Un viento errante levantaba pequeños remolinos de polvo allí donde el camino a California se confundía, durante unos pocos cientos de yardas, con la calle principal de ciudad Capitán. Unos cuantos perros mestizos descansaban a la sombra de los edificios de frente porticado; los caballos atados a los bebederos pateaban y espantaban las moscas; un niño holgazaneaba en una de las maltrechas aceras de tablones… A excepción de estos signos de vida, ciudad Capitán podría haber sido un pueblo fantasma, abandonado al sol y al viento del desierto.
Un carruaje cubierto crujía lentamente desde el este a lo largo de la polvorienta carretera. Los caballos, flacos y viejos, se inclinaban hacia adelante con cada una de sus renqueantes zancadas. La muchacha en el pescante llevóse una mano a la frente para protegerse del sol y habló con el anciano sentado junto a ella.
—Padre, estamos entrando en un pueblo.
El interpelado asintió con la cabeza y dijo:
—Es Capitán. No perderemos mucho tiempo aquí. Es un mal lugar; he oído hablar de él desde que cruzamos el Pecos. No impera ninguna ley aquí. Es un refugio de fugitivos y renegados. Sin embargo, deberemos detenernos el tiempo suficiente para comprar tocino y café.
Su voz vieja y cascada animó a los esforzados jamelgos; el polvo incrustado tras el larguísimo camino se desprendía del bastidor de la carreta, conforme esta se internaba rechinando en ciudad Capitán.
Cociéndose bajo un frente de incandescentes ondas caloríficas emanado por un sol implacable se alzaba Capitán. Dormitando entre los llanos páramos al sur y los desnudos Guadalupes se hallaba aquel pueblucho: hogar de fugitivos de toda ralea; mas no su santuario final, no el último y definitivo refugio para los desesperados y los condenados.
No obstante, no todos los que antaño acudieron a Capitán estaban marcados con el hierro de la senda del lobo. Precisamente, uno de sus escasos ciudadanos honrados se encontraba en ese instante en el saloon Cuatro Ases, frunciendo el ceño al hombre que se encontraba frente a él. Se trataba de Gran Mac, un vaquero texano de hombros anchos, amplio pecho y tendones como cordones de acero, templados durante años en las vías pecuarias que se extienden desde los robles de los pantanos del Golfo a las praderas de Canadá. Una figura habitual allí donde se reunieran los vaqueros; con su gran rostro moreno, sus volcánicos ojos azules y su pelo negro y rizado como la maleza rebelde. No se apreciaban muescas en la culata del pesado Colt del 45 que sobresalía de la vaina en su cadera derecha, pero aquellas cachas parecían gastadas por un uso abusivo. No, Gran Mac no marcaba su revólver, pero este había ardido en disputas entre rancheros y guerras entre poblados vaqueros desde Sabine a Milk River.
—Tú eres Bill McClanahan, ¿no es así? —preguntó el otro hombre al vaquero con una extraña ansiedad, que su fingido tono casual no consiguió ocultar—. ¿Acaso no te acuerdas de mí?
—Pues claro que me acuerdo —un hombre con muchos enemigos debe tener una gran memoria para las caras—. Tú eres Checotah Kid; te vi en ciudad Hayes, hace tres años.
—¡Bebamos! —a una indicación de Kid, el barman les envió vasos y una botella que llegaron hasta ellos deslizándose sobre la barra húmeda. Kid era como el negativo de Mac en fisonomía: delgado aunque duro como el acero, lampiño y rubio; sus ojos grises podían parecer ingenuos a primera vista, pero cualquier conocedor de los gestos de los hombres podría ver la crueldad y la traición asesina acechando en sus vidriosas profundidades.
Pero algo más ardía allí en aquel momento, algo temible y hambriento. Había una tensión nerviosa detrás de los gestos de Kid que desconcertaba a Gran Mac, que recordaba a aquel tipo como un joven pendenciero y pagado de sí mismo, frecuentador de los pueblos carreteros de Kansas. Sin duda trataba de disimular algo y, sin embargo, eso no explicaba su nerviosismo, pues no había ninguna ley en Capitán y la frontera se encontraba a menos de cien millas cabalgando hacia el sur.
De pronto el muchacho se inclinó hacia él y bajó la voz, aunque solo el camarero y un holgazán local en una mesa se encontraban en el saloon en aquel momento.
—Escucha, Mac, ¡necesito un socio! He encontrado colorado en los Guadalupes: ¡Oro puro, tan seguro como el infierno!
—No tenía ni idea de que fueras buscador —gruñó desconfiado Gran Mac.
—¡Un hombre puede llegar a ser un montón de cosas en la vida! —la risa de Kid sonaba triste—. Pero hablo muy en serio.
—Entonces ¿por qué no te quedas y explotas el filón? —preguntó el otro.
—La banda de El Bravo me persigue. ¡Pensé que aquí habría un sheriff o algo así! —una vez más Kid rio con amargura, casi histéricamente—. ¿Has oído hablar alguna vez de El Bravo? Lidera una banda de forajidos que campan a sus anchas en los Guadalupes. ¡Pero con un hombre vigilando mientras otro trabaja, podríamos sacar un buen montón! El filón está en un cañón situado justo en el borde de las colinas. ¿Qué me dices? —Una vez más ardió aquella intensa llamarada. Sus ojos brillaban clavados en Gran Mac como los de un condenado a muerte buscando alivio en el capellán.
El texano vació su vaso y sacudió la cabeza.
—No soy un buscador de oro —gruñó—. Pero estoy harto de trabajar; nunca en toda mi vida he disfrutado de unas vacaciones, salvo unos pocos días en la ciudad al final de la trashumancia o antes de la reunión de la cabaña. Dejé mi trabajo en el Lazy B hace tres semanas y planeo irme a San Francisco a disfrutar de la vida durante una buena temporada. Estoy cansado de los poblados vaqueros; ¡ya es hora de que vea cómo es una ciudad de verdad!
—¡Pero Mac, se trata de una fortuna en oro! —exclamó Kid apasionadamente, y sus ojos grises brillaron con una extraña luz—. ¡Serías un loco si la dejaras escapar!
Gran Mac se sobresaltó. Además, nunca le había gustado Checotah; pero el vaquero se limitó a responder tranquilamente:
—Bueno, tal vez lo sea, pero así es como ella se presenta siempre.
—¿No vas a ayudarme? —era casi un susurro. El sudor perlaba la frente de Kid.
—¡No! Pero estoy convencido de que encontrarás fácilmente otro socio.
Mac le volvió la espalda para alcanzar la botella.
Fue un reflejo fugaz en el gran espejo en la pared de detrás de la barra, captado con el rabillo del ojo, lo que le salvó la vida. En esa efímera imagen vio a Checotah Kid desenfundando su pistola; su rostro era una lívida máscara de desesperación. Gran Mac se giró, desviando el arma con un golpe de la botella que sostenía en la mano. La rotura violenta del vidrio se mezcló con el estruendo del disparo. La bala atravesó la holgura de la camisa del texano, haciendo un ruido sordo al incrustarse en la pared. Casi de forma simultánea, Mac estrelló su puño libre en el rostro de Kid.
El pistolero se echó hacia atrás tambaleándose; el humeante revólver se escurrió de sus dedos agarrotados. Mac fue tras él como un gran gato montés. No podía haber cuartel en una lucha como esa. El texano no escatimó fuerzas, pues sabía que el muchacho era un letal asesino… no era un secreto que había matado ya a media docena de hombres, y a muchos de ellos a traición; podría tener otra arma oculta en algún sitio.
Pero era un cuchillo lo que estaba buscando a tientas mientras reculaba aturdido por el impacto de los puñetazos propinados por el vaquero. Lo encontró, justo cuando un meteórico porrazo en la mandíbula lo arrojaba de cabeza a través de la puerta, para estrellarse en la calle polvorienta y quedar tendido boca arriba.
Permaneció inmóvil, anonadado, con la sangre goteando de su boca. Gran Mac se dirigió rápidamente hacia él para saber si estaba o no fingiendo.
Pero no llegó a alcanzarlo. Se produjo un rápido golpeteo de pies ligeros, un rumor de faldas y, cuando Mac vio a la chica saltar delante de él, recibió una sonora bofetada en su sorprendido rostro.
Retrocedió, mirando con asombro la esbelta figura que se enfrentaba a él, vibrante de cólera.
—¡No te atrevas a tocarlo de nuevo, gran matón! —jadeó, sus ojos negros llameaban—. ¡Cobarde! ¡Bruto! ¡Atacar a un muchacho que tiene la mitad de tu tamaño!
No encontró palabras para responder. Mac no era del todo consciente de su propio aspecto salvaje e imponente, con sus ojos feroces y oscuros y su cara surcada de cicatrices, mientras permanecía allí parado con los puños apretados como mazos, mirando al hombre que había derribado. El texano parecía un ogro al lado del delgado cuerpo del Kid; Checotah, por el contrario, recordaba a un niño inocente. Para la joven, ignorante de la conducta masculina, era como presenciar el brutal ataque de un rufián a un inofensivo muchacho. Mac lo comprendió vagamente, pero fue incapaz de reunir argumentos para defenderse. La joven no había visto el cuchillo de caza que había quedado cubierto por el polvo de la calzada.
Una pequeña multitud, silenciosa e inescrutable, se estaba congregando en torno a la escena. El ocioso que holgazaneaba en el saloon estaba entre ellos. Un anciano, con manos nudosas y hombros huesudos y encorvados, surgió del almacén contiguo al saloon portando bultos en sus manos. Echó a andar hacia la carreta polvorienta estacionada junto a una cerca un poco más allá del establecimiento, vio la multitud y corrió hacia ella con la inquietud ensombreciendo sus ojos.
La muchacha se volvió ágilmente y se arrodilló junto a Kid, que se esforzaba por sentarse en el suelo. Este vio piedad en sus ojos oscuros y húmedos y comprendió… Checotah jugaría sus cartas mientras permanecía caído en tierra.
—No permita que me mate, señorita —gemía—. ¡Yo no estaba haciendo nada malo!
—Esta bestia no te tocará más —le aseguró, encarándose a Gran Mac con una expresión desafiante. Limpió la sangre de la boca de Kid y miró malhumorada a los taciturnos hombres de rostros coriáceos congregados alrededor.
—¡Deberíais estar avergonzados! —les recriminó ella con el irresponsable coraje de los más jóvenes—. ¡Permitir que un matón como él abuse de un muchacho!
Nadie respondió, pero los labios de los presentes se torcieron en una siniestra y sardónica mueca, que ella no podía comprender. Con su rostro enorme y curtido claramente avergonzado, Gran Mac masculló entre dientes algo ininteligible y, girando sobre sus talones, volvió a entrar en el saloon. Allí las voces le llegaban solo como un murmullo incoherente: la vacilante e hipócrita voz de Kid, seguida rápidamente por los tonos suaves y consoladores de la desconocida jovencita.
—¡Por las calderas del infierno! —Gran Mac agarró una botella de whisky.
—Las mujeres son unas criaturas muy curiosas —comentó el barman mientras fregoteaba la barra. El gruñido de Mac cortó cualquier posibilidad de conversación. El texano se llevó la botella a una mesa en la parte más oscura de la cantina. Se sentía mentalmente herido. La bofetada que la chica le había propinado no suponía para él más que el roce de una pluma… pero su profundo y urticante escozor persistía. Se sentía furioso y humillado. Un berrinche de una muchacha lo había dejado hundido como un perrillo abandonado. Como la mayoría de los hombres curtidos en los caminos ganaderos, era extremadamente sensible en lo que a las féminas se refería. Refractario a las opiniones de los miembros de su mismo sexo, el desprecio o la ira de una mujer podían lacerarlo profundamente. Al igual que todos los hombres de su raza, Mac tenía en alta estima a la mujer y deseaba su buena opinión. Pero aquella jovencita lo había condenado solo por las engañosas apariencias. Su sentido de la justicia había sido ultrajado; su alma sufría una comezón que no se veía aliviada por el peso de los mil y pico dólares en billetes que lastraba su bolsillo, ni por la anticipación del derroche de los mismos en esa lejana ciudad que nunca había pisado.
Bebió y volvió a beber. Su rostro tornóse más oscuro y sus ojos azules ardieron más salvajemente aún. Mientras estaba allí sentado, enorme, sombrío y melancólico, parecía capaz de cometer cualquier acto salvaje y feroz. O eso pensaba el hombre que después de un rato entró furtivamente y se acomodó en una silla frente a él. Gran Mac frunció el ceño. Lo conocía como Slip Ratner, uno de los muchos personajes funestos que merodeaban por ciudad Capitán.
—Yo estaba aquí cuando Kid te atacó —dijo Ratner con una leve y maligna sonrisa curvando sus labios delgados—. Seguro que esa chica te arrastró sobre las brasas, ¿me equivoco?
—¡Cállate! —gruñó Gran Mac agarrando la botella de nuevo.
—¡Claro, claro! —lo tranquilizó Ratner—. Entre tú y yo y sin ánimo de ofender: se comportó como una descarada; deberías haberle devuelto la bofetada. ¡Escucha! —Se inclinó hacia delante y bajó la voz—: ¿Te gustaría vengarte de esa pequeña ramera?
El texano se limitó a gruñir. Estaba prestando muy poca atención a lo que le decía Ratner. ¿Hacer daño a una mujer? Aquel pensamiento jamás había entrado en su mente. Su código, el código rígido y grabado a fuego de la frontera de Texas, no contemplaba represalias contra una mujer, fuera cual fuese la provocación. Pero Ratner estaba hablando de nuevo, apresuradamente.
—No me imagino por qué Kid trató de agujerearte, pero ese cuento suyo sobre el oro era una condenada mentira. Ha estado en los Guadalupes, sí, pero no buscando oro. Estaba tratando de unirse a la banda de El Bravo. Tengo recursos para enterarme de muchas cosas…
»Checotah abandonó Capitán hace apenas unos días. Iba solo a unos pocos pasos por delante de los agentes federales que lo perseguían. Además de eso, hay pasquines anunciando una suculenta recompensa por su cabeza por todo México. Tanto ha matado y robado a ambos lados de la raya, que solo hay un lugar seguro para él: el santuario de El Bravo en los Guadalupes. Ahí es donde van a parar los fugitivos de la justicia de México y los Estados Unidos.
»Sin embargo El Bravo no acepta gratuitamente a ningún hombre. Todos deben comprar su puesto en la banda. ¿Te acuerdas de Stark Campbell, el que robó el banco en Nogales? Se levantó diez mil dólares y tuvo que dar hasta el último centavo a El Bravo para unirse a sus filas. Fue duro, pero era eso o su pellejo. Dicen que El Bravo posee un fabuloso tesoro escondido en algún recóndito lugar de los Guadalupes.
»Pero Checotah no tenía ni un centavo y El Bravo se negó a enrolarlo. Kid está desesperado. Si se queda aquí los federales pueden trincarlo en unos días y no tiene ningún otro lugar adonde ir. Cuando lo vi lloriquear con esa estúpida muchacha pensé que escondía algo bajo la manga. ¡Y así era! Les rogó que lo llevaran con ellos fuera de la ciudad; dijo que tenía miedo de ser asesinado si permanecía en Capitán. ¿Y sabes qué hicieron esos dos primos? ¡Invitarlo a ir a California con ellos! Lo pusieron en el carro, pues Kid fingía estar herido, y se marcharon; la joven le enjugaba la sangre de la cara, y su caballo ensillado iba atado a la parte trasera del carruaje.
»Pues bien, cuando lo subían a la carreta me aposté furtivamente detrás de la lona y los escuché hablar. La muchacha se lo contó todo a Checotah. Su apellido es Ellis; ella es Judith Ellis. El viejo lleva encima mil dólares que ahorró trabajando en una granja en Illinois o algún lugar similar, y pretende usarlos como primer pago de un pedazo de tierra de regadío en California.
»Mira Mac, conozco bien a Kid: él no irá a California. Ni siquiera se atrevería a dejarse ver en la siguiente ciudad, más allá del Scalping Knife River. En algún lugar a lo largo del sendero matará al viejo Ellis y se dirigirá luego hacia los Guadalupes con el dinero y la chica. ¡Pagará su ingreso en la banda de El Bravo con ambas cosas! A El Bravo le gustan las mujeres, y ella es lo suficientemente atractiva como para encandilar a cualquiera.
»Y aquí es donde entramos nosotros —prosiguió Ratner—. No creo que Checotah ataque hasta que hayan pasado Siete Mulas. Eso está a unas nueve millas de aquí. Si nos llevamos los caballos y cabalgamos a través de los campos de espinos, podremos adelantarlos y emboscarlos en el paso. O podemos esperar hasta que Kid asesine al hombre y acabar luego con él. Muerto Kid, tú limpias tu honor. Luego nos dividimos el botín. Yo me quedo con el dinero y tú te llevas a la chica. Nadie lo sabrá nunca. Hay un montón de lugares en las montañas adonde puedes llevarla y…
Por un instante Gran Mac permaneció sentado en silencio, mirando con incredulidad el astuto rostro que tenía frente a él conforme iba desgranando su monstruosa propuesta. Ratner no acertaba a interpretar correctamente su atónito silencio; pensaba que todos los hombres compartían sus instintos carroñeros.
—¿Qué me contestas? —insistió.
—¿Cómo…? ¡Maldito loco! —Los ojos de Gran Mac arrojaron llamaradas rojizas al tiempo que se incorporaba. La mesa se estrelló de costado, haciendo trizas las botellas en el suelo de tablas. Ratner, casi petrificado debajo de Mac, gritó de miedo y furia dando un salto. Echó mano a su revólver mientras el enloquecido vaquero se abalanzaba sobre su cuerpo; pero este no malgastó plomo con él. Su movimiento fue como el golpe de una garra de oso cuando su mano se crispó sobre la muñeca de Ratner. El renegado gritó y un hueso se quebró. La pistola voló a un rincón y Gran Mac lanzó tras ella al miserable, que quedó inmóvil en un aturdido y arrugado montón. Los parroquianos se dispersaron cuando Gran Mac salió de la cantina y se dirigió hacia el bebedero donde había amarrado a su corpulento caballo castrado.
Unos instantes más tarde el gigante texano salía de la ciudad como un trueno en medio de un torbellino de polvo, y tomaba el camino que conducía al oeste.
Al este de Capitán, el camino se extendía a través de un polvoriento páramo y era visible desde varias millas; lo cual resultaba muy ventajoso para sus habitantes, pues era por allí por donde los sheriffs y agentes federales llegaban cabalgando las más de las veces. Pero hacia el oeste, el terreno se convertía en una región quebrada en la que el camino quedaba fuera de la vista de la ciudad a escasamente una milla. Y unas millas más allá, en dirección suroeste, los siniestros contornos de los Guadalupes brillaban bajo un cielo teñido de un blanco acerado por el sol de la mañana. Siempre habían servido de guarida a feroces criminales del desierto —salvajes pintarrajeados de rojo antaño y bandidos con sombrero más tarde—, pero jamás albergaron a asesinos más letales que los de aquella misteriosa banda de El Bravo. Gran Mac había oído hablar de él; había escuchado, también, que muy pocos conocían su verdadera identidad, tan solo se sabía que se trataba de un hombre blanco.
La ciudad desapareció detrás de él, y después de ella el texano pasó tan solo frente a una construcción: la choza de adobe de un pastor mexicano a unas cinco millas al oeste de Capitán. Una milla más adelante el camino se hundía en el ancho y profundo cañón cortado por el Scalping Knife River en su curso hacia el sur —ahora solo un hilillo de agua en su escasamente profundo cauce—. Tres millas más allá del cañón se elevaba una cadena de colinas; un espolón de los Guadalupes a través del cual el camino discurría por el paso de las Siete Mulas. Allí era donde Ratner pretendía tender su emboscada. Gran Mac esperaba adelantar al lento carromato antes de que este llegara al paso.
Pero cuando cabalgaba hacia la vertiente oriental del cañón, comenzó a gruñir y aguzó la vista sobre una forma tendida patéticamente sobre el lecho del mismo: al parecer, Kid no había esperado a cruzar el paso. Al cabo de un rato Mac se inclinaba sobre el cuerpo del viejo Ellis. Tenía una bala alojada en el hombro izquierdo y estaba inconsciente. Había perdido una gran cantidad de sangre pero el repiqueteo de su viejo corazón era fuerte. El carro aún estaba a la vista. Las rodadas se alejaban cañón arriba; las huellas de un caballo solitario bajaban por el cañón. Gran Mac comprendió el significado de aquellas señales. Slip Ratner lo había profetizado certeramente, con la sabiduría de un lobo en lo tocante a las costumbres de los lobos. Checotah abrió fuego contra el anciano; probablemente sin previo aviso. El tiro de animales, asustado, había escapado con la carreta. Kid huyó al galope por el cañón con la chica y, sin duda, los ahorros del pobre anciano.
Mac restañó el flujo de sangre con su pañuelo. Recostó al anciano inconsciente sobre la silla y dio media vuelta, guiando el caballo a pie y maldiciendo sonoramente cuando las rocas del pedregoso camino se volteaban bajo sus botas de alto tacón. De vuelta en la choza del pastor de ovejas, a milla y media del cañón, levantó al herido y lo trasladó al interior, tendiéndolo sobre una litera. El viejo mexicano lo miraba atónito.
Mac partió en dos pedazos un billete de diez dólares y le entregó uno al peón.
—Si está vivo cuando regrese te daré la otra mitad. Si no lo está, te pondré muy difícil conservar esta. Hay un carro con su tiro vagando por el cañón; envía a un muchacho a por él y tráelo aquí de vuelta.
—Sí, señor —el viejo prestó de inmediato sus cuidados al hombre herido; como medio indio que era, sus conocimientos médicos y quirúrgicos eran toscos y primitivos, pero eficaces.
Mac se dirigió de nuevo hacia el cañón. Kid no se había molestado en ocultar sus huellas. No existía la ley en ciudad Capitán; había empero hombres allí que no le habrían permitido secuestrar a una muchacha de haber podido evitarlo. Pero nadie intentaría seguirlo a los Guadalupes, infestados como estaban de sanguinarios forajidos.
El camino que llevaba al lecho de la garganta era llano; lo siguió durante tres millas. Las paredes se hacían cada vez más altas y escarpadas conforme el cañón se hundía más y más entre las colinas. En un determinado punto el sendero se desviaba hacia un estrecho barranco y, siguiéndolo, Mac salió a un bancal seco y arenoso rodeado por las laderas de las montañas. En el borde sur de aquel llano los buitres extendían sus alas y volaban lejos… no habían comido: estaban esperando, con espeluznante paciencia, para darse un festín. Momentos después Gran Mac miró hacia abajo y distinguió la figura tendida de Checotah Kid. Le habían disparado a campo abierto, y un rastro de sangre en la arena dibujaba el agónico camino que había seguido hasta alcanzar la sombra de una gran roca.
El disparo le había atravesado el cuerpo muy cerca del corazón. Tenía los ojos vidriosos y en cada bocanada estallaban sanguinolentos espumarajos entre los labios amoratados.
Gran Mac lo miró con ojos duros y despiadados.
—¡Despreciable alimaña! ¡Cómo siento que otro se me haya adelantado! ¿Dónde está la muchacha?
—El Bravo se la llevó —jadeó Kid—. Me vio cabalgando… con la bandera. Vino a mi encuentro. Yo le entregué a la chica… como pago por mi ingreso en la banda. Traté de quedarme los mil dólares… se, se los quité al viejo. Me registraron… los encontraron… El Bravo me disparó como castigo por intentar ocultárselos.
—¿Adónde se la llevaron?
—A su escondite. No sé dónde está. Nadie salvo ellos lo sabe —la voz de Kid era cada vez más débil y pastosa—. Ellos vigilan los senderos… todo el tiempo. Nadie puede internarse en… los Guadalupes sin que lo sepan. Yo llevaba la bandera como señal de tregua… la única manera de ir más allá… —Hizo un gesto vago hacia una rama de álamo con un fragmento de tela blanca atado a ella, que yacía cerca de él.
La curiosidad le dictó a Gran Mac su siguiente pregunta:
—¿Por qué trataste de pegarme un tiro? Nunca tuvimos ninguna disputa en Kansas.
—Tú ibas a ser mi boleto de entrada —boqueó Kid—. Por eso traté de atraerte a las colinas. El Bravo te necesita vivo… Pero cuando dijiste que no vendrías, pensé que si le llevaba una prueba de que te había matado tal vez me dejaría ingresar de todos modos. ¡El Bravo es Garth Bissett!
¡Garth Bissett! Eso explicaba muchas cosas. Sobraban razones para que Bissett odiara a Gran Mac. Se conocieron en un poblado vaquero de Kansas, al final de una caravana de ganado desde Texas. Bissett era el comisario de ese poblado. Un hombre duro, receloso como un lobo, rápido como un rayo de verano con las pistolas de marfileñas cachas que le colgaban de ambas caderas. Y al mismo tiempo el mayor desalmado y sinvergüenza que haya dirigido un refugio carretero de buitres carroñeros. Fue Gran Mac quien acabó con su reinado, acudiendo en ayuda de un joven vaquero engañado por uno de los ayudantes-pistoleros de Bissett; el enorme texano había dejado al ayudante muerto sobre la pista de un salón de baile después de un tiroteo, y en los bolsillos del fiambre se hallaron cartas que revelaban el lado perverso de Bissett: pruebas de robos y asesinatos. Fue entonces cuando un agente federal entró en el juego. Bissett podría haber escapado, pero se detuvo en el campamento vaquero a las afueras del pueblo para ajustarle las cuentas al corpulento vaquero.
Gran Mac salió del consiguiente tiroteo con un balazo incrustado en su musculoso pecho, mientras que Bissett, con la pierna fracturada por una bala del 45 de Mac, fue detenido por el agente federal. Fue juzgado y condenado a cadena perpetua, pero durante su traslado a la penitenciaría escapó y su pista se perdió para siempre. Se rumoreó que había huido a México para participar en una revuelta.
Absorto como estaba, Gran Mac no se dio cuenta de que Kid estaba ya en el otro barrio. Sin dedicarle otra mirada montó y cabalgó internándose más en las montañas, siguiendo las débiles huellas que los asesinos habían dejado. Su rostro aparecía sombrío y amenazador, pero la sombra de una sardónica sonrisa temblaba en las comisuras de su dura boca, mientras sostenía en una mano la enseña de tregua que portara Checotah Kid. Había trazado un plan, un plan delirante y desesperado con una probabilidad de éxito de uno entre mil: ¡pero el único posible! Sabía que no valdría de nada entrar a tiros en los Guadalupes. Si trataba de abrirse paso a la fuerza hacia la guarida de los bandidos, aunque fuera capaz de encontrarla, moriría acribillado en una emboscada antes de llegar. No había más que un camino para llegar al corazón de la fortaleza de El Bravo, y era el que acababa de emprender.
No se preguntó por qué seguía el rastro de una muchacha que no significaba nada para él. Era parte de su personalidad hacer cosas como aquella; parte del código de la Frontera de Texas, fruto de medio siglo de guerra sin cuartel contra hombres de piel roja y piel morena, para quienes las mujeres de los blancos constituían un precioso botín. Un hombre blanco debe socorrer a una mujer en peligro, independientemente de quién sea ella; eso es todo lo que había que saber. Así pues, Gran Mac iba en auxilio de la chica que le había despreciado, en vez de encaminarse a la lejana ciudad donde esperaba derrochar el fajo de billetes que llevaba en el bolsillo. Solo él sabía la cantidad de sacrificio y trabajo duro que representaba aquel dinero.
Había dejado el llano a unas pocas millas a su espalda, y cabalgaba a través de un accidentado desfiladero, cuando una voz ronca le ordenó que detuviera su marcha. Obedeció al instante y levantó las manos. El vozarrón provenía de un grupo de rocas a su derecha.
—¿Quién eres tú y qué diablos quieres? —preguntó la áspera voz.
—Soy Gran Mac —respondió tranquilamente el texano—. Vengo en busca de El Bravo.
—¿Qué traes para él? —fue la siguiente pregunta; una pregunta rutinaria, evidentemente.
Gran Mac se echó a reír:
—¡A mí mismo!
—¿Estás loco? —gruñó sorprendida la voz.
—No. Llévame hasta Bissett. Si no te recompensa por ello entonces es a él a quien le falta un tornillo.
—Está bien, ¡él no es ningún loco! —gruñó el centinela entre los arbustos—. ¡Desmonta! Ahora desabróchate el cinturón canana y déjalo caer. ¡Aléjate de él o disparo! Mantén las manos levantadas. Tengo una carabina del calibre 45-70 apuntándote al corazón.
Gran Mac hizo exactamente lo que le dijeron. Estaba allí de pie, desarmado y con las manos en el aire, cuando el forajido salió de detrás de las rocas; un hombre alto que caminaba con los pasos ágiles y elásticos de un puma. Mac lo reconoció al instante.
—¡Stark Campbell! —dijo entre dientes—. ¡Así que es por esto que nunca te cogieron!
—¡Y nunca lo harán! —replicó el rufián con un rotundo juramento—. Los federales no pueden cogernos aquí, en los Guadalupes. Un hombre tiene que pagar un precio muy alto para entrar —una rabia amarga vibraba en su voz cuando dijo eso—. ¿Qué barbaridad has cometido tú para desear hacerlo?
—Eso no importa ahora. Solo llévame ante Bissett.
—Tendré que escoltarte hasta su santuario privado, si es que quieres verlo —dijo Campbell—. Acaba de llevarse allí a una muchacha. Nadie que vea su lugar de recreo vive para contarlo, a menos que forme parte de su banda. Si no te deja ser miembro te matará. Sin embargo, aún puedes regresar si lo deseas. No te detendré. No eres un agente de la ley.
—Quiero ver a Bissett —respondió tajante el texano. Campbell se encogió de hombros y sacó una pistola, dejando el rifle a un lado. Ordenó a Gran Mac que se diera la vuelta, le puso las manos a la espalda y le ató torpemente las muñecas (con una mano, pues con la otra mantenía clavado el cañón de su pistola en la espalda de Mac), mas cuando las manos del texano estuvieron parcialmente inmovilizadas, completó su tarea con ambas manos. A continuación, Campbell sacó su caballo (un ruano larguirucho) de detrás de las rocas y colgó el cinturón canana de Mac del cuerno de la silla del animal.
—Monta en tu caballo —gruñó—. Yo te ayudaré a auparte.
Se pusieron en marcha, con Campbell en cabeza tirando del castrado del texano. Durante tres o cuatro millas siguieron un tortuoso camino, que atravesaba la región más salvaje y agreste que Gran Mac había visto en su vida, hasta que entraron en un cañón de paredes verticales que, al parecer, se cegaba delante de ellos debido a la convergencia de las escarpaduras laterales. Pero a medida que se acercaban al final, Gran Mac vio una hendidura en un ángulo a quince pies por encima del suelo del cañón, accesible por un sendero estrecho y sinuoso. Un hombre los saludó desde arriba.
—¡Soy yo, Campbell! —gritó su captor, y una voz cascada les ordenó que avanzaran—. Este es el único camino posible hasta nuestra guarida —le informó Campbell—. Ya ves que son escasas las probabilidades de que nos capturen aquí, aunque nos encuentren. Un hombre con un puñado de granadas podría detener un ejército ante esa hendidura.
Ascendieron por el camino en fila india. Los caballos se apretaban contra la pared interior, indecisos ante la estrechez del sendero. Campbell tenía razón —Mac lo sabía— al asegurar que ninguna partida podría remontar ese camino si era acosada con fuego desde arriba.
Al entrar en la hendidura, un hombre de negros bigotes surgió de detrás de un saliente rocoso y los miró con suspicacia.
—Está bien, Wilson. Estoy escoltando a este sujeto hasta el santuario de Bissett.
—¿No es ese Gran Mac? —preguntó Wilson, a quien Mac reconoció como otro conocido criminal de Capitán, también misteriosamente «desaparecido»—. ¿Qué tiene para Bissett? ¿Lo has registrado?
—Sabes perfectamente que no; solo lo suficiente para desarmarlo —refunfuñó Campbell—. Conoces las reglas igual que yo. Nadie más que Bissett puede tocar el dinero —escupió—. Vamos, Mac. Si tienes algo de interés para Bissett te desataré. Si no es así, no tendrás nada de lo que preocuparte; no con una bala en tu cabeza.
La hendidura era como un túnel horadado en la roca. Se extendía unos cuarenta pies y luego se ensanchaba hasta desembocar en un paraje que parecía una continuación del cañón que habían dejado atrás. Semejaba una especie de cuenco; su fondo era más alto que el del cañón exterior en unos quince pies, rodeado de una pared vertical e ininterrumpida de trescientos pies de altura, y aparentemente imposible de escalar. Campbell confirmó este extremo:
—Nadie puede llegar hasta nosotros descolgándose por esos acantilados —explicó—. Son tan escarpados por fuera como lo son por dentro. Es como si alguien hubiera excavado un hoyo en medio de una meseta rocosa. Pues bien, el hoyo es este cuenco. ¡Vamos, desmonta!
Gran Mac, con las manos atadas, se las arregló como pudo mientras Campbell dejaba los caballos a la sombra de la pared, con las riendas colgando. Mantuvo al texano por delante de él mientras se encaminaban hacia el edificio de adobe que se alzaba en el centro del cráter, rodeado de un cercado de piedra cuadrangular que a un hombre alto le llegaría a la altura del pecho.
—«La última línea defensiva», como le gusta decir a Bissett —exclamó Campbell—. Incluso si una partida armada logra llegar a la hondonada, lo que de por sí es imposible, podríamos resistir durante largo tiempo tras ese muro. Hay un manantial dentro de la empalizada y provisiones y municiones para todo un año.
El comisario renegado siempre había sido un maestro de la estrategia. Gran Mac no creía que aquel bastión de forajidos pudiera caer por un ataque directo, independientemente del número de los asaltantes… eso si llegaba a ser descubierto algún día por un cuerpo de defensores de la ley.
Un hombre al que Campbell se refirió como Garrison se acercó a la pared desde el interior del cercado, donde pastaba una docena de caballos, y otro los recibió en la pesada puerta metálica construida a prueba de balas.
—¡Qué demonios! —exclamó este último—. ¡Pero si es Gran Mac! ¿Dónde lo atrapaste?
—Cabalgaba con la bandera de tregua, Emmett —respondió Campbell—. ¿Se encuentra Bissett en la cabaña?
—Sí, está con esa chica —gruñó Emmett—. ¡Por Dios, no sé qué pensar de todo esto!
Evidentemente Emmett conocía algo de la antigua vida de Bissett. Los tres hombres siguieron a Mac mientras caminaba por el patio hacia la choza. Stark Campbell, John Garrison, Red Emmett, más allá, en el túnel, Wolf Wilson… había penetrado en el santuario de los malditos; el último asilo para los renegados más desesperados a ambos lados de la frontera, para quienes todas las demás puertas permanecían cerradas y contra quienes las manos de todos los hombres estaban alzadas. Solo en aquel cañón perdido de los Guadalupes podían esperar encontrar refugio; un refugio junto a la guarida del lobo al que habían sacrificado todas sus ganancias teñidas de sangre.
Semejante alianza solo era comparable a una gran coalición de manadas de lobos. Bissett las dominaba a todas gracias a una inteligencia más aguda y a una mano más rápida con las armas. Lo odiaban por la brutal avaricia que les había despojado hasta de la última migaja de sus saqueos, a cambio de la oportunidad de una vida segura y desnuda de riquezas; pero le temían demasiado y reconocían su superioridad, sabían que sin su dirección la gran manada perecería a pesar de todas sus ventajas naturales.
Campbell empujó la puerta abierta. Cuando Gran Mac atravesó el umbral, el ocupante de la habitación se volvió con la velocidad de un felino empuñando una pistola con cachas de marfil, incluso durante el instante que tardó en ver que el forastero era un cautivo con las manos atadas a la espalda.
—¡Tú! —era el rasposo aullido de una hiena. Bissett era tan grande como Gran Mac aunque no tan corpulento. Era enjuto, alto y delgado; sus bigotes amarillentos caían por debajo de una boca fina como el tajo de un cuchillo. Sus ojos claros brillaban con un escalofriante fuego helado.
—¡Pero qué diablos! —parecía aturdido por la sorpresa. El texano vio detrás de él a la chica, encogida en un rincón con los ojos desmesuradamente abiertos por el terror.
No había esperanza en ellos cuando se encontraron con los suyos. Para ella no era más que otro animal de presa. Gran Mac sonrió a Bissett sin alegría.
—Vengo a unirme a tu banda, Garth —dijo con calma—. He oído que es necesario hacerte un regalo. Bueno, ¡yo soy el regalo! Tengo entendido que pagas generosamente por mi piel.
Estaba jugando con su conocimiento de la naturaleza de Bissett, confiando en que el protector de los peores criminales de la frontera no dispararía sobre él inmediatamente. Se enfrentaron cara a cara. El grandullón texano sonreía con expresión algo sombría pero relajada; Bissett gruñía, tenso y receloso como un ave rapaz.
—¿Dónde lo encontraste, Campbell? —dijo bruscamente.
—Llegó portando la enseña de tregua —se justificó el interpelado—, igual que cualquiera que desee unirse a nosotros. Dijiste que te alegrarías de verlo.
Bissett se volvió hacia Mac, sus ojos llameaban como los de un coyote que hubiera olido una presa.
—¿Por qué has venido hasta aquí? —le espetó—. Tú no eres precisamente un loco; no te pondrías en mi poder a menos que tuvieras un motivo condenadamente bueno, ¿o se trata de un farol? —Se giró hacia sus hombres como espoleado por una súbita sospecha—. ¡Salid del cercado, maldita sea! ¡Vigilad los acantilados! ¡Registradlo todo! Este texano del demonio no vendría aquí solo a menos que tuviera un as bajo la manga.
—Bueno, yo… —empezó a decir Campbell, pero la sombría voz de Bissett cortó su balbuceo como lo haría un golpe de látigo.
—¡Cállate, maldito seas! ¡Sal ahí fuera! ¡Yo soy quien piensa en la banda!
Mac vio el odio desnudo en los ojos de Campbell mientras salía cabizbajo y en silencio detrás de los otros; reparó también en los ojos ardientes de Bissett clavándose en el hombre: ¡allí había mala sangre! Campbell temía a Bissett menos que los demás, y por lo tanto era el blanco de las sospechas del «macho alfa» de la manada.
Cuando los hombres salieron del edificio, Bissett recogió una escopeta de dos cañones y la armó.
—No sé a qué juegas —siseó entre sus dientes amarillentos—. Debes tener una partida de cazarrecompensas siguiéndote o algo así. Pero pase lo que pase no olvides que yo te tengo a ti.
Mac, desarmado y con las manos atadas, parecía indefenso; pero el recelo lobuno de Bissett era al mismo tiempo su fuerza y su debilidad.
—Tú no eres un forajido —gruñó—. No has venido aquí para unirte a mi banda. Sabías que te desollaría vivo o te enterraría en un hormiguero. Te lo preguntaré una vez más: ¿a qué has venido aquí?
Gran Mac se echó a reír en su cara. Un hombre que guiaba cabañas por largos caminos año tras año aprendía a juzgar a hombres y animales. Bissett reaccionó exactamente como Mac esperaba. El texano estaba jugando a ciegas con ese conocimiento intuitivo, esperando algún tipo de brecha. Un juego muy peligroso, pero ya estaba acostumbrado a las partidas donde el diablo tentaba con apuestas letales.
—No tienes una banda muy numerosa, Bissett —dijo al fin.
—No estamos todos aquí —explicó el forajido—. La mayoría de mis buitres está fuera en una incursión, cerca de la frontera. Pero eso no te incumbe. ¿Cuál es tu juego? Si desembuchas tu final será más… rápido.
Mac volvió a mirar a Judith Ellis, patéticamente acurrucada en un rincón; el terror marcado en sus ojos le dolía. Para aquella muchacha, no acostumbrada a la violencia, la experiencia debía ser como una pesadilla.
—¿Mí juego dices, Bissett? —respondió Gran Mac con frialdad—. ¿Cuál podría ser? Nadie puede atravesar el túnel sin que Wilson lo vea, ¿no es así? Por otra parte es imposible que nadie pueda escalar esos acantilados, ¿me equivoco? ¿De qué serviría hacerlo si tengo una banda siguiéndome, como tú crees?
—Insisto, no vendrías aquí sin un as escondido en la manga —murmuró Bissett.
—¿Y qué pasa con tus hombres? —Gran Mac jugó su as.
Bissett palideció. Sus recelos cristalizaron de pronto: las sospechas sobre la misteriosa aparición de Gran Mac y la desconfianza en sus propios hombres que siempre había roído su cerebro. Sus ojos, clavados en Mac sobre el negro hocico de una escopeta de dos cañones, estaban inyectados en sangre.
—¡Estás atrapado Bissett! —fanfarroneó Gran Mac, que jugaba su mano de minuto en minuto juzgando que sería lo más oportuno—. ¡Tus propios hombres te han vendido por haberlos despojado miserablemente a cambio de tu protección!
Y en ese momento llegó la oportunidad que esperaba el texano. Campbell regresaba a la choza de adobe y Mac, al verlo, le gritó:
—¡Campbell, ayuda! —Bissett se giró como un relámpago apuntando los cañones de su escopeta hacia su asombrado seguidor. Fue solo un movimiento instintivo y, aun así, no habría apretado los gatillos; habría descubierto la endeble treta de Mac… de haber tenido un instante para pensar.
Pero Mac sí lo tuvo y decidió arriesgarse. Se lanzó de cabeza contra Bissett y, en el impacto, los percusores de su escopeta, ajustados para responder a la mínima presión de los gatillos, cedieron con el involuntario y convulsivo tirón de los dedos del rufián. Ambos cañones bramaron cuando el cuerpo de Mac estrellóse contra el de Bissett y una nube de perdigones pulverizó el cráneo de Stark Campbell. Murió de pie sin saber por qué. Así es la suerte a veces; no fue un capricho de Mac, él no había planeado su muerte.
Al tiempo que ambos caían al suelo, Mac propinó un salvaje rodillazo a Bissett en el vientre y se alejó rodando de él, mientras el renegado jadeaba doblado por la agonía. Mac se incorporó trabajosamente, rugiendo en dirección a la muchacha:
—¡Su cuchillo, rápido! ¡Corta las cuerdas!
El impacto de su voz hizo que la aterrorizada muchacha pasara a la acción. Saltó a ciegas, le arrebató a Bissett el cuchillo que llevaba en la bota y serró las cuerdas que sujetaban las muñecas de Mac, cortando indistintamente rodajas de piel y de cáñamo. Los acontecimientos se habían precipitado vertiginosamente. En el exterior, Garrison y Emmett corrían hacia la casa con las armas en la mano. Algunas fibras de las ligaduras se partieron bajo la acción del cuchillo y Mac rompió el resto. Se agachó y tiró de Bissett hasta ponerlo en pie. El renegado, solo a medias consciente, manoseaba torpemente sus revólveres. Mac los apartó de él de un manotazo y zarandeó violentamente la flácida figura frente a él.
—¡Diles a tus hombres que se retiren! —le gritó, clavando una dura bocacha en la espalda de Bissett—. ¡Te obedecerán! ¡Díselo, rápido!
Pero la orden nunca fue pronunciada. Los hombres de fuera ignoraban lo que había sucedido en la choza. Tan solo habían visto a Campbell atravesar volando el umbral con el cráneo acribillado, y pensaban que su líder se habría vuelto contra ellos. Emmett alcanzó a ver a Bissett a través de la puerta y disparó. Al punto, Mac sintió que el cuerpo del maestro de lobos temblaba convulsivamente en sus manos. La bala había perforado de lado a lado su cabeza.
Mac arrojó el cadáver a un lado y disparó con su arma a la altura de la cadera. Emmett, alcanzado en el morro, cayó pesadamente sobre su espalda. Garrison, al ver caer a su compañero y a Mac asomando por la puerta, comenzó a avanzar de nuevo sin dejar de disparar. Buscaba la protección de la cerca de piedra. Una vez allí podría mantener la lucha durante largo tiempo. Wilson estaría en esos momentos a punto de llegar desde el túnel. Si emprendían un asedio, la chica correría un gran peligro bajo la lluvia de plomo resultante.
Mac salió temerariamente a campo abierto disparando a dos manos. Sentía el ardiente plomo desgarrándole la camisa, quemándole la piel sobre las costillas. Garrison gruñó, giró y saltó la pared. En medio de una zancada se tambaleó como si estuviera borracho, sacudiéndose violentamente. Dio la vuelta y comenzó a disparar de nuevo mientras se desplomaba, sosteniendo sus revólveres con ambas manos. Siguió apretando el gatillo; disparó una y otra vez; sus proyectiles golpeaban la tierra delante de las botas de Gran Mac.
Sus percusores encontraron sendas cámaras vacías antes de caer al suelo y quedar inmóvil, en medio de un creciente charco de sangre roja y espesa.
Mac oyó gritar a Judith, y al mismo tiempo notó un rumor a sus espaldas y el impacto de un golpe que lo dejó tambaleándose. Describió un semicírculo como si estuviera ebrio, vislumbrando confusamente el barbado rostro de Wilson. El bandido se ahorquillaba sobre el muro aprestándose a saltar al interior, antes de que Mac volviera a disparar. Su última bala atravesó el cuello de Wilson haciéndole caer a los pies del murete, donde permaneció temblando una docena de segundos como un pollo decapitado.
En el silencio ensordecedor que siguió al estruendo de las armas, Mac se volvió hacia la choza; la sangre que manaba de sus heridas teñía de rojo su camisa. La pálida muchacha se acurrucaba junto a la puerta, temiendo aún por su suerte. Las primeras palabras del texano la tranquilizaron.
—No tema, señorita. Vengo a llevarla de nuevo junto a su padre.
Entonces ella se aferró a él, llorando histéricamente de alivio.
—¡Oh, lo han herido! ¡Está sangrando!
—Solo una bala en el hombro —gruñó él muy seguro de sí—. No es nada.
—Déjeme vendárselo —suplicó, y él la siguió al interior de la choza. La chica evitaba mirar a Bissett, tendido en medio de un charco carmesí, mientras vendaba el hombro de Mac con tiras arrancadas, tosca y torpemente, de su propio vestido.
—Yo, yo… le he juzgado mal —tartamudeó ella—. Lo siento mucho. Kid, ¡esa sucia bestia!… mi padre… —se le atragantaron las palabras.
—Su padre está bien —aseguró Mac—; tan solo tiene un agujero en el hombro, igual que el mío. A algunos miserables les gusta disparar desde ese ángulo. Hay un par de caballos ensillados en la boca del túnel. Vaya allí y espéreme.
Después de que ella se fuera emprendió una desesperada búsqueda. Y al poco desistió, jurando sonoramente. Ni los bolsillos del líder muerto ni un apresurado registro de las habitaciones lo recompensaron con lo que buscaba. El dinero robado al viejo Ellis habría ido a reunirse con el resto del botín de Bissett, escondido solo Dios sabe en qué hedionda y profunda cripta. Seguramente ya habría planeado fugarse —algún día no muy lejano— a otro continente con su botín. En cualquier caso estaría bien escondido; un hombre podría buscarlo en vano durante años y ¡Gran Mac no tenía tiempo para prospecciones! Bissett podría haber estado mintiendo cuando dijo que poseía más hombres, ocupados temporalmente en una incursión; pero con la muchacha allí no podía correr el riesgo de ser descubierto si tales forajidos regresaban. Salió apresuradamente de la choza.
La muchacha era ya jinete sobre el ruano de Campbell. Minutos después ambos cabalgaban por el cañón exterior.
—Encontré esos mil dólares que Checotah le robó a su padre —le explicó entregándole un fajo de billetes sucios—. La próxima vez no le diga nada a nadie al respecto.
—Es usted un ángel de la guarda —dijo ella con voz débil—. Era todo lo que teníamos… habríamos pasado hambre sin ese dinero. No sé cómo puedo darle las gracias.
—¡Ah, caramba, ni lo intente!
Le ardía el hombro, pero otro escozor más profundo había desaparecido y Gran Mac sonreía satisfecho mientras se palmeaba el flácido bolsillo y reflexionaba sobre las millas de polvo de regreso al Lazy B en Texas, donde el trabajo que había dejado aún lo esperaba; después de todo, podría aguantar un año más sin vacaciones.