¡Póquer de buitres, caballeros!
Robert E. Howard y el pulp-western fiction

El Jinete Siniestro desmontó indolente, dejó las riendas sobre el cuello del animal y se quitó el sombrero Stetson que sacudió sobre la rodilla derecha. La polvorienta calle central de la comunidad minera de Wahpeton Gulch aparecía desierta.

El Jinete era un hombre alto y fuerte de unos noventa kilos de puro músculo; su rebelde pelo negro enmarcaba un rostro quemado por el sol, aunque sus ojos eran de un azul ardiente. Oscilando ominosamente por debajo de sus caderas, las gastadas cachas de dos pesados Colts sobresalían de sus vainas de cuero negro.

El saloon en el que se introdujo estaba abarrotado de gente —su nombre, por si a alguien le interesa, era King of Diamonds—. Muchos lo miraron al entrar, pero nadie se fijó realmente en él; solo las descocadas muchachas del local corrieron a enredarle con sus encantos para que las convidara a una copa. El recién llegado se zafó de sus arrumacos y se abrió paso entre los clientes hasta llegar al mostrador, donde el barman lo atendió.

—¿Qué deseas beber? —inquirió.

—Sírveme un doble de whisky.

—¿Vienes de lejos? —lo interrogó de nuevo el posadero.

—He tardado algunos días en llegar —respondió secamente el Jinete Siniestro. Su origen, que no reveló, era el pequeño poblado ganadero de Peaster, a unas 45 millas al oeste de Fort Worth; su destino, era un misterio; sus intenciones… ¡no tardarían en conocerse!

—¿Te apetece jugar, forastero?

—A eso he venido; deseo medir mi suerte con la de tres caballeros de esta ciudad.

—Quizá pueda ayudarte… —empezó a decir el barman, sus ojillos brillaban como dos bujías.

—Estos son sus nombres: Francis Arelane, editor de la gaceta local; J. M. Leland, maestro de la escuela de Wahpeton; O. Marshall, sepulturero de este antro de gambusinos.

El jinete siniestro vio cómo el posadero se dirigía a una mesa y cuchicheaba durante unos segundos con los que allí jugaban. Al cabo, le hizo señas desde allí.

Sin decir nada, el forastero se encaminó hacia la mesa de verde tapete.

—¿Cuánto dinero lleva? —le interrogó el maestro Leland.

—De momento solo tengo quinientos dólares, pero confío en que no tardando mucho esa cifra se multiplique —confesó con una sonrisa maligna.

—Ya veremos. ¿Le parece bien que la postura mínima sea de cien dólares?

Asintió y, tomando asiento a la mesa junto a los tres caballeros, empezó a jugar.

La suerte se mostró propicia al Jinete desde el principio. Como quiera que empezaron a producirse algunos lances emocionantes, un pequeño grupo de parroquianos se acercó a mirar.

—Supongo que no es solo ganarnos unos cuantos dólares lo que quieres de nosotros, ¿o me equivoco? —le espetó Arelane al recién llegado sin apartar la vista de sus naipes.

—Así es, busco información sobre un tipo llamado Bob «Dos Pistolas» Howard.[1] Ha escrito muchas páginas sobre los rudos hombres de la frontera y tengo entendido que ustedes, a su vez, las han escrito sobre él…

Monsieur Leland carraspeó y revolvióse inquieto en su silla; al cabo empezó a hablar:

—El autor texano Robert Ervin Howard es bien conocido por sus cuentos de fantasía heroica protagonizados por poderosos héroes como el bárbaro Conan, el rey Kull y el puritano Solomon Kane. Pero en los últimos años se diría que sus intereses se centran cada vez más en las denominadas «historias del Oeste». Sus «westerns cómicos» de mayor éxito comercial son las trepidantes aventuras de Breckinridge Elkins, que aparecen en cada número de Action Stories;[2] estas se hicieron tan populares que cuando su editor se trasladó a Argosy, instó a Howard a crear otro personaje similar para esta revista. En cierta ocasión, le escribió a su colega H. P. Lovecraft:[3] «Si puedo conseguir una serie regular en Argosy manteniendo la serie de Elkins en Action Stories (ahora mensual), y los cuentos de Buckner J. Grimes en Cowboy Stories, considero justificada la dedicación prácticamente completa de mi tiempo a la escritura de “westerns”».

—Pero mientras que las narraciones humorísticas del Oeste constituyen su plato diario de alubias —continuó explicando el maestro—, Howard adquiere cada vez más habilidad en el manejo de los tópicos y resortes del «western tradicional». Opino que, si sigue trabajando en esa línea durante unos años más, sin duda se convertirá en uno de los escritores de westerns más importantes e imitados de América.

Francis Arelane interrumpió a su colega:

—En una carta anterior a la citada por Leland, dirigida a su amigo August Derleth,[4] confesaba más o menos esto (cito de memoria): «Estoy contemplando seriamente la idea de dedicar todo mi tiempo y esfuerzos a escribir “westerns”, abandonando por completo todas las demás formas de ficción; cuanto más “viejo” me hago más se ven atraídos mis pensamientos e intereses por los senderos del pasado; mucho se ha escrito sobre ello, pero muchas más cosas están aún por escribir»…

Leland aprovechó la solemne pausa del editor para retomar su discurso:

—La primera historia que Howard envió, ¡con solo quince años de edad!, a una publicación profesional («Bill Smalley and the Power of the Human Eye»), fue precisamente a Western Story. Aunque en realidad el cuento se desarrolla en los bosques del norte, es significativo que tratara de venderla a una revista dedicada al western. Sus primeras narraciones publicadas: «Golden Hope’ Christmas» y «West is West»,[5] eran del mismo tipo.

De nuevo el editor, Francis Arelane, consiguió abrirse paso entre la docta perorata de su compañero:

—Howard parece fascinado por la compleja psique criminal de los forajidos y bravucones legendarios. Sus cartas a Lovecraft y Derleth a menudo incluyen largos pasajes dedicados a la historia del «salvaje Oeste» o a las peripecias de pistoleros célebres. Algunos, como los consagrados a John Wesley Hardin y Billy the Kid, parecen derivar de sus propias investigaciones sobre el tema.

Marshall —el pálido y descarnado sepulturero—, que había guardado silencio hasta ese momento, intervino para añadir:

—El señor Howard mezcla admirablemente sus gustos y temas predilectos en sus «westerns serios», incluyendo su idea del sacrificio personal como vía para saldar deudas colectivas. En «Ajuste de Cuentas en Boot Hill», por ejemplo, un hombre regresa a la ciudad de San León para enmendar los errores cometidos por sus cuatro descarriados hermanos, y debe enfrentarse a unos nuevos bandidos que cometen sus fechorías siguiendo la estela de sus hermanos muertos. La trama de «Gunman’s Debt»[6] gira también en torno a una vieja disputa fronteriza; sin duda es una idea que parece obsesionar a Howard.

—¿Qué opinan del tratamiento dado a Texas y a la frontera en sus cuentos, como si de dos personajes más se tratara? —preguntó el Jinete sin dirigirse a nadie en concreto.

—En efecto —contestó Arelane—; en la mayoría de estos relatos aparecen personajes texanos, ambientes texanos, o ambas cosas a la vez. El Estado natal de Howard se manifiesta en su obra como un personaje más, como en este pasaje de «Santuario de Buitres»: «Su código, el código rígido y grabado a fuego de la frontera de Texas, no permitía represalias contra una mujer, fuera cual fuese la provocación».

—¿Qué pueden decirme de esos «westerns serios» de los que hablan? —cambió de tema el Jinete Siniestro con indisimulada ansiedad.

—Sobresalen tres historias muy violentas —se apresuró a decir Leland— que aquí, mister Arelane, pretende editar en breve en forma de folleto.

—Cuando se habla del «western tradicional» de Howard —empezó a decir el aludido caballero—, siempre se reserva un lugar de honor para «Los Buitres de Wahpeton». Si bien la historia no explora ningún camino narrativo nuevo, Howard maneja aquí todos los invariantes del género con enorme soltura y un ritmo magnífico. Tomando prestada la idea de uno de sus relatos del rey Kull («The Shadow Kingdom»), Howard reelabora el tema clásico de la civilización burocrática, corrupta y decadente (en este caso los oficiales a cargo de la ley y el orden) y del hombre íntegro que permanece estoicamente en pie entre las ruinas para proteger a los ciudadanos inocentes. Una de las escenas más logradas de «Los Buitres» se inspira en un célebre tiroteo en el que participó Hendry Brown[7] y en los esfuerzos de este por domar a la ciudad de Caldwell, Kansas, a principios de los años 80 del siglo XIX.

»Aunque en “Los Buitres” —continuó Arelane— se hace un buen uso de la tradición del pistolerismo fronterizo, el relato funciona mejor como un ejercicio de paranoia e intriga criminal. El protagonista, Steve Corcoran, se siente solo y no sabe en quién confiar. Al misterioso forastero no le gusta el papel que le ha sido adjudicado en aquella tragedia y pronto se interpondrá entre “los Buitres” y la ciudad. La del cazador solitario es una pose que los héroes howardianos esgrimen a menudo.

—¿Acaso considera Howard esta historia como su mejor aportación al género western? —preguntó interesado el Jinete Siniestro.

—En cierta ocasión —empezó a contestar Arelane—, Howard le contó a August Derleth que acababa de escribir un western de treinta mil palabras en el que «el personaje principal está inspirado en Hendry Brown». Esta historia era «Los Buitres de Wahpeton», y su autor la calificó entonces como «uno de los mejores relatos que he escrito jamás». Le confesó a Derleth que había preparado el borrador de la historia en dos días y medio y le expresó sus dudas de que alguien la aceptara. Lamentablemente, los temores de Howard estaban fundados: aunque se trata de su mejor «western serio», y a pesar de que el mercado de las revistas especializadas está cada vez más abierto a las tramas siniestras y violentas, Los Buitres tuvieron dificultades para encontrar su santuario. Sus méritos sin embargo, son considerables: Howard llevó al western la particular mixtura de aventura, fantasía y terror que tan buenos resultados le había proporcionado en sus narraciones de «espada y brujería».

El editor, que parecía presa de una extraña excitación, continuó con su exposición:

—Temiendo que ninguna revista quisiera publicar «Los Buitres» debido a su final excesivamente desgarrador, Howard preparó otro más feliz y optimista. El editor de Smashing Novels[8] decidió incluir ambos finales, calificando al más oscuro como el «más potente y dramático»; una opinión con la que la mayoría de estudiosos de su obra estamos de acuerdo.

Leland miró sus cartas y puso cien dólares más sobre el tapete. Los demás se abstuvieron de pujar. El Jinete cambió su doble pareja por una pareja sencilla y tiró las cartas.

Marshall y Arelane mostraron también las suyas. El Jinete ganó la postura y se llevó todo el dinero de la mesa.

—Poco antes de escribir «Los Buitres de Wahpeton» —ahora era el maestro Leland quien hablaba—, Howard había completado la revisión de una historia sin vender del escritor pulp Chandler H. Whipple.[9] Según este el agente de Howard, Otis Kline, se acercó a visitarlo cuando aún trabajaba como editor de Popular Publications, y en el transcurso de la conversación le preguntó si no podría tratar de colocar una historia que no había sido capaz de vender. Whipple le dio «The Last Ride» y Kline le aseguró que Bob Howard convertiría aquel manuscrito en una pieza vendible. No sabemos a ciencia cierta cuánto de esta historia es de la cosecha de Howard[10] y cuánto de la de Whipple, pero sí que gozó de gran aceptación cuando apareció en la revista Western Aces con el nuevo título de «Ajuste de Cuentas en Boot-Hill».

—Supongo que a mí me toca hablar de la tercera pieza… —dijo con voz sepulcral el enterrador, abandonando nuevamente su mutismo.

—Cuando John F. Byrne[11] se hizo cargo de la dirección de Argosy,[12] propuso a Howard crear una serie para esta revista en la línea de sus narraciones de Breckinridge Elkins para Action Stories. Howard correspondió con sus cuentos de Pike Bearfield, pero tuvo también la oportunidad de publicar algunas historias «serias». La primera de estas en aparecer fue «The Dead Remember», un relato de venganza vudú (un western sobrenatural) que no hubiera desentonado en Weird Tales. La última en ver la luz fue «Santuario de Buitres», un western tradicional y con un final bastante convencional, pero con un auténtico «Conan» disfrazado de vaquero como protagonista.

El silencio cayó de pronto sobre los cuatro jugadores como el sedoso sudario de la muerte.

Al cabo de un rato, habiéndose descartado el Jinete de un as de corazones y una reina, y conservando tres nuevos naipes que habían llegado a sus manos, recibió el comodín y otra carta desparejada con lo que formó un póquer de nueves.

Marshall y Leland habían recogido a su vez buenos juegos. Empezaron pues a pujar alto hasta que el maestro de escuela, desconfiando quizá de la repetida suerte que favorecía al Jinete, se plantó en los mil dólares.

Marshall y el forastero se plantaron también en aquella cifra. Leland, sentado a la diestra del Jinete, mostró sus cartas; un trío de reyes. Arelane, situado a la siniestra, enseñó un Full.

—¡Un póquer de nueves, caballeros! —anunció el Jinete poniendo su juego boca arriba sobre la mesa de verde tapete.

Y cuando se producía un rumor de comentarios entre los espectadores de la partida y el Jinete alargaba la mano para recoger las posturas, ocurrió lo improvisto.

Uno de los mirones, el que estaba justo detrás del Jinete, tocó a este en el hombro al tiempo que decía:

—Perdone, caballero; se le ha caído ese as de la manga.

Y un brazo extendido señaló un as de corazones que, efectivamente, yacía en el suelo junto a las patas de la silla del Jinete, a la izquierda de este.

Un rayo que cayera sobre la mesa no hubiera dejado más estupefactos a los cuatro hombres a ella sentados.

El Jinete levantó su vista hasta clavarla en el rostro del acusador: un óvalo curtido con ojos pequeños que brillaban aviesamente, contraído en una mueca provocadora y agresiva.

—¿Cómo está tan seguro de que ese as salió de mi manga? —replicó tranquilamente.

—Porque lo vi salir con mis propios ojos —contestó el mirón poniéndose en jarras.

—¿Seguro que no se equivoca?

—Seguro —afirmó el otro.

—¡Está bien! —estalló el Jinete Siniestro—. Voy a hacerles un favor y me voy a marchar de este local; de esa manera conseguirán salvar sus miserables vidas.

—Y yo digo que es usted un fanfarrón, y que lo único que pretende al hablarnos así es retrasar el momento de su último suspiro —lo desafió Arelane.

—La única forma en que abandonará este saloon será muerto; nos ha insultado y robado; nadie podrá salvarle —sentenció Leland.

—Cuando quieran desenfundar, pueden hacerlo… —les invitó el Jinete.

—¡Prepárese a morir! —bramó Arelane poniéndose en pie y colocándose frente a él, parapetado tras el silencioso Marshall.

Con la agilidad de un felino, el Jinete Siniestro se incorporó de un salto y sus armas escupieron el plomo alojado en sus entrañas metálicas.

¡Bang! Marshall vio el relámpago rojo y sintió la oleada de calor en el rostro, pero el balazo del Jinete no lo hirió a él, sino que fue a clavarse entre los ojos del jugador que se protegía detrás.

Arelane, empuñando su Colt, cayó ya muerto sobre las espaldas del aterrado Marshall, rodando ambos por el suelo.

Mientras tanto, el hombre que había tachado de fullero al Jinete, sin darle la espalda en ningún momento, dejóse caer hacia atrás y, al tocar el suelo, sacó sus pistolas como si fueran dos rayos cargados de plomo. Las mujeres huyeron lanzando chillidos y los hombres se tiraron de cabeza bajo las mesas, al mismo tiempo que el Jinete giraba hacia el falsario apostado en tierra.

¡Bang! Sonó el trueno del disparo acompañado de un relámpago rojo; y el provocador, solo a medias incorporado y alcanzado de lleno en el pecho, fue violentamente lanzado hacia atrás. Su cabeza rebotó lúgubremente contra las maderas del suelo… y quedó inmóvil.

¡Bang! Le llegó el turno a Leland. Mientras este se desplomaba sin vida, sus manos acariciaban aún las culatas de sus revólveres. La velocidad del Jinete Siniestro fue muy superior a la de los dos jugadores y su socio provocador.

Con los cañones de sus armas aún humeantes, el Jinete clavó sus ardientes ojos azules en el aterrorizado y demudado rostro de Marshall.

—A usted le dejaré con vida —dijo secamente—; es el enterrador, ¿no? ¡Pues ahí tiene tres clientes! ¡También pagaré sus esquelas!

El Jinete Siniestro abandonó el saloon. Aunque nadie pudo oírlo, no paró de maldecir entre dientes mientras se alejaba de la quebrada espoleando su montura:

—Puedo tolerar que me hagan trampas en el juego; pase que me busquen las cosquillas para llenarme el cuerpo de plomo… ¡pero la cháchara de los especialistas en mi obra me provoca accesos de ira homicida!

Óscar Mariscal

Wahpeton Gulch, octubre de 2010

Nota: Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en este prólogo —a excepción naturalmente de Robert E. Howard—, así como las situaciones del mismo, son fruto exclusivamente de la perturbada imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia.