Red Ghallinan era un pistolero. Tal vez no sea el mejor oficio del que jactarse, pero Red estaba orgulloso de ello; orgulloso de su habilidad manejando armas de fuego, orgulloso de las muescas grabadas en los largos y azules cañones de sus pesados Colts del 45.
Era Red un tipo enjuto de mediana estatura, boca cruel de labios finos y apretados y ojos vivaces e inquietos. Era algo patizambo de tanto cabalgar y, con ese rostro torvo suyo y esos andares tan desgarbados, resultaba de hecho una figura escasamente atractiva. El alma y la mente de Red estaban tan retorcidas como su exterior; su reputación de pendenciero hacía que los hombres evitaran a toda costa ofenderlo, pero al mismo tiempo lo apartaba de todo contacto humano, pues ningún hombre, bueno o malo, desea la amistad de un asesino. Incluso los buitres sin ley lo temían demasiado para admitirlo en sus partidas, por lo que se había convertido en un lobo solitario. Sin embargo, a veces, un lobo solitario puede resultar más temible que la manada en pleno.
No debemos empero juzgar muy severamente a Red. Nació y fue criado en un ambiente de corrupción. Su padre y el padre de su padre habían sido cuatreros y pistoleros. Hasta que fue un hombre adulto, Red no mamó otra cosa que la idea del crimen como una forma legítima de ganarse la vida, y para cuando comprendió que un hombre puede obtener un sustento digno dentro de los márgenes de la ley, ya era demasiado tarde para rectificar. Por lo tanto, no era del todo culpa suya que se dedicara al pistolerismo; más bien recaía esta en los políticos sin escrúpulos y los propietarios de minas que lo contrataban para liquidar a sus adversarios. Pero ese era el modus vivendi de Red y él era un pistolero nato; el instinto asesino —la herencia de Caín— latía con fuerza en sus venas. Nunca se había topado con hombre alguno que lo superara o incluso lo igualara en puntería y velocidad desenfundando y disparando. Estas cualidades, junto a los nervios templados y la valentía temeraria propios de su carácter sanguíneo, le hicieron muy cotizado entre los ricachones con exceso de enemigos; lo que para él resultaba un excelente negocio.
Pero una avanzadilla de la ley alcanzó Idaho y Red vio con odio las primeras señales de la organización que lo había expulsado de Texas unos años antes: los vigilantes. Los encargos empezaron a escasear, pues tenía miedo de actuar a menos que pudiera hacer pasar la muerte por un acto de legítima defensa.
Al fin llegó para Red el momento en el que tuvo que enfrentarse al dilema de emigrar o trabajar honradamente; así que cabalgó hasta la cabaña de un gambusino y le anunció su intención de adquirir una licencia de minero… el minero, después de contemplar aterrado los revólveres de Red, vendió su licencia por cincuenta dólares, firmó el recibo y se marchó precipitadamente de la región.
Trabajó en su explotación durante unos días abandonándola al cabo con disgusto. No había conseguido ni una onza de polvo de oro. Esto se debió en parte a su aversión al trabajo y en parte a su ignorancia del arte de la minería y, sobre todo, a la aparente pobreza del yacimiento.
Red se encontraba apostado en la puerta delantera del saloon de la ciudad minera, cuando llegó la diligencia y dejó en tierra a un pasajero. Era un tipo joven, bien parecido y de apariencia honorable y Red lo odió instintivamente. Lo odió por su limpieza, por su rostro honesto y agradable, porque representaba en fin todo lo que él no era.
El recién llegado resultó ser extremadamente amistoso y muy pronto toda la ciudad conoció sus antecedentes. Su nombre era Hal Sharon, un pipiolo del este que había llegado a Idaho con la esperanza de encontrar un buen filón y regresar forrado a casa. Por supuesto había una muchacha esperándolo allí, aunque Hal dijo muy poco al respecto. Disponía de unos pocos cientos de dólares y deseaba hacerse con una buena concesión. En este punto el interés de Red en el joven forastero se incrementó sobremanera.
El pistolero lo invitó a beber y presumió de explotación. Sharon resultó ser extraordinariamente cándido. Aceptó la palabra de Red y no exigió ver antes la concesión: un gesto de confianza que habría emocionado a un hombre menos endurecido que Red.
Uno o dos parroquianos, molestos por aquella estafa tan descarada, trataron de advertir a Hal, pero una fría mirada de Red les hizo cambiar de opinión al instante. Hal adquirió la licencia de Ghallinan por quinientos dólares.
El joven trabajó sin cesar durante todo el otoño y principios del invierno, extrayendo apenas lo suficiente para alimentarse y vestirse, mientras Red vivía cómodamente en la pequeña ciudad y se burlaba con desprecio de sus infructuosos esfuerzos.
La Navidad ya se sentía en el aire. En todas partes los mineros dejaron de trabajar y bajaron a vivir a la ciudad hasta que la primavera derritiera la nieve y descongelara el suelo. Solo Hal Sharon permaneció en su concesión, trabajando a pesar del frío y la nieve, estimulado únicamente por la idea de la riqueza y el recuerdo de una muchacha.
Una noche fría y desapacible, a tres semanas escasas para la Navidad, Red Ghallinan se acomodaba junto a la estufa del saloon y sentía rugir la ventisca de nieve en el exterior. Mientras escuchaba ocioso la cháchara de vaqueros y gambusinos discutiendo sobre las fiestas en ciernes, los bailes y cosas así, pensaba en Sharon, sin duda encogido de frio en su choza en las colinas, y se mofaba de él.
La Navidad no significaba gran cosa para Red; aunque el único punto luminoso en su vida se había producido una Navidad años atrás, cuando no era más que un vagabundo harapiento muerto de frío en las calles cubiertas de nieve de Kansas City.
Pasaba frente a una gran iglesia y, atraído por el calor que de allí emanaba, entró tímidamente. Los feligreses entonaban «Oíd cómo cantan los Ángeles Anunciadores», y cuando la congregación se deshizo, una anciana mujer de blancos cabellos que lo vio se lo llevó a su casa y allí lo alimentó y vistió. Red vivió en su hogar como uno más de la familia hasta la primavera, mas cuando los árboles empezaron a florecer y los gansos salvajes volaron hacia el Norte, la pasión por la aventura hizo hervir la sangre del muchacho y se escapó, regresando a las praderas de su Texas natal. Pero eso sucedió muchos años atrás y Red jamás pensaba en ello por entonces.
Las puertas batientes del saloon se abrieron de súbito al paso de una figura embozada y cubierta de pieles. Era Sharon; sus manos se hundían profundamente en los bolsillos de su abrigo.
Red se puso en pie al instante y colocó su mano justo encima de uno de sus revólveres. Pero Hal ni siquiera lo miró mientras se abría paso hacia la barra.
—Muchachos —exclamó entonces—: ¡bauticé mi concesión como «Dorada Esperanza» y resultó ser un nombre profético! Compañeros: ¡soy rico!
Y volcó un buen puñado de polvo y pepitas de oro sobre la barra.
***
La víspera del día de Navidad, Red esperaba en la puerta de una casa de comidas y vio llegar a Sharon bajando la cuesta silbando alegremente. Tenía buenas razones para sentirse eufórico: ya valía doce mil dólares y aún no había explotado ni la mitad de su filón. Red lo miró con los ojos inflamados de odio. Desde la noche en que Sharon lanzara sobre la barra su primer oro, su odio hacia el joven había aumentado: la fortuna de Hal se le antojaba como una ofensa personal. ¿No había trabajado él como un esclavo en esa concesión sin obtener una libra de metal? ¡Y entonces llega ese forastero y se enriquece explotando el mismo filón! Miles de dólares para él y solo cinco cochinos grandes para Red. En su mente retorcida y calenturienta aquello asumía las proporciones de un monstruoso ultraje. Odiaba a Sharon como jamás había odiado a hombre alguno. Y puesto que para él odiar significaba matar, decidió acabar con la vida de Hal Sharon. Mascullando un juramento fue a echar mano de su arma cuando un súbito pensamiento congeló su movimiento: ¡los Vigilantes! Ellos lo atraparían a buen seguro si disparaba sobre Sharon abiertamente. Un brillo de astucia iluminó sus ojos, dio media vuelta y se alejó hacia la modesta casa de huéspedes donde vivía.
Hal Sharon, por su parte, entró en el saloon.
—¿Alguien ha visto a Ghallinan últimamente? —preguntó.
El camarero sacudió la cabeza negativamente.
Hal lanzó entonces un abultado saco sobre la barra.
—Dale esto de mi parte cuando lo veas. Contiene cerca de mil dólares en polvo de oro.
El tabernero se quedó sin aliento.
—¡Cómo! ¿Vas a darle mil dólares a Red después de que tratara de estafarte?… Sí, estará seguro aquí; nadie en el campamento osaría tocar nada perteneciente a un pistolero. Pero ¿por qué?
—Pues muy sencillo —respondió Hal—; no creo que él obtuviera lo suficiente a cambio de su concesión; prácticamente me la regaló. Y, de todos modos —se rio con expresión satisfecha—, ¡es Navidad!
Amanecía en las montañas. Los picos más altos se teñían de un delicado color rosado y las estrellas palidecían conforme griseaba la oscuridad nocturna. Luz en las cumbres y negrura en los valles: como si el pincel de luz del Creador hubiera pasado encendiendo vivamente los lugares más altos, aquellos más cercanos a Él. Al punto, sus huestes resplandecientes empezaron a invadir los valles expulsando de ellos la oscuridad; la luz en los picos se hizo más intensa y la nieve comenzó a reflejarla alegremente. Mas aún no se veía el sol: el rey había enviado a sus cortesanos como avanzadilla pero él mismo no hacía aún acto de presencia.
En un determinado valle el humo serpenteaba desde la chimenea de una tosca cabaña de troncos, y en lo alto de una ladera un hombre gruñía de satisfacción. Este se agazapaba en una hondonada que había liberado de la nieve que la cubría. Había estado allí acechando la cabaña desde los primeros destellos del alba; un pesado rifle descansaba bajo su brazo.
Abajo en el valle se abrió de par en par la puerta de la cabaña y un hombre salió de su interior. El francotirador apostado en la ladera vio que era el tipo a quien había ido a matar.
Hal Sharon estiró los brazos y rio en alto de pura alegría de vivir. Desde su escondrijo en la colina Red Ghallinan lo observaba a través de la mira de su rifle Sharps del calibre 50. Se percató entonces de la magnífica facha del joven: alto, fuerte, bien parecido y con el brillo de la salud iluminado en sus mejillas.
Por alguna razón Red no estaba disfrutando como imaginó que lo haría. Se encogió de hombros con impaciencia, su dedo se tensó sobre el gatillo y de repente Hal rompió a cantar; las palabras flotaron claramente hasta llegar a oídos de Red.
—¡Oíd cómo cantan los Ángeles Anunciadores!
¿Dónde había escuchado Red Ghallinan aquel himno anteriormente? Una neblina flotó de pronto delante de sus ojos; el rifle se escurrió de sus manos hasta caer al suelo, se protegió los ojos con una mano y miró hacia el este. Allí colgaba solitaria una gran estrella y mientras la observaba, el sol surgió majestuoso de detrás de una enorme montaña.
—¡Está bien! —exclamo Red tragando saliva—. De todos modos, ¡es Navidad!