Cómo saber cuánto tiempo transcurrió ni dónde estuvo ni qué hizo Esteban hasta el momento en que, riéndose y sacudiendo de un lado a otro la cabeza, lo encontró la señorita Etelvina Cavarozzi, bajo las estrellas del planetario.
—Que está haciendo acá —preguntó la mujer, alarmada al principio, pero luego, al ver su aspecto de infinita diversión, contagiada también por su risa—. ¿De qué se ríe?
—Creo que me perdí. Esta casa es endiabladamente grande.
—Qué le pasa —preguntó la señorita Etelvina—. Qué hace.
Esteban, en efecto, hacía ademanes más bien extraños. Como si tratara de ahuyentar a alguien por detrás de su espalda apartándolo repetidamente con las manos. La señorita Etelvina, intrigada, se puso en puntas de pie: estiraba mucho el cuello y oscilaba el cuerpo de derecha a izquierda intentando ver algo. Parece una cotorrita mirando pasar un desfile, pensó Esteban. Imagen que resultó muy superior a sus fuerzas y lo obligó a sentarse en el piso.
—Estamos borrachos —decía la señorita Etelvina.
—Yo no me emborracho nunca —dijo Esteban—. Ayúdeme.
La señorita Etelvina le dio la mano y un segundo después los dos rodaban más o menos abrazados bajo las ilusorias constelaciones del planetario… Mirando hacia el sur, la constelación de la Cruz era siempre la más sencilla de ubicar, y ahí estaba, un poco a la derecha y hacia arriba de Alfa y Beta de Centauro. Ahora sólo había que girar la cabeza hacia el este para dar con la cola austral de Eridano, seguir hacia lo alto y ahí estaba Achernar, una de las diez más brillantes de este Parque de Diversiones prodigioso que, bien mirado, también es algo así como una máquina que canta. ¡Canopo!, ésa era Canopo de Carena, y ésta no puede ser otra que Sirio, la mimada del cielo, a la que Poe decía que es imposible alcanzar. ¿Tendría razón Poe? De espaldas en el piso del planetario, junto a la repentinamente seria señorita Etelvina Cavarozzi cuyo corazón pulsaba casi con terror en el silencio de los astros lejanos y azules, no parecía que lo imposible fuera necesariamente absoluto, no al menos si es cierto que la mano de la señorita Etelvina se ha posado sobre el muslo de Esteban, lo que momentáneamente no debe preocuparnos ya que la mano, aunque trémula, se quedó quieta y su contacto es tan leve que parece ingrávida. ¿Qué sería aquello? Una nebulosa o un cúmulo. ¿Cuántos cúmulos hay en la Vía Láctea? ¿Por qué será que las estrellas más brillantes tienden a situarse arriba y a la derecha de la secuencia principal? Debe ser algo relacionado con la masa, tal vez hayan evolucionado más rápidamente y ya comienzan a apartarse del trazado originario…
Esteban se puso de pie…
—Levántese —dijo casi con brusquedad.
—Usted no pensará… —dijo la señorita Etelvina.
—Salgamos. Lléveme a la casa.
En silencio, salieron del planetario y cruzaron un sector del parque que Espósito no recordaba haber visto. Robles y araucarias, un rosedal. La silueta de una fuente en la que había un ángel. Tenía una inscripción, imposible de leer en esa oscuridad; no hacía falta leerla para saber qué decía. Y ahora está sentado junto a Graciela Oribe. Ella habla, Esteban apenas la escucha. No puede dejar de mirar una lámina de Uccello enmarcada en la pared. Nada de esto puede ser, piensa. Hace años que ya no estoy en esta casa.