Cerró los ojos y ahí estaba. Verde e imposible. Un dragón de juguete con ornamentadas alas de mariposa lo contemplaba desde la nada. Cuando abrió los ojos, seguía allí, exactamente frente a él. Sólo que ahora también vio a San Jorge y la princesa cautiva. Graciela hablaba de una casa antigua en la que había un parque en ruinas con un pabellón de caza, la Casa Grande, con tejados de pizarra y una leñera. Esteban volvió a cerrar los ojos y el dragón no desapareció. Como exaltado en el centro de un cielo negro, la oscuridad y el vacío lo perfeccionaban hasta el vértigo. No puede ser, murmuró, dejando con cuidado su vaso sobre el brazo del sillón. «Por qué no puede ser», dijo Graciela con voz amarga, «yo no era su hija». No me refería a eso, dijo él, seguí hablando, por favor. Abrió los ojos. San Jorge, su encabritado caballito de balancín, la cautiva, la vorágine tempestuosa del cielo, se organizaron instantáneamente en la lámina alrededor del dragón. Volvió a cerrar los ojos con muchísima cautela: ahí estaba, hipnagógico e intacto, pero solo, con su roja fauce abierta, tres círculos en cada una de sus alas, su único ojo fijo en Esteban. Consecuencia: no debo seguir bebiendo. Cuando las imágenes pasan a través de los párpados cerrados, no se podría jurar que uno está sobrio. Tampoco podría jurar, como le diría años más tarde cierto inefable personaje llamado doctor Miguel, que a la larga no acuden lagartijas, moscas, iguanas, ciempiés, toda clase de animales mínimos, en especial oblongos y movedizos. No es raro ver también diablitos con rabo. Cornuda gente onírica que emite voces imperativas, órdenes. Todo documentado. Esteban inspiró profundamente y el dragoncito se borró. Ya iba a abrir los ojos cuando el universo se pobló de flores. También se puso como blando, florecía y se ablandaba. Una primavera de pesadilla o algo parecido a un flan cubierto de flores; caléndulas, miosotis, asfódelos y petunias que sin duda no eran de este mundo. Cuando abrió disimuladamente el ojo izquierdo, notó, interpuesto entre su ojo y la lámina, el culo mundial de Helena Austin, lleno de flores. La gorda se había trepado a una banqueta, con su vestido estampado, y, oscilando peligrosamente, trataba de alcanzar algo. Sobre la nalga izquierda, entre unos gladiolos, Esteban Espósito percibió nítidamente una espina de Cristo.
—Ves lo que yo veo —dijo.
—Sí, es como los Jardines Colgantes de Babilonia —dijo Lalo al pasar.
—Deja de buscar cosas en los bolsillos —dijo Graciela.
Durante toda aquella experiencia óptica, Esteban, en efecto, había estado buscando una cápsula de Dexamil. Andaba suelta por algún bolsillo. Se le había caído del frasco esa tarde. Lo recordaba perfectamente.
—Para qué tomas esas porquerías.
—Para despertarme —dijo Esteban.
La encontró por fin. La tomó con whisky.
—Tomate un caldillo —dijo Santiago. Eran las tres de la tarde y estábamos los tres en el café frente al hotel. Santiago guardó en su carpeta negra la noticia que acababa de recortar del diario y tiró el diario debajo de la mesa.
—Dame eso —dijiste, en alguna parte.
Te di el frasco, en el bar. Antes, al destaparlo en el bolsillo, una de las cápsulas se me escurrió entre los dedos.
—Un buen caldillo con pimienta —dijo Santiago—. Y medio litro de vino de Mendoza, que da sueño. Te despenas con otro caldillo, que da sed. Y otro medio litro. Y así, sine termino. Una especie de carrera de Aquiles y la tortuga a la criolla.
Vos seguías observándome.
—Deja de mirarme de esa manera. Estos paraísos artificiales son puro talco.
—Deberías dormir —dijiste. Te habías puesto de pie—. Tengo que hablar por teléfono a casa.
Dormir, eras increíble. Iba a preguntarte si no te dabas cuenta de lo que significaba para nosotros perder una hora o siquiera diez minutos en algo tan insensato como dormir, cuando, sorpresivamente, el jujeño (o algo, o alguien) se puso a hablar conmigo en esa mesa. Sonreía como si estuviera contando una historia de hadas y, como desde lejos, como si en su voz se abriera paso la voz distante de otro, decía que la imposibilidad espiritual de soportar la materialidad de la existencia es uno de los factores que deben tenerse en cuenta como fuente de locura en numerosos artistas y poetas, pero, dijo o pareció decir al mismo tiempo que se tomaba de un trago la ginebra y le hacía señas al mozo para que le trajera otra, pero no el único factor. Junto a esa fuente brotan otras. Y acá entran, con permiso, el alcohol y los tóxicos. Gracias, mozo. Buscar deliberadamente en las sensaciones lo que tienen de extraño, de dudoso, de equívoco, de ambiguo, cortejar las pesadillas, sacarse los pantalones de lo real y, a falta de lo que Natura non dio, enterrarse hasta las negras verijas en los pantanos del sueño, he ahí el jardín del infierno de muchas naturalezas purísimas. No hay sueños impunes. Y mucho menos si se sueñan cuando estamos despiertos. En esos parques ilusorios no sólo crecen flores, sino plantas anómalas, yerbas parasitarias y venenosas; en esas arboledas se oyen no sólo ruiseñores, sino desafinaciones repugnantes. Trataré de ser claro. Otra igual, mozo. Toda sustancia, mejor deje la botella, toda sustancia artificial que ejerce una acción electiva sobre los centros nerviosos superiores, simula arcoíris de felicidad, pájaros de fuego, mermeladas de inteligencia, siempre hay una primavera inicial en la que la Mariposa o, con perdón de la palabra, el alma, lejos de deambular andrajosa y derrengada, está como borracha de alegría y forrada de divinidad, pero se sabe que a la larga los Castigos son inexorables. Algo acabará por romper un día el frágil salterio de Israfel, que no está en el corazón, como decía el hermano Poe, sino en la cabeza. Ahondemos un poco el problema, mientras Oribe habla en voz baja por teléfono; dicho sea de paso, qué manera de telefonear la de esa chica. La inspiración a secas, la vieja inspiración sin culpa y en estado puro, el salterio intacto sin aleación de la menor cápsula o botellón ajenos a su naturaleza inocente, qué es en sí misma, qué es sino el resultado de una inhibición o estupor de la parte racional de la Mariposa. Las tropillas de imágenes desaforadas, la hiperlucidez, el caos fulgurante de las ideas en el que parece imposible introducir una pausa, qué son, qué fueron nunca sino una forma de parálisis: parálisis del elemento superior o yegua madrina, parálisis de la conciencia vigilante y serena que juzga, corrige, sosiega, y que, cuando anda bien del hígado, escoge los materiales más nobles de donde quiere y como le conviene, para usarlos según la divina proporción. La creación estética ya es en sí misma un amago de locura. Paralizadas las facultades de primer orden, las otras suben de las profundidades, se abandonan a su libertad y producen, sin que nadie sepa por qué, los efectos más misteriosos e inesperados de este mundo, cuadros, música, versos, novelas. El arte, el arte y si me apuran ciertas formas superiores del pensamiento son el producto de una enfermedad del alma. No hace falta que compartas esta idea, no hace falta que nadie la comparta, basta con que yo no me la siga callando. Son rupturas del equilibrio espiritual. La pregunta es qué pasa cuando un hombre violenta deliberadamente ese equilibrio. El hombre nació para ser feliz, no para sufrir y hacer sufrir con la excusa de la poesía y la belleza: el secreto de la vida es sentarse a tomar mate con la mujer y los hijos a la sombra de una parra. Pero admitamos que hay o hubo alguna vez un arte bueno, sereno, natural como un gatito que se despereza. ¿Eso es lo que buscamos? No es lo que buscamos ni es lo que podemos. Y qué pasa, entonces, qué pasa cuando se ha llegado voluntariamente a este manicomio en el que estamos metidos. Santiago, en silencio, se sirvió ginebra y se quedó mirando el vaso, pensativo. Pasa lo que llamamos el arte contemporáneo. O mejor, lo que podríamos llamar el alma del artista contemporáneo. Una mariposa en escombros. Incapaz de sentir nada, de amar nada, de crear nada sin apelar a frasquitos y botellones. Una mascarita. Uno de esos disfrazados del último baile de carnaval. Una mascarita de final de corso que camina absorta por las calles de una ciudad vacía, dijo Santiago, suponiendo que Santiago o alguien hablara.
—Vos seguí mezclando esas porquerías con whisky —esto sí lo dijo— y voy a tener que ir con mi libretita a visitarte al Neuropsiquiátrico, como al Viejo Poeta.
—También está el peligro de la muerte —dije yo—. Ya sea por lógica decrepitud del sujeto, o cualquier otro inconveniente. La vida en general es bastante peligrosa. Muy cierto.
Vos habías vuelto a la mesa. Santiago encendió un cigarrillo.
—Haces bien, qué joder. En este mundo, estallamos como petardos o nos arrastramos como ciempiés.
—Preciosa imagen. Muy coherente, sobre todo.
Vos entonces hablaste demasiado fuerte o te reíste sin motivo y yo busqué de reojo en las mesas vecinas la cara de un adolescente sombrío parecido a Snoopy. No la vi. Pero eso no significaba nada. El tono de tu voz o de tu risa estaba unido como por un hilo invisible a la rigidez de tu cuerpo, en el Calicanto, a tu cintura cuando cruzábamos la calle. En alguna zona, eran la misma cosa. Me di vuelta. Hasta me puse de pie.
—Qué buscas —dijo Santiago.
—¿Les conté que quería ser cura? —dije yo. Santiago asintió, entornando los párpados y moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo.
—Vos también, muy coherente.
Volví a sentarme. Parecías sumamente enfrascada en la contemplación de una de tus uñas. Verte las manos me alegró.
—Tres veces en dos días —dijiste sin levantar la cabeza—. Y que a los ocho años leíste al padre Damián.
—La vida del padre Damián. Siempre cuento lo mismo, es más fácil. Un cura salesiano, el padre Molina, me recomendó que leyera la historia del padre Damián. Para templar mi carácter. Damián de Veuster, que dio su vida por cuidar a los leprosos de Molokaki. —Y pensé dos días no, no dos días sino seis o siete horas sumando todos nuestros encuentros, qué estaba haciendo con el único tiempo que teníamos—. El padre Molina era mi director espiritual. Tenía una mano enorme, dos manos; pero yo me acuerdo que nos bendecía con una mano enorme, tipo camión. —Seis o siete horas, pensé, y lo que falta de la tarde y quizá la noche—. Una mano como para caminar de la mano hasta más allá de la tumba. Los chicos lo mirábamos como a un santo. «Si lo das todo, menos la vida, has de saber que no diste nada», decía. Un día lo destinaron a Tierra del Fuego. Hace unos años supe que estaba otra vez en el colegio y volví a verlo, realmente no sé para qué volví. Necesito decirle que soy ateo, padre; no se lo dije así, claro. Le debo de haber dicho: Perdí la fe. Lo que recuerdo bien es que se rió, menos que eso: sonrió como desde lejos. Como en otro idioma. «Expósito», dijo al rato, marcando la equis. «Vos eras aquel rubiecito que tenía un tío secretario de un ministro; te traían en un gran auto negro». No, padre, ése era el alemancito Hermann, yo estaba pupilo, yo era su alumno predilecto, usted me dio a leer la historia del padre fosé Damián de Veuster que sacrificó su vida por amor a Dios y a los leprosos de la isla Molokaki, en Hawaii, yo tengo el pelo más negro que su alma y usted es un hijo de puta que no tiene redención, padre. Naturalmente, tampoco se lo dije. «Sí», decía él, «sí». Miraba por la ventana grande de la rectoría hacia los patios y los claustros. «Ya no los comprendo más», dijo después; le pareció que debía agregar: a los chicos.
—Todo eso me contaste, sí. También lo de las meninges.
—¿Meninges? —dijo Santiago.
—Inflamación. Veía grande o lejos, cómo te puedo dar una idea. Un túnel en el aire. Una especie de túnel o de esfera.
—Veías estirado —dijo Santiago—, ésa es la palabra. Como si los padres de uno, que están ahí nomás, al borde de la cama, estuvieran remotísimos.
—Un desplazamiento del espacio, sí. Como un vértigo, pero hacia el costado.
—Y las voces ahuecadas. De ahí la impresión esférica.
—¿A vos te pasó?
—Puta si me pasó —dijo Santiago—. En el fondo, era una hermosura.
—Y cómo estás vivo. Cómo no quedaste idiota o lisiado.
—Eh —dijo Santiago con modestia.
—Che, jujeño —dije entonces—. Por qué no te separas de tu mujer. Abandonas a tu mujer y a tus hijos, te conseguís un amor catastrófico y nos vamos a vivir todos juntos. Te imaginas, allá arriba, las luciérnagas curiosas mirándote pasar. ¿Te imaginas, los cuatro juntos? Vos meta versos y yo meta pensar.
Vos escuchabas o parecías escuchar como si al mismo tiempo estuvieras viendo algo que no estaba ahí. Hiciste un gesto como de frío, una contracción que empezó en los hombros y terminó en la punta de los dedos.
—¿Y nosotras? —preguntaste.
Lo preguntaste haciendo un esfuerzo por sonreír, por salir de algo. Como quien se obliga a abrir las persianas en una habitación a oscuras.
—Meta cocina —dijo Santiago—. Vos y mi nueva mujer, meta cocina, y estos dos varones enamorados del tiempo, pura inmortalidad y tomar mate a la orilla del río.
—A la orilla de un río, no sé —dije yo—. Vengo de la orilla de un río y no me parece justo. En realidad no vengo de allá, pero es como si viniera. Pensándolo un poco, en mi vida me moví del río y de la luna de mi pueblo. La luna es una de mis imágenes neuróticas, de mis ideas recurrentes. —Santiago, al oírme, hizo un gesto de desolación; aprovechó que el mozo pasaba junto a nuestra mesa y le pidió algo en voz baja. Después volvió a mirarme como quien le dice al otro que siga, que por él no se desanime—. Me doy cuenta —dije yo—. Suelo no reparar en mis auditorios de tierra adentro. Me refiero a Santiago, no a vos —agregué por las dudas—. ¿De qué venía hablando?
—De varias cosas a la vez —dijo Santiago.
—Íbamos a irnos, a cualquier parte —dijiste vos.
—También —dijo Santiago—. Pero sobre todo del río y de la luna.
—Sí —dije yo—. Imágenes que siempre vuelven. Vuelven o uno vuelve a ellas, como si se cayera en un pozo. Y es raro. Al fin de cuentas ni siquiera nací en ese pueblo y me fui a los dieciocho años.
—Entonces es cierto: nunca te moviste de ahí. —Santiago desvió la mirada y se rió; siguió hablando con vos.
—Nunca se sale de esa historia, o si se sale es peor. Las mujeres ni lo sospechan, porque en rigor no tienen recuerdos. Pensa en Verónica. A lo sumo tienen memoria y gracias. —Hablaba con vos y eso significaba algo; su tono risueño y distante o el hecho de que hablara conmigo como a través de un puente, porque vos no parecías escucharlo y estabas como detenida en otro lugar de las palabras.
—Y si nunca se movió, hace bien. Dios quiera que le dure. Hay una raza de tipos que no vive más que hasta la adolescencia… Antes de la adolescencia, a lo mejor hay la niñez, y no siempre; pero ponéle la firma que después no hay nada… Graciela, m’hija, vos pareces medio dormida. —Habló conmigo—. Lo que trato de intercalar es que un tipo que pasa los treinta años empieza a oler a podrido.
—Metafísico estás.
—Es que no como —dijo Santiago y lo apuró al mozo—. Lo escucho, chango.
—No sé de qué estábamos hablando, pero ahora me acordé de una cosa. —Te miré—. Sé perfectamente que hablábamos de irnos a cualquier parte, los cuatro. Lástima que Santiago de a ratos envejece y que el único nombre que se me ocurrió para su viuda es una reminiscencia de Dante, da un poco de frío, ¿no? Hace un momento también hiciste ese gesto. Es el viento, que viene del Paraná. Hay una casa muy vieja, en San Pedro, en la barranca. O había hace muchos años. Una casa con un mirador. El mirador tiene una grieta que baja hasta la cornisa de la portada. Como una cuña. En verano, alrededor de las dos de la mañana, te sentás en el tercer banco de la plaza de la iglesia, a la izquierda, como viniendo del río, y esperas. Ya de por sí la rajadura impresiona bastante, fuera de que tiene la forma de un triángulo y eso debe de ser simbólico. Cuando el reloj del cabildo da el primer campanazo hay que tener los ojos muy abiertos, fijos en el mirador, y arrepentirse de todos los pecados. Entonces empieza a aparecer la Loca, en mitad de la rajadura. Primero ves un resplandor; después, nadie sabe. Yo veía una especie de cabeza de tigre, amarilla y veteada de fuego. Que es amarilla, es amarilla, aunque a veces tira a colorado. Linda y jodida, decía un amigo mío, como la idea del suicidio. Cuando pensaba entrar en el Seminario yo veía un triángulo y un ojo, la órbita fosforescente del ojo de Dios, espiándome a mí solo. Más adelante y según el estado de ánimo, he visto el sangriento sexo femenino del universo, la luna, mi corazón desgarrado entre las estrellas y la esfera famosa, no la de Pascal sino la del reloj, donde todas las que pasan hieren pero la última mata. En fin, no se puede describir. Hay que verlo. Al lado de eso, el resplandor final de la casa Usher es un tubito fluorescente, Dios me perdone.
—Te noto conversador —dijo Santiago—. ¿Cómo era lo de mi divorcio?
—Te enamorabas de una tal Beatriz —dije yo. El mozo dejó sobre la mesa un especial de salame y queso.
—Y nos íbamos. —El jujeño habló en medio de un mordiscón descomunal—. Y yo abandonaba a mi mujer y a los chicos.
—O no los tenías —dijiste vos, conciliadora—. Lo principal es irse.
—Con Beatriz —dije yo.
—Esteban —dijiste.
Santiago se tomó su tiempo para tragar, reflexionó un momento y dijo:
—Sí, señor. Trato hecho. Todo el noroeste del país sabe que adoro a mi mujer, pero sobre todo como era en el último otoño. Y a mis changos siempre les noté cara de huérfanos. ¿Y a dónde nos íbamos?
—A Brasil —dijiste.
—No seas europeizante, Oribe —dijo Santiago—. Hay dos tipos básicos de argentinas. Las que quieren irse a Brasil y las que quieren irse a París. Yo de mi país no me muevo. Los cadáveres se devoran desde adentro, dijo el gusanito.
—De irnos, y no siendo a la montaña, yo propongo un sitio fluvial y frutal, algo entre…
—Entre el Eufrates y el Tigris —dijo Santiago—; el viejo jardín del Abuelo. —Le dio el último mordiscón a su especial de salame y queso—. Qué asquerosidad es comer después de comer.
—Lo que pasa es que la angustia da hambre. O al revés. Lo venía pensando esta mañana, un rato antes de que nos atropellara el auto, cuando me presentaste al astrólogo y al padre Cherubini.
—Cómo que los atropello un auto —dijiste.
—No fue exactamente así —dijo Santiago—. Tampoco le presenté a ningún padre Cherubini.
—Eso es lo que vos crees. Siempre van juntos. Lo que de paso me recuerda que al Jardín no nos van a dejar entrar con mujeres.
—El lugar es lo de menos —dijo Santiago.
—Claro que es lo de menos. —Hablé con vos—. Elijan ustedes.
—Qué ustedes.
—Vos —dije—. O Beatriz.
Lo dije mirando un lugar intermedio entre tu cuerpo y el del jujeño. Hubo un pequeño silencio. ¿Qué irá a pasar ahora?, pensé mientras me tomaba un trago de whisky salido de no sé dónde, porque no recordaba haberlo pedido. El efecto fue descomunal, como si me reventaran un petardo dentro de la cabeza.
—A mi isla, sí —dijo Beatriz.
Epa.
Cerré un segundo los ojos. «Qué te pasa», oí preguntar. Nada, contesté remotamente con la cabeza metida a presión en el eje de una girándula, oooh, fascinado por la cohetería y los colores.
—Nada. Se me heló hasta el alma.
—Te has de haber tragado el hielo —dijo Santiago.
—No tomes esas porquerías —habías dicho.
—Tomate un caldillo —dijo Santiago.
—Entonces es cierto que te vas mañana —dice una voz en la quinta de Verónica mientras yo respondo alguna cosa y pienso que si uno consigue memorizar los meses al revés está absolutamente sobrio. Diciembre, noviembre, septiembre. No, antes está octubre. Agosto, julio. Abrí los ojos y volví a mirar el espacio vacío entre tu cuerpo y el del jujeño.
—A mi isla, sí —dijo Beatriz—. Déjense de dar vueltas y nos vamos.
—Adelante —dije yo—. Por lo menos, todavía estoy vivo. ¿Ya les hablé de la grieta en el mirador?
—Algo.
—Menos mal, porque la casa podía estar en la isla y nosotros cuatro vivir allí. Claro que si la casa no les gusta, nos mudamos.
—Qué nos íbamos a mudar, si era la mejor casa de la isla. No sé si te dije que estudié astronomía. Yo me la pasaba asomado a la rajadura, catalogando estrellas.
—Necesito hablar con Mariano —dijo Graciela.
Marzo, febrero, enero. Ah, macho viejo y peludo, pensé, si paso este sacudón no tomo una gota más en vida. El bar lentamente iba quedándose quieto.
—Yo hacía buñuelos de manzana —dijiste.
—Y yo me los comía —dijo Santiago.
—Te aclaro que el padre Cherubini iba en ese auto. Siempre van juntos —dije yo, un poco a destiempo pero con voz normal—. Y en cuanto a lo de comerte los buñuelos vos solo, está por verse.
—Yo hacía más, no se peleen —dijo Beatriz.
—Y tocábamos la guitarra y el charango —dijo Santiago—. Yo el charango porque soy de Aries.
—Yo también soy de Aries.
—¡No!
—Sí.
—Qué raro —dijo Santiago—. ¡Beatriz! —gritó de pronto.
Miraba hacia la salida del bar. Ahora, pensé, el mozo da parte al manicomio de Oliva.
—Se va —dijo Santiago—. En cuanto algo la asusta, ella se va.
Hubo una pausa.
—Anda a buscarla —dije yo.
Santiago te miró, me miró, miró furtivamente hacia el mostrador, se puso de pie y caminó gesticulando hacia la puerta. Cuando volvieron de allá, Beatriz decía sabes que no me gusta que tomes de esa manera, después te pones mal, y Santiago gritaba que ser borracho no es deshonra, peor es ser puto.
—Santiago, estás loco —dijiste vos. Estabas alarmada realmente, no sé de qué lado de la realidad; pero debió de ser en aquél porque miraste al mozo y encendiste un cigarrillo. La primera vez que te veía fumar.
—Todo en orden —dijo Santiago—. Fijate, ya no llora más.
Motivo más que suficiente como para celebrarlo en la isla bebiendo vino en bota con ensalada de hinojo, robar nísperos del color de las abejas, andar los cuatro desnudos a medianoche, vos trenzar collares de ceibos y yo colgártelos, Santiago y yo pescar mojarritas de panza de plata, a ustedes darles lástima y volverlas a tirar al río, salir nosotros a cazar chanchos salvajes a garrotazos, comprar ustedes cosas inútiles en los remates de aduana y nosotros pagarlas sin mover un músculo…
—¿Qué tipo de cosas? —dijo Beatriz.
—Qué sé yo, sobre todo tulipas —dijiste vos.
—Tulipas pero con cenefas —dijo Beatriz.
—Sobre todo tulipas de ópalo con cenefas —dijiste vos. …y aunque nada de esto pudo suceder hubo, en algún instante brevísimo de la tarde, algo así como un dibujo que estuvo a punto de cerrarse, un orden a punto de reconstruirse, pero en ese momento vi cruzar desde el hotel al señor Ripul, todo pantalones y mal agüero, el señor Ripul que entró en el café, llegó a nuestra mesa y habló con Santiago.
—Teléfono de Jujuy, señor. Lo llaman de la maternidad.
Nos miramos.
—Se acabó —dijo sonriendo Santiago.
Y ya que hay que explicar las cosas de algún modo, puedo decir que en ese momento vi realmente y por última vez en mi vida a Beatriz, vi sus ojos enormes e incrédulos que interrogaban al jujeño y supe en el corazón que Santiago no le había dicho nada de esto ni había roto con su mujer, típico del jujeño, son tan buenos estos desgraciados que por no lastimar a nadie siempre terminan haciendo las cosas del peor modo posible, Beatriz ahí, sus ojos como dos grandes gotas de agua purísima sobre una hoja verde, llorando de este lado de acá de la realidad, en ese bar frente al hotel o en la quinta de Verónica, y yo nunca había visto nada parecido a esto, lloraba de frente, a cara descubierta y era una cosa monstruosa e insensata, lloraba sonriendo mientras retrocedía hacia la nada, vos tenías las manos cruzadas sobre el mantel y te mirabas la punta de los dedos, íbamos a tener que irnos de la isla, una lástima, se estaba bien allá, hasta demasiado bien, no podía durar toda la vida.
Santiago cruzó.
—Para qué tomas esas porquerías —dijo Graciela.
—Para despertarme —dijo Espósito.