún matan a los hombres y los desvalijan en los campamentos instalados más allá de la quebrada, pero están fuera de la ciudad, ¡y tú no puedes estar en todas partes!

»¡Y esa vez que hiciste el recorrido en diligencia hasta Yankton! No fue culpa tuya que ellos la asaltaran y robaran el oro más allá de Yankton. Tú no ibas en ella entonces. ¡Me hubiera gustado estar allí y haberte visto rechazar a los forajidos que trataron de interceptaros a medio camino de Yankton!

—No hubo ningún encuentro con ellos —dijo impaciente, inquieto ante unos elogios que sabía que no merecía.

—Lo sé, tenían miedo de ti. Tú los disparaste y ellos huyeron despavoridos.

Caliente, caliente… había sido idea de Middleton que Corcoran tomara la diligencia hasta el siguiente pueblo al este y abortara una falsa intentona de asalto. Al texano no le agradaba recordar aquello; fueran cuales fuesen sus defectos, estaba orgulloso de su profesión; un tiroteo de pega era tan repugnante para él como una estafa dineraria para un empresario honesto.

—Todo el mundo sabe —continuó Gloria con vivo entusiasmo— que la compañía de diligencias trató de contratarte, sin que Middleton lo supiera, como escolta regular. Pero tú respondiste que tu negocio consistía en proteger las vidas y haciendas de los comerciantes y mineros de Wahpeton.

Ella meditó un momento y luego rio con cierto tono nostálgico.

—¿Sabes?, cuando me separaste de Conchita aquella noche pensé que no eras más que un matón fanfarrón como McNab. Ya empezaba a creer que Middleton estaba a sueldo de los Buitres y que sus ayudantes estaban corrompidos… Yo sé cosas que muchos ignoran —sus ojos se oscurecieron por un mal recuerdo en el cual, aunque su interlocutor no podía saberlo, se dibujaba el rostro atractivo y siniestro de Ace Brent—; quizá los demás también las sepan. Tal vez sospechen algo pero tienen miedo a decirlo.

»Pero yo estaba equivocada acerca de ti y, puesto que tú eres honesto, entonces Middleton debe serlo también. Supongo que era una tarea demasiado grande para él y sus otros alguaciles. Ninguno de ellos habría podido aniquilar a esos pistoleros del Blackfoot Chief como tú hiciste aquel día. No fue culpa tuya que Tom Deal escapara de la cárcel esa misma noche antes de poder ser interrogado. De haber podido hacerlo, tal vez habrías descubierto quiénes son los Buitres y quién los dirige.

—Me topé con Jack McBride saliendo de aquí —dijo Corcoran cambiando abruptamente de tema—. Parecía a punto de emprenderla a plomazos con alguien. Dime: ¿ha estado bebiendo mucho?

—No demasiado. Yo sé qué le ocurre. Se ha jugado hasta la camisa más abajo, en el King of Diamonds. Ace Brent le ha ganado el dinero conseguido en una semana de trabajo. McBride está casi arruinado y creo que piensa que Brent es un tramposo. Vino aquí, bebió un poco de whisky y soltó un comentario acerca de un enfrentamiento con Brent.

Corcoran se levantó bruscamente.

—Más vale que me deje caer por el King of Diamonds. Algo puede reventar allí. McBride es rápido con el gatillo y muy temperamental. Brent por su parte es letal con las armas. Sus asuntos privados no son cosa mía; pero si quieren pelearse, tendrán que hacerlo donde la gente inocente no pueda resultar herida.

Gloria Bland le siguió con la vista hasta que su alta y estirada figura desapareció por la puerta, y había un brillo en sus ojos que ningún otro hombre había encendido.

Corcoran casi había llegado a la sala de juego King of Diamonds, cuando los ruidos normales de la calle se vieron interrumpidos por las detonaciones de un arma de fuego. Al mismo tiempo salieron los hombres en tropel, gritando y empujando, presas del pánico.

—¡McBride ha sido asesinado! —vociferó un minero peludo.

—¡No, se trata de Brent! —gritó otro. Una multitud surgió y se congregó en el lugar; todos estiraban sus cuellos para curiosear a través las ventanas, aunque evitaban la puerta por temor a las balas perdidas. Al acercarse Corcoran a la puerta oyó gritar a un hombre en respuesta a una pregunta ansiosa:

—McBride acusó a Brent de usar cartas marcadas y se ofreció a probarlo ante los presentes. Brent dijo que lo mataría y sacó su arma para hacerlo. Pero se le encasquilló; pude oír claramente el clic del percusor. Entonces McBride lo perforó antes de que pudiera intentarlo de nuevo.

Los hombres dejaban paso a Corcoran conforme este se abría paso entre la multitud. Alguien gritó:

—¡Cuidado Steve! ¡McBride está en pie de guerra!

Corcoran entró en la sala de juego, desierta a excepción del tahúr que yacía muerto en el suelo con un agujero de bala en el corazón y de su asesino medio agachado, de espaldas a la barra y empuñando un revólver con el cañón humeante.

Los labios de McBride se trenzaban en una mueca salvaje y parecía un lobo acorralado.

—¡Atrás, Corcoran! —advirtió—. No tengo nada contra usted, pero no me dejaré sacrificar como un cordero.

—¿Quién ha dicho nada de matarte? —preguntó Corcoran con impaciencia.

—Oh, sé que usted no lo haría. Pero Brent tiene amigos poderosos. Ellos nunca me perdonarán haberlo matado. Creo que él era un Buitre, y estoy seguro de que sus camaradas caerán sobre mí por esto. Pero si quieren cogerme, tendrán que hacerlo peleando.

—Nadie va a hacerte daño —dijo Corcoran tranquilamente—. Será mejor que me des tu arma y que vengas conmigo. Tendré que arrestarte, pero eso no significa nada y tú deberías saberlo bien. Tan pronto como la corte de los mineros pueda reunirse serás juzgado y absuelto. Es un caso claro de legítima defensa. No creo que la gente honrada de Wahpeton derrame muchas lágrimas por Ace Brent.

—Pero si renuncio a mis armas y voy a la cárcel —objetó McBride vacilando—, temo que los matones me saquen para lincharme.

—Te doy mi palabra de que nadie te hará daño mientras estés bajo arresto —respondió el alguacil.

—Eso es suficiente para mí —dijo McBride rápidamente entregando su pistola al texano.

Corcoran la tomó y la metió en la cinturilla de su pantalón.

—Es una maldita locura requisar el arma de un hombre honrado —gruñó—. Pero ese es el procedimiento según Middleton. Dame tu palabra de que no tratarás de huir hasta que hayas sido debidamente absuelto y no te encerraré bajo llave.

—Prefiero ir a la cárcel —dijo McBride—. No me escaparé. Creo que estaré más seguro en el calabozo con usted vigilando que caminando por ahí con los amigos de Brent acechando para pegarme un tiro por la espalda. Una vez que haya sido absuelto por un tribunal no se atreverán a lincharme, y no les temeré cuando vengan a por mí a campo abierto.

—Está bien. —Corcoran se agachó, recogió el arma del jugador muerto y la sujetó en su cinturón. La multitud arremolinada en torno a la puerta se dividió conforme avanzaba a través conduciendo a su prisionero.

—¡Ahí está esa sucia mofeta! —gritó una voz áspera—. ¡Asesinó vilmente a Ace Brent!

McBride empalideció de ira y miró desafiante a la multitud, pero Corcoran lo instó a avanzar y el minero sonrió cuando se alzaron voces de otro signo: «¡Ahí va un tipo con agallas!»

—¡Brent era un tramposo, un Buitre! —gritó alguien, y durante un instante reinó un tenso silencio. Se trataba de una acusación demasiado siniestra para formularla abiertamente, incluso contra un muerto. Asustado por su propia temeridad, el responsable de semejante denuncia se escabulló, esperando que su voz no hubiera sido identificada.

—He estado jugando demasiado —gruñó McBride mientras caminaba junto a Corcoran—. Temía sacar mi oro de la quebrada y no sabía qué hacer con él. Brent me ganó miles de dólares en polvo, principalmente al póquer.

»Esta misma mañana —continuó el minero— estaba yo hablando con Middleton y me mostró un naipe que, según dijo, se le había caído a un jugador en su cabaña la noche anterior: estaba marcado de una manera que jamás habría imaginado. Lo reconocí como uno de la misma marca que siempre utiliza Brent, aunque Middleton rehusó desvelarme la identidad del tahúr. Pero más tarde me enteré de que Brent estuvo durmiendo la mona en la cabaña de Middleton. El alcohol es un mal compañero para un jugador.

»Acudí al King of Diamonds hace un rato y empecé a jugar al póquer con Brent y un par de gambusinos más. Mientras se embolsaba la primera ronda llamé su atención, blandiendo la carta que me dio Middleton y mostrándole a los muchachos cómo había sido marcada. Fue entonces cuando Brent trató de dispararme, pero se le encasquilló la pistola y lo maté antes de que pudiera intentarlo de nuevo. Él sabía que estaba acorralado. Ni siquiera me dio tiempo a decir dónde había encontrado el naipe.

Corcoran no respondió. Encerró a McBride en el calabozo, sacando a continuación al carcelero del chamizo contiguo y ordenándole que proporcionara al preso alimentos, licores y todo lo que pudiera necesitar; al cabo se apresuró a buscar un lugar tranquilo. Sentado a solas en su litera en el cuarto trasero de la oficina del sheriff, extrajo el cartucho que se había encasquillado en el revólver de Brent. El pistón había sido atacado por el percusor, pero el fulminante no había deflagrado su carga. Observándolo detenidamente, descubrió unas ligeras abrasiones tanto en la bala como en la vaina. Parecían producidas por las fauces de unas tenazas de hierro y un tornillo de banco.

Sujetando el cartucho con un cortaalambres comenzó a extraer la bala. Esta cedió con inusual facilidad, derramándose sobre su mano el contenido de la vaina. No tenía necesidad de prender una cerilla para demostrar que aquello no era pólvora. Supo al primer vistazo qué era aquel polvillo: limaduras de hierro para dar el peso apropiado al cartucho al que se había privado de pólvora.

En ese momento oyó que alguien entraba en la sala exterior, y reconoció el paso firme y resuelto del sheriff Middleton. Corcoran entró en la oficina y Middleton se volvió mientras colgaba su sombrero blanco en un clavo.

—¡McNab me ha contado que McBride ha matado a Ace Brent!

—¡Tú deberías saberlo! —sonrió malignamente Corcoran. Arrojó la bala y la vaina vacía sobre la mesa; de esta última se derramó un montoncito de polvo férrico.

»Brent pasó la noche contigo; lo emborrachaste y le robaste una de sus cartas para enseñársela a McBride. Conocías bien cómo marcaba sus naipes. Tomaste un cartucho de la pistola de Brent y colocaste ese de ahí en su lugar. Uno sería suficiente. Cuando le mostraste a McBride el naipe trucado ya sabías que él y Brent la emprenderían a balazos, y querías estar seguro de que era Brent quien tomaba la iniciativa.

—Así es —confesó fríamente Middleton—. Llevo sin verte desde ayer por la mañana temprano. Iba a informarte del numerito que había preparado tan pronto como te viera. No imaginaba que McBride iría tras Brent tan rápidamente como lo hizo.

»Brent se había vuelto demasiado ambicioso. Últimamente actuaba como si sospechara de nosotros. Sin embargo, tal vez solo estaba celoso de ti. No era ningún secreto que se había encaprichado de esa corista tuya, Gloria Bland, y tampoco que ella le daba calabazas. Le mortificaba verla tonteando contigo.

»Además ansiaba mi puesto como líder de los Buitres. Si existía algún hombre en la banda que pudiera habernos impedido hacernos con el botín, ese era Ace Brent.

»Pero creo que he solucionado la crisis a la perfección. Nadie puede acusarme de haberlo asesinado, puesto que McBride no tiene relación alguna con la organización. No tengo ningún control sobre él. Pero los amigos de Brent querrán venganza.

—Un jurado de mineros absolverá a McBride en la primera votación —objetó Corcoran.

—¡Eso es cierto! Tal vez lo mejor será dejar que sea disparado… mientras trata de evitar cobardemente un juicio justo.

—¿Pero qué clase de diablos somos? —estalló Corcoran—. Le juré que nadie le haría daño mientras permaneciera bajo arresto. Su parte del trato era no escapar. Él desconocía que Brent tenía un cartucho vacío en su arma, como también lo ignoraba el propio Brent. Si los amigos de Ace quieren su pellejo los dejaremos ir tras McBride como deberían hacer los hombres valientes, cuando esté en condiciones de defenderse.

—Pero después de que sea absuelto —argumentó Middleton— no se atreverán a atentar contra él en las calles de Wahpeton, y es demasiado inteligente como para darles alguna oportunidad en las colinas.

—¿Y qué demonios me importa eso? —gruñó Corcoran—. ¿En qué me afecta a mí que los amigos de Brent se venguen o no? En lo que a mí respecta, ese fulano encontró lo que estaba buscando. Si ellos no tienen el coraje de dar una oportunidad a McBride, no seré yo quien les deje asesinarlo sin poner en riesgo sus propios pellejos. Si los pesco merodeando por los alrededores de la cárcel con intenciones raras, no dudaré un segundo en llenarlos de plomo caliente.

»Si hubiera pensado que los mineros estarían tan locos como para condenarle por matar a Brent, no lo habría arrestado. No lo harán; van a absolverlo. Y hasta que lo hagan yo soy el responsable de su seguridad; le he dado mi palabra. Y cualquiera que intente lincharlo mientras esté bajo mi protección, será mejor que esté jodidamente seguro de ser más rápido que yo con la pistola.

—No hay nadie con semejante habilidad en Wahpeton y alrededores —admitió Middleton con una irónica sonrisa—. Está bien, si piensas que tu honor personal está en juego… Pero tendré que encontrar alguna forma de aplacar a los amigos de Brent o de lo contrario me acusarán de indiferencia ante lo sucedido.

VI. El tribunal de los buitres

A la mañana siguiente Corcoran fue despertado por un salvaje griterío en la calle. Había dormido en la cárcel esa noche; aunque ningún conato de violencia se había producido, no se fiaba ni un pelo de los amigos de Brent. Se calzó las botas y salió a la calle, seguido por McBride, en busca del origen de aquel alboroto.

Los hombres se arremolinaban en el exterior, incluso a esa hora tan temprana —pues el sol aún no había salido—, alrededor de un individuo con pinta de gambusino. Aquel hombre montaba a horcajadas sobre un caballo cuya manta se veía oscurecida por el sudor; el jinete tenía una mirada salvaje, la cabeza descubierta y sostenía su sombrero entre las manos, con el que se mantenía alejado del histérico gentío que se aglomeraba para curiosear.

—¡Miradlas! —gritó—. ¡Pepitas tan grandes como huevos de gallina! ¡Las cogí en menos de una hora, con un pico, cavando en la arena húmeda junto al arroyo! ¡Y hay mucho más! ¡Es la veta más rica que atesoraban estas colinas!

—¿Dónde? —rugieron al unísono un centenar de voces.

—Bueno, yo ya he reclamado mi filón, todo lo que necesito —dijo el hombre—, así que no me importa decíroslo. Está a veinte millas de aquí, en un angosto cañón por el que todo el mundo pasa y al que nadie ha dado jamás importancia: ¡Jackrabbit Gorge! ¡El arroyo está lleno de polvo y sus orillas repletas de racimos de pepitas!

Un grito de admiración contestó aquella revelación, y la aglomeración se deshizo al instante conforme los hombres corrían hacia sus tiendas y cabañas.

—¡Un nuevo filón! —suspiró con envidia McBride—. Todo el pueblo se reunirá ahí abajo, en Jackrabbit Gorge. ¡Cómo me gustaría poder ir con ellos!

—Dame tu palabra de que regresarás y te enfrentarás al juicio, y podrás ir —le ofreció al instante Corcoran. McBride sacudió obstinadamente la cabeza.

—No, no hasta que haya sido absuelto legalmente. De todos modos, solo un puñado de hombres conseguirá algo. La mayoría regresará mañana a sus filones en Wahpeton Gulch. ¡Diablos, he estado en muchas avalanchas como esa! Créeme, solo unos pocos se llenarán los bolsillos.

El coronel Hopkins y su socio Dick Bisley pasaron corriendo frente a ellos. Hopkins gritó:

—¡Tendremos que posponer tu juicio hasta que esta avalancha haya terminado, Jack! Íbamos a celebrarlo hoy, pero de aquí a una hora no habrá suficientes hombres en Wahpeton para formar un jurado. Lo siento, pero no podrás participar en la prospección. Si lo deseas, Dick y yo registraremos un filón para ti.

—¡Gracias coronel!

—¡No hay de qué! El campamento está en deuda contigo por librarnos de ese canalla de Brent. Corcoran, si quiere haremos lo mismo por usted.

—No, gracias —Corcoran arrastró las palabras—. La minería es un trabajo demasiado duro. ¡Tengo una mina de oro aquí en Wahpeton que no requiere tanto esfuerzo!

Los hombres rieron aquella ocurrencia, y Bisley le gritó conforme se alejaba a la carrera:

—¡Así es, su salario parece una veta del filón Comstock! ¡Pero se lo gana bien, caramba!

Joe Willoughby se acercó tambaleándose y tirando de un burro de aspecto andrajoso sobre el que colgaban, chocando entre sí, la pala, el pico, una sartén y una olla. Willoughby sostenía una jarra en una mano, y de que esta estaba ya medio vacía daba fe su cómico modo de andar.

—¡Hurra por el nuevo yacimiento! —gritó, blandiendo la jarra hacia Corcoran y McBride—. ¿Qué hacéis ahí, estúpidos? Estaré sacando pepitas tan grandes como este jarro antes de la noche, ¡si el alcohol no me moja las piernas antes de llegar!

—Y si lo hace, caerá por un barranco y se despertará por la mañana con una pepita de cincuenta libras en cada mano —dijo McBride—. Es el más afortunado hijo de perra del campamento, y también el más simpático.

—Freiré tocino y unos huevos —dijo Corcoran—. ¿Quieres venir a comer conmigo, o prefieres que Pete Daley te dé aquí el desayuno?

—Comeré en mi celda —decidió McBride—. Prefiero permanecer en la cárcel hasta ser completamente absuelto. De esa manera nadie podrá acusarme de tratar de violar la ley de ninguna manera.

—Está bien —con un grito al carcelero, Corcoran dio medio vuelta en su camino y dirigió sus pasos hacia el restaurante más pretencioso del campamento, cuyo propietario se enriquecía rápidamente, a pesar de los desorbitados precios que tenía que pagar por verduras y alimentos de todo tipo… costes que, naturalmente, repercutía a sus clientes.

Mientras Corcoran desayunaba, Middleton entró a toda prisa e, inclinándose sobre él con una mano sobre su hombro, le habló al oído en voz baja.

—Se rumorea que ese viejo minero, Joe Brockman, está tratando de escabullirse con su oro cargado sobre una mula, con el pretexto de participar en la avalancha. No sé si es cierto o no, pero es lo que piensan algunos de los muchachos en las colinas, y están planeando interceptarlo y matarlo. Si de verdad tiene la intención de huir, dejará el camino a Jackrabbit Gorge a pocas millas fuera de la ciudad y continuará hasta Yankton tomando el sendero que atraviesa Grizzly Ridge; ya sabes, donde los matorrales son tan espesos. Los chicos caerán sobre él en la cresta o un poco más allá.

»El no tiene suficiente polvo como para que valga la pena malgastar nuestro tiempo —siguió cuchicheando el sheriff—. Si lo descubren tendrán que matarlo y es preciso que cometamos los menos asesinatos posibles. El sentimiento pro Vigilantes es cada vez más fuerte a pesar de la confianza de los ciudadanos en ti y en mí. Sube a tu caballo, cabalga a Grizzly Ridge y procura que el viejo Brockman salga vivo de allí. Si los muchachos no te escuchan (que lo harán), diles que Middleton ordenó que lo dejaran en paz. No se opondrán a ello, incluso sin mi palabra respaldándote. Yo seguiré al viejo y trataré de cazarlo antes de que abandone el camino a Jackrabbit Gorge.

»He dejado a McNab al cuidado de la cárcel como mera formalidad. Sé que McBride no tratará de escapar, pero no podemos arriesgarnos a ser acusados de negligencia.

—Dile a McNab de mi parte que sea muy cuidadoso con sus hierros —advirtió Corcoran—. No quiero disparos mientras el prisionero trata de «escapar», Middleton. No me fío de McNab. Si le pone la mano encima a McBride lo mataré, tan seguro como que estoy aquí sentado.

—No te preocupes: McNab odiaba Brent… Bueno, será mejor que me vaya. Toma el atajo que atraviesa las colinas hasta Grizzly Ridge.

—Por supuesto. —Corcoran se levantó y se apresuró por la calle casi desierta. Lejos, en el extremo opuesto de la quebrada, se elevaba el polvo de la retaguardia del ejército que se dirigía al nuevo yacimiento. Wahpeton casi parecía un pueblo fantasma a la luz de la mañana, un presagio fugaz de su destino final.

Corcoran fue al corral junto a la cabaña del sheriff y ensilló rápidamente un caballo, mirando crípticamente las poderosas mulas de carga cuyo número no paraba de aumentar. Sonrió tristemente al recordar a Middleton explicándole al coronel Hopkins que las mulas de carga serían una excelente inversión. Mientras conducía su montura fuera del cercado, su mirada se posó sobre un hombre tendido bajo los árboles junto al camino, que tallaba distraídamente un tarugo de madera. Día y noche, de un modo u otro, la banda no quitaba ojo de la cabaña que ocultaba su botín de oro. Corcoran dudó si realmente no sospecharían de las intenciones de Middleton. Lo cierto es que querían asegurarse de que ningún extraño curioseaba por los alrededores.

Corcoran entró cabalgando en un barranco que se apartaba de la quebrada y, pasados unos minutos, siguió un estrecho sendero manteniéndose constantemente al borde del mismo, dirigiéndose a través de las montañas hacia el lugar, a unas millas de distancia, donde el camino a Grizzly Ridge cruzaba un largo y empinado espinazo densamente arbolado.

No había dejado muy atrás el barranco cuando el rápido golpeteo de unos cascos atrajo su atención, a tiempo de ver un caballo deslizándose temerariamente por un bajo escarpe entre una lluvia de gravilla. Juró al reconocer al jinete.

—¡Gloria! ¿Qué demonios…?

—¡Steve! —tironeó de las riendas sin aliento hasta colocarse a su lado—. ¡Vuelve! ¡Es una trampa! Escuché a Buck Gorman hablando con Conchita; él está enamorado de ella y era amigo de Brent ¡Es miembro de los Buitres! Conchita le sonsaca todos sus secretos. Su habitación está junto a la mía y ella pensaba que estaba fuera. Oí su conversación. Gorman dijo que habían preparado una trampa para sacarte de la ciudad. Él no dijo cómo. Aseguró que te dirigías a Grizzly Ridge en una misión inútil.

»Mientras estás fuera piensan armar un “tribunal minero” —continuó la muchacha—, depurado de la chusma que ha dejado la ciudad. Nombrarán un “juez” y un “jurado”, sacarán a McBride de la cárcel, lo juzgarán por matar a Ace Brent y… ¡lo ahorcarán!

Un pavoroso juramento se abrió paso entre los labios de Steve Corcoran y, por un instante, el tigre se hizo visible; con sus ojos llameantes y sus colmillos desnudos. Al cabo, su oscuro rostro era de nuevo una máscara impenetrable. Espoleó su caballo.

—Muchas gracias, Gloria. Pondré pies en polvorosa rumbo a la ciudad. Tú da un par de vueltas y entra por otro camino. No quiero que nadie sepa que me lo dijiste.

—¡Ni yo tampoco! —se estremeció la muchacha—. Yo sabía que Ace Brent era un buitre. Una vez que estaba borracho se jactó ante mí de ello. Pero nunca me atreví a contárselo a nadie. Me advirtió de lo que ocurriría conmigo si lo hacía. Me alegro de que esté muerto. Ignoraba que Gorman fuera un Buitre, pero debía haberlo supuesto: ¡era el mejor amigo de Brent! Si alguna vez se enteran de que te advertí…

—No lo harán —le aseguró Corcoran. Era natural que una muchacha temiera a unos rufianes con el corazón tan negro como los Buitres, pero la posibilidad de que corriera realmente peligro nunca pasó por la mente del texano. Venía de una tierra donde ni siquiera el peor de los canallas se atrevería jamás a lastimar a una mujer.

Espoleó su caballo a un imprudente galope conforme deshacía su camino, pero sin llegar al final. Antes de alcanzar la quebrada se internó por el barranco que había seguido anteriormente, y se desvió por otro que lo llevaría a la quebrada por el extremo de la ciudad donde se encontraba la cárcel. Mientras cabalgaba escuchó un impresionante y profundo rugido que reconoció al instante: el aullido de una jauría humana a la caza de alguien de su propia especie.

Un grupo de hombres subían por la calle polvorienta, bramando y maldiciendo. Uno de ellos hacía ondear una soga. Pálidos rostros de camareros, tenderos y bailarinas se asomaban tímidamente a sus puertas y ventanas mientras la desagradable comitiva pasaba rugiendo. Corcoran los conocía, de vista o por su reputación: rufianes, holgazanes de cantina, camorristas… muchos, como ya sabía, eran Buitres; el resto era gentuza predispuesta a cualquier tipo de diablura que no requiriese ni coraje ni inteligencia… la típica purria que medra en las cloacas de los campamentos mineros.

Desmontando, Corcoran se deslizó entre los árboles que crecían detrás de la cárcel y escuchó a McNab desafiando a la multitud.

—¿Qué es lo que buscáis aquí?

—¡Pretendemos juzgar a tu prisionero! —gritó el líder de la turba—. Seguimos un procedimiento totalmente legal. Hemos nombrado un juez y reunido un jurado, ¡y exigimos que nos entregues al preso para que sea juzgado por un tribunal minero, según prescribe la ley!

—¿Cómo sé que representáis al campamento? —les paró McNab.

—¡Porque somos el único cuerpo de hombres en el campamento en estos momentos! —gritó alguien, coreado al punto por un estallido de risa.

—Venimos investidos de la apropiada autoridad… —empezó a decir el cabecilla, callando de repente—: ¡Agarradlo muchachos!

Se oyó el ruido de una refriega, McNab juró vigorosamente y la voz del líder se alzó triunfante:

—¡Soltadlo chicos, pero no le deis su arma! ¡McNab, deberías saber que nadie debe oponerse a un procedimiento legal, y menos un defensor de la ley y el orden!

Se escuchó otra carcajada sardónica y McNab gruñó:

—Está bien; adelante con el juicio. Pero lo hacéis sin mi conformidad. No creo que esto sea una asamblea representativa.

—Sí que lo es —afirmó el cabecilla, y su voz pareció espesarse debido a su avidez de sangre—. Ahora, Daley, toma esa llave y saca al prisionero.

La turba avanzó hacia la puerta de la cárcel y en ese instante Corcoran dobló la esquina de la cabaña y dio un brincó hasta el porche bajo, destacándose allí. Se escuchó el siseo de los alientos entrecortados. Los hombres se detuvieron al punto, hincando sus talones contra el que empujaba detrás. La línea retrocedió vacilante, dejando a dos figuras aisladas: McNab, ceñudo y desarmado, y un gigante velludo que ceñía su enorme vientre con un ancho cinturón erizado con culatas de revólver y empuñaduras de cuchillos. Llevaba una soga en la mano y un pozo negro se abrió en su rostro barbudo al contemplar la inesperada aparición.

Durante un aterrador instante Corcoran no habló. No vio el pálido rostro de McBride asomándose a los barrotes de la puerta. Se colocó frente a la turba con la cabeza ligeramente inclinada: una figura sombría, inmóvil y siniestramente amenazadora.

—Bueno —dijo por fin en voz baja—, ¿a quién vais a sacar a bailar?

El cabecilla se envalentonó momentáneamente.

—¡Hemos venido a juzgar a un criminal!

Corcoran alzó la cabeza y el hombre retrocedió involuntariamente ante el brillo letal de sus ojos.

—¿Quién es vuestro juez? —preguntó el texano sin alterarse.

—Hemos nombrado a Jake Bissett; allí está —respondió un hombre señalando al molesto gigante en el porche.

—Así que vais a celebrar un «juicio minero» —murmuró Corcoran—. Con un juez y un jurado elegido entre los clientes habituales de cantinas y burdeles: ¡purria y escoria del arroyo! —Al oír aquello una repentina furia incontrolable ardió en sus ojos. Bissett, percibiendo sus intenciones, bramó como un buey asustado y asió frenéticamente un arma de fuego. Sus dedos apenas habían acariciado la culata ajedrezada, cuando el humo y las llamas rugieron desde la cadera derecha de Corcoran. Bissett fue lanzado fuera del porche como golpeado por urja maza; la cuerda que portaba se enredó en sus extremidades al caer y mordió el polvo que poco a poco se volvió carmesí, mientras sus dedos peludos se contraían espasmódicamente.

Corcoran se enfrentó a la turba, lívida la piel de bronce tostada por el sol. Sus ojos eran brasas de fuego azul del infierno. Sostenía un revolver en cada mano y de la boca del derecho una voluta de humo azul se elevaba perezosamente hacia el cielo.

—¡Este tribunal levanta la sesión! —rugió el texano—. ¡Recuso al juez y disuelvo el jurado! ¡Tenéis treinta segundos para abandonar la sala!

Era un hombre frente a casi un centenar, pero también un lobo gris frente a una manada de chacales aulladores. Todos sabían que si caían en jauría sobre él acabarían derribándolo, pero nadie ignoraba el precio horrible que pagarían antes, y cada uno de ellos temía estar entre los pagadores de semejante tributo.

Dudaron, recularon vacilantes… cedieron de pronto y se dispersaron en todas direcciones. Algunos retrocedieron, otros le dieron la espalda descaradamente y huyeron despavoridos. Con un gruñido, Corcoran devolvió las armas a sus fundas y se volvió hacia la puerta donde aguardaba McBride, aferrado a los barrotes.

—Ya me veía bailando con el cáñamo al cuello, Corcoran —jadeó. El texano abrió la puerta y empujó una pistola en la mano de McBride.

—Hay un caballo atado detrás del edificio —dijo Corcoran—. Móntalo y desaparece sin perder un segundo. Asumiré toda la responsabilidad. Si permaneces aquí incendiarán la cárcel o te dispararán a través del ventanuco. Debes salir de la ciudad mientras aún están dispersos. Se lo explicaré a Middleton y a Hopkins. En un mes más o menos, si así lo deseas, regresa y sométete a juicio como una mera formalidad. Por entonces las cosas olerán mucho mejor en Wahpeton.

McBride no necesitaba que lo urgieran. El macabro destino del que acababa de escapar había crispado sus nervios. Estrechando con fuerza la mano de Corcoran, avanzó a trompicones hasta el caballo que el texano había dejado entre los árboles. Momentos después era solo una polvareda que abandonaba la quebrada.

McNab se aproximó a él, gruñendo y con cara de pocos amigos.

—No tienes autoridad para dejarlo ir. Traté de contener a la chusma…

Corcoran se giró y se enfrentó a él sin molestarse en disimular su odio.

—¡Pues lo hiciste de pena! Ahórrate la palabrería conmigo, McNab. Tú estabas tan al tanto de esto como Middleton. No hiciste más que fanfarronear, de forma que después pudieras contar al coronel Hopkins y a los demás que habías intentado detener el linchamiento… sin éxito, claro. ¡Vi el paripé que armaste cuando te agarraron! ¡Pero qué demonios! Eres un pésimo actor.

—¡No consentiré que me hables de esa manera! —rugió McNab.

Una vieja prestancia felina fluctuó en sus ojos azules. Corcoran no pareció moverse en el sentido estricto del término, y sin embargo, sus músculos se tensaron imperceptiblemente como los de un puma listo para su salto letal.

—Si no te gusta mi estilo, McNab —dijo en voz queda y áspera—, te invito a que abras el baile cuando estés preparado.

Por un instante sus miradas se cruzaron. McNab fruncía el ceño; los finos labios de Corcoran casi sonreían, pero el fuego azul ardía intensamente en sus ojos. Entonces, con un gruñido, McNab se volvió y se alejó con la cabeza gacha; su testa hirsuta se balanceaba de un lado a otro como la de un toro arisco.

VII. Un buitre con las alas chamuscadas

Middleton tiró súbitamente de las riendas de su caballo cuando Corcoran surgió de entre los arbustos. Una simple mirada le mostró al sheriff que el estado de ánimo de su ayudante estaba lejos de ser plácido. Se encontraban en medio de un bosquecillo de alisos, tal vez a una milla de la quebrada.

—¿Cómo…? ¡Hola, Corcoran! —rectificó Middleton tratando de disimular su sorpresa—. Me encontré con el viejo Brockman. Te vas a reír… no era más que un burdo rumor; no llevaba ni un gramo de oro. Eso…

—¡Corta ya, Middleton! —le interrumpió Corcoran—. Sé por qué me enviaste a esa búsqueda inútil… la misma razón que te sacó a ti de la ciudad: dar a los amigos de Brent una oportunidad para vengarse de McBride. Si no hubiera cambiado de idea y regresado a Wahpeton a galope tendido, McBride estaría ahora rindiendo su alma al final de una soga.

—Tú… ¿volviste?

—¡Así es! Y ahora Jake Bissett arde en el infierno en lugar de Jack McBride, que estará ahora dando de espuelas al caballo que le presté. Ya te advertí que le di mi palabra de que no sería linchado.

—¿Tú mataste a Bissett?

—¡Lo que oyes, está tieso como un arenque!

—Era un miembro de mi organización —murmuró Middleton, aunque no parecía disgustado—. Brent, Bissett… cuantos más Buitres mueran, más fácil nos resultará escapar cuando llegue el momento. Esa fue la razón por la que liquidé a Brent. Pero deberías haberlos dejado colgar a ese pobre diablo. Por supuesto, yo organicé este pequeño jaleo; debía hacer algo para satisfacer a los amigos de Brent, de lo contrario podrían haber llegado a sospechar algo.

»Si hubieran sospechado pasividad por mi parte, o llegaran a pensar que no me entusiasmaba castigar al hombre que lo mató, habría tenido muchos problemas. No puedo permitirme el lujo de provocar un cisma en la banda. Incluso ahora, después de lo ocurrido, no podré protegerte de los amigos de Brent.

—¿Alguna vez te he pedido protección a ti o cualquier otro hombre? —el rígido y quisquilloso orgullo del pistolero vibraba en su voz.

—Breckman, Red Bill, Curly, y ahora Bissett. Has matado a demasiados Buitres. Pude convencerles de que el asesinato de los tres primeros fue un error y, por fortuna, Bissett no era muy popular entre los demás miembros. Pero no te perdonarán que les impidieras colgar al minero que mató a Ace Brent. Naturalmente no te atacarán abiertamente; pero tendrás que vigilar cada paso que des. Tratarán de liquidarte en cuanto tengan ocasión y no me veo capaz de detenerlos…

—Si yo les hubiera contado cómo murió Ace Brent, tú estarías en el mismo barco —repuso Corcoran con una sonrisa mordaz—. No lo haré, por supuesto. Nuestra escapada final depende de la confianza que depositen en ti…, así como del respeto que nos tributen los ciudadanos honrados. Esta última muerte debería valerme, y también a ti, la más alta consideración de Hopkins y sus partidarios.

—Aún siguen hablando de organizar una fuerza de Vigilantes. Yo les animo solapadamente y creo que optarán por ello de todos modos. Los asesinatos en los campamentos periféricos están empujando a los hombres a un frenesí de miedo y rabia, a pesar de que esos mismos delitos han cesado en Wahpeton. Es preferible caer en línea con lo inevitable y desviar la corriente al molino propio, que tratar de contenerla. Si puedes evitar que los amigos de Brent te maten durante un par de semanas más, estaremos listos para largarnos. Mucho ojo con Buck Gorman; es el pistolero más temible de la banda. Era amigo íntimo de Brent y tiene sus propios amigos… todos hombres muy peligrosos. ¡No mates a nadie a menos que sea estrictamente necesario!

—Me cuidaré lo mejor que pueda —respondió sombríamente Corcoran—. Busqué el rostro de Gorman entre los linchadores, pero no lo vi allí; es demasiado listo. Pero creo que era el cerebro que movía a la multitud. Bissett no era más que un buey estúpido; Gorman lo planeó o, mejor dicho, diría que te ayudó a planearlo.

—Me pregunto cómo supiste lo que ocurría —murmuró Middleton cambiando de tema—. No habrías vuelto a menos que alguien te lo dijera. ¿Quién fue?

—Nadie de tu incumbencia —gruñó Corcoran. No es que temiera que Gloria Bland pudiera sufrir daño alguno a manos de Middleton, incluso si el sheriff descubría su parte en el asunto, pero no soportaba que lo interrogaran y no se sentía obligado a responder a las preguntas de nadie.

—El descubrimiento de ese nuevo yacimiento de oro fue providencial para ti y Gorman —continuó diciendo—. ¿También lo planeaste tú?

Middleton asintió con la cabeza.

—Naturalmente. Se trataba de uno de mis hombres haciéndose pasar por gambusino. Llevaba un sombrero lleno de pepitas de oro de nuestro botín. Interpretó su papel en la comedia y se unió a los Buitres que se esconden arriba en las colinas. La avalancha de mineros regresará mañana; volverán cansados, enojados y disgustados, y cuando se enteren de lo ocurrido verán en ello la garra de los Buitres… o al menos algunos de ellos lo harán. Pero nadie podrá conectarme con ello de ninguna manera.

»Bien, ahora cabalguemos de regreso a la ciudad. Los últimos acontecimientos contribuirán a despejar nuestro camino a pesar de tu estúpida intromisión en los asuntos de la banda. Pero te lo advierto, deja a Gorman en paz; no puedes permitirte el lujo de crearte más enemigos entre los Buitres.

Buck Gorman se acodaba en la encerada barra del Golden Eagle, donde expresaba su opinión sobre Steve Corcoran en términos muy explícitos. La multitud lo escuchaba con simpatía ya que, antes que hombres, eran rufianes y escoria de campamento minero.

—¡Ese perro se hace pasar por defensor de la ley! —rugió Gorman, cuyos ojos inyectados en sangre y su cabello húmedo y enmarañado daban fe de la cantidad de licor que portaba—. Pero asesina a un juez legalmente designado, disuelve un tribunal minero y ahuyenta al jurado… ¡sí, y libera al prisionero, un hombre acusado de asesinato!

Era el día siguiente al descubrimiento del timo del nuevo yacimiento y los mineros, desilusionados, ahogaban sus penas en alcohol distribuidos en las numerosas cantinas de Wahpeton… pero muy pocos mineros honestos se reunían en el Golden Eagle.

—El coronel Hopkins y otros eminentes ciudadanos han abierto una investigación —empezó a decir alguien—. Aseguran que hay evidencias que muestran que Corcoran actuó justificadamente al tratar al tribunal como a una turba; exculpan al alguacil por el asesinato de Bissett y, yendo aún más allá, absuelven a McBride de la muerte de Brent, a pesar de que ninguno de ellos estaba allí.

Gorman gruñó como un gato y alcanzó su vaso de whisky. Su mano no temblaba ni aparecía rígida; sus movimientos eran más felinos que nunca. El licor había inflamado su mente marcando al rojo su cerebro con una certeza que rayaba con la demencia, pero que no afectaba ni a sus nervios ni a porción alguna de su sistema muscular. Estaba más borracho de ira homicida que de alcohol.

—¡Yo era el mejor amigo de Brent! —rugió—. Yo apreciaba a Bissett.

—Dicen que Bissett era un Buitre —susurró una voz—. Gorman alzó su rostro curtido y recorrió la estancia con la mirada como un león en busca de su presa.

—¿Quién dice que era un Buitre? ¿Por qué no se atreven a calumniar a un hombre vivo? ¡Siempre es a un muerto al que acusan! Bueno, ¿y qué si lo era? ¡Era mi amigo! ¡Tal vez eso me convierta también en Buitre!

Nadie rio o habló mientras su mirada flamígera recorría la estancia; pero cada hombre, al sentir por turno sobre sí sus ojos ardientes, notó el frío aliento de la Muerte soplando sobre él.

—¡Bissett un Buitre! —repitió, con suficiente alcohol y furia asesina en la sangre como para cometer cualquier atrocidad. Hizo caso omiso a los ojos clavados en él, algunos con temor, otros con vivo interés—. ¿Quién sabe quiénes son los Buitres? ¿Quién sabe quién o qué es realmente cada cual? ¿Quién sabe realmente algo acerca de ese Corcoran, por ejemplo? Me atrevería a decir que…

En ese momento, el ruido de pasos en el umbral atrajo su atención sobre Corcoran, cuya silueta se recortaba contra la claridad enmarcada por la puerta. Gorman quedó como congelado; gruñendo, mordiéndose los labios: una encarnación del odio y la amenaza peinando leonina melena.

—Un pajarito me ha dicho que andabas por aquí hablando de mí, Gorman —dijo tranquilamente el texano. Su rostro parecía tan sombrío y carente de emoción como el de una imagen de piedra; sus ojos empero, ardían con hambre atrasada.

Gorman gruñó sin articular palabra.

—Te busqué entre la turbamulta —prosiguió Corcoran con tono apagado, suave y sin énfasis como los golpes de una pluma. Se diría que su voz era algo ajeno a él, que movía sus labios automáticamente mientras el resto de su tenso ser se concentraba en el hombre que tenía enfrente.

—No estabas allí. Enviaste a tus coyotes pero tú no tenías agallas para comparecer y…

Ver la mano de Gorman disparándose hacia su arma, fue como presenciar el borroso ataque de una cabeza de serpiente; y aun así, difícilmente un ojo humano habría sido capaz de captar el subsiguiente mordisco de Corcoran. Su revólver escupió antes de que nadie supiera que había desenfundado. Como un eco llegó el estruendo de los disparos de Gorman. Pero las balas se hundieron en el suelo astillándolo, disparadas por una mano que ya se convulsionaba tocada por la muerte. Gorman se desplomó y quedó inmóvil, la oscilante lámpara arrancaba destellos a sus espuelas vueltas hacia arriba y al acero azul de la pistola humeante junto a su mano.

VIII. La llegada de los vigilantes

El coronel Hopkins miraba distraídamente el licor en el fondo de su vaso; se revolvió inquieto y dijo bruscamente:

—Middleton, será mejor que vaya al grano. Mis amigos y yo hemos organizado una brigada de Vigilantes, tal y como deberíamos haber hecho hace meses. Ahora, aguarde un minuto. No tome esto como una crítica a sus métodos. Ha hecho maravillas durante el último mes, desde que trajo aquí a Steve Corcoran; ni un solo atraco en la ciudad, ninguna muerte o, mejor dicho, ningún asesinato, y solo un par de tiroteos «legales entre los ciudadanos honestos». Hay que añadir a eso la retirada del campamento de basura como Jake Bissett y Buck Gorman. Ambos eran, sin duda, miembros de los Buitres. Sin embargo, ojalá Corcoran hubiera escogido otra ocasión para matar a Gorman. Ese rufián estaba borracho y a punto de hacer algunas imprudentes revelaciones sobre la banda. Al menos eso es lo que piensa un buen amigo mío que se encontraba aquella noche en el Golden Eagle. De todos modos nada podría haberlo ayudado.

»No —siguió hablando el coronel—, no le estamos criticando en absoluto; pero, obviamente, usted no puede impedir los asesinatos y robos que se están llevando a cabo continuamente arriba y abajo de la quebrada. Como tampoco puede detener a los forajidos que asaltan regularmente las diligencias.

»Así que ahí es donde entramos nosotros. Hemos tamizado concienzudamente el campamento durante meses hasta reunir cincuenta hombres en los que podemos confiar plenamente. Ha llevado tanto tiempo porque debíamos estar seguros de nuestros reclutas. No queríamos alistar a un hombre que pudiera estar a sueldo de los Buitres. Pero por fin sabemos a qué atenernos. No podemos estar seguros de quién es un Buitre, pero sí de quién no lo es en lo que a nuestra organización respecta.

»Podemos trabajar juntos, John. No tenemos ninguna intención de interferir en su jurisdicción, ni tratamos de menoscabar su autoridad. Solo exigimos total libertad fuera del campamento; dentro de los límites de Wahpeton estamos dispuestos a obrar de acuerdo con sus órdenes, o al menos de acuerdo a su consejo. Naturalmente, trabajaremos en absoluto secreto hasta que tengamos pruebas suficientes para golpear.

—Tenga en cuenta, coronel —le recordó Middleton—, que desde hace tiempo vengo admitiendo la imposibilidad de acabar con los Buitres con los limitados medios a mi alcance. Nunca me he Opuesto a una brigada de Vigilantes. Todo lo que demandaba era que, una vez formada, estuviera compuesta por hombres de bien, y libre de cualquier elemento que pudiera tratar de desviar su propósito hacia cauces equivocados.

—Eso es cierto. No esperaba ninguna oposición por su parte, y puedo asegurarle que siempre trabajaremos mano a mano con usted y sus alguaciles —vaciló, como si rumiara algo desagradable, y luego dijo—: John, ¿está seguro de la integridad de todos sus ayudantes?

Middleton irguió la cabeza y lanzó una mirada de sorpresa al coronel, como si este se le hubiera adelantado poniendo en palabras un pensamiento que ya había empezado a formarse en su mente.

—¿Por qué me lo pregunta? —le cortó.

—Bueno… —Hopkins parecía avergonzado— no sé, tal vez tenga prejuicios pero… maldita sea, para decirlo sin rodeos, ¡me he cuestionado muchas veces la rectitud de Bill McNab!

Middleton llenó de nuevo los vasos antes de responder.

—Coronel, yo nunca acuso a un hombre sin evidencias sólidas. No siempre estoy satisfecho con las acciones de McNab, pero quizá se trate simplemente de su naturaleza. Es una bestia arisca pero es indudable que tiene sus virtudes. Se lo diré con franqueza: la razón de que no lo haya despedido aún es que no estoy seguro de él. Probablemente le parecerá un razonamiento ambiguo.

—No, en absoluto. Aprecio su postura. Entiendo que sospecha de un doble juego y que lo tiene en sus filas para poder vigilarlo más eficazmente. Su idea no me parece descabellada, John. Sinceramente, y esto probablemente le sorprenderá, hasta hace un mes algunos de los notables de Wahpeton murmuraban cosas extrañas acerca de usted; sospechas ridículas, naturalmente. Pero la incorporación de Corcoran a su equipo nos demostró que estaba del lado de la gente honrada. ¡De haber estado usted a sueldo de los Buitres nunca lo habría traído aquí!

Middleton se detuvo con su vaso en los labios.

—¡Dios mío! —musitó—. ¿Me creyeron capaz de tal cosa?

—Solo era una idea absurda que unos pocos abrigaron —le aseguró Hopkins—. Por supuesto nunca di crédito a esas habladurías. Los hombres que lo pensaron están avergonzados ahora. La muerte de Bissett, de Gorman, de aquellos rufianes en el Blackfoot Chief, demuestran que Corcoran es de los nuestros. Y, naturalmente, que se limita a cumplir escrupulosamente sus órdenes. Todos ellos eran Buitres, por descontado. Es una lástima que Tom Deal escapara antes de que pudiéramos interrogarle —dicho esto, Hopkins se levantó para irse.

—McNab custodiaba a Deal… —dijo Middleton, y su tono insinuaba más de lo que sus palabras dijeron.

Hopkins le lanzó una mirada de sorpresa.

—¡Por Dios que lo hacía! Pero es un hecho que resultó herido; vi el agujero de bala en su brazo, donde Deal lo disparó cuando trataba de escapar.

—Eso es cierto —Middleton se incorporó y cogió su sombrero—. Le acompañaré en su paseo. Necesito encontrarme con Corcoran para contarle lo que acaba de decirme.

—Ya ha pasado una semana desde que mató a Gorman —reflexionó Hopkins—. Temí que los amigos Buitres de Gorman pudieran atentar contra él en cualquier momento.

—¡Yo también! —respondió Middleton con una severidad que extrañó a su interlocutor.

IX. Los buitres atacan

En el fondo de la quebrada las lámparas ardían; las ventanas de las cabañas eran cuadrados amarillos en la noche y, más allá de ellas, un cielo aterciopelado reflejaba el rojizo corazón del campamento. La brisa intermitente llevaba débiles trazas de música y otros ecos de humano regocijo de un lado a otro. Sobre la quebrada, empero —allí donde un grupo de árboles crecía junto a una cabaña sin luz—, la oscuridad de la noche sin luna era una máscara que la débil luz de las estrellas no alcanzaba a penetrar.

Furtivas siluetas avanzaban entre las densas sombras de los árboles, voces imperceptibles susurraban; sus tonos amortiguados se mezclaban con el rumor del viento soplando entre las hojas:

—No estamos lo suficientemente cerca. Debemos situarnos junto a su cabaña y golpearlo cuando entre.

Una segunda voz se unió a la primera, murmurando como una vibración incorpórea en un cónclave de fantasmas.

—Lo hemos planeado todo cuidadosamente. Te digo que esta es la única manera: atraparlo con la guardia baja. ¿Estás seguro de que Middleton está jugando a las cartas en el King of Diamonds?

Otra voz respondió:

—Probablemente estará allí hasta el amanecer.

—Se enfadará terriblemente —susurró el primer orador.

—¡Que lo haga! No está en disposición de hacer nada al respecto. ¡Escucha, alguien sube por el camino!

Se ocultaron entre los arbustos fusionándose con las sombras más espesas. Estaban tan lejos de la cabaña y la oscuridad era tan cerrada, que la figura que se aproximaba no era más que un tenue borrón en la penumbra.

—¡Es él! —murmuró una voz con fiereza, mientras la mancha se confundía con la sombra más abultada que era la cabaña.

La hoja de la puerta barriendo el umbral rompió el silencio. Un resplandor amarillo se hizo de pronto en el interior, surgiendo de la entrada y delineando un alto y pequeño ventanuco en la pared. El hombre que se había introducido en la cabaña no volvió a trasponer el umbral iluminado, y la ventana estaba demasiado alta como para poder mirar a su través.

La luz se apagó después de unos minutos.

—¡Vamos! —los tres hombres se levantaron y avanzaron sigilosamente hacia la cabaña. Sus pies no provocaban ruido alguno, pues se habían despojado de sus botas. Los guardapolvos también habían sido descartados, así como cualquier complemento que pudiera pivotar libremente y susurrar o lanzar algún destello. Con las armas amartilladas en la mano, no habrían sido tan cuidadosos de haber estado acercándose a la guarida de un león. El corazón de los tres cazadores latía salvajemente, pues la presa que acechaban era mucho más peligrosa que cualquier león.

Cuando por fin alguien habló, lo hizo tan quedamente que sus compañeros, aun con sus oídos a escasas pulgadas de su rostro barbado, apenas lo oyeron.

—Ocuparemos nuestros puestos según lo planeado. Joel, tú irás a la puerta y lo llamarás como dijimos. Corcoran sabe que Middleton confía en ti. Ignora que estás ayudando a los amigos de Gorman. Reconocerá tu voz y no sospechará nada malo. Cuando alcance la puerta y la abra, retrocede hasta las sombras y échate al suelo. Nosotros haremos el resto desde nuestras posiciones.

Su voz temblaba ligeramente mientras hablaba y el otro hombre se estremeció; su rostro era un óvalo pálido en la oscuridad.

—Lo haré, pero apuesto a que acaba con algunos de nosotros. Estoy seguro de que me matará de todos modos… Debía estar muy borracho cuando me comprometí a ayudaros.

—¡Ahora ya no puedes echarte atrás! —siseó el otro. Avanzaron con sus armas en la mano y el corazón en la boca. De súbito, el que marchaba en cabeza agarró los brazos de sus dos compañeros.

—¡Un momento! ¡Mirad, se ha dejado la puerta abierta!

El bostezante hueco abierto era una mancha más negra aún que la pared circundante.

—¡Sabe que vamos tras él! —había una pizca de histeria en el balbuceante susurro—. ¡Es una trampa!

—¡No seas estúpido! ¿Cómo podría saberlo? Está dormido, le oigo roncar. No vamos a despertarlo; entraremos en la cabaña y le dejaremos que siga en el país de los sueños. Con la claridad procedente de la ventana tendremos suficiente para localizar su litera y llenarlo de plomo antes de que pueda reaccionar. Se despertará en el infierno. ¡Vamos, y por amor de Dios, no hagáis ningún ruido!

El último consejo era innecesario. Cada intruso, al posar su pie desnudo en el suelo, sintió lo mismo que si lo introdujera en el nido de una serpiente de cascabel.

Conforme se deslizaban, uno tras otro a través del umbral, hacían menos ruido que el viento soplando a través de las negras ramas. Se agacharon junto a la puerta, forzando la vista a través de la estancia de la que surgía el rítmico ronquido. Suficiente luz se tamizaba a través de la pequeña ventana para mostrarles el vago contorno de un camastro, sobre el que descansaba una forma humana.

Uno de los hombres contuvo el aliento tras un corto e intermitente resuello. A continuación, la cabaña se vio sacudida por una estruendosa ráfaga; eran tres armas de fuego rugiendo al unísono. El plomo castigó la litera como una tormenta devastadora, penetrando en la carne y los huesos y clavándose en la madera. Un grito salvaje se transformó en una nauseabunda boqueada; unas extremidades se agitaron ferozmente y un pesado cuerpo cayó al suelo. De la oscuridad del suelo junto a la litera se elevaron unos sonidos horribles: un borboteo entrecortado y un convulso golpeteo. Los sujetos acuclillados junto a la puerta regaron ciegamente de plomo la fuente de aquellas vibraciones. Se palpaba el miedo en la precipitación y el número de sus disparos. No dejaron de apretar el gatillo hasta que sus armas quedaron descargadas y los ruidos en el piso hubieron cesado.

—¡Vámonos de aquí, rápido! —jadeó alguien.

—¡No! Ahí hay una mesa y una vela sobre ella; lo distingo en la oscuridad. Necesito asegurarme de que está muerto antes de abandonar esta cabaña. Es preciso que vea su cuerpo sin vida si quiero volver a dormir tranquilo. Tenemos tiempo de sobra para escapar. La gente en la quebrada habrá escuchado los disparos, pero les tomará algún tiempo llegar hasta aquí. No hay peligro. Voy a encender la vela y…

Se escuchó un sonido áspero y una luz amarilla brotó súbitamente, revelando las contrastadas facciones de tres rostros barbudos y escrutadores.

Volutas de humo azul difuminaron la llamita mientras la temblorosa cerilla prendía la mecha de la vela; pero los hombres alcanzaron a ver un bulto acurrucado y desmadejado junto al camastro, del cual brotaban espesos regueros color carmesí en todas direcciones.

¡Ahhhh!

Se giraron al oír el sonido de unos pasos apresurados.

—¡Oh, Dios! —gritó uno de los intrusos cayendo de rodillas y llevándose las manos al rostro para evitar contemplar la horrenda escena. Los otros rufianes se tambalearon sobrecogidos ante lo que vieron. Quedaron boquiabiertos, lívidos e impotentes, las pistolas vacías resbalaron de sus manos.

Pues ante el umbral, observando con amenazador gesto de sorpresa y empuñando un revólver en cada mano, ¡estaba el hombre cuyo cuerpo acribillado y sin vida creían junto a la astillada litera!

—¡Recoged vuestras armas! —ordenó Corcoran. Estas habían caído al suelo cuando las manos de sus dueños se alzaron mecánicamente hacia el cielo. El intruso arrodillado temblaba con las manos vacías; espoleado por las náuseas provocadas por el miedo, vomitó.

—¡Joel Miller! —dijo Corcoran con voz monocorde; su sorpresa menguaba conforme empezaba a darse cuenta de lo sucedido—. No sabía que te juntabas con la chusma de Gorman. Supongo que también Middleton se llevará una buena sorpresa.

—¡Eres un demonio! —jadeó Miller—. ¡Deberías estar muerto! Te hemos acribillado… escuché como caías del camastro y agonizabas en el suelo, en la oscuridad. Continuamos tiroteándote aun después de saberte muerto. ¡Pero estás vivo!

—No me disparasteis a mí —gruñó Corcoran—. Acribillasteis a un hombre que creíais que era yo. Subía por el camino cuando escuché las detonaciones. ¡Matasteis a Joe Willoughby! Estaba borracho y supongo que se tambaleó hasta aquí y cayó en mi litera para dormirla, como ya había hecho otras veces.

Los hombres empalidecieron aún más bajo sus tupidas barbas, llenos de rabia, disgusto y miedo.

—¡Willoughby! —balbuceó Miller—. ¡El campamento no nos perdonará esto! ¡Vamos, Corcoran! ¡Hopkins y sus amigos querrán colgarnos! ¡Significará el final de los Buitres! ¡Y también el tuyo! Pero antes de que nos ahorquen hablaremos, ¡y entonces sabrán que también eres uno de los nuestros!

—En ese caso —murmuró Corcoran entrecerrando los ojos—, será mejor que os liquide a los tres. Me parece la solución más razonable. Asesinasteis a Willoughby tratando de atraparme y yo os maté en legítima defensa.

—¡No lo hagas, Corcoran! —gritó Miller, loco de terror.

—¡Cállate, perro! —gruñó otro de los intrusos, mirando tristemente a su captor—. Corcoran no dispara a hombres desarmados.

—No, no lo hago —confirmó el texano—. No a menos que me hagan algún tipo de jugarreta. Sigo esa ley a rajatabla, aunque ya veo que no vale de nada en esta tierra ingrata; pero así es como fui educado y ya es tarde para cambiar. No voy a convertiros en fiambre a sangre fría, a pesar de que eso mismo es lo que tratabais de hacer conmigo.

»Pero que me aspen si os dejo escapar para que volváis a intentarlo una vez hayáis logrado domar vuestros nervios. Pronto me vería ahorcado por los Vigilantes o acribillado por la espalda por un hatajo de hurones como vosotros. ¿Buitres?, ¡al diablo! No tenéis suficientes agallas para ser auténticos Buitres.

»Voy a llevaros de vuelta a la quebrada para encerraros en la cárcel. Será Middleton quien decida qué hacer con vosotros. Probablemente montará algún numerito con el que engañará a todo el mundo excepto a sí mismo; pero os lo advierto: una palabra a nadie sobre los Buitres, y me olvidaré de mi educación y os enviaré al infierno con las botas puestas y vuestros cinturones canana vacíos.

El bullicio habitual en el King of Diamonds se silenció de pronto cuando un hombre entró corriendo y gritó:

—¡Los Buitres han asesinado a Joe Willoughby! ¡Steve Corcoran ha capturado a tres de ellos y acaba de encerrarlos! ¡Esta vez tenemos unos cuantos Buitres vivos para trabajarles las costillas!

Una fenomenal algarabía siguió a aquella revelación, y la sala de juego se vació tras apresurarse los parroquianos a salir a la calle, corriendo y gritando. John Middleton extendió sobre la mesa su mano de cartas, se caló su sombrero blanco con una mano firme como una roca y salió tras ellos.

Una rugiente multitud se congregaba ya alrededor de la cárcel. Los mineros eran presa de un frenesí asesino y solo la presencia de Corcoran, que los desafiaba desde el porche del edificio, evitó que echaran la puerta abajo y sacaran a rastras a los acobardados prisioneros. McNab, Richardson y Stark estaban también allí. El rostro de McNab se veía pálido bajo sus bigotes y Stark parecía incómodo y nervioso; pero Richardson, como siempre, permanecía frío como el hielo.

—¡A la horca con ellos! —rugía la multitud—. ¡Déjanoslos a nosotros, Steve! ¡Tú ya has hecho tu parte! ¡Este campamento ya ha tolerado demasiadas fechorías! ¡Entréganoslos!

Middleton subió al porche y fue recibido con gritos y aplausos, pero sus esfuerzos para aplacar a la multitud resultaron inútiles. Alguien blandió una soga con un nudo corredizo. El resentimiento, que había ardido largamente a fuego lento, estallaba ahora con rojas llamaradas avivadas por el miedo y el odio histérico. La multitud no deseaba dañar a Corcoran o a Middleton… preferían no hacerles daño. Pero estaban decididos a sacar a rastras a los detenidos para colgarlos.

El coronel Hopkins se abrió paso entre la multitud, subió un escalón y agitó las manos hasta que logró un aceptable silencio.

—¡Escuchadme, ciudadanos! —rugió—. ¡Este es el comienzo de una nueva era para Wahpeton! Este campamento ha vivido aterrorizado demasiado tiempo. ¡En este mismo instante estamos empezando a imponer el imperio de la ley y el orden! ¡Pero no lo estropeéis desde el principio! Estos hombres serán ajusticiados, ¡lo juro! Pero vamos a hacerlo legalmente y con la sanción de las autoridades. Otra cosa: si los ahorcáis por vuestra cuenta, nunca sabremos quiénes son sus camaradas y sus líderes.

»Mañana, os doy mi palabra, una comisión de investigación trabajará en el caso. Serán interrogados y obligados a revelar los nombres de quienes están por encima y por debajo de ellos. ¡Esta comunidad minera va a ser desinfectada! ¡Vamos a limpiarla legalmente y en orden!

—¡El coronel tiene razón! —gritó un gigante barbudo—. ¡No tiene sentido colgar a las ratas pequeñas hasta averiguar la identidad de las gordas!

Un rugido de aprobación se elevó al apaciguarse el temperamento de la multitud. Esta comenzó a disolverse conforme los hombres regresaban a las barras y a las mesas, ansiosos por discutir los nuevos acontecimientos.

Hopkins estrechó vigorosamente la mano de Corcoran.

—¡Le felicito, señor! He visto el cadáver del pobre Joe. Un espectáculo horrible. Esos demonios dispararon sobre el pobre tipo hasta mondarle los huesos.

»Middleton, le aseguré que los vigilantes no usurparían su autoridad en Wahpeton. Mantengo mi palabra. Dejaremos a estos asesinos en su cárcel custodiados por sus ayudantes. Mañana se reunirá el tribunal de Vigilantes en comisión de investigación y confío en que llegaremos hasta el fondo de este sucio asunto.

Y dicho esto se marchó, seguido de una docena de hombres de mirada acerada que Middleton supuso formarían el núcleo de la organización justiciera del coronel.

Cuando estos desaparecieron de su vista, Middleton se acercó a la puerta y habló con rapidez a los prisioneros:

—Mantened la boca bien cerrada. Vosotros, estúpidos, nos habéis puesto a todos en un aprieto; pero os sacaré de este lio de alguna manera. —Se volvió a McNab y le dijo—: Vigila la cárcel; no dejes que nadie se aproxime a ella. Corcoran y yo tenemos que hablar sobre esto. —Y, bajando la voz para que los prisioneros no pudieran oírle, añadió—: Si alguien se acerca y no consigues que se largue, y a estos descerebrados les da por sacar la cabeza y largar, tápales la boca con plomo.

El texano siguió a Middleton hasta la sombra arrojada por la pared rocosa de la quebrada. Lejos del alcance auditivo de los ocupantes de la cercana cabaña, el sheriff se volvió y dijo:

—¿Qué demonios ha ocurrido, Corcoran?

—Los amigos de Gorman trataron de liquidarme. Mataron a Joe Willoughby por equivocación. Yo les arrastré hasta aquí. Eso es todo.

—¡Eso no es todo! —estalló Middleton—. Se desatará el infierno si llegan a declarar ante la comisión de Hopkins. Miller es un cobarde; se derrumbará, estoy seguro. Temía que los amigos de Gorman trataran de matarte y me preguntaba cómo pensaban hacerlo. Escogieron la peor de las formas posibles. Deberías haberlos liquidado o dejado marchar, sin más. Sin embargo, agradezco tu actitud. Tienes prejuicios contra el asesinato a sangre fría y, si los hubieras soltado, habrían vuelto a intentarlo a las primeras de cambio.

—No podría haberlos dejado libres aunque hubiera querido. Los hombres en el pueblo escucharon los disparos; llegaron corriendo y me encontraron allí encañonando a esos demonios con mis revólveres, y luego vieron el cuerpo de Joe Willoughby tirado en el suelo y desmembrado a balazos.

—Lo sé. Pero no podemos mantener a los miembros de nuestra propia banda en la cárcel, y tampoco podemos entregarlos a los Vigilantes. Tengo que retrasar esa vista de alguna manera. Si estuviera preparado, daríamos el golpe esta noche y al diablo con todo. Pero no estoy listo. Aunque pensándolo bien, tal vez sea mejor que haya ocurrido así. Puede darnos nuestra oportunidad para volar lejos. Vamos un paso por delante de los Vigilantes y también de los Buitres. Ambos sabemos que los Vigilantes están ya organizados y preparados para atacar, mientras que el resto de la banda lo ignora. No le he dicho a nadie más que a ti lo que Hopkins me contó a primera hora de la tarde.

—Escucha, Corcoran, ¡tenemos que largarnos mañana por la noche! Me hubiera gustado hacer un último trabajito, el más grande de todos: saquear el botín privado de los señores Hopkins y Bisley; creo que podría haberlo hecho a pesar de todos sus guardias y precauciones… pero tendremos que dejarlo pasar. Persuadiré a Hopkins de que posponga la vista un día más. Creo que sé cómo hacerlo. ¡Mañana por la noche haré que los Vigilantes y los Buitres se arranquen mutuamente los ojos! Cargaremos las mulas y nos retiraremos discretamente mientras se enfrentan. Eso nos dará una buena ventaja, ¡que nos persigan luego si lo desean!

—Voy a buscar a Hopkins ahora. Tú vuelve a la cárcel. Si McNab conversa con Miller o los otros, asegúrate de enterarte de lo que hablan.

Middleton encontró a Hopkins en el saloon Golden Eagle.

—He venido a pedirle un favor, coronel —comenzó a hablar sin rodeos—. Le ruego, si está en su mano, que posponga la sesión de investigación hasta pasado mañana. He estado tanteando a Joel Miller. Se está viniendo abajo. Si consigo apartarlo de Barlow y Letcher y hablar con él a solas, creo me dirá todo lo que necesito saber. Será mejor obtener su confesión, jurada y firmada, antes de llevar el caso ante el tribunal. Delante de un juez, con todas las miradas sobre él y sus amigos entre la multitud, podría endurecerse y negarse a declarar contra nadie. No creo que los demás confiesen. Pero estoy convencido de que hablando a solas él y yo, Miller acabará derrumbándose… aunque me va a llevar tiempo desgastarle. Estimo que mañana por la noche tendré una confesión completa de él.

—Eso haría que nuestro trabajo fuera mucho más sencillo —admitió Hopkins.

—Y una cosa más: estos hombres deben ser defendidos por un abogado competente. Usted debe procesarlos, por supuesto, pero el abogado disponible más cercano es el juez Bixby de Yankton. Coronel, debemos llevar este asunto ciñéndonos estrictamente al procedimiento legal establecido; por lo tanto, no puede negarse a los detenidos el derecho a ser defendidos por un letrado. He enviado a un hombre en busca de Bixby. No será antes de mañana por la tarde noche cuando mi ayudante regrese con el juez, incluso si no tuviera ningún problema en localizarlo.

—Teniendo en cuenta todo lo anterior, creo que sería mejor aplazar el juicio hasta que podamos tener a Bixby aquí, y haya podido obtener de Miller una confesión completa.

—¿Y qué opinarán en el campamento, John?

—La inmensa mayoría de los gambusinos son personas razonables. Los pocos exaltados que puedan desear tomarse la justicia por su mano no pueden hacernos ningún daño.

—Está bien —admitió Hopkins—. Después de todo son sus prisioneros, ya que fue su ayudante quien los detuvo, y el intento de asesinato de un agente de la ley es uno de los cargos a los que tendrán que enfrentarse en el juicio. Fijaremos la vista para pasado mañana. Mientras tanto, presione a Joel Miller. Si tenemos su confesión firmada nombrando a los líderes de la banda, desbrozaremos el camino de la Justicia.

X. Sangre sobre oro

Wahpeton se enteró enseguida de la postergación del juicio y sus habitantes reaccionaron de diversas maneras. El aire estaba electrizado por la tensión. Poco trabajo útil fue llevado a cabo aquel día. Los hombres reunidos en acalorados y gesticulantes corrillos atestaban las cantinas. Las voces se alzaban en airada protesta y los puños golpeaban sobre las barras. Se vieron muchos rostros desconocidos, hombres que muy rara vez bajaban la quebrada —mineros cuyas concesiones se encontraban en cañones distantes—, o personajes más siniestros de allende las colinas, cuyas actividades eran menos respetables.

La línea divisoria estaba claramente trazada. Aquí y allá, grupos de mineros reunidos conversando entre sí en voz queda. Los elementos rufianescos del campamento se habían congregado en determinadas tabernas, y estos garitos fueron escrupulosamente evitados por los hombres de bien. Pero aun así, la gran masa del pueblo se arremolinaba alrededor, confusa y recelosa. Las lealtades de muchos hombres aún estaban en duda. Ciertas personas se mantenían por encima de toda sospecha, de otras se sabía que eran rufianes y delincuentes, pero entre ambos extremos son posibles todos los matices de la desconfianza.

Así pues la mayoría de los hombres vagaban sin rumbo fijo de un lado a otro, con sus armas al alcance de la mano y vigilando a sus compañeros por el rabillo del ojo.

Para sorpresa de todos, Steve Corcoran fue visto en varias cantinas bebiendo en exceso, aunque el licor no pareciera afectarle en modo alguno.

Entretanto, los hombres en la cárcel estaban siendo devorados por su propia inquietud. Por alguna razón incomprensible para ellos, los rumores acerca de una organización parapolicial y de que iban a ser juzgados por un tribunal de Vigilantes, habían resultado ser ciertos. Joel Miller, fuera de sí, acusó a Middleton de haber abandonado y traicionado a sus hombres.

—¡Cállate, estúpido! —gruñó el sheriff; solo el tono irascible de su voz evidenciaba la tremenda presión bajo la que estaba actuando—. ¿Es que no has visto a tus amigos merodeando alrededor de la cárcel? He ordenado bajar a los hombres de las colinas. Están todos aquí. Cuarenta y tantos miembros; todos los Buitres de la banda están ahora en Wahpeton.

—Ahora oye esto… y, McNab, escucha tú también con atención: vamos a organizar la huida para justo antes del amanecer, cuando todo el mundo esté dormido o borracho. Poco antes del alba es el mejor momento, pues es el único en todo el condenado día en que el campamento no funciona a pleno rendimiento.

»Algunos de nuestros muchachos, enmascarados, irrumpirán en la cárcel y reducirán a los centinelas. No habrá disparos hasta que hayan liberado a los prisioneros y huido con ellos. Entonces comenzaréis a gritar y a disparar sobre ellos… al aire, por supuesto. Eso atraerá a todos los habitantes de Wahpeton, que escucharán cómo fuisteis dominados por un grupo de jinetes embozados.

»Miller; tú, Letcher y Barlow ofreceréis resistencia.

—¿Por qué?

—¿Que por qué?, ¡estúpido! Para hacerles creer que fue una turba de justicieros quien os secuestró y no vuestros propios amigos. Eso explicará por qué ninguno de los alguaciles resultó herido. Los mineros querían lincharos y se cuidaron de no hacer daño a los agentes de la ley. Vosotros gritaréis y os revolveréis, los enmascarados os arrastrarán afuera y, atándoos, os subirán a los caballos y huirán. Malo será que nadie os vea alejaros a galope tendido. Parecerá un secuestro, no un rescate.

Los labios en los barbudos rostros dibujaron sonrisas de admiración ante la estrategia expuesta por Middleton.

—Está bien —prosiguió el sheriff—. Ahora no vayáis a estropearlo todo. Se desatará el infierno, pero convenceré a Hopkins de que fue obra del populacho armado y rastrearé las colinas hasta encontrar vuestros cuerpos colgados de un árbol. Naturalmente no hallaremos ningún cadáver, pero nos las arreglemos para descubrir un buen montón de cenizas allí donde una choza de madera ardió hasta los cimientos, y algunos sombreros y hebillas de cinturones fáciles de identificar.

Miller se estremeció ante las implicaciones y miró a Middleton con dolorosa intensidad.

—John, no estarás planeando quitarnos de en medio, ¿verdad? ¿No serán esos jinetes enmascarados Vigilantes contratados para ello en vez de camaradas nuestros?

—¡No digas estupideces! —estalló Middleton disgustado—. ¿Crees acaso que la banda se prestaría a algo semejante, aunque yo fuera tan imbécil como para proponerlo? ¡Reconocerás a tus amigos cuando lleguen!

»Por cierto, Miller, necesito tu firma al pie de una confesión que he elaborado, señalando a alguien como líder de los Buitres. No sirve de nada tratar de negar que tú y los otros sois miembros de la banda. Hopkins lo sabe, así que en vez de perder el tiempo tratando de probar vuestra inocencia, desviaréis las sospechas hacia alguien ajeno a nuestra organización. No he decidido aún el nombre del supuesto líder, pero Dick Lennox es tan buen candidato como cualquier otro; es un jugador, tiene pocos amigos y nunca ha trabajado con nosotros. Incluiré su nombre en tu “confesión” como jefe de los Buitres, y Corcoran lo matará “por resistirse al arresto” antes de que tenga tiempo de demostrar que se trata de una mentira. Hecho lo cual, y antes de que nadie empiece a sospechar, daremos nuestro último gran golpe: ¡desvalijaremos a Hopkins y a Bisley… y nos esfumaremos! Estad listos para saltar cuando los Buitres aparezcan.

»Estampa tu firma en este documento. Léelo antes si lo deseas. Más adelante llenaré los espacios en blanco que dejé para el nombre del “jefe”… ¿Dónde está Corcoran?

—Lo vi hace una hora en el Golden Eagle —gruñó McNab—. Está bebiendo como un pez.

—¡Maldición! —la máscara de Middleton se resbaló un poco a su pesar, al cabo recuperó su autocontrol—. Bueno, no importa; no lo necesitaremos esta noche. Será mejor para él no estar aquí cuando se lleve a cabo el asalto de la cárcel. A la gente le parecería raro que no matara a nadie. Me pasaré de nuevo por aquí avanzada ya la tarde.

Incluso un hombre con los nervios de acero sufriría la tensión de la espera a las puertas de una crisis de aquel calibre. Corcoran, en ese trance, no era una excepción. La mente de Middleton estaba tan ocupada maquinando, planificando e intrigando, que no quedaba en ella resquicio para pensamientos que pudieran socavar su fuerza de voluntad. Pero Corcoran no tenía nada en lo que ocupar su atención hasta que llegara el momento del golpe.

Empezó a beber casi sin darse cuenta. Sus venas parecían a punto de estallar y sus sentidos se encontraban anormalmente alerta. Como la mayoría de los hombres de su raza, era extremadamente inquieto; su sistema nervioso hacía constantes equilibrios sobre el filo de un gatillo, a pesar de su máscara de frialdad emocional. Vivía por y para la acción violenta. La acción mantenía su mente replegada sobre sí misma, su cerebro despejado y su pulso firme; cuando la acción faltaba, se dejaba arrullar por el whisky. El licor lo aupaba artificialmente a la cumbre que su indómito temperamento requería. No era el miedo lo que hacía que sus nervios vibrarán de modo tan intolerable: era la tensión de esperar pasivamente conociendo los naipes de los jugadores. La inacción lo enloquecía. Pensar en el oro escondido en la cueva tras la cabaña de John Middleton hacía que sus labios se agrietaran y sus nervios martillearan enloquecedoramente sus sienes.

De modo que bebió y bebió y volvió a beber, conforme avanzaba el día.

El jaleo en la barra del Golden Garter se filtraba como una confusa mezcolanza hasta la trastienda del local. Gloria Bland miró con inquietud a su acompañante. Los ojos azules de Corcoran parecían iluminados por fuegos fatuos. Pequeñas gotas de sudor perlaban su rostro sombrío. Su lengua no estaba torpe; hablaba con lucidez y sin exageración y no había trastabillado o vacilado al entrar. No obstante estaba muy borracho, aunque hasta qué punto, era algo que la chica no era capaz de calibrar.

—Nunca te había visto así antes, Steve —dijo ella en tono de reproche.

—Nunca antes había tenido una mano en un juego como este —respondió él; las vacilantes llamas azuladas ardían ahora salvajemente en sus ojos.

Se inclinó sobre la mesa y aferró la blanca muñeca con una vehemencia que hizo estremecer a su dueña.

—¡Gloria, me largo de aquí esta noche. Quiero que vengas conmigo!

—¿Vas a abandonar Wahpeton? ¿Esta noche?

—Sí. Y por tu bien, ¡será mejor que vengas conmigo! Esta coyuntura no es apta para ti. No sé cómo te metiste en este juego y me importa un bledo. Pero tú eres diferente a esas otras chicas del salón de baile. Te llevaré conmigo. ¡Voy a convertirte en una reina! ¡Te cubriré de diamantes!

Ella rio nerviosamente.

—Estás más borracho de lo que pensaba. Sé que estás cobrando un salario muy grande, pero…

—¿Salario? —su risa de desprecio la sobresaltó—. Tiraré mi salario a la calle para que los mendigos se peleen por él. En una ocasión le dije a ese tonto de Hopkins que tenía una mina de oro aquí en Wahpeton. No le mentí. ¡Soy rico!

—¿Qué quieres decir? —Ella estaba un poco pálida, asustada por su vehemencia.

Sus dedos se cerraron inconscientemente sobre su muñeca y en sus ojos brillaron con descaró la codicia y el deseo.

—Tú eres mía de todos modos —murmuró—. Mataré a cualquier hombre que te mire. Estás enamorada de mí: lo sé; cualquier tonto podría verlo. Te lo contaré todo; puedo confiar en ti, no serías capaz de traicionarme. Además, no podría llevarte conmigo si no conocieras toda la verdad. ¡Esta noche Middleton y yo estaremos cruzando las montañas con un millón de dólares en oro cargado en un tren de mulas!

Corcoran no advirtió la creciente expresión de horror que teñía su incrédula mirada.

—¡Un millón en oro! ¡Eso convertiría a cualquier santo en un demonio! Middleton cree que podrá liquidarme cuando ya estemos lejos y a salvo, y quedarse con todo el botín. Está loco. Será él quien muera cuando llegue el momento. Yo también maquinaba mientras él hacía sus planes. Nunca he tenido la intención de compartir el botín con él. ¡No me convertiría en un forajido por menos de un millón!

—Middleton… —jadeó ella.

—¡Sí! Él es el jefe de los Buitres, y yo soy su mano derecha. De no haber sido por mí, el campamento lo habría descubierto hace mucho tiempo.

—Pero tú impusiste la ley —dijo ella jadeando, como si se agarrara a un clavo ardiendo—. Acabaste con muchos asesinos… ¡Salvaste a McBride de ser linchado!

—Solo acabé con los hombres que trataron de matarme. Disparé a favor del campamento tanto como pude sin lesionar mis propios intereses. Las tribulaciones de McBride no tuvieron nada que ver con ello; yo le había dado mi palabra. Pero todo eso queda ya muy atrás para nosotros. ¡Esta noche, mientras los Vigilantes y los Buitres se matan unos a otros, nos iremos! ¡Y tú vendrás conmigo!

Con un grito de odio la muchacha retiró la mano y se levantó, sus ojos ardían de ira.

—¡Oh! —su grito era de amarga desilusión—. ¡Creí que eras un hombre intachable! Te adoraba por tu integridad y tu compromiso con los más débiles. He conocido demasiados hombres deshonestos y brutales, ¡por eso te idolatraba! Pero has estado fingiendo: ¡interpretando un papel!, ¡traicionando a la gente que confiaba en ti! —La conmovedora angustia de su esclarecimiento la estrangulaba, y al cabo quedó galvanizada con otra posibilidad…

»¡Supongo que también has estado fingiendo conmigo! —gritó salvajemente—. ¡Si no has sido sincero con el campamento, tampoco lo habrás sido con una pobre corista! ¡Me has tratado como a una estúpida! ¡Te has reído de mí y me has humillado! ¡Y ahora te jactas de ello en mis propias narices!

—¡Gloria! —él estaba de pie, avanzando a tientas hacia ella, aturdido y desconcertado por su dolor y su rabia. La joven se alejó de él de un salto.

—¡No me toques! ¡No me mires! ¡Oh, solo verte me pone enferma!

Y volviéndose con un sollozo histérico abandonó corriendo la habitación. Corcoran permaneció balanceándose ligeramente, mirándola estúpidamente mientras salía. A continuación, buscando a tientas su sombrero, se marchó moviéndose como un autómata. Sus pensamientos eran un torbellino de confusión que giraba y giraba hasta hacerle sentir vértigo. A esas alturas el licor bullía locamente en su cerebro, embotando sus percepciones e incluso los recuerdos de lo que acababa de suceder. Había bebido más de la cuenta.

No mucho después de que la noche hubiera caído sobre Wahpeton, una voz que llamaba desde la oscuridad atrajo al coronel Hopkins a la puerta de su cabaña, pistola en mano.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el coronel con suspicacia.

—Soy yo, Middleton. ¡Déjeme entrar, rápido!

El sheriff entró y Hopkins, cerrando la puerta, lo miró con sorpresa. Middleton parecía más nervioso de lo que el coronel lo había visto nunca. Su rostro se mostraba pálido y demacrado: ¡Qué gran actor perdió el mundo cuando John Middleton se decidió por el oscuro camino del crimen!

—Coronel, ¡no sé cómo decírselo! He actuado como un auténtico mentecato. Siento que las almas de todos los hombres asesinados en la quebrada se aferrarán a mi cuello por toda la eternidad. ¡Y todo por mi ceguera y estupidez!

—¡Hable claro de una vez, John! —exclamó Hopkins con impaciencia.

—Miller ha confesado por fin. Acaba de terminar de explicarme todo el sucio entramado. Tengo su confesión, escrita por mí al dictado.

—¿Reveló el nombre del jefe de los Buitres? —preguntó entusiasmado el coronel.

—¡Lo hizo! —asintió Middleton con gravedad extrayendo un papel y desdoblándolo; la inconfundible firma de Joel Miller era visible al pie—. Aquí está el nombre del líder, ¡tal y como me lo dictó Miller!

—¡Dios mío! —susurró Hopkins—. ¡Bill McNab!

—¡Así es! ¡Mi propio ayudante! El hombre en quien más confiaba aparte de Corcoran. Qué estúpido, ¡qué estúpido y ciego he sido! Aun cuando su comportamiento me resultaba sospechoso y a pesar de los temores que usted compartió conmigo, yo no me atreví a creerlo. Pero la verdad deviene clara como el sol. ¡No es de extrañar que la banda conociera siempre mis planes tan pronto yo los trazaba! No es de extrañar que mis alguaciles (antes de incorporar a Corcoran) nunca fueran capaces de matar o capturar a ningún Buitre. No es de extrañar, por ejemplo, que Tom Deal «escapara» antes de que pudiéramos interrogarle… Esa herida de bala en el brazo de McNab, supuestamente producida por Deal, se la hizo él mismo en una pelea con alguien de su propia banda, según confesó Miller. Le vino muy bien para congraciarse ante mis ojos.

»Coronel Hopkins, le entregaré mi dimisión irrevocable por la mañana. Le recomiendo a Corcoran como mi sucesor. Estaré orgulloso de servir como ayudante bajo sus órdenes.

—¡Tonterías, John! —Hopkins palmeó con simpatía el hombro de Middleton—. No ha sido culpa suya. Se ha comportado como un hombre honorable todos estos años. Olvide eso que ha dicho sobre su renuncia. Wahpeton no necesita un nuevo sheriff, es usted quien necesita algunos alguaciles nuevos. Justo ahora estábamos discutiendo eso. ¿Dónde está McNab?

—En la cárcel, custodiando a los prisioneros. No podía relevarle sin despertar sus sospechas. Por supuesto, él ignora que Miller ha confesado. Y he descubierto algo más: planean una fuga de la cárcel poco después de medianoche.

—¡Deberíamos haber imaginado algo así!

—En efecto. Una banda de jinetes enmascarados asaltarán la cárcel; pretenden reducir a los guardias (sí, Stark y Richardson son Buitres también) y liberar a los prisioneros. Ahora bien, este es mi plan: tome cincuenta hombres y ocúltelos entre los árboles que circundan la cárcel. Puede apostar una mitad en un flanco y la otra en el opuesto. Naturalmente Corcoran y yo estaremos con usted. Cuando vengan los bandidos podremos matarlos o capturarlos a todos de una sola atacada. Tenemos la ventaja de conocer sus planes, sin que ellos sepan que lo hacemos.

—¡Ese es un buen plan, John! —aprobó calurosamente Hopkins—. Usted debería haber sido general. Reuniré a los hombres inmediatamente. Ni que decir tiene que deberemos conducirnos con la más absoluta cautela.

—¡Por supuesto! Si funciona bien, llenaremos el saco de prisioneros, alguaciles corruptos y asaltantes de un solo golpe. ¡Vamos a romperle el espinazo a los Buitres!

—¡John, no me vuelva a hablar nunca más de dimisión! —exclamó Hopkins, cogiendo su sombrero y abrochándose su cinturón canana—. Un hombre de su valía debería sentarse en el Senado. Vaya a buscar a Corcoran. Yo reuniré a mis hombres y estaremos en nuestros puestos antes de la medianoche. McNab y los otros traidores de guardia en la cárcel no escucharán ni un roce.

—¡Bien! Corcoran y yo estaremos con usted antes de que los Buitres lleguen a la cárcel.

Abandonando la cabaña de Hopkins, Middleton se apresuró a acodarse en la barra del King of Diamonds. Mientras bebía, un individuo de aspecto rudo se colocó casualmente a su lado. Middleton inclinó la cabeza sobre su vaso de whisky y habló, casi sin mover los labios. Nadie a más de un cuarto de yarda habría sido capaz de escucharlo:

—Acabo de hablar con Hopkins. Los Vigilantes temen un asalto a la cárcel. Van a sacar a los prisioneros poco antes del amanecer para ahorcarlos sumariamente; toda esa palabrería sobre los procedimientos judiciales era una mera pantomima. Reúne a todos los muchachos y libera a los prisioneros media hora después de la medianoche. Usad vuestras máscaras pero no quiero que haya disparos o gritos. Le diré a McNab que hemos alterado nuestros planes. Marchad en silencio. Dejad vuestros caballos a un cuarto de milla de la quebrada y acercaos a la cárcel sigilosamente a pie, así no armareis tanto jaleo. Corcoran y yo permaneceremos escondidos entre los arbustos para echaros una mano en caso de que las cosas se compliquen.

Mientras Middleton hablaba, el segundo hombre no lo miró en ningún momento. Tampoco lo hizo después; apuró su vaso, se levantó y se dirigió tranquilamente hacia la puerta. Para un espectador casual allí no se había producido intercambio alguno de palabras.

Cuando Gloria Bland abandonó a la carrera la trastienda del Golden Garter, su alma se debatía en un torbellino emocional muy próximo a la locura. La brutal embestida de la desilusión competía con su ira irracional y la apasionada vergüenza por su propia ingenuidad. En este caldero hirviente se cocía un ciego deseo de herir al hombre que la había lastimado involuntariamente. La astuta vanidad tenía también su peso, pues debido a la típica e ilógica vanidad femenina, ella creía que Corcoran había pergeñado una elaborada farsa a fin de engañarla y hacer que se enamorara de él… o, mejor dicho, del hombre que ella pensaba que era. Si el texano era falso con los hombres necesariamente debía serlo también con las mujeres. Ese pensamiento la colmó de furia histérica, cerrando todas las puertas que no condujeran a su deseada venganza. Era un animal joven, primitivo y elemental como la mayoría de sus compañeras de profesión en aquella época y lugar; sus emociones eran intensas y se convertían fácilmente en tempestuosas pasiones. El amor puede trocarse rápidamente en odio.

Gloria decidió de inmediato su estrategia: ¡buscaría a Hopkins y le contaría todo lo que Corcoran le había confesado! Lo que más deseaba en ese instante era la ruina del hombre al que había creído amar.

Corrió la muchacha por la calle llena de gente, haciendo caso omiso de los hombres que la manoseaban y piropeaban a su paso. Apenas se fijó en las caras de quienes se la quedaban mirando. Suponía que Hopkins estaría en la cárcel ayudando a custodiar a los prisioneros y allí dirigió sus pasos. Mientras subía al porche Bill McNab se enfrentó a la chica esbozando una sonrisa lasciva y agarrándola por el brazo; lanzó una risotada mientras esta luchaba por soltarse de su presa.

—¿Vienes a verme a mí, Gloria? ¿O estás buscando a Corcoran?

Ella se zafó de su garra. Sus palabras y las procaces carcajadas de sus compañeros actuaron de chispa iniciadora para la reacción explosiva que se gestaba en su interior.

—¡Estúpidos! ¡Estáis siendo vendidos y no lo sabéis!

Las risitas se cortaron de pronto.

—¿De qué estás hablando? —gruñó él.

—¡De que tu jefe está planeando largarse con todo el oro que los Buitres han acaparado! —estalló sin preocuparse de las consecuencias; en pleno fragor de su tormenta emocional apenas era consciente de lo que estaba diciendo—. ¡Él y Corcoran os van a dejar aguantando el fardo esta misma noche!

Dicho lo cual, y al no ver allí al hombre que buscaba, sorteó al atónito McNab, saltó del porche y se perdió en la oscuridad.

Los alguaciles se miraron los unos a los otros, y los prisioneros, que lo habían escuchado todo, empezaron a exigir a gritos ser liberados.

—¡Callaos! —gruñó McNab—. Ella puede estar mintiendo. Pudo haberse peleado con Corcoran y ha ideado esta estúpida farsa para vengarse de él. No podemos permitirnos el lujo de correr riesgos. Debemos estar muy seguros de lo que hacemos en todo momento antes de dar cualquier paso. No nos conviene arriesgarnos ahora a liberaros, cuando existe la posibilidad de que ella esté mintiendo. No obstante os proporcionaremos armas para que podáis defenderos.

»Tomad estos fusiles y escondedlos bajo las literas. Pete Daley, tú quédate aquí y mantén a la gente alejada de la cárcel hasta que volvamos. ¡Richardson!, tú y Stark vendréis conmigo. ¡Es hora de que tengamos una pequeña charla con Middleton!

Gloria se dirigió a la cabaña de Hopkins nada más dejar la cárcel; pero no había avanzado demasiado en su camino cuando una conmoción la sacudió. Era como despertar de una pesadilla o de un sueño narcótico. Aún estaba trastornada por el descubrimiento del doble juego de Corcoran en lo que al campamento se refería, pero la razón comenzaba a abrirse paso entre sus sospechas sobre su comportamiento hacia ella. Empezó a comprender que había actuado de forma irreflexiva; si los sentimientos de Corcoran no fueran sinceros, ¿le habría ofrecido abandonar la quebrada con él? A expensas de su vanidad, se vio obligada a reconocer que sus atenciones hacia ella eran innecesarias para su estrategia de engaño al campamento. Todo lo demás quedaba aparte: eran sus asuntos privados; así debía ser. Ella lo odiaba por haber jugado con sus sentimientos, pero tuvo que admitir que no tenía pruebas de que hubiera prestado nunca la menor atención a cualquier otra mujer de Wahpeton. No, por censurables y despreciables que fueran sus motivos o acciones en general, el afecto que le había demostrado parecía sincero y real.

Recapacitó de pronto sobre su misión y sus imprudentes declaraciones a McNab. La desesperación se apoderó de ella al punto y comprendió que amaba a Steve Corcoran a pesar de todo lo que pudiera ser. Un escalofrío recorrió su cuerpo al darse cuenta de que McNab y sus amigos podrían matar a su amante. Su furia irracional se enfrió, dando paso a un terror paralizante.

Volviéndose, corrió rápidamente barranco abajo hacia la cabaña de Corcoran. Apenas si era consciente de ello mientras atravesaba el ardiente corazón del campamento. Las luces y los rostros barbudos eran como una borrosa pesadilla en la que nada era real, salvo el terror que helaba su corazón.

No se percató de los racimos de cabañas que quedaban a su espalda. El solo golpeteo de sus pies calzados con zapatillas la aterraba, y las espesas sombras bajo los árboles parecían preñadas de letales amenazas. Vio al fin la cabaña de Corcoran delante de ella; la luz manaba a raudales por la puerta abierta. La muchacha irrumpió jadeando en la oficina y fue interceptada por Middleton, que en ese instante se giraba empuñando una pistola.

—¿Qué diablos estás haciendo tú aquí? —preguntó sin rastro alguno de amabilidad a pesar de que devolvió el arma a su vaina.

—¿Dónde está Corcoran? —acertó a pronunciar. El miedo se apoderó de ella mientras se enfrentaba, ahora lo sabía, al monstruo que andaba detrás de los horribles crímenes que habían convertido Wahpeton Gulch en un lugar de terror. Pero su inquietud por Corcoran eclipsaba la preocupación por su propia seguridad.

—No lo sé. He estado buscándolo por todos los bares de la quebrada hasta hace un minuto, pero sin suerte. Supongo que llegará en cualquier momento. ¿Qué quieres de él?

—¡Eso no es asunto tuyo! —estalló la muchacha.

—Bueno… podría serlo —se acercó a ella, la máscara había resbalado de su atractivo rostro moreno… que ahora parecía lobuno.

—Has cometido una locura viniendo aquí. Te estás entrometiendo en cosas que no te incumben. Sabes demasiado; hablas demasiado. ¡No creas que no te he estado vigilando! Sé más sobre ti de lo que imaginas.

Un miedo indecible lastraba su lengua. Su corazón parecía a punto de convertirse en un pedazo de hielo. Middleton era ahora un extraño para ella, un extraño aterrador. La máscara había caído y el espíritu malvado del hombre se reflejaba en su rostro sombrío y siniestro. Sus ojos la quemaban como si fueran brasas del infierno.

—Nunca me he inmiscuido en tus asuntos —murmuró con los labios secos—. De mi boca no surgió ninguna pregunta. Jamás sospeché que tú pudieras ser el jefe de los Buitres…

La expresión que se pintó en el rostro del sheriff le dijo que había cometido un terrible error.

—Así que ya lo sabes… —su voz era suave, casi un susurro, pero el asesinato se pintaba crudo y desnudo en sus ojos llameantes—. Ignoraba eso; yo me refería a otro asunto. Conchita me dijo que fuiste tú quien le habló a Corcoran del plan para linchar a McBride. Yo no te habría matado por tan poca cosa a pesar de que ello interfería con mis planes; pero ahora sabes demasiado… y aunque después de esta noche no tendrá importancia, la noche es muy joven aún…

—¡Oh! —gimió ella, fijos sus ojos dilatados en la gran pistola que se deslizaba de su funda lanzando un destello de color azul acerado. No podía moverse, no podía gritar… solo permanecer allí sin decir nada hasta que el impacto del proyectil la lanzara contra el suelo…

Mientras Middleton contemplaba el cuerpo inmóvil de la muchacha, con el revólver aún humeante en la mano, escuchó un alboroto procedente del cuarto trasero. Volcó rápidamente la gran mesa de modo que pudiera ocultar el cuerpo de la joven, y se volvió en el mismo instante en que la puerta se abría. Corcoran salía de la habitación del fondo, tambaleándose y empuñando una pistola. Era evidente que acababa de despertar de un sueño etílico, pero sus manos no temblaban, sus andares de pantera parecían más precisos que nunca y sus ojos no se veían soñolientos ni inyectados en sangre.

Sin embargo Middleton juró.

—¡Corcoran!, ¿has perdido el juicio?

—¿Has disparado tú, John?

—Disparé a una serpiente que se arrastraba por el suelo… ¡Debes estar loco para trasegarte hoy todo el licor que no has tomado hasta ahora!

—Estoy bien —murmuró Corcoran devolviendo la pistola a su funda.

—Bueno, pues manos a la obra. Tengo las mulas tras la línea de árboles junto a mi cabaña. Nadie nos verá cargarlas; nadie nos verá marchar. Subiremos el barranco que hay más allá de mi cabaña como habíamos planeado; esta noche permanecerá sin vigilancia: todos los Buitres están abajo en el campamento esperando mi señal para actuar. Espero que ninguno se escape de los Vigilantes y que la mayoría de estos caiga en el combate que está a punto de empezar. ¡Vamos! Tenemos treinta mulas que cargar y ese trabajo nos tendrá ocupados de aquí a medianoche por lo menos. No nos pondremos en marcha hasta que oigamos los disparos al otro lado del campamento.

—¡Escucha!

Eran pasos acercándose apresuradamente a la cabaña. Ambos hombres se giraron y permanecieron inmóviles mientras McNab asomaba por la puerta. Irrumpió en el cuarto seguido por Richardson y Stark. Al punto el aire se cargó de recelo, odio y tensión. El silencio se mantuvo durante un instante.

—¡Estúpidos! —gruñó Middleton—. ¿Qué estáis haciendo tan lejos de la cárcel?

—Hemos venido a hablar contigo —empezó a decir McNab—. Hemos oído decir que Corcoran y tú planeáis largaros con el oro.

Nunca el excelente autocontrol de Middleton resultó tan evidente. A pesar de que la conmoción de aquel inesperado rayo debía haber sido terrible, no mostró emoción alguna que no hubiera sido expresada por cualquier hombre de bien, al ser falsamente acusado.

—¿Acaso has perdido el juicio? —exclamó, no con rabia, sino como si el asombro hubiera ahogado la legítima indignación ante semejante acusación.

McNab movió con inquietud su enorme mole, no estaba seguro del terreno que pisaba. Corcoran no lo miraba a él, sino a Richardson, en cuyos ojos un brillo frío y letal iba in crescendo. Más rápidamente que Middleton, Corcoran presintió el inevitable conflicto en el que aquella situación debía culminar.

—Me limito a repetir lo que hemos escuchado. Tal vez sea así o tal vez no. Si no es cierto, no habrá que lamentar ningún daño —dijo McNab lentamente—; pero en previsión de que sí lo fuera ordené a los muchachos que no aguardaran hasta la medianoche. Llegarán a la cárcel dentro de media hora y liberarán a Miller y al resto.

Otro tenso silencio siguió a esta afirmación. Middleton no se molestó en contestar. Sus ojos ardían sin llama. Sin que se apreciara movimiento alguno empezó a contraer sus músculos preparándose para saltar. Comprendió al fin lo que Corcoran ya percibiera: que aquella situación no podría resolverse con palabras, que su culminación con un estallido de violencia era inevitable.

Richardson lo sabía; Stark solo parecía perplejo. McNab, si es que pensaba algo, lo disimuló muy bien.

—¿Pensabais que iba a largarme? —preguntó Middleton—. Esta podría ser una buena oportunidad, mientras los muchachos excarcelan a Miller y se retiran a las colinas. No lo sé. No os estoy acusando de nada. Solo trato de aclarar vuestras ideas. Podéis hacerlo de una forma bien sencilla; solo tenéis que regresar a la cárcel con nosotros y ayudarnos a liberar a nuestros camaradas.

La respuesta de Middleton era la que Richardson, asesino intuitivo, esperaba. En un acto que quedó desdibujado por la velocidad desenfundó y, aunque apenas parecía haber rozado el cuero, el revólver de Richardson apareció en su mano. Mas Corcoran no había apartado la vista del pistolero de ojos gélidos y su movimiento resultó tan fulminante como la descarga de un rayo. Aunque Middleton fue igualmente veloz, las otras dos armas hablaron antes que la suya con una doble detonación. El proyectil de Corcoran esparció los sesos de Richardson por la estancia justo a tiempo de malograr su disparo sobre el sheriff; pero la bala le pasó tan cerca, que provocó que este fallara su primer disparo sobre McNab.

El revólver de McNab estaba fuera y el de Stark lo estuvo una fracción de segundo después. El segundo disparo de Middleton y el primero de McNab detonaron casi al unísono, pero las armas de Corcoran ya habían lanzado una andanada de plomo a través de la carne del gigante. Su bala simplemente había sacudido el pelo de Middleton al pasar, mas la disparada por el sheriff impactó de lleno en su pecho musculoso. Middleton siguió disparando mientras el gigante se derrumbaba. Stark estaba en el suelo, agonizando, después de haber disparado a ciegas al caer hasta dejar vacío el tambor de su pistola.

Middleton miró salvajemente en torno a través de la nube flotante de humo azul que llenaba la habitación. En aquel instante fugaz, mientras contemplaba la mancha que debía ser el rostro de Corcoran, sintió que solo en medio de una escena semejante parecía encajar aquel texano. Como una fatídica sombra anunciadora, se recortaba implacable contra un fondo de masacre y despojos humanos.

—¡Dios! —jadeó Middleton—. ¡Este ha sido el duelo más rápido y más sangriento en el que he participado nunca! —mientras hablaba metía cartuchos en el tambor vacío de su arma.

—¡No podemos perder más tiempo ahora! No sé hasta qué punto McNab compartió con la banda sus sospechas. No creo que les contara demasiado o algunos más lo habrían acompañado. De todos modos, su primer movimiento será liberar a los prisioneros. Intuyo que seguirán adelante con ello tal y como lo planeamos, aun cuando McNab no regrese para liderarlos. No acudirán a buscarlo ni saldrán tras nosotros hasta no haber soltado a Miller y compañía.

»Esto solo significa que la lucha no empezará a medianoche sino dentro de media hora. Los Vigilantes llegarán allí entonces. Probablemente estén ya al acecho. ¡Vamos! Tenemos que cargar el oro en esas mulas como almas azuzadas por el diablo; puede que tengamos que renunciar a una parte. ¡Sabremos cuándo empieza la lucha por el sonido de las armas! Míralo por el lado bueno: nadie subirá hasta aquí para investigar el tiroteo; ¡toda la atención se concentrará alrededor de la cárcel!

Corcoran lo siguió al exterior de la cabaña, luego se volvió y murmuró:

—Dejé una botella de whisky en ese cuarto de atrás.

—¡Está bien, cógela y sígueme a toda prisa! —Middleton se apresuró hacia su cabaña y Corcoran se sumergió de nuevo en la estancia velada por el humo. Ignoró los cadáveres desmadejados que yacían en el suelo manchado de rojo con sus ojos vidriosos clavados en él. A grandes zancadas alcanzó la habitación del fondo, tanteó su litera hasta encontrar lo que buscaba y a continuación se dirigió hacia la puerta exterior con la botella en la mano.

El sonido de un débil gemido lo hizo girarse súbitamente con la zurda debidamente armada. Sorprendido, contempló las figuras tendidas en el suelo. Sabía que ninguno de ellos habría podido quejarse; los tres habían dejado de hacerlo hacía rato. Sin embargo, sus oídos no le habían engañado.

Sus ojos barrieron el interior de la cabaña con desconfianza, concentrándose en un hilillo de color carmesí que discurría desde la mesa volcada, que yacía de costado cerca de la pared. Ninguno de los fiambres se encontraba cerca de ella.

Hizo a un lado el mueble y se detuvo como si un disparo le hubiera atravesado el corazón; su aliento se convirtió en un jadeo convulsivo. Un instante después se arrodillaba junto a Gloria Bland y levantaba cuidadosamente su dorada cabecita. Su mano, mientras acercaba la botella de whisky a sus labios, temblaba extrañamente.

Sus ojos majestuosos se elevaron hacia él, vidriados por el dolor. Sin embargo, como por algún milagro, el delirio se desvaneció y ella lo reconoció en los últimos instantes de su vida.

—¿Quién hizo esto? —preguntó el texano a punto de ahogarse. La nívea garganta de la muchacha se veía rodeada por un delgado hilo carmesí que partía sus labios.

—Middleton —balbució ella—. Steve, oh, Steve… intenté… —y con ese inconcluso susurro su cuerpo quedó fláccido entre los brazos del pistolero. Su adorable cabecita colgaba hacia atrás; parecía una niña, una niña que acabara de quedarse dormida. Aturdido, volvió a dejarla en el suelo.

El cerebro de Corcoran estaba totalmente libre de alcohol cuando abandonó la cabaña, aunque su cuerpo se tambaleaba como el de un borracho. El monstruoso e increíble acontecimiento vivido lo había dejado atónito, y apenas podía dar crédito a lo que le decían sus sentidos. Jamás habría sospechado que Middleton pudiera matar a una mujer, que ningún hombre civilizado fuera capaz de ello. Corcoran se conducía según su propio código, y este era salvaje, primitivo y duro, violento e incongruente, pero incluía la convicción de que el sexo femenino era sagrado, inmune a la violencia que presidía la vida de los hombres. Esta norma era un elemento tan esencial de la vida en la frontera suroeste como el honor personal y el resentimiento ante el insulto. Sin pomposidad, sin pretensiones, sin el lustre chillón y la afectación de la falsa caballerosidad, la gente de la raza de Corcoran aplicaba este código a su vida cotidiana. Para Corcoran y para los de su sangre el honor, la vida y el cuerpo de una mujer eran intocables. Jamás hubiera pensado que esa norma sería o pudiera ser violada de alguna manera.

Una fría cólera barrió el aturdimiento de su mente saturándola al cabo de rabia homicida. Sus sentimientos hacia Gloria Bland se habían acercado al amor que experimenta el hombre normal y corriente, tanto como lo permitía su naturaleza de hierro. Pero aunque ella hubiera sido una desconocida o incluso una persona a la que despreciara, habría matado a Middleton por ultrajar un código que él consideraba dogma de fe.

Penetró en la cabaña de Middleton con el suave paso de un puma al acecho. Middleton acarreaba abultados sacos de piel desde la cueva, amontonándolos sobre una mesa en la sala principal. Se tambaleaba bajo su peso. La mesa estaba prácticamente cubierta.

—¡Date prisa! —exclamó. Entonces se detuvo de pronto ante el fuego que ardía en los ojos de Corcoran. Los gruesos sacos se escurrieron de sus brazos, haciendo un ruido sordo contra el piso.

—¡Has matado a Gloria Bland! —no era más que un susurro en los labios lívidos del texano.

—Sí —la voz de Middleton era similar. No preguntó cómo lo supo Corcoran, tampoco trató de justificarse. Sabía que el tiempo para la discusión había pasado. No pensaba en sus planes ni el oro sobre la mesa o el que aún aguardaba en la cueva. Un hombre de pie cara a cara con la Eternidad no aprecia nada más que el desnudo contraste entre la vida y la muerte.

—¡Desenfunda! —un jaguar podría haber escupido aquel desafío; los ojos llameando, los apretados dientes relampagueando.

La mano de Middleton se fundió al instante con la culata de su pistola. Incluso entonces supo que estaba perdido… escuchó el rugido del arma de Corcoran al tiempo que apretaba el gatillo. Retrocedió tambaleándose, cayendo, y en un arrebato de ciega pasión, las armas de Corcoran vomitaron todo el plomo de sus tambores sobre el cuerpo que se derrumbaba.

Por un momento que pareció arañar la Eternidad, el asesino se acercó a su víctima; una figura sombría e inquietante que podría haber sido tallada en la noche de hierro de las Parcas. En el extremo opuesto del campamento, las armas estallaron de repente en una sucesión de salvas atronadoras. La lucha planeada para enmascarar el vuelo del Buitre había comenzado; pero la figura erguida sobre el hombre muerto en la cabaña solitaria no parecía escucharlo.

Corcoran contempló su obra, encontrando muy extraño que, después de todo, aquellos sangrientos planes y terribles ambiciones tuvieran que acabar así, en un espeso charco de sangre sobre el piso de una cabaña. Alzó la vista para mirar amargamente los abultados sacos sobre la mesa. La repugnancia le hizo un nudo en la garganta.

Uno de los sacos se había roto provocando un dorado surtidor que brillaba malignamente a la luz de las velas. Sus ojos ya no estaban cegados por el amarillento brillo. Por primera vez vio la sangre sobre aquel oro: la sangre que lo ennegrecía, la sangre de personas inocentes, la sangre de una mujer… la simple idea de tocarlo le produjo náuseas; como si el hediondo lodo que exudaba el alma de John Middleton pudiera ensuciarlo. Comprendió, asqueado, que parte de los crímenes de Middleton pesaba sobre su propia conciencia. No había apretado el gatillo del arma que segó la vida de una muchacha; pero había trabajado mano a mano con el hombre destinado a ser su asesino… Corcoran se estremeció y un sudor pegajoso cubrió su piel.

Abajo en la quebrada los disparos habían cesado; débiles gritos llegaron hasta él, lastrados con tonos de victoria y triunfo. Muchos hombres debían estar gritando a la vez para que el sonido llegara tan lejos. Sabía lo que eso significaba: los Buitres habían caído en la trampa tendida por el hombre en quien confiaban como líder. Puesto que el fuego había cesado, seguramente toda la banda habría sido aniquilada o capturada. Su reinado de terror en Wahpeton había terminado.

Pero debía moverse. Habría prisioneros ansiosos por hablar y sus confesiones tejerían una soga alrededor de su cuello.

No volvió la vista hacia el oro, brillando allí donde la gente honesta de Wahpeton lo encontraría. Alejándose de la cabaña a largas zancadas montó uno de los caballos que aguardaban ensillados y listos entre los árboles. Las luces del campamento y el rugido de las voces distantes se difuminaron rápidamente tras él. Qué destino salvaje lo aguardaba más allá del horizonte, no podía adivinarlo; pero la noche estaba cargada de sombras inquietantes y dentro de él creció un dolor extraño, como una revelación; tal vez fuera su alma que al fin despertaba.